jueves, 14 de octubre de 2010

DECIDIR



Tomar decisiones. He ahí el dilema en el que nos pone el año electoral que se ha abierto ya con las primarias de Madrid, en las que ahora parece que han ganado todos cuando ZP ha salido seriamente dañado. A partir de ahora, nos espera el asfixiante bombardeo no de ideas y propuestas, completamente ausentes de la vida política española, sino de eslóganes y de propaganda concebida desde la peor acepción de la palabra. Lo hemos visto en Madrid en los pasados días, en la guerra intestina de los socialistas: ni una idea, ni una aportación para el futuro de la izquierda –suponiendo que la izquierda tenga futuro–, sólo una lucha de caras tan sonrientes como hueras eran todas y cada una de las frases que pronunciaban. Estamos avisados de lo que nos espera, así que desde ya sabemos que no va a haber nada nuevo bajo el sol, y como lo que hay sólo provoca un hastío infinito, una infinita repulsión, ya podemos ir mascando la decisión que tendremos que adoptar cuando llegue mayo.

Lo trágico de la situación española –tal vez lo específicamente español– es que va a resultar fácil, facilísimo, tomar la decisión de a quién no votar, pero va a ser imposible y costará sudores decidir a quién confiar nuestro voto. Muchos españoles tienen ya decidido que no pueden, en conciencia, votar a ninguno de los dos grandes partidos, pero saben que con el sistema electoral español votar a los pequeños es tirar el voto, eso suponiendo que alguno de los partidos minoritarios levante en ellos el más pequeño rastro de simpatía. Está en la calle la sensación de cansancio y no sería de extrañar que en cuanto se cuelguen los carteles con las bobaliconas caras de los candidatos, la gente los apedree o los arranca y los arrugue antes de tirarlos a la alcantarilla. Si los políticos conservaran un ápice de inteligencia, harían una campaña discreta, casi escondida, para no ofender más aún a los ya ofendidos ciudadanos. La gente, ya digo, siente que la clase política se ha convertido en un lastre para el país, en una carga tan pesada como la que soportaban los pecheros de la Edad Media sosteniendo con sus miserias y sus hambres la púrpura y las orgías de los nobles y del clero. Por eso no sería de extrañar que hay muchos españoles que cuando llegue el día de las elecciones pasen de decidir y no opten ni siquiera por la decisión del castigo, o precisamente lo que elijan sea un castigo para todos. Las encuestas señalan que se barrunta una abstención histórica y es comprensible: ¿en qué siglas se esconde no ya un punto de esperanza sino uno de sensatez, patriotismo o coherencia? ¿Cómo pretenden que la gente acuda a votar y si nada más mirarlos a ellos, orondos en sus escaños y sus poltronas y con sus salarios y sus pensiones aseguradas, dan ganas de echarse a llorar? ¿Cómo pretenden que decidamos entre los unos o los otros si todos son tan parecidos y tan peores?

No creo que desde 1978 la sociedad española se haya enfrentado a unas elecciones tan dramáticas como las que se otean en el horizonte, en la que la única elección es quedarse en casa, marcharse a la playa o al campo o acudir a votar en blanco. Hasta ahora, frente al cansancio de los que gobernaban se había tejido una oportunidad mínima de aupar a un gobierno con otras ideas, pero en este momento el gobierno y la oposición han hecho grave dejación de sus funciones, abrumados por el cabreo que la crisis está haciendo cuajar en la calle: el gobierno sabe que cada decisión que tome a partir de ahora se traduce en un aumento de la hemorragia de votos, la derechona es consciente de que si revela sus propuestas para el día que gobierne –caso de que las tenga, que está por ver– puede causar tanto pavor en las familias angustiadas por el paro o los bajos sueldos, que puede salirle más la jugada. Ante esta tesitura, todos guardan silencio mientras los españoles se sienten cada vez más a la deriva, sobre todo si se comparan con la posibilidad que hay en otros países de recambiar sus gobiernos con cierta garantía, con una mínima ilusión al menos.

Las encuestas hablan de desplomes y de cambios. Hablan de un consentimiento generalizado a los corruptos o a los inútiles. De lo que no hablan ni quieren hablar es de cuántos millones de españoles, cuando lleguen las elecciones, decidirán no decidir. Puede que en el fondo sean los más sabios y los más patriotas, pues no hay decisión cuando no hay posibilidad real de opción y porque todo será igual cuando acabe el recuento y la apisonadora de derechos seguirá machando las espaldas de los mismos.

(IDEAL, 7 de octubre de 2010)

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