viernes, 31 de diciembre de 2010

Y NUNCA DICE ADIÓS



Qué remedio: estas últimas horas de cada año me ponen, inevitablemente, triste. O más exactamente melancólico. ¿Quién no siente que esta tarde del 31 de diciembre se le llena de recuerdos de la niñez, de personas que quisimos y que ya no están, de deseos de que el futuro sea mejor y de que nosotros seamos mejores en el futuro? ¿Quién no siente en esta tarde ganas de abrazar a los que queremos, de acercarnos a los que ofendimos o nos ofendieron y tenderles la mano y regalarles una sonrisa para que no arrastremos al año nuevo lastres del que se acaba? En estas horas que pesan tanto, en las que tantas cosas querríamos resumir apretadamente, se tienen ganas de algo bueno, de cambiar y de cambiarnos, tarea improbable que tendremos que afrontar dentro de unas horas. Esta esperanza que nos ofrece la tarde de Nochevieja, la noche del 31 de diciembre –de cada 31 de diciembre–, no he sabido celebrarla mejor que trayendo aquí este trocito final de «Qué bello vivir», esa película imprescindible de Frank Capra que nos invita a, simple y llanamente, ser buenos. Estoy seguro de que esta emocionada canción que es «Auld Lang Syne» pondrá en muchos de mis amigos un nudo de añoranzas y felicidades en sus gargantas: la torpe letra que cantábamos en el Campamento decía que «un mismo corazón/ nos une en apretados lazos/ y nunca dice adiós.» Pues eso, que hasta mañana, que será otro año, será otra década, pero sobre todo, mañana será otro día. El día más limpio, más reluciente del año, el día en el que cualquier camino es posible.

Sea lo que sea, FELIZ 2011.

EXAMINAR DE AMOR





Vale, concedido: el estado natural de la persona no es la tristeza. Si recordamos las veces en que hemos llorado y hemos sido víctimas de la tragedia, son infinitamente menos que las veces en las que hemos reído o, simplemente, sonreído. Pero ocurre que el dolor es barroco, exaltado. Ocurre que el dolor –que lo triste– es una violencia que se apropia de nosotros con arrebato y sin aviso previo y que cuesta mucho expulsar de nuestras ciudadelas cuando ha sobrepasado y derruido las murallas. Por eso, cuando el dolor llega parece que siempre ha estado ahí y tenemos la impresión de que nunca se va a ir. La alegría –sintetizada en la risa, ese ejercicio supremo de la inteligencia– es más sutil y como siempre la tenemos a mano, pasa más desapercibida. Puede ocurrir también que, asfixiados por la urgencia con la que las tragedias de lo cotidiano nos golpean, hayamos perdido la capacidad para descubrir la alegría en los mil guiños con que cada día se nos ofrece. El dolor, ya digo, es algo que sucede pocas veces, aunque cuando sucede lo hace con mucha fuerza: la muerte de alguien querido, el paro que nos visita, la enfermedad, la angustia por los hijos. La alegría, sin embargo, es disimulada, pequeña: no aspira a conquistarnos de un golpe, quiere filtrarse por las rendijas que dejamos abiertas en el alma; aspira a entrar por esas finísimas ranuras y quisiera dejarlas selladas con su paso para evitar que llegue una tristeza. (¡Vano empeño!) El dolor sacude y la alegría, la alegría acaricia, simplemente. Por eso nos cuesta tanto verla y recogerla, pese a que está en los ojos de los niños cuando ríen, en un cielo luminoso, en una charla sosegada con los amigos, en el fugaz placer compartido con la persona a quien se quiere.

Cuán parecido a la alegría es el amor: pasada la irrupción del enamoramiento primero, el amor de verdad se transforma en un sosiego, en una delicada sinfonía que atraviesa todos los actos cotidianos, que nos eleva en impulsos casi invisibles. El amor, también, es una caricia que se filtra imperceptiblemente y conquista y avasalla a la par que libera, transforma a su imagen y semejanza. Por eso para san Juan de la Cruz el examen del amor se realizará al caer de la tarde. No al amanecer, cuando todo está todavía por descubrirse y realizarse y todo es promesa e intención; no en la luz poderosa y cegadora del mediodía; no en la noche que confunde y pierde. El examen del amor es a la tarde, cuando el sol ensaya su declinación de melancolías, cuando la luz invita a refugiarse cuerpo adentro, sangre adentro. ¿Quién, sentado en la orilla del mar mientras el sol se pone, no ha sentido esa necesidad de examinarse? Y cualquier examen es siempre un examen en el amor, un examen de amor. Es preguntarnos cuánto hemos querido, cuánta felicidad hemos regalado, cuánto daño hemos causado, cómo reparar las infelicidades provocadas.

Últimas tardes del año. Estamos sentados en la orilla del mar del tiempo: tenemos los pies desnudos acariciados por las aguas frías del océano de nuestra vida. Se pone, otra vez –una vez más, una menos–, el sol del año viejo. Es la ocasión de recontar, de repasar, es el momento de saber que tal vez sea mejor no hacer propósitos que olvidaremos dentro siete, diez días, la ocasión de asumir que es mejor vivir que proponerse vivir. Es la hora de abandonarnos en manos de la felicidad y del amor, de saber que pese que el temporal arrecia cerca, afuera del hogar, tenemos que limpiar las ranuras del corazón para que puedan colarse –nosotros adentro– esa alegría, ese amor, que balbucean o que gimen bajo las botas pesadas de la crisis, del sufrimiento.

31 de diciembre. Y anochece: ha venido la añoranza para examinarnos de amor.

(IDEAL, 30 de diciembre de 2010)

jueves, 30 de diciembre de 2010

CONTRA LA BASURA




La protagonista de «Lo que me queda por vivir» de Elvira Lindo abandona en un momento de la novela su trabajo en la radio pública y comienza a trabajar en una televisión privada, allá por los inicios de estas cadenas. No es necesario que la novela lo diga para que los lectores averigüemos que la cadena en la que la protagonista trabaja es Tele 5: hay un pasaje demoledor que retrata a la perfección el afán de chabacanería y zafiedad que desde sus inicios ha guiado a la cadena de Berlusconi, su vocación de estercolero. Es cuando el director, «Colérico, daba puñetazos sobre la mesa y gritaba que él no les pagaba a unas tías el viaje desde Milán para que luego no les enfocaran el culo».

Anteanoche presencié el final de la emisión de CNN+ y el inicio del asalto del estilo Tele 5 a un canal que había sido ejemplar, y que han destruido los que han convertido la televisión en un lodazal en el que sólo caben los más bajos y rastreros instintos y personajes. Era inevitable sentir una tristeza al constatar que una vez más el trabajo bien hecho, la seriedad, la profesionalidad, habían sido violadas por la brutalidad y la ordinariez. Con el cierre de CNN+ y la toma de la emisora por «Gran Hermano» –esa fábrica de mierda de la que se nutre gran parte de la parrilla de Tele 5–, España está más cerca del estilo que Berlusconi ha impuesto en Italia. Este tipo de cadenas de televisión son peligrosas porque arrinconando la excelencia, exaltando la chabacanería e identificándola con lo popular –Belén Esteban es el ejemplo máximo– abren las puertas del populismo. Por suerte, mucha gente decente ha manifestado estos días que no todo vale para ganar dinero y por suerte somos muchos los que nos seguimos indignando por cosas como ésta o por declaraciones como las del Ministro Sebastián, que por sí solo justifica votar en contra del PSOE en las próximas elecciones. Y por suerte, como telespectadores tenemos todavía un poder decisivo: podemos frenar el crecimiento de la basura no parando nuestro mando a distancia sobre ese muladar que es Tele 5. En la novela de Elvira Lindo, le dicen a su protagonista que en el mundo de las televisiones privadas sería más fácil trabajar con el culo delante de la cámara que con el culo pegado a la silla: oponerse a ese modo de hacer televisión es, en definitiva, oponerse a que pisoteen la dignidad de todos nosotros.

Yo sigo pensando que es necesario que los ciudadanos rindamos homenaje a quienes han dado la cara, con aciertos y errores pero con vocación de servicio, por valores que son importantes para todos: la libertad de prensa es sin duda uno de esos valores fundadores de los derechos que nos hacen mejores. Por eso, no se me ocurre manera mejor de rendir homenaje póstumo a CNN+ que haber abierto esta entrada con los últimos minutos de la emisora, un corte que es ya uno de los más emocionantes y más tristes de la historia televisiva de España. Aunque PRISA y Tele 5 no se hayan enterado, sigue habiendo cosas más importantes que el dinero.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

INOCENTE INOCENTE





Reconozco que la foto de ayer era desalentadora. Tanto como el temporal que el gobierno de ZP está atornillando sobre nuestras cabezas: subida histórica de la luz y del gas, a mayor honra y gloria de las grandes empresas, ajustes y aprietos para los de siempre y todas esas cosas que ya conocemos y que es mejor no recordar para no darnos el día otro día más. Por eso, hoy y a toro pasado, nada mejor que acordarnos de la inocentada que estamos padeciendo todos los españoles, y un modo amable de recordar esta pesada broma es esta foto que he encontrado en Facebook gracias a Chirli Temple y que viene del Muro de Rafael Corega Cerdán. La foto, graciosa sí es, aunque la situación que representa de chiste no tiene nada y por lo único que dan ganas de reír es para evitar tener que echarse a llorar. Pero todo esto, toda esta broma de mal gusto, esta inocentada pegada sobre el lomo de miles y miles de españoles... ¿sirve para algo bueno? Una amiga, ayer, me decía que sí: "Por lo menos, la gente decente no tendrá dudas de a quién votar; otra cosa será decidir a quién se vota, pero al que no, ese ya lo sabemos." ¿Seguro? ¡Qué inocente es mi amiga!

martes, 28 de diciembre de 2010

SANTOS INOCENTES





El viernes, además de terminar un año, termina una década, la primera del siglo XXI, pródiga en barbaridades y atrocidades, víctima de una nueva aceleración del tiempo histórico. Supongo que en los próximos días, todos los periódicos y televisiones se lanzarán a la carrera de mostrarnos «las imágenes de la década», que abren el libro futuro de «las imágenes del siglo» que nuestros nietos configurarán dentro de una buena tanda de años. Desde luego, la mayoría de las imágenes de la década no invitan al optimismo ni a la confianza en el ser humano. Nunca, como ahora, los hombres han tenido tantas oportunidades para conocer los resultados de su capacidad de destrucción y para, poniéndole frenos, poder construir un mundo más acogedor; nunca como ahora la técnica y la ciencia habían registrado tantos avances que hacen posible acabar con enfermedades de otros tiempos que, sin embargo, siguen matando a millones de seres humanos cada año; nunca, como ahora, ha sido tan posible acabar con plagas bíblicas como la del hambre; y nunca, como hoy mismo, es tan posible, gracias a la universalidad de las redes de comunicación, embarcar al conjunto de los habitantes del planeta en un proyecto de mínimos compartidos que permitan, más allá de las religiones y las naciones y las ideologías, convertir este trocito del universo en una casa habitable para todos. Y sin embargo, ya digo, el retrato que nos dejan las imágenes de la década es desolador.

De entre todas estas, me quedo con ésta. Muestra a un preso iraquí del campo de concentración que los ejércitos aliados, capitaneados por los Estados Unidos, tienen en An-Najaf. La fotografía es de 2006. Habla por si sola de hasta donde somos capaces de llegar los humanos.

El padre y el hijo están rodeados de espinos, encerrados en un pedazo abrasador del desierto. El padre tiene la cara cubierta por la capucha; muy probablemente ha sido torturado por los soldados americanos o ingleses, humillado. Es mejor no intentar imaginar la comida que se les suministra. Es mejor no pensar la sed que sienten. Es mejor no pensar como los ojos y los oídos de los cruzados se han cerrado para no escuchar los ayes del niño, su llanto. La fotografía es la viva imagen de la absoluta depravación de los valores occidentales que se inició con aquella otra fotografía, la de las Azores. Pero en medio de tanto sufrimiento como muestra, por encima de esa capacidad de viajar hasta el corazón de las tinieblas para decirnos que es el propio corazón de nuestro tiempo y nuestras sociedades, la fotografía tiene algo conmovedor: el padre habrá pensado en su hijo mientras lo torturaban, en el daño que le podían causar, puede incluso que hayan obligado al pequeño a asistir a las sesiones de tortura para forzar la declaración del padre, puede incluso que lo hayan amenazado con torturar a su hijo si no hablaba; al padre tienen que dolerle los huesos, los músculos, la carne, y no debe conservar ningún rastro de piedad ni de confianza en el ser humano, pues todo eso se derrumba –así lo señalan todos los torturados que han sobrevivido a ese infierno– con la primera bofetada, con el primer puñetazo en el estómago; y sin embargo, el padre tiene fuerzas para abrazar a su hijo, para acunarlo contra su pecho y acariciar su frente, para intentar calmarle la fiebre que se dibuja en su boca abierta y sedienta, tal vez incluso para musitarle alguna vieja canción infantil por debajo del capirote negro con que sus torturadores lo han cubierto.

Hoy, Día de los Inocentes, no he encontrado imagen mejor para resumir la mierda de mundo en la que vivimos, un mundo que asiste impasible al sufrimiento de los niños.

viernes, 24 de diciembre de 2010

PORQUE ES NOCHEBUENA





Porque que hoy muchos sentimos que se empina dentro de nosotros el niño que fuimos, para asomarse a los ojos y ver el mundo recién limpio. Porque está la mañana fría y luminosa, tan bella. Porque las calles bullen en una felicidad de reencuentros, de amigos, de familiares que vuelven. Porque hay que recontar a los que se van marchando sin haber apagado la luz y porque hay que acomodar a los que van llegando para continuar la cadena de la vida. Porque es fácil sentir una melancolía en la conviven los viejos pastorcillos del belén con el serrín y con el musgo. Porque las casas huelen a hogar y uno sabe que siempre hay un lugar al que volver. Porque una mano, esta mañana, habrá quitado el papel de seda que envolvía las panderetas y las zambombas. Porque tal vez hemos tenido que llamar a un amigo al que se le han muerto los hijos y el nieto. Porque nuestros hijos miran lo que sucede a su alrededor con esa misma mirada atónita y sorprendida que nosotros debimos tener hace demasiados años. Porque todavía es posible recuperar esa mirada, porque todavía podemos pensar que esta alegría que nos ha sorprendido al levantarnos no es una anécdota sino una invitación, un camino recién asfaltado por el que podemos andar sin temor a perdernos. Porque habrá quienes se emocionen al cantar los peces en el río. Porque en días como éste uno descubre que hay mucha gente a la que quiere y mucha gente que lo quiere. Porque hoy nadie debería estar solo y a nadie se le debería robar una sonrisa. Porque hoy también están permitidas algunas lágrimas, si son de contento o de nostalgia. Porque hoy es Nochuebuena y el mundo quiere iluminar de otro modo... FELIZ NAVIDAD.

BUSCANDO LA NAVIDAD




Lo más fácil es que la suerte no haya depositado en nuestras carteras ni el triste consuelo de una pedrea, y tal vez el 25 por la mañana tengamos algo de resaca y un poco de dolor de tripa, por eso de los excesos. Y bien podemos afirmar que entre tanta luz, tanto adorno, tanto refinamiento y tanta urgencia adornada de composturas y compromisos, hemos olvidado en algún rincón donde no alumbran las ilusiones de la infancia el sentido íntimo, profundo, de la Navidad, ese significado moral que es un llamamiento a todos nosotros, sean cuales fueran nuestras ideas, nuestras creencias.

Venga, dejemos que los pastorcillos del Belén continúen guardando sus ovejas a la luz vacilante de una bombillita roja, mientras el río de papel de plata reluce todavía debajo del puente de corcho. Vale, metamos en el horno el último de los suculentos manjares de la cena de Nochebuena y dejemos convenientemente encargadas en la frutería las uvas de la Nochevieja. Y si podemos firmar ya la carta de los Reyes Magos y echarla al buzón junto con la de nuestros hijos, pues mejor que mejor. Y después de todo esto, y como a estas alturas de diciembre ya no cabe asombrarse por la iluminación navideña que este año han sufragado las esmirriadas arcas de nuestros ayuntamientos, porque la encendieron allá por San Andrés, hace casi un mes, sentémonos un momento a reflexionar. Con la mesa limpia de facturas y de recibos y de décimos no premiados, con el teléfono apagado, en la mágica penumbra de la tarde mientras la lluvia golpea con un soniquete antiguo e incansable los cristales, dejando que alguna música quebradiza –el «Concierto para Oboe» de Benedetto Marcello, por ejemplo– nos acaricie el alma, nos rice un recuerdo en el fondo de la memoria, nos rescate de la vorágine de imposturas en que hemos convertido la Navidad, así, desnudados de todo lo que nos impide adentrarnos por los caminos interiores de lo que somos, deberíamos salir a la búsqueda del sentido de la Navidad. Porque Navidad sí, hasta la saciedad, desde hace casi dos meses. Navidad, pero... ¿para qué?

La fingidas vacas gordas de la burbuja inmobiliaria y financiera nos hicieron creernos más ricos, más guapos, y nos adobaron cientos de cosas y obligaciones perfectamente superfluas. Ahora, al estamparnos contra el muro durísimo de la realidad, tenemos que repensar cómo vivimos, cómo nos relacionamos los unos con los otros, qué compramos. Y también qué necesitamos. La crisis, que está destrozando las ilusiones y las esperanzas de miles y miles de familias, ofrece sin embargo una oportunidad para construir un mundo más humano. Ciertamente tendría que ser un mundo hecho a imagen del silencio, la sencillez y la austeridad, como proponía Goethe. Pero sería un mundo más íntimo, en el que fuese más fácil ser personas porque la personalidad no tendría tantos aderezos ni tantas y tan innecesarias colgaduras. El cansancio social, vital, que se detecta en nuestro mundo es un cansancio por hartazgo, un cansancio de excesos, un agobio de los laberintos en los que nos han perdido, en los que nos hemos perdido. Estamos cansados de no sabernos reconocer. Y la Navidad, otra vez, un año más, nos ofrece la oportunidad de conocernos. Y de apostar por otra manera de hacer el mundo que tenemos que entregarle en herencia a nuestros hijos.

Navidad. «¿Y si ser buenos fuese mejor?», se preguntaba, en vísperas de la Nochebuena, Juan Pasquau, que pensaba que gracias al milagro de estos días todo tiene todavía remedio. Navidad, sí. ¿Para qué? Para eso precisamente: para que sepamos que tiene sentido ser buenos y querer cambiar el mundo a imagen y semejanza de una tarde sin ruidos ni postizos, poderosa en su recogimiento íntimo, en su desbordado amor a lo más luminoso de la vida, de la pura vida que se resiste a morir ahogada por la riada de la codicia y la mentira.

(IDEAL, 23 de diciembre de 2010)