Se cumplieron ayer 35 años del golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende y aquellos hechos siguen invitando a la reflexión.
Lo reconozco: me siguen emocionando las últimas palabras que Allende pronunció en Radio Magallanes, pasadas las nueve de la mañana de aquel día triste. La Moneda ya estaba rodeada, todavía los aviones no habían comenzado el bombardeo, pero todos sabían que el guión escrito por el destino se resolvería de manera trágica. Allende se dijo decepcionado ante la traición de las fuerzas armadas, alzadas contra un gobierno democráticamente elegido. Durante tres años Chile había vivido un experimento de transformación que, desde la democracia y el respeto institucional, debía llevar al socialismo. ¿Qué socialismo quería Allende? Pese a los flirteos con Cuba su fina personalidad debía sintonizar más con el modelo socialdemócrata europeo, pero le faltó el coraje necesario para imponerse a las veleidades revolucionarias –revolución de opereta hispanoamericana– de algunos sectores de la Unidad Popular. Creo que la de Allende era una apuesta definitivamente democrática porque estoy convencido de que no creía posible en Chile –ni deseable– el sistema comunista de partido único, tan contrario a la tradición chilena. Si tal y como deseaba hubiera sido posible un gran pacto entre la izquierda y la Democracia Cristiana el modelo chileno habría avanzado hacia un estado del bienestar, pero incluso esto era un peligro para los intereses de los Estados Unidos y de las oligarquías chilenas. Por eso se incitó primero al boicot contra el gobierno de la izquierda y luego a un golpe de Estado pleno de brutalidades.
La mañana chilena del 11 de septiembre de 1973 es ya una de las más tristes de la historia de la libertad, pero también una de las más dignas. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo” le anunciaba Allende a los traidores, que ciertamente tenían la fuerza y el poder pero que –como vaticinó el presidente– no pudieron segar la semilla entregada “a la conciencia digna de miles y miles de chilenos”. Continúa luego el discurso en tonos patéticos, dirigiéndose el presidente a los trabajadores, a las mujeres, a los jóvenes, a los profesionales… Es un discurso de despedida: Allende sabe que va a morir y que el metal tranquilo de su voz será callado. Sabe también que el suyo es un gesto altísimo de dignidad que no podrá olvidarse: realmente su sacrificio no fue en vano y la lección moral de su resistencia y su suicidio hace más vil la figura de Pinochet.
Allende frente a Pinochet. He ahí el drama cósmico de aquella mañana de septiembre. No sé, pero hoy me gustaría pensar que llevaba razón aquel presidente que Benedetti ha llamado “el hombre de la paz” y que están abiertas “las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. No sé, pero hoy me gustaría sentarme en una hermosa plaza liberada a llorar por los ausentes, mientras los niños cantan “a una vida segada en La Moneda”.
(Publicado en Diario IDEAL el 12 de septiembre de 2008)
Lo reconozco: me siguen emocionando las últimas palabras que Allende pronunció en Radio Magallanes, pasadas las nueve de la mañana de aquel día triste. La Moneda ya estaba rodeada, todavía los aviones no habían comenzado el bombardeo, pero todos sabían que el guión escrito por el destino se resolvería de manera trágica. Allende se dijo decepcionado ante la traición de las fuerzas armadas, alzadas contra un gobierno democráticamente elegido. Durante tres años Chile había vivido un experimento de transformación que, desde la democracia y el respeto institucional, debía llevar al socialismo. ¿Qué socialismo quería Allende? Pese a los flirteos con Cuba su fina personalidad debía sintonizar más con el modelo socialdemócrata europeo, pero le faltó el coraje necesario para imponerse a las veleidades revolucionarias –revolución de opereta hispanoamericana– de algunos sectores de la Unidad Popular. Creo que la de Allende era una apuesta definitivamente democrática porque estoy convencido de que no creía posible en Chile –ni deseable– el sistema comunista de partido único, tan contrario a la tradición chilena. Si tal y como deseaba hubiera sido posible un gran pacto entre la izquierda y la Democracia Cristiana el modelo chileno habría avanzado hacia un estado del bienestar, pero incluso esto era un peligro para los intereses de los Estados Unidos y de las oligarquías chilenas. Por eso se incitó primero al boicot contra el gobierno de la izquierda y luego a un golpe de Estado pleno de brutalidades.
La mañana chilena del 11 de septiembre de 1973 es ya una de las más tristes de la historia de la libertad, pero también una de las más dignas. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo” le anunciaba Allende a los traidores, que ciertamente tenían la fuerza y el poder pero que –como vaticinó el presidente– no pudieron segar la semilla entregada “a la conciencia digna de miles y miles de chilenos”. Continúa luego el discurso en tonos patéticos, dirigiéndose el presidente a los trabajadores, a las mujeres, a los jóvenes, a los profesionales… Es un discurso de despedida: Allende sabe que va a morir y que el metal tranquilo de su voz será callado. Sabe también que el suyo es un gesto altísimo de dignidad que no podrá olvidarse: realmente su sacrificio no fue en vano y la lección moral de su resistencia y su suicidio hace más vil la figura de Pinochet.
Allende frente a Pinochet. He ahí el drama cósmico de aquella mañana de septiembre. No sé, pero hoy me gustaría pensar que llevaba razón aquel presidente que Benedetti ha llamado “el hombre de la paz” y que están abiertas “las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. No sé, pero hoy me gustaría sentarme en una hermosa plaza liberada a llorar por los ausentes, mientras los niños cantan “a una vida segada en La Moneda”.
(Publicado en Diario IDEAL el 12 de septiembre de 2008)
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