viernes, 1 de abril de 2011

LOS CONVENCIDOS





En el país de las ideas monolíticas y del diálogo de sordos, la proximidad de otra campaña electoral pone en estado de celo a los acérrimos de las causas partidistas. Para ellos, las semanas que quedan hasta el 22 de mayo y luego las que haya que padecer hasta las elecciones generales, son una especie de fiesta mayor: «fiesta de la democracia», la llaman, cuando en realidad es una especie de banquete pantagruélico de los partidos, una decadente orgía para masturbar políticamente a los que han puesto su fe inquebrantable en unas siglas. Sobre sus conciencias resbalan sin dejar huella las evidencias: a los unos les importa poco la desfachatez de los eres, a los otros se la suda el desatino de los gurtel. Ni por asomo podrán pensar estos ciegos fieles, estos paladines del fanatismo de nuevo cuño, que hay situaciones que justifican una rebelión cívica, democrática, que tiene que traducirse en mandar a sus casas a los que cometieron las fechorías. En cualquiera de las corruptelas que afecten a los suyos o cuando los actos desmienten las ideas que se dice defender, ellos ven siempre la larga mano del enemigo maniobrando contra la buena fe y las convicciones más puras, que creen poseer en exclusiva y con exclusividad.

Seguramente nada hay más peligroso para la salud de una democracia que los convenidos de antemano, que los que poseen una idea y sólo una: en sus cabezas y sus corazones no puede albergarse una pluralidad de sentimientos o de creencias, no puede haber contradicciones. Rígidos, pétreos, se creen a pies juntillas las palabras de sus líderes y consideran que mienten o hablan de mala fe los líderes de los contrarios. Todo es blanco o negro: «o nosotros, o el caos». Ese es el lema de los grandes partidos españoles.

España era un terreno abonado por siglos de intolerancia: era lógico que en el país de la Contrarreforma acabara triunfando este especie de democracia gibarizada. En el fondo de cada uno de nosotros vive triunfante el torquemada nuestro de cada día, todos somos presos de nuestros molas y nuestros largoscaballeros, de nuestros francos y nuestras pasionarias. Por eso me extraña que en la última gran encuesta sobre las creencias de la sociedad española, una abrumadora mayoría eche de menos el espíritu y las formas de la Transición, que es una de esas escasas épocas de nuestra vida colectiva en que se han tendido puentes, se han abierto puertas y se han aireado los espacios íntimos de los ciudadanos. ¿Será que estamos tan cansados de nosotros mismos, de nuestra propia insensibilidad cívica hacia los demás, que queremos recuperar algo parecido a la sensatez? ¿No será que comienza a darnos miedo este permanente cacareo? O, tal vez, ¿no será que nos causan tanto desprecio los convencidos que deseamos que se reconozca el derecho de los descreídos y los desencantados, a trabar otra frágil ilusión?

La democracia es un sistema que se hace preguntas: «¿y si el otro tuviera razón?». La democracia es un sistema que carece de certezas. La democracia es una gran plaza donde se habla, se trasiega, se acuerda, no este mercado de verduleras donde se grita, se patalea y se babea, donde se agita el espantajo de las verdades verdaderas y donde cada uno proclama alegremente la excomunión política de los otros. En la democracia las ideas no pueden cambiarse por consignas ni los discursos por lemas de campaña. Pero los convencidos creen que la democracia es una fortaleza, una muralla que divide y separa, y quieren encerrarnos en alguna mazmorra del castillo, en sus cloacas, para que no podamos escapar a la cantinela de sus mítines, sus carteles, de sus eslóganes... Por suerte, todas las encuestas dicen que los españoles han acampado fuera del alcázar de los partidos y se resisten a entrar. Lo que no sabemos es si estamos fraguando una rendición o un asalto.

(IDEAL, 31 de marzo de 2011)

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