viernes, 15 de abril de 2011

REPÚBLICAS





Dentro de poco no quedará vivo nadie que pueda recordar lo sucedido en el periodo de entreguerras. Dentro de unos cuantos años –ocho, diez– nadie será ya un niño que paseando de la mano de su padre reconocía a los escritores sentados en los cafés de París, nadie será un niño de los que caminaban con sus madres llevando bolsas llenas de billetes para poder comprar un kilo de azúcar o un cuaderno escolar en el desolado Munich en el que acechaban ya los nazis; ni quedarán niños de los que oían en sus casas de Viena hablar del derrumbe del viejo imperio de los Habsburgos. Dentro de poco no quedará ninguna memoria viva de la esperanza y el temor de aquellos años en los que Europa se llenó de repúblicas democráticas, de fervores reformistas o revolucionarios, de iluminaciones voraces y poseedores de verdades absolutas y purezas criminales, que acabarían engullendo el trabajo y la voluntad de grupos de hombres bienintencionados y cada vez más despreciados, más abandonados, más solitarios.

Sólo descubrimos la velocidad con la que pasa la vida cuando el tiempo ha borrado los rastros del pasado que pueden hablar, que pueden emocionarse y contar. La historia sólo es historia cuando una fecha del almanaque se ha quedado sin un testigo que nos diga el azul del sol de aquel día, la brisa de primavera que agitaba los chopos, los vencejos que volaban ajenos al revuelo, al desconcierto y a la felicidad de las plazas rebosantes de gentes enardecidas y civiles, convencidas de que un día de eclosiones líricas es suficiente para transformar la realidad. Fue eso lo que ocurrió un 14 de abril de hace ochenta años. Todavía viven algunos de nuestros abuelos que fueron niños aquel día y que recuerdan las portadas de los periódicos anunciando la marcha de Alfonso XIII, que recuerdan el bullicio festivo de un país que se paralizó para recibir a la República con traje de gala, todavía viven algunos de los niños que aquellos días jugaban en la calle a ser Hernández y Galán o que recitaban versos de Machado, o que, hijos de familias pudientes, veían a sus padres preparar las maletas y el coche por si había que cruzar la frontera huyendo de la revolución. Pero dentro de muy poco esos niños serán simplemente polvo, otro puñado de cadáveres que agolpar en los desvanes de la vida. Y entonces, el 14 de abril, dejando de ser memoria, será definitivamente historia.

En ese momento podremos abordar lo que significó aquella República española, y lo que significaron todas las otras repúblicas democráticas de Europa. Sólo cuando desaparezca las memorias y sus visiones parciales, podremos comprender que era prácticamente imposible que algo tan frágil como la democracia pudiese resistir el empuje de los fascismos y del comunismo, tan atrayentes para las masas sedientas de venganzas y rencores. Tal vez entonces, cuando nadie pueda contarnos que vio a Machado o a Unamuno izando la nueva bandera nacional, cuando nadie recuerde el olor de los conventos quemados en mayo o cuando nadie nos diga que sus hermanos pasaron hambre durante la gran inflación alemana, tal vez entonces podamos comprender los errores de los hombres de Weimar o de la II República española, sus decisiones equivocadas, los sectarismos que hoy juzgamos con tanta facilidad pero que entonces respondían a presiones enormes, insoportables, de quienes sólo aspiraban a hacer desaparecer las libertades y los derechos. Será necesario despojar a los años y los acontecimientos de su pátina heroica, de la lírica y la épica con que los revisten quienes los vivieron, para que podamos comprender la historia, para que podamos explicarla y para que entonces, cada 14 de abril, gritar «Viva la República, viva España» sea un gesto de homenaje sin adhesiones inquebrantables, crítico, leal y, sobre todo, justo.

(IDEAL, 15 de abril de 2011)

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