Guarda los restos de la ciudad más antigua de Europa, pero el Alcázar es un cinturón de murallas ruinosas y gimientes, piedras amontonadas sin gloria guerrera sobre las que rebota como en un espejo luminoso y clarísimo la luz dura de la tarde que viene disparada, desde Cazorla y Mágina, por entre las vastísimas extensiones de olivos, por entre las hazas de tierra en las que ayer tan solo fueron segadas las espigas frágiles. El aire caliente, asfixiante, agita como en juego travieso las ramas frondosas y altas de los plátanos de Indias que acordonan la muralla vieja y que están llenas de pájaros que arrebujan la tarde con sus cantos sin dirección, y ese viento tímido y ardiente parido por la tierra reseca nos trae no sabemos qué evocaciones de paisajes marinos. Asomados a los miradores buscamos el río serpenteando por el valle, presentimos el rumor de la fuente de la Saludeja, de los veneros de agua cristalina que la tierra entoña bajo su manto fecundo para amamantar los pozos que hasta hace muy pocos años regalaban de frescor las huertas preñadas de almendros y de higueras; a penas quedan ya una docena de huertas, llenas pese a todo de matas de tomates y de alocadas hojas de alcarciles, huertas postreras porque todo el paisaje rico de los surcos de tierra oscura y fértil ha sido arrasado por la avaricia de los olivareros.
La tarde está casi declinada, quiescente en la conciencia de que una luz tan amarilla, tan poderosa y plana, puede destruir la belleza del momento a poco que el universo entone una nota equivocada: parece que la tarde ha suspendido la respiración del mundo para que nada quiebre su débil cordón de eternidades. El sopor del día, evaporándose ahora entre los poros de la tierra cuarteada por el verano, ha detenido toda aspiración: por los barrancos de los estercoleros los cardos resecos elevan –más altos y poderosos que un hombre fiero– sus hojas resecas, espinosas, sus flores moradas convertidas en papiros que ya no alimentarán ningún enjambre de abejas, y esta tarde los cardos –tan retorcidos, tan barrocos, tan muertos: tan apropiados para una naturaleza muerta de Pieter Claesz o para un paisaje interrumpido y solitario de Edwar Hooper– se me figuran manos sarmentosas que quisieran arañar el cielo azul, el sol agotado pero todavía abrasador. Los cardos parecen fantasmas, espíritus de días frescos agostados ahora en la ocre agonía de una tarde sin prisa que trae el eco débil de las campanas de El Salvador o de San Pablo, mientras los monótonos timbales de las chicharras acuchillan los alientos postreros del día.
Tiene la tarde una simiente de nostalgias, como si rebotaran contra los montes pálidos los fragores de las batallas que se lucharon frente a estas murallas cuando eran poderosas. La tarde es un lago de luz y de calor, un espacio anémico que alancea estaciones contra el paredón románico y quebradizo –piedras con musgo reseco– de San Juan de los Huertos. Somos tiempo en ruinas, somos horas que mueren: “encantamiento de oro”, tan triste, en la tarde de agosto.
(Publicado en diario IDEAL el día 20 de agosto de 2009)
La tarde está casi declinada, quiescente en la conciencia de que una luz tan amarilla, tan poderosa y plana, puede destruir la belleza del momento a poco que el universo entone una nota equivocada: parece que la tarde ha suspendido la respiración del mundo para que nada quiebre su débil cordón de eternidades. El sopor del día, evaporándose ahora entre los poros de la tierra cuarteada por el verano, ha detenido toda aspiración: por los barrancos de los estercoleros los cardos resecos elevan –más altos y poderosos que un hombre fiero– sus hojas resecas, espinosas, sus flores moradas convertidas en papiros que ya no alimentarán ningún enjambre de abejas, y esta tarde los cardos –tan retorcidos, tan barrocos, tan muertos: tan apropiados para una naturaleza muerta de Pieter Claesz o para un paisaje interrumpido y solitario de Edwar Hooper– se me figuran manos sarmentosas que quisieran arañar el cielo azul, el sol agotado pero todavía abrasador. Los cardos parecen fantasmas, espíritus de días frescos agostados ahora en la ocre agonía de una tarde sin prisa que trae el eco débil de las campanas de El Salvador o de San Pablo, mientras los monótonos timbales de las chicharras acuchillan los alientos postreros del día.
Tiene la tarde una simiente de nostalgias, como si rebotaran contra los montes pálidos los fragores de las batallas que se lucharon frente a estas murallas cuando eran poderosas. La tarde es un lago de luz y de calor, un espacio anémico que alancea estaciones contra el paredón románico y quebradizo –piedras con musgo reseco– de San Juan de los Huertos. Somos tiempo en ruinas, somos horas que mueren: “encantamiento de oro”, tan triste, en la tarde de agosto.
(Publicado en diario IDEAL el día 20 de agosto de 2009)
3 comentarios:
Bellísimo y muy evocador.
Aún recuerdo tardes de paseo en verano por la redonda de miradores aprendiendo a enamorar y a enamorarme de alguna compañera de instituto...
Pero lo más importante que estaba haciendo en esos momentos era anamorarme de la bellísima luz tras las murallas de mi pueblo.
Un saludo. Me encantó
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Muchas gracias por tu comentario, Sergio. Aunque el paisaje que se aprecia desde los Miradores está profundamente adulterado, todavía hay momentos (como el de esa tarde de verano en la que yo paseaba con mi hijo) en los que se puede rescatar ese trozo de belleza atemporal.
Un saludo.
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