sábado, 7 de abril de 2012

LOS SONIDOS DE LA ETERNIDAD


 

—Para una teoría de los sentimientos de Semana Santa—

«DESCONSUELO» (José Cristino Franco Ribate, 1917).— La tarde, que estaba azul y amarilla y que se había cobijado debajo del naranjo en flor, se ha puesto de pronto cárdena como un coágulo de sangre y los oboes y las flautas han elevado sobre las nubes de incienso —lenta, mansamente— la dulce súplica de lo que fue entregado al murmullo y a la congoja, la fragancia íntima de lo que anuda una súplica en los vértices de la sangre. Furtivamente, el sol todavía poderoso de la media tarde se ha cobijado entre los muros silenciosos del Claro de San Isidoro, bajo la sombra de la espadaña: en la dirección del atardecer la memoria ha cosido en el almanaque de nuestras vidas la melodía inconclusa del tiempo fugaz y sin consuelo.

«EL PRESIDENTE HA MUERTO» (Victoriano García Alonso, 1924).— ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la muerte? ¿Quién, siendo adolescentes, introdujo estas preguntas en el fondo denso de nuestras seguridades, agitándolas con un violento torbellino de dudas? ¿Dónde buscar la respuesta a tanta pregunta que no la tiene?... He ahí el paso marcial, poderoso de las legiones romanas, relucientes las corazas bajo la atardecida resonante de melodías fúnebres: ¿fue una tarde de Jueves Santo —perdidos entre las multitudes— cuando la melancolía se atravesó en nuestro camino?, ¿fue el temblor de los platillos emocionados, el alarde supremo de las trombas y los saxofones, lo que nos clavó esta saeta en el corazón? ¿Fue en el trío final —cadencia poética de la tarde moribunda— cuando sentimos por vez primera que la música que tiembla entre el aire y los vencejos se escribió para nuestro último día?

«MISERERE» (Victoriano García Hernández de Lesundi, 1873).— Nacimos y quedamos convocados por todas las edades en este amanecer, en esta plaza y a esta hora, cuando el sol aún es tímido y violeta como un enamorado. ¿Para qué nos convocó la primavera? ¿Por qué a esta hora incierta que despereza vencejos y ausencias? Porque entre el susurro de los cipreses y la prisa de los rezagados, entre los suspiros y las súplicas, porque entre la mirada escarchada de sollozos y la garganta sofocada por nódulos de memoria, porque allí, en el tremor de tantos ubetenses vivos se han hecho presentes los otros, los ubetenses que fueron ayer y a los que quisimos y ya no están: los que —éramos niños sorprendidos por el madrugón— nos trajeron de la mano hasta la Puerta de la Consolada para enseñarnos a decir «Jesús». ¿Para qué nos convoca aquí la primavera? Para que busquemos, en el fondo ancestral de nuestra carne herida, la huella de todo lo que quisieron truncar la muerte y el olvido. Para que rehagamos una memoria de lo que somos. Para que en la amanecida del Viernes Santo nuestro cuerpo se humedezca con el abrazo misericordioso que desde la eternidad nos mandan aquellos que tienen sus ojos llenos de gloria fijos en los nuestros, llenos de lágrimas.

«LA EXPIRACIÓN» (Victoriano García Alonso, 1897).— No hay una poética de la muerte, como no hay una poética del amor: toda poética lo es a la par de la muerte y el amor, o no es. Por eso, en la hora culminante del mediodía, cuando nada puede ser ocultado porque la luz se ha enseñoreado ya de todos los rincones y todos los tejados y sobre las cruces y las veletas de las torres, era necesario el perfil delgado de esta música —el vuelo último de la flauta y del oboe, delicado como la piel de un niño— para que entendiésemos la dimensión del drama: la Muerte abrazando al Amor sobre la madera, por encima de las galaxias y las constelaciones, haciendo que en nuestro fondo tiemblen no sabemos qué siglos desconocidos, entregándonos unos mañanas que no acertamos a nombrar, dejándonos atrapados en la marejada del tiempo y los recuerdos, un poco ajenos a la masa festiva que inunda las calles.

«LAS ANGUSTIAS» (Victoriano García Alonso, 1906).— Al final todo se condensa en este instante de la media tarde: todo era el sudario blanco agitado por el viento del ocaso, acariciado por el silencio y por la angustia, contemplado por las golondrinas, sorprendidas de tan extraña compañía en la brisa sin rumbo. Al final todo era esto: esta desolación de la plaza recoleta donde los naranjos se vistieron de blanco para negar a las lágrimas. Al final todo era esto: la música como puñal y como flecha, la música como cristal que atraviesa las venas cortando, provocando un escalofrío. Al final todo era la íntima certeza de sabernos seres abocados a una tristeza y a la despedida. Al final todo era esto: la belleza suprema de lo inabarcable, de lo ininteligible, la belleza definitiva de lo inconsolable. Al final, al final todo era esto: la flauta perfilando las notas de su aflicción en el pentagrama de la desolación del Universo.

«STABAT MATER» (Anónimo, de origen mozárabe).— Todos los siglos, las hojas de todos los almanaques de todos los siglos, han acudido en tromba al arrabal de San Millán. Nuestra cartografía sentimental no puede conducirnos a otro lugar cuando el día de Viernes Santo declina más allá de Mágina: «tilín, tilín, tilín, tilín…», dice a cada segundo la campana de plata del monasterio de la Merced, insertada como una herida refrescada por la memoria en el interior de esta marcha sin edades ni partituras… «tilín, tilín, tilín, tilín...», y se nos ha adentrado el repique quebradizo, tierno, en la sangre, en el espesor del alma, se nos han crecido el misterio y la tristeza y la nostalgia en el hondón del espíritu sin que nos diéramos cuenta… El triángulo de plata simulando la campana vieja de los siglos muertos, y el requiebro sin dirección —o lanzado en la dirección de nuestros corazones— de la música sin partituras, proclaman su pregón en el viento del Viernes Santo, que ya rompió los diques de las emociones para que la tonada antigua de los albañiles y los alfareros eleve esa oración en la que hablan los ubetenses del ayer, nuestros muertos atrapados en el bolo de sangre que ha surgido del pozo azul de nuestras gargantas… «tilín... tilín... tilín... tilín...»

«SANTO ENTIERRO» (Emilio Sánchez Plaza, 1929).— Todo se ha consumado. La prisa y la fiesta, los globos y la cerveza y el hornazo, el bisbiseo de los Oficios y el bullicio de las calles, la cera de los pasos, el olor de los lirios, el hálito del incienso y el suspiro de las emociones, los tambores de los niños, los lamentos de las trompetas, la música y la pena, la alegría, el cansancio, el paseo, el atajo, los pies doloridos. Se consumaron las alas leves de las mariposas. Se consumó el esplendor añil de la primavera: todo se ha consumado. Todo se ha consumado en el punto algente, en la tiniebla espesa de la madrugada, en ese cerco de abandono y soledad que ni el fuego de las antorchas puede penetrar. Todo se ha consumado en un crisol de silencios, en una sorpresa: «¿cómo pudo terminar todo tan pronto?». Todo está consumado: entre los sones solemnes, entre los ecos patéticos de la comitiva fúnebre que ha enterrado al Amor Muerto y que se pierde, pausadamente, en el corazón de la vieja ciudad amurallada.

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 5, Abril de 2012)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico pregón de semana santa

ana | préstamos rápidos dijo...

Estoy contigo, es fántastico. Felicidades !!!