lunes, 23 de abril de 2012

SAN LIBRO





Lo siento, no lo puedo evitar: me gusta este Día del Libro. Me gusta la cívica costumbre de los catalanes de regalarse libros y rosas, y he asumido como propio ese ritual, ese generoso intercambio de cosas tan valiosas y en realidad tan baratas. Y un año más (también lo siento: tampoco lo puedo evitar) me causa pena que en un país tan necesitado de valores y de elementos que nos unan, no hayamos extendido por todo el viejo mapa de la piel de toro los puestos llenos de libros y de flores en las mañanas y las tardes de cada 23 de abril. El libro es el invento más revolucionario de la historia de la humanidad, el más versátil, el que más libertades ha construido y más tiranías ha derrumbado: me gusta mucho esta fiesta civil y laica del San Libro, que es valioso y sagrado como la inocencia de los niños, como la rebeldía de los soñadores, como el camino de los amantes. Me gusta mucho el pequeño gesto con el que los masones jiennenses han celebrado este día grande de los lectores y la cultura: han firmado con rosas los edificios más relevantes de ese genio que fue Andrés de Vandelvira. Me gusta mucho esta fiesta sin políticos ni tambores, sin solemnidades ni banderas, esta fiesta renovada cada primavera, nueva y limpia cada año, me gusta mucho esta fiesta íntima, personal, familiar, que une a los seres libres en las páginas de un libro que cambia de manos y en la belleza condenada de las flores.

Posdata. Ayer, Rosa Liaño, me celebró por lo grande las vísperas de este Día del Libro, regalándome uno de los rarísimos ejemplares que ha editado, por su cuenta y a su cargo, de la biografía de Juan Pasquau escrita por Adela Tarifa. Lástima que para obras culturales de esta envergadura las administraciones públicas, tan pródigas en aeropuertos inservibles y palacios faraónicos, no hayan encontrado una pequeña partida económica que hubiera posibilitado la publicación del libro, ganador del Premio Cazabán de la Diputación Provincial. Desde el punto de vista puramente egoísta, tengo que reconocer que como lector y coleccionista de libros me alegra ser uno de los privilegiados que lo tienen. Anoche me sentía poseedor de un tesoro valioso, supongo que igual que un coleccionista de escarabajos que caza uno realmente raro y escaso, y lo mira durante horas antes de pincharlo con un alfiler especial en su cajita de cartón; cuando Manuel se durmió, tuve que apagar el Kindle y suspender la lectura más monumental que nunca he acometido, la de los Episodios Nacionales de Galdós, para adentrarme en la vida y el corazón de Juan Pasquau. Y resulta que ese hombre que escribía como los ángeles, suponiendo que los ángeles escriban, es más grande, aún, de lo que yo pensaba.

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