El día entero fue viernes y 11 de enero y toda la tarde llovió, como una premonición, con la persistencia de un presentimiento. El sábado amaneció en los almanaques con la marca del 12 de enero, azul y alto, juanramoniano. Y triste: en la madrugada se había muerto Ángel González, el infinito poeta. Despidió el sábado las nubes y las lluvias y, a toda prisa, se vistió la mañana de fiesta de guardar, que tenía que recibir la eternidad el espíritu añil del hombre que se autocalificó como “un escombro tenaz, que se resiste/ a su ruina, que lucha contra el viento”.
Ángel González dedicó uno de sus poemas más hermosos al día de ayer, “el día/ incomparable que ya nadie nunca/ volverá a ver jamás sobre la tierra”. Es difícil encontrar palabras que hayan descrito con una exactitud tan cruel la finitud del tiempo y del hombre, que es nuestra propia levedad, nuestra conciencia misma de que huye la vida entre las manos como agua de mar, como sal, como el viento. Y ahora, el poeta se ha muerto y ya nadie, nunca, volverá a pensar con sus palabras, ya nunca nadie escribirá los versos como él: el domingo –tan pronto– no pudo el poeta sentarse delante de su mesa, rodeado de sus libros –esas voces de muertos que hablan en el rumor del alma–, para escribir otro poema... ¡Rompe tantas cosas la muerte!...
La obra de Ángel González se ha cerrado definitivamente, que se han muerto el hombre y su voz y su sensibilidad. Y aunque la recreemos cada vez que leamos sus poemas, sabemos que nunca volverá a haber en este mundo un hombre que se llame Ángel González, que hable español, que le escriba a “la vida pura/ que lo ignora todo”. ¿Sabemos qué significa esta pérdida? ¿Es consciente el mundo de lo que se pierde cuando un poeta muere? No: no se para el tráfico ni se sientan los muñecos de los semáforos para llorar ni las flores se marchitan. Ni siquiera se han leído sus poemas en las escuelas destrozadas por la LOGSE. Y sin embargo, cuando se muere el poeta se muere un pedazo de nuestros sentimientos, desaparece un lugar oculto del idioma en el que amamos y sentimos y pensamos.
Estamos fundados por la palabra y lo más íntimo que somos ha sido alumbrado por versos inesperados, encontrados una tarde de otoño o en las perezas del verano. A veces, ay, en el rincón último de un poema hemos descubierto algo que era dentro de nosotros sin habernos dado noticia ni pedido permiso: ¿cuántas veces hemos necesitado la voz del poeta para llegar al hontanar de nuestra conciencia? He ahí la función del poeta, su trabajo lento, su laborioso oficio de descubridor de las horas íntimas que tremolan en los prados de nuestro ser. El poeta nos construye: con las palabras que amontona como arena en la orilla del mar, que limpia como si fuesen uvas recién cogidas, que une como la luz y el aire, para que el verso pueda abrir sin estridencias un valle hondo entre la roca y el hielo de la existencia. Así, los poemas de Ángel González: no hemos visto el trabajo cósmico del agua rompiendo montes, pero sabemos la luz serena que se remansa en el valle, el aire quieto de la belleza, el horizonte del atardecer sobre nuestro corazón.
Se ha ido Ángel González, pero volveremos siempre a sus poemas, que son como el aire que los pulmones piden en la asfixia. Porque en ellos hemos sentido el deseo de volver a empezar en la vida, porque en ellos hemos descubierto que el oficio más bello es el de enseñar a los niños y los adolescentes a que amen la poesía, la literatura, la palabra. Enseñarlos a encontrarse en las plazas del verso. Y ahora que se desprecia el valor de los profesores de literatura, descubro que me hubiera gustado ser un profesor que en la mañana del lunes –gris, como todos los lunes: como un ayuntamiento, como un funeral deshilachado– le hubiera leído a sus alumnos: “Todo lo consumado en el amor/ no será nunca gesta de gusanos.”
Sí, se ha ido Ángel González. ¿No sentís más tristes los caminos de enero? ¿No está el año como cojo nada más empezar? ¿No está más estúpido este país llamado España? No sé, pero habrá el poeta abandonado cuidados, como nos pedía: “lo que ha ardido/ ya nada tiene que temer del tiempo.”
Ángel González dedicó uno de sus poemas más hermosos al día de ayer, “el día/ incomparable que ya nadie nunca/ volverá a ver jamás sobre la tierra”. Es difícil encontrar palabras que hayan descrito con una exactitud tan cruel la finitud del tiempo y del hombre, que es nuestra propia levedad, nuestra conciencia misma de que huye la vida entre las manos como agua de mar, como sal, como el viento. Y ahora, el poeta se ha muerto y ya nadie, nunca, volverá a pensar con sus palabras, ya nunca nadie escribirá los versos como él: el domingo –tan pronto– no pudo el poeta sentarse delante de su mesa, rodeado de sus libros –esas voces de muertos que hablan en el rumor del alma–, para escribir otro poema... ¡Rompe tantas cosas la muerte!...
La obra de Ángel González se ha cerrado definitivamente, que se han muerto el hombre y su voz y su sensibilidad. Y aunque la recreemos cada vez que leamos sus poemas, sabemos que nunca volverá a haber en este mundo un hombre que se llame Ángel González, que hable español, que le escriba a “la vida pura/ que lo ignora todo”. ¿Sabemos qué significa esta pérdida? ¿Es consciente el mundo de lo que se pierde cuando un poeta muere? No: no se para el tráfico ni se sientan los muñecos de los semáforos para llorar ni las flores se marchitan. Ni siquiera se han leído sus poemas en las escuelas destrozadas por la LOGSE. Y sin embargo, cuando se muere el poeta se muere un pedazo de nuestros sentimientos, desaparece un lugar oculto del idioma en el que amamos y sentimos y pensamos.
Estamos fundados por la palabra y lo más íntimo que somos ha sido alumbrado por versos inesperados, encontrados una tarde de otoño o en las perezas del verano. A veces, ay, en el rincón último de un poema hemos descubierto algo que era dentro de nosotros sin habernos dado noticia ni pedido permiso: ¿cuántas veces hemos necesitado la voz del poeta para llegar al hontanar de nuestra conciencia? He ahí la función del poeta, su trabajo lento, su laborioso oficio de descubridor de las horas íntimas que tremolan en los prados de nuestro ser. El poeta nos construye: con las palabras que amontona como arena en la orilla del mar, que limpia como si fuesen uvas recién cogidas, que une como la luz y el aire, para que el verso pueda abrir sin estridencias un valle hondo entre la roca y el hielo de la existencia. Así, los poemas de Ángel González: no hemos visto el trabajo cósmico del agua rompiendo montes, pero sabemos la luz serena que se remansa en el valle, el aire quieto de la belleza, el horizonte del atardecer sobre nuestro corazón.
Se ha ido Ángel González, pero volveremos siempre a sus poemas, que son como el aire que los pulmones piden en la asfixia. Porque en ellos hemos sentido el deseo de volver a empezar en la vida, porque en ellos hemos descubierto que el oficio más bello es el de enseñar a los niños y los adolescentes a que amen la poesía, la literatura, la palabra. Enseñarlos a encontrarse en las plazas del verso. Y ahora que se desprecia el valor de los profesores de literatura, descubro que me hubiera gustado ser un profesor que en la mañana del lunes –gris, como todos los lunes: como un ayuntamiento, como un funeral deshilachado– le hubiera leído a sus alumnos: “Todo lo consumado en el amor/ no será nunca gesta de gusanos.”
Sí, se ha ido Ángel González. ¿No sentís más tristes los caminos de enero? ¿No está el año como cojo nada más empezar? ¿No está más estúpido este país llamado España? No sé, pero habrá el poeta abandonado cuidados, como nos pedía: “lo que ha ardido/ ya nada tiene que temer del tiempo.”
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén, Granada y Almería, el 15 de enero de 2008)
No hay comentarios:
Publicar un comentario