jueves, 17 de enero de 2008

POÉTICA DE LA SERENIDAD



-VIAJE LÍRICO POR BAEZA, ÚBEDA Y LA CATEDRAL DE JAÉN-

¡Reposo dulce, alegre, reposado! Hay lugares para remansar el espíritu. Así, la catedral de Jaén. Así Úbeda. Así Baeza.

Perdidos tras una masa de olivos, se alzan los campanarios que a la tarde –el sol envejece sobre horizontes azules– se pueblan de pájaros. Campanarios y tejados que relucen en una búsqueda de la serenidad y la quietud, como un poema de fray Luis de León. Tal vez sean estos versos sosegados –plenitud del equilibrio lírico– los que mejor cuadran al sentido profundo que elevan Baeza, Jaén y Úbeda sobre las infinitas líneas de los olivares. Los versos y las torres, las horas y los gestos, hacen posible un viaje por entre la serenidad que destilan las piedras de estas ciudades alejadas de la playa pero no del sol: sólo que el suyo es un sol para el corazón, no para los bronceados. Por eso, recalar en estos puertos sosegados es viajar hacia dentro de nosotros: había algo nuestro que estaba no sabíamos dónde y que encontramos en las calles y en las plazas de Úbeda y Baeza, en las naves de la Catedral de Jaén.

Un no rompido sueño. Úbeda y Baeza marcan una impronta en el paisaje. (También las torres de la catedral marcan, en Jaén, una personalidad, una forma de ser del horizonte.) De hecho, determinan una manera de ver la realidad, de acercarse al tiempo y al siglo –a cada siglo sucedido desde que se alzaron sus piedras primeras–. Desde 1200 –más o menos– en cada palacio, en cada plazoleta, cada iglesia, cincuenta generaciones han dejado su corazón latente, que es su sello de sueños y esperanzas, pero también de miedos y fracasos. Y esa construcción colectiva de unos espacios únicos, personalísimos, determina qué paisaje, qué realidad, qué tono vital marcan la manera de ser de Baeza y Ubeda.

Todo ello manifiesta la posibilidad de tocar la historia con la mano. Estará el visitante acostumbrado a que le propongan esto en muchas guías de viajes: aquí sin embargo no vamos a mentirle: aunque la historia lo asaltará en cada recodo que tuerza, en los palacios abandonados y en las iglesias en penumbra, el moderno urbanismo ha hincado sus dientes en algunos de los lugares más bellos de estas dos ciudades. Esto, sin embargo, no supone que Úbeda y Baeza hayan perdido su esplendor: pueden habérselo mutilado, pero la belleza de los siglos idos resulta más hermosa cuando se la compara con el mal gusto del presente.

Más allá de los atentados –recentísimos algunos– cometidos contra iglesias o palacios o plazas, hay algo que supera lo meramente accidental, lo puramente visible: lo que eterniza el sueño colectivo de las dos ciudades es su vocación de transferirse hacia el futuro, de permanecer, de elevar el pasado a categoría viviente a través de silencios, recogimientos y soledades. Y así, ensayan Úbeda y Baeza una serenidad poética o –más exactamente– una poética de la serenidad a través del silencio y la soledad, de lo recogido, que es lo recatado. Ensayan, por lo tanto, las dos ciudades, una poética de la serenidad, capaz de soportar agresiones –violentas agresiones de arquitectos novísimos y políticos visionarios– por ser vocacionalmente conservadora: no importa que se desgarre el encanto del pasado en algunos lugares, pues quedan en el fondo el cántico de las campanas, el palacio deshabitado, la lírica del tiempo abandonado.

Es esa mirada a la eternidad –que supera lo contingente– lo que mantiene vivo el sueño que baezanos y ubetenses de todos los siglos han ido construyendo día a día, afán a afán: permanecer, estar, dejar testimonio de ciudades que soñaron con serlo todo y elevaron un mar de palacios, de iglesias y conventos, un bosque de torres y espadañas.

El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada. Según las horas del día, podrá el visitante apreciar las distintas cualidades de Úbeda y Baeza. En la plenitud de la mañana –cuando aún es posible oír la armónica de los afiladores–las piedras parecen talladas a plomo: radiantes, orgullosas de enseñar sus escudos para decir el viejo poder de nobles o de clérigos. La mañana y sus claridades –reflejo de las prisas y los negocios– son lo que dan el tono de ciudad a estos dos enclaves.

Sin embargo, a la tarde se estrenará una luz diferente, hecha para recoger el alma, para evitar que siga siendo avasallada por escudos y tenantes. En el paseo del atardecer se descubre como una lentitud y se aprecia la conversión en pueblos de Úbeda y Baeza, con sus sosiegos y sus guiños al tiempo ido. La mañana es una avenida de la historia, hecha para los palacios y las torres. La tarde es como un callejón junto a San Pablo, en Úbeda, bañado de luz violeta. La tarde es asomarse al campo de Baeza –ese que Machado llevó en sus sueños más hondos– para descubrir el valle inmenso y hermosísimo que se abre desde la ciudad y hasta la lejana sierra, entre las campanas de la catedral elevadas sobre los vencejos y el sopor que sube desde la tierra labrada.

En sueño y en olvido sepultado. Úbeda y Baeza –cuajadas de edificios magníficos– también guardan restos de los siglos humillados por el hombre. Así, las ruinas de San Francisco en Baeza, capaces aún de declinar nostalgias. En el fondo, las ruinas levantan en nosotros un afán constructor porque estimulan nuestra imaginación y nos invitan a reponer lo que derribó la mano de otros hombres: allá una columna, acá un retablo, bajo el cielo una cúpula dorada, bajo la cúpula una lámpara de plata. Y así, vamos rellenando los huecos de la piedra agrietada por el musgo hasta completar lo que fuera la espléndida capilla de San Francisco.

Con las casas judías de Úbeda ocurre lo mismo. Duermen en la indigencia, alejadas de todo tránsito, al fondo de una plazoleta con palmeras que un día presidió la iglesia de Santo Tomás –hoy paredes arruinadas, cimientos arrasados–. Son casas pobres, de cal y adobe, con estrellas de David en los dinteles y cerraduras que se cerraron en 1492. Sentados en la Gradeta de Santo Tomás, siente el espíritu otra oportunidad para construir y levantar nostalgias, para imaginar la sinagoga y pensar en los últimos judíos que subieron estas escaleras, cargados de candelabros y rollos bíblicos, llevando las bisagras de sus puertas y las llaves que las cerraban, marchando al exilio.

Templo de claridad y hermosura. No todo es umbroso en el corazón de Jaén, ni todo tiene temblores románticos. Ahí están los tres grandes templos de la provincia – llenos de luz y elevados de músicas– para ensayar otras emociones: no las del recuerdo o la nostalgia, sino las de la finitud del hombre. Las catedrales de Baeza y Jaén y la Capilla de El Salvador en Úbeda son un rotundo triunfo de lo grandioso, de la perfección del clasicismo que, sin embargo, no es distante. Todos hemos estado en templos que nos aplastan, pero que nos dejan fríos. Sin embargo, al traspasar las puertas de las catedrales o al empaparnos en luz dorada bajo la cúpula de El Salvador sentimos, sí, que somos pequeños y que es cierto el verso de Machado que dice que lo nuestro es pasar; pero un susurro de duda nos cosquillea el alma para decirnos que a lo mejor hay algo que se queda.

Los tres templos están bañados de “resplandores eternales”. Son naves y cúpulas pensadas para luz, que es la mejor representación de lo divino. Dentro de ellos parece que se flota en lo que es a la par grandioso y humano: entre estos suelos y estas bóvedas el hombre ensayó su mejor condición, la de la carne con potencias de muerte y anhelos de inmortalidad. Y así, la piedra es la expresión de lo humano –la carne, lo frágil, la muerte– mientras la luz que rellena la piedra nos dice lo divino –el alma, lo eterno, la vida–. Por eso estos templos son fundamentales para entender el Renacimiento español: porque conjugan los valores y las esencias de su tiempo como ningunos otros edificios lo hacen.

Su luz va repartiendo y su tesoro. En julio de 2003 Úbeda y Baeza fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad, reconociendo su aportación al Renacimiento español y su trascendencia artística en tierras de América. Sin duda, las dos ciudades marcan la impronta del mejor afán renacentista en España: no sólo por sus piedras, sino también por su espíritu. Ahora, la Catedral de Jaén pelea por sumarse a esa declaración, lo que tiene pleno sentido, pues en el templo matriz de la provincia se condensa todo un caminar artístico que jalona Úbeda –Hospital de Santiago, palacios de las Cadenas o los Ortega o los Vela de los Cobos– y Baeza –Escribanías Públicas, Cárcel de Felipe II, Universidad–, cosiendo un entramado urbano inolvidable. Decadente a veces –en callejas anteriores a la Reconquista, en las plenitudes ojivales de templos ubetenses y palacios baezanos–, esplendoroso otras, siempre original y sorprendente, la Catedral de Jaén es el punto de llegada inexcusable para la aventura ubetense y baezana.

Ahora, claro, falta que Úbeda y Baeza (más la aportación capital de la Catedral giennense) sepan estar a la altura de las circunstancias: para repartir por el mundo su luz única, su tesoro más escondido, que no son sus piedras –simples piedras– sino lo que ellas cobijan: sueño y elevación, evocación y afán, días y siglos, gentes idas y generaciones por venir. En definitiva, una eternidad hecha a la serena medida del hombre.

(Publicado en ESCAPADAS DE FIN DE SEMANA, Grupo Vocento S.A., Madrid, 2007)

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