viernes, 29 de octubre de 2010

ALUCINACIÓN




La última planta del palacio abre hacia el horizonte una colección de ojos de buey custodiados por atlantes y cariátides, y por ellos la luz se cuela poderosa e íntima en el recinto casi literario cubierto por un artesonado de madera reseca y con las paredes recubiertas de legajos, cientos, miles de tomos de papel amarillento donde reposan olvidados contratos y tratos y cuentas de otros tiempos y otros hombres, todo sometido ya al imperio de la desidia y de la desmemoria. Al asomarse a uno de esos ojos de buey, se divisan los tejados últimos de la ciudad, esos que conforman el viejo barrio adosado a los restos de la muralla y salpicado con casonas adornadas de escudos desdibujados: antenas, chimeneas dormidas, alguna veleta mecida por el viento frío de la mañana de octubre, torres sin campanas que apresan el azul del cielo dentro del marco delimitado por la geometría tan precisa del siglo XVI, cruces de hierro renegrido por los siglos... Un paisaje humano que sobre las tejas intenta describirnos otras edades, que evoca en nosotros los otoños idos, revividos ahora en las angulosas hojas de esos grandes árboles indianos que se están volviendo amarillas y que se desprenden de las ramas con la elegancia inimitable de la naturaleza cuando se pone a punto de morir, tan pasajera como nuestra propia existencia pero si la soberbia que a nosotros nos impulsa a considerarnos carne de eternidad.

Pero no se agota el paisaje en los planos superpuestos de los tejados: más allá, la vista del campo está hoy particularmente hermosa. Relumbran las montañas en un azul casi marino bajo la luz de estas primeras horas del día, y desde la tierra hilada de olivos se eleva un vapor de humedades heredado de estas noches, tan frías y tan altas que permiten contemplar el cielo limpio, despejado, sin nada que nos impida seguir con la mirada el rastro dibujado por las constelaciones que tiemblan en espacios tan lejanos y tan inalcanzables como la felicidad absoluta. Todo invita a la pereza, al abandono: los coches que esporádicamente pasan por las carreteras intuidas entre el verdor áspero del olivar, los caminos sin viajeros por los que hasta hace unos años transitaban los mulos cargados con las verduras recogidas en unas huertas que ya no existen, las vegas dispuestas para la siembra que a tramos clarean y despejan la masa compacta de los olivos, los pueblos adheridos como seres marinos a las laderas de los montes de Mágina y que por la noche brillan como faros, las estaciones ruinosas del ferrocarril que nunca llegó y que nos privó de encuentros y de historias lejanas y de amores y de literaturas de la huída, tan necesarias... Todo invita a una renuncia, a dejarse llevar por esta visión, a poder abrir un libro que nos gusta mucho y releerlo sin prisa, saboreando cada una de sus páginas y recordando qué hacíamos o dónde estábamos la primera vez que lo leímos, que sentíamos entonces, qué sueños acariciábamos, mientras los rayos del sol nos adormecen o mientras nos cosquillea una melancolía, una tristeza que está siempre presente en todo lo que resulta inevitablemente hermoso.

Hay un silencio en el mundo, en este lugar levantado tantos metros sobre las calles, como si aquí la vida se hubiese arrebatado de las miserias y los ruidos de lo habitual para delimitar una extensión desahogada y luminosa hecha a imagen y semejanza de la dicha que a veces deslumbra los instantes inesperados en los que intuimos una plenitud. Por eso sentimos en este momento tan viva la corriente sinuosa, espesa de la sangre avanzando pausadamente por las venas, rellenando cada uno de los rincones de nuestro cuerpo, impulsando el movimiento de los párpados y nutriendo al cerebro de los minerales minúsculos que le permiten pensar y soñar, y al sentir palpitar la sangre parece que nuestra propia carne, que es todo lo que somos y todo lo que tenemos, ha dejado de pertenecernos y que se está fundiendo con un momento que no hemos buscado y que milagrosamente nos ha sido regalado por el otoño, como se regala un beso o una caricia o la risa de nuestros hijos, sin pedir nada a cambio, sólo esta generosidad de mirar y soñar, de dejarse llevar, de soltar las maromas que nos atan al muelle de lo cotidiano para que paisaje adentro naveguemos sobre los olivares y los montes y la mañana azul, difuminados todos como en una pintura de Tiziano, levísimos, con una conmovedora fragilidad en la que nos reconocemos en esta deleitosa epifanía de lo bello, en esta alucinación de lo existente.

(IDEAL, 28 de octubre de 2010)

martes, 26 de octubre de 2010

TONY JUDT




Tony Judt es uno de los intelectuales más sólidos y respetados de los últimos años. Aquejado por una terrible enfermedad, murió el pasado agosto no sin antes haber dictado un testamento político llamado a convertirse en manifiesto de cabecera de todos aquellos que seguimos pensando que son posibles –y necesarias, y útiles, siquiera para evitar volver al caos y las tragedias anteriores a 1945– la justicia social, la igualdad de oportunidades y la provisión de servicios públicos de calidad. Algo va mal es un ensayo breve, que habla de los grandes logros conseguidos por las sociedades europeas desde el final de la II Guerra Mundial y lo resume en un frase del poco sospechoso Ralf Dahrendorf, que afirmó que el consenso socialdemócrata significó «el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento», porque permitió tener oportunidades vitales a un número de personas desconocido hasta la fecha.

Este libro tiene muchos matices y en él late una humanísima y sincera indignación ante la disgregación y la desestabilización provocadas por la revolución conservadora de los últimos treinta años. Sin duda, lo que nos lo hace más cercano, más próximo, es ese tono personal de Judt, que pone delante de nuestros ojos el desguace intencionado de todo aquello que garantizó durante décadas que no se repetirían los errores de 1914 y 1939, provocados por las inmensas desigualdades de clase, por el resentimiento de los deliberadamente excluidos de lo básico, por la ambición de los poderosos y por su ceguera, por el hecho de que quienes vivían en el desamparo y la soledad social se echaron en los brazos de aquellos que propugnaron la rabia y la fuerza. ¿No está pasando ahora lo mismo? ¿No nos damos cuenta de que no es gratuito que el crecimiento de la derecha fascista por toda Europa coincida con la poda del Estado del Bienestar revestida de objetividad científica? La creciente ansiedad y confusión que generan los cambios en apariencia ingobernables que vivimos, producen temor y como cada vez tenemos menos protección del Estado, el miedo sólo encuentra consuelo en quienes abogan la violencia: «Cuanto más expuesta esté la sociedad, más débil sea el Estado y más fe injustificada se ponga en el mercado, mayor será la probabilidad de un retroceso político», dice Judt. Abandonados a nuestra suerte –se cuestionan nuestras pensiones, nuestro derecho a la protección por desempleo y a un trabajo digno, la escuela de nuestros hijos, nuestros hospitales–, con un Estado asaltado por los poderosos que consideran legítimo que acuda al rescate de los bancos pero no que trabaje para reducir la desigualdad, y con el mercado convertido en principio científico situado por encima de la voluntad democrática, estamos ya en las puertas mismas de ese retroceso político. Nuestros hijos heredarán una Europa más injusta y más desigual que la nuestra –«la desigualdad es ineficaz», dice Judt, con absoluta razón–. Pero ¿les estamos dejando también –con nuestra resignación ante los ataques al Estado del Bienestar– una Europa menos democrática?

Tony Judt se conmueve ante el sufrimiento generado por la revolución conservadora. Aumenta la pobreza en nuestras sociedades, y al leer a Judt nos acordamos con dolor de todas esas familias que viven en el paro y que no pueden satisfacer las necesidades de sus hijos, que van a una escuela pública laminada y que ya no sirve para garantizar el ascenso social mediante la «meritocracia»... «Actualmente nos enorgullecemos de ser lo suficientemente duros como para infligir dolor a los otros», dice Judt consciente de que la gran tarea de la socialdemocracia es conservar todo lo construido para aliviar el sufrimiento de tantos, dar la batalla ideológica por lo público. ¿Cuánto hacen que no leían un pensador político tan intensamente humano, tan emocionadamente humano? El número de excluidos del bienestar es cada vez mayor, pero también tiene que preocuparnos el que nos hayan excluido del debate público, donde los principios científicos de la economía han secuestrado la voluntad ciudadana.

Pienso con miedo en el futuro mientras releo algunas ideas básicas de este hombre recto: todo cambio económico no es para mejor, tenemos que volver a aprender cómo criticar a quienes nos gobiernan, los ricos no quieren lo mismo que los pobres, los que viven de su trabajo no quieren lo mismo que los banqueros y los especuladores, hay que pensar de nuevo el Estado, hay que cuantificar el daño que les estamos causando a tantos ciudadanos a los que se humilla para que accedan a servicios públicos básicos como el desempleo... ¿Por qué nos cuesta tanto poner fin a la impostura conservadora? ¿Tan poco nos importa volver al caos y ver llorar, mañana, a nuestros hijos?

(IDEAL, 23 de octubre de 2010)

domingo, 24 de octubre de 2010

APUNTE OTOÑAL




Me gustan estos días de otoño: hay sol, pero es necesaria la cazadora porque en la calle ya comienza a hacer fresco. Y hay uvas y comienza a haber castañas y naranjillas y alcachofas en la Plaza de Abastos y los árboles están vistiéndose de amarillo. Me gustan estos días de otoño porque por fin el calendario invita a quedarse en casa, sentado en el sofá con un buen libro entre las manos, o simplemente sin hacer nada, pensando, repensando, imaginando no sé qué cosas o viendo como juega Manuel o como cada momento tiene una ocurrencia nueva. Me gustan estos días de noches despejadas y con un deje acuoso de presentimiento en los que las estrellas brillan tanto. Y me gusta la certeza de que cualquier día se nos cuela una borrasca por las Azores y viene la lluvia, que limpia las calles, las fachadas sucias de las iglesias y los palacios y el paisaje de montañas que se divisa desde los Miradores, que limpia también las memorias y los afanes nuestros de cada día y nos reconcilia con lo que somos, y esponja la tierra y la hierba de los parques y del campo. Porque si el verano supone una enajenación de nosotros –nunca somos tan ficticios como en julio y agosto, tan impostados–, el otoño comienza a despejar los caminos que nos permiten adentrarnos yo adentro. Estoy convencido de que el frío, los días aborrascados, la humedad brillante de estas mañanas del sol de octubre, nos hacen mejores.

Hay quienes se ponen tristes cuando termina la Feria y con ella, por fin, el verano. Pero a mí el otoño me hace feliz: me daba cuenta anoche, cuando al bajar a tirar la basura las calles olían a madera de olivo quemada y me acordé de la casa de mis abuelos maternos, en Las Canteras. El recuerdo de la chimenea de mi niñez y el olor de las que se han encendido en tantas casas de Úbeda, me sonaron a refugio y a hogar y a intimidad, que son todo el paraíso que nos devuelve el frío.

jueves, 21 de octubre de 2010

IMPRESIONES SOBRE EL NUEVO GOBIERNO



Reconozco que he necesitado unas cuantas horas para reponerme de algunos de los sustos que ayer me llevé cuando se iban desgranando los nombres de los nuevos ministros. El susto, claro está, vino por partida doble: hoy sin entender cómo dos hombres sensatos como Jáuregui y Valeriano Gómez (a Valeriano lo conocí en 2003 y doy fe de que es un hombre honesto, trabajador y preparadísimo) han aceptado subirse al barco en medio del temporal, cuando posiblemente hubieran sido necesarios para recoger los restos del naufragio; por otra parte no entiendo ni ayer ni hoy y seguramente tampoco mañana, como Leire Pajín ha llegado a ser Ministra de Sanidad. De hecho, esta decisión me parece demoledora para miles y miles de jóvenes españoles que se encuentran en una situación difícil: es como si el Presidente les hubiera lanzado el mensaje de que no merece la pena esforzarse, sacrificarse, estudiar, prepararse,  que lo único que les puede abrir las puertas para acomodar su vida y, llegado el caso, poder cobrar hasta 20.000 euros al mes, es convertirse en un cachorro del partido, del socialista o del popular, eso da igual. Los casos de Rafael Velasco, Antonio Sanz o la propia Leire Pajín son ejemplos de esos hombres y mujeres encantados de haberse conocido, arrebatados por una consideración mesiánica de sí mismos y que han convertido la política en un modo de vida, de esos en cuyo currículum vital no figura ninguna ocupación que no esté ligada a las siglas de las que comen, de esos que nunca han sabido lo difícil de llegar a fin de mes, aguantar a un jefe y cobrar una mierda. Si estos son los ejemplos que les ofrecemos a nuestros jóvenes, ¿cómo podemos exigirles lealmente que se dediquen a otra cosa que no sea el botellón?

miércoles, 20 de octubre de 2010

LIBROS DE OCTUBRE




Siempre he sido un lector caótico, que no ha dudado en leer tres o cuatro libros a la vez, que se han encontrado esperando su momento en el lugar de la casa en el que cada uno iba siendo leído: un libro en la mesita de noche, uno en el baño, uno el comedor, uno dando vueltas de un lado para otro. Es cierto que en muchas ocasiones, y cuando la lectura de alguno de ellos iba avanzada, se cruzaban en su camino un libro o unos libros nuevos tan atrayentes, que obligaban a postergar lo comenzado. Así me ha ocurrido ahora con El miedo a los bárbaros, de Todorov, que el pobre se ha visto devuelto a su lugar de la estantería porque su lugar ha sido ocupado. Lo curioso del caso es que esta vez no ha sido un libro el que me ha obligado a centrar en él toda mi atención, sino tres a la vez, algo que creo recordar no me ha pasado nunca.

El primero que se atravesó en el camino de Todorov fue Algo mal, de Tony Judt, que González Férriz ha descrito como “la más sólida, razonada y hasta emocionante defensa de la socialdemocracia que uno puede leer en nuestros días”. Se trata, estoy seguro, de un libro importantísimo, fundamental, de lectura obligatoria para todos los que seguimos pensando que la socialdemocracia y su apuesta por la provisión pública de servicios fundamentales es la única salida cívica, y civilizada, a la crisis global que padecemos. Porque se trata o de conservar las conquistas históricas de la socialdemocracia y el Estado del Bienestar o de volver a la barbarie.

El segundo es Por qué es divertido el sexo, de Jared Diamond, uno de esos libros que explican los entresijos de lo humano desde una perspectiva científica y de la evolución y cosas así. Hubo un tiempo, hará seis o siete años, en que me apasionaron estos libros sobre el surgimiento del hombre, y después de la lectura de éste creo que tendré que volver a ellos, porque me produce ese hormigueo que sentía de adolescente cuando leía algo que dejaba muchas preguntas planteadas y sin respuestas a la vista.



El tercero es Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo, una novela que me está gustando mucho. Puede que me guste más la forma, tan anglosajona, del libro que el propio fondo, aunque lo cierto es que resulta fácil implicarse sentimentalmente con los protagonistas. Y lo bueno que tiene, como los libros de otros escritores que me gustan tanto, es que va de menos a más, que poco a poco, página a página, capítulo a capítulo, te va atrapando en la historia, tan veraz y personal.

El último libro que pudo atravesarse en el camino de Todorov fue Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa. Curiosamente no he leído nada del reciente Nobel –hubo un tiempo en que mis anteojeras ideológicas me lo convertían en alguien antipático, y sólo ahora comienzo a apreciar la grandeza y profundidad de su pensamiento y su libertad–, y charlando con Muñoz Molina me animé a hacerlo, por su convencimiento, que también era el mío, de que es uno de los grandes y de que el Nobel era más que merecido, después de varios años de Nobeles de puro compromiso políticamente correcto (eso no lo dijo Muñoz, Molina, lo digo yo). Pero desde las primeras líneas, el libro se me ha vuelto a atragantar, como en otras ocasiones. Así que esperaré a la próxima novela del Nobel para iniciarme en su literatura y esperemos que entonces me sonría la suerte.

A ver si entre tanto, Todorov vuelve a salir de la estantería y retomamos la conversación en donde la dejamos...

martes, 19 de octubre de 2010

UNA OCASIÓN ESPECIAL



 Hay ocasiones de las que sólo puede escribirse cuando han pasado algunos días, los suficientes para verlas y asumir su riqueza con la suficiente perspectiva. Una de esas ocasiones fue, a nivel personal, el haber podido compartir con Antonio Muñoz Molina un café y una cena, el pasado viernes. Y es que Antonio es una de esas personas en las que la inmensa sabiduría y una cultura –cultura artística, cultura musical, cultura política, cultura cívica– enciclopédica conviven con el trato afable, cariñoso, con la cercanía. A todo ello ayuda su gesto adusto, su hablar pausado y tranquilo, sin estridencias, sin gritos pese a que hay miles de motivos para sentirse enfadados y estafados.



Por la tarde, en la Plaza de Andalucía –esa que él mismo ha señalado, con toda justicia, que fue destrozada por “alcaldes atroces”–, Ramón y yo estuvimos hablando sobre lo complicado de la situación actual, la falta de cultura del esfuerzo y el desprecio por la educación en España, lo vergonzoso de nuestra casta política en general, su falta de nivel y de preparación y de vergüenza. Luego, ya por la noche, y después de la multitudinaria presentación del libro de Elvira Lindo, pudimos cenar tranquilamente en La Estación, acompañados por parte de la familia de Muñoz Molina y por unos cuantos buenos amigos. Ese lugar íntimo que es La Estación, el excelente servicio y el ingenio del Ché, la extraordinaria cena, tan medida y cuidada, la conversación chispeante de Elvira, tan cuajada de anécdotas y tan capaz de hacer sonreír, la charla pausada, en voz baja, casi confidencial con Antonio, su particular sentido del humor, todo ello convirtió el encuentro en una cita que muchos de los que estábamos allí no podremos olvidar.



Por eso, por lo especial del momento, he necesitado estos días para rumiar las vivencias y las sensaciones, y para tener algo que decir, aunque sean tan sólo estas tonterías. Que son las de alguien que ha visto cumplido aquel sueño de adolescente, el de conocer y poder hablar sobre las cosas que le gustan con uno de los escritores que fundaron su pasión por los libros. ¿Será que a veces los sueños también se cumplen?

viernes, 15 de octubre de 2010

ELVIRA O LA TERNURA


 


Mañana, Elvira Lindo presenta su nueva novela en el Hospital de Santiago de Úbeda, y allí estará Antonio Muñoz Molina, el ubetense que mejor conoce y que más quiere a la escritora. Casi por compromiso comienzo a leer el libro de Elvira Lindo –Lo que me queda por vivir–, que también ha comenzado a leer mi mujer. Lo inicio con desgana, porque he leído en no sé cuántas críticas que la escritora ha cambiado de registro, casi de voz, y se ha pasado de aquella literatura con la que tanto me he reído –su Manolito Gafotas, sus artículos de «Tinto de verano»– a una literatura más seria y por ello, concluyen los críticos, más literatura, y temo aburrirme con la enésima historia de la madre soltera y heroína. Y sin embargo, por uno de esos milagros que sólo son posibles en el interior de los libros, comienza quemarme por dentro la necesidad de seguir devorando páginas, atrapado por la red que la protagonista va tejiendo con su voz personal pero casi descarnada, tan aséptica como un hospital. Y he aquí, que cuando todavía me quedan muchas páginas para llegar a la mitad del libro, descubro que no es cierto que Elvira Lindo haya cambiado de voz, de tema o de registro, porque este libro de intensa melancolía no es más que un acercamiento distinto al que podemos considerar el tema capital de su obra: la ternura, o sea, la mirada paciente y amorosa sobre todas las cosas y todas las personas que nos rodean. Lo que ocurre es que aquí la ternura no se parapeta tras la risa o la ironía, sino que se esconde, casi a traición, en una infinita tristeza urdida de recuerdos y añoranzas, de ausencias y de vidas imposibles. (Leo el libro y pienso que es un libro-otoño, amarillo y huidizo, como las hojas bellísimas que ya se han caído de los árboles, tan definitivo.)

Por un casual, Rafael Bellón me trae un libro dedicado a la poesía de un poeta que imperdonablemente no conozco y que se llama Manuel Ruiz Amezcua. Hay en ese libro varios artículos de Muñoz Molina. (Manuel, Rafael y Antonio son amigos desde hace muchos años, desde los tiempos del bachillerato y la universidad.) Y en esos artículos de Muñoz Molina dedicados a su amigo poeta, descubro un verso que parece pensado para Lo que me queda por vivir: se duele el poeta porque «Hay tantas cosas no dichas / con la luz de la palabra», que convierte esa tarea de iluminación en la propia de su literatura, hasta el punto de que Antonio dice que la poesía de Ruiz Amezcua se dedica «a usar palabras para iluminar y no para esconder», y eso mismo me parece a mí que es lo que Elvira Lindo ha hecho en la novela que estoy deseando seguir leyendo, esta tarde gris del otoño. Y es que ahora que todo parece derrumbarse a nuestro alrededor, y que se esconden vencidas no sabemos que esperanzas o que claridades necesarias para nuestro futuro y el de nuestros hijos, el libro de Elvira Lindo se hace más necesario por cuanto ilumina el fondo mismo de la humanidad en la que todos podemos reconocernos, ese legado moral hecho de caricias y recuerdos, de ilusiones, de frustraciones, de amores posibles y de amores negados, qué sé yo.

La historia que cuenta Elvira Lindo –no importa cuánto haya en ella de autobiográfico, de personal– trasciende lo anecdótico y cobra categoría de universal. Y el amor de esa madre huérfana y abandonada supera lo puramente femenino y se transfigura en un amor en el que todos podemos y deberíamos reconocernos. ¿No es necesario restaurar esa forma de comprender el mundo, de acercarse a él para descubrir su respiración mientras duerme, el llanto como de niño con el que amanece cada día la oportunidad de conquistar las imposibles felicidades? Ya digo que el tema sobre el que Elvira habla es el mismo tema de siempre: los buenos escritores cambian las palabras, pero mantienen la voz, y eso ocurre con Elvira Lindo. Es cierto que esta novela puede que le ayude a quitarse de encima la etiqueta de escritora para niños o cómica con que hasta ahora podía reconocérsela: en este país, esos géneros cultivados por Elvira con el magisterio de los mejores siguen considerándose menores o accesorios, y era necesaria esta novela para que se le abriesen las puertas grandes de la literatura, tan estrechas para los que no resultan estirados y aburridos.

“La sequedad de la superficie hace que resalte más el fondo pudoroso de apasionada ternura, la aspiración a una forma de ternura que es compatible con el desengaño, pero no con el cinismo”. Lo escribe Muñoz Molina sobre la poesía de Ruiz Amezcua, pero sirve también para el libro de Elvira Lindo, que resulta tan limpio como un cuadro de los primitivos flamencos y como ellos tan tierno, tan desengañado –¿no es la ternura la única respuesta decente cuando se constata la derrota que es toda vida?–, tan sincero. Tan hermoso y necesario.

(IDEAL, 13 de octubre de 2010)

jueves, 14 de octubre de 2010

DECIDIR



Tomar decisiones. He ahí el dilema en el que nos pone el año electoral que se ha abierto ya con las primarias de Madrid, en las que ahora parece que han ganado todos cuando ZP ha salido seriamente dañado. A partir de ahora, nos espera el asfixiante bombardeo no de ideas y propuestas, completamente ausentes de la vida política española, sino de eslóganes y de propaganda concebida desde la peor acepción de la palabra. Lo hemos visto en Madrid en los pasados días, en la guerra intestina de los socialistas: ni una idea, ni una aportación para el futuro de la izquierda –suponiendo que la izquierda tenga futuro–, sólo una lucha de caras tan sonrientes como hueras eran todas y cada una de las frases que pronunciaban. Estamos avisados de lo que nos espera, así que desde ya sabemos que no va a haber nada nuevo bajo el sol, y como lo que hay sólo provoca un hastío infinito, una infinita repulsión, ya podemos ir mascando la decisión que tendremos que adoptar cuando llegue mayo.

Lo trágico de la situación española –tal vez lo específicamente español– es que va a resultar fácil, facilísimo, tomar la decisión de a quién no votar, pero va a ser imposible y costará sudores decidir a quién confiar nuestro voto. Muchos españoles tienen ya decidido que no pueden, en conciencia, votar a ninguno de los dos grandes partidos, pero saben que con el sistema electoral español votar a los pequeños es tirar el voto, eso suponiendo que alguno de los partidos minoritarios levante en ellos el más pequeño rastro de simpatía. Está en la calle la sensación de cansancio y no sería de extrañar que en cuanto se cuelguen los carteles con las bobaliconas caras de los candidatos, la gente los apedree o los arranca y los arrugue antes de tirarlos a la alcantarilla. Si los políticos conservaran un ápice de inteligencia, harían una campaña discreta, casi escondida, para no ofender más aún a los ya ofendidos ciudadanos. La gente, ya digo, siente que la clase política se ha convertido en un lastre para el país, en una carga tan pesada como la que soportaban los pecheros de la Edad Media sosteniendo con sus miserias y sus hambres la púrpura y las orgías de los nobles y del clero. Por eso no sería de extrañar que hay muchos españoles que cuando llegue el día de las elecciones pasen de decidir y no opten ni siquiera por la decisión del castigo, o precisamente lo que elijan sea un castigo para todos. Las encuestas señalan que se barrunta una abstención histórica y es comprensible: ¿en qué siglas se esconde no ya un punto de esperanza sino uno de sensatez, patriotismo o coherencia? ¿Cómo pretenden que la gente acuda a votar y si nada más mirarlos a ellos, orondos en sus escaños y sus poltronas y con sus salarios y sus pensiones aseguradas, dan ganas de echarse a llorar? ¿Cómo pretenden que decidamos entre los unos o los otros si todos son tan parecidos y tan peores?

No creo que desde 1978 la sociedad española se haya enfrentado a unas elecciones tan dramáticas como las que se otean en el horizonte, en la que la única elección es quedarse en casa, marcharse a la playa o al campo o acudir a votar en blanco. Hasta ahora, frente al cansancio de los que gobernaban se había tejido una oportunidad mínima de aupar a un gobierno con otras ideas, pero en este momento el gobierno y la oposición han hecho grave dejación de sus funciones, abrumados por el cabreo que la crisis está haciendo cuajar en la calle: el gobierno sabe que cada decisión que tome a partir de ahora se traduce en un aumento de la hemorragia de votos, la derechona es consciente de que si revela sus propuestas para el día que gobierne –caso de que las tenga, que está por ver– puede causar tanto pavor en las familias angustiadas por el paro o los bajos sueldos, que puede salirle más la jugada. Ante esta tesitura, todos guardan silencio mientras los españoles se sienten cada vez más a la deriva, sobre todo si se comparan con la posibilidad que hay en otros países de recambiar sus gobiernos con cierta garantía, con una mínima ilusión al menos.

Las encuestas hablan de desplomes y de cambios. Hablan de un consentimiento generalizado a los corruptos o a los inútiles. De lo que no hablan ni quieren hablar es de cuántos millones de españoles, cuando lleguen las elecciones, decidirán no decidir. Puede que en el fondo sean los más sabios y los más patriotas, pues no hay decisión cuando no hay posibilidad real de opción y porque todo será igual cuando acabe el recuento y la apisonadora de derechos seguirá machando las espaldas de los mismos.

(IDEAL, 7 de octubre de 2010)

miércoles, 13 de octubre de 2010

HACER LAS MALETAS




En estos días, la radiografía del país sin pulso en el que se está convirtiendo España la ofrecen las biografías de varias decenas de jóvenes que ofrecen los periódicos. Jóvenes que dedicaron muchas horas de su vida a estudiar y formarse, con el convencimiento de que eso les serviría para encontrar una vida mejor, y a los que ahora, la realidad de la crisis ha puesto delante del incontestable muro de lo específicamente español, que es el desprecio por el saber, por la educación, por el esfuerzo, por la formación, por el trabajo bien hecho. Muchos de esos jóvenes no encuentran ya más remedio que hacer la maleta, meter en ella sus títulos y su capacidad de sacrificio, y atravesar los Pirineos camino del mundo civilizado, que es ese que ha conformado su contemporaneidad sobre las bases de la investigación, la innovación y la formación. Se aventura, pues, en el horizonte un éxodo de las que pueden ser las mejores cabezas del país, aquellas que tal vez podrían librarnos de la maldición económica en que nos ha metido la ambición de unos y la torpeza de una casta política sólo comparable por su incompetencia y su desfachatez a la italiana o la griega.

Hasta 1939, miles y miles de españoles se veían obligados a abandonar el país por causas políticas, y entre aquellas masas de desheredados se marchaban de España –para buscar cobijo en las universidades europeas, estadounidenses o hispanoamericanas– las mentes más lúcidas, los más brillantes. Ahora, en los albores del siglo XXI, la tragedia es mayor aún, pues nuestros hermanos pequeños, nuestros hijos, nuestros nietos, se van a ver obligados a irse de España no ya porque tengan miedo a ser perseguidos por sus ideas, sino simplemente porque aquí no pueden ganarse la vida con dignidad, porque aquí la filosofía empresarial se basa en la explotación de los trabajadores en lugar de en su integración en un proyecto, porque aquí los políticos desprecian la excelencia, la tecnología, la capacitación. Y porque a todos nos sigue pareciendo una inmoralidad que un médico o un arquitecto o un ingeniero o un profesional del derecho o de la docencia, gane no se cuantos miles de euros después de muchos años de privaciones y esfuerzos, tantas veces compartidos por sus familias, pero nos parece perfecto que los gane cualquier «chapuzas» que abandonó el colegio cuando tenía quince años y que se reía de sus compañeros y amigos que seguían estudiando. Hasta ayer, los mejores tenían que irse para no que no los matasen, hoy tienen que irse porque no pueden vivir.

Por desgracia, la realidad vuelve a empecinarse en no ajustarse a la vacua palabrería del Presidente del Gobierno, que en medio de su insensata ceguera debe seguir pensando que basta con que él deseé algo para que lo real se transforme a la medida de sus deseos. Nos cuenta ZP –nos cuentan también los reyezuelos autonómicos–, que se hace un esfuerzo en la educación, que no se recorta en investigación o en desarrollo, pero nada de eso es como dicen. Porque los datos se empeñan en demostrar que estamos a la cola del mundo desarrollado en esos temas. Y porque más allá de lo que desde el Estado se pueda invertir en estos asuntos –invertir no significa invertir bien, porque con este sistema educativo la inversión supone dilapidar el dinero público– el problema es la mentalidad de los propios españoles. No podremos tener un país mejor mientras los empresarios no sean conscientes de que sus empresas no alcanzarán niveles europeos de rentabilidad o productividad, mientras sigan tratando a patadas a sus trabajadores en lugar de incentivarlos para que asuman como propia esa empresa. Ni mientras el país no entienda que es justo que los que se han esforzado para estudiar, los que se han cualificado es justo que cobren más que el resto. Pero esto no tiene visos de llevarse a cabo en España, y el desánimo que provoca un paro que nadie puede reducir, ha acabado con las ilusiones y la paciencia de miles de jóvenes.

Dentro de poco veremos a muchos médicos, geólogos, filólogos, ingenieros o filósofos emprender el camino sin retorno que los conduce a Europa o a los Estados Unidos, ayudando con su capacidad de esfuerzo, con sus ganas y con sus conocimientos a que sigan prosperando unas sociedades que no son las suyas, pero que serán las de sus hijos. Y mientras, el país en el que nacieron seguirá empobreciéndose, dilapidando el sacrificio de tantas generaciones como nos antecedieron en la lucha por un país simplemente europeo. Mientras nuestros jóvenes formados se marchan, España seguirá tan irresponsablemente feliz como ahora, tan insensatamente feliz.

(IDEAL, 2 de octubre de 2010)