jueves, 7 de febrero de 2008

LAS MÁSCARAS DE LA VIDA



El Carnaval es una fiesta que –como casi todas las fiestas– ha perdido su sentido: desaparecida la Cuaresma, el Carnaval es ya una fiesta más, torpe y errática. Fue antaño una explosión de vida justo antes de la dureza del ayuno, de la penitencia. El Carnaval era, claro, una trampa necesaria para hacer soportables los rigores que se avecinaban, una válvula de escape en que atiborrarse de sexo, comida y bebida justo antes de que todo eso quedara como en suspenso. Para saber qué fue el antiguo Carnaval tenemos que saber qué fue la antigua Cuaresma: el Lunes de Aguas de Salamanca es un buen ejemplo.

Unas ordenanzas de Felipe II obligaron al Concejo de Salamanca a que las putas de la Casa de la Mancebía fuesen trasladadas –el Miércoles de Ceniza– al otro lado del Tormes. Y ello para evitar a los salmantinos la tentación de la carne, tan irresistible. Así las cosas, el Martes de Carnaval debía ser Salamanca un hervidero de pecados –urgentes, presurosos y repetidos– entre ríos de vino, bailes y disfraces. A la mañana siguiente, las busconas eran embarcadas y puestas –allende el Tormes– bajo la custodia del Padre Putas, que sería sin duda el más envidiado salmantino durante las cenicientas noches de obligada abstinencia. Y así, pasaban lentas la Cuaresma y la Semana Santa hasta que el Lunes de Pascua, el Padre Putas conducía a las mancebas de vuelta a la ciudad, donde eran recibidas por una multitud de hombres enardecidos (estudiantes, soldados, frailes, menesterosos, nobles: unidos todos en la alegría de la resurrección de la carne), que las esperaban en barcas engalanadas, con botas de vino y con el hornazo, fortísimo manjar que daba fuerzas para poder recuperar de un atracón los placeres perdidos.

Pues bien: el Carnaval era exactamente el derramar sin miedo todo lo que la Cuaresma iba a llevarse hasta el Lunes de Pascua. Era un recordar que la vida es como la Cuaresma –dura y con privaciones– y que por ello merece la pena, si quiera por unos días, aprovechar las oportunidades de vivir tocando a rebato las campanas del alma, sin miedo, sin escatimar generosidades: uno no sabía el Martes de Carnaval si vería la luz y la carne del Lunes de Pascua. Ahora esto no tiene sentido, pues vivimos en una permanente orgía de placeres y la sociedad postmoderna ha encontrado en el consumo y el derroche su razón última de ser: como nunca hay privación carece de sentido una celebración específica de lo desbordado, que eso es el Carnaval. Habiendo desterrado la Cuaresma porque ni queremos encontrarnos con nosotros mismos ni queremos privarnos nunca de nada, tampoco tiene sentido la celebración de una fiesta que servía para derramarse extensamente. La muestra más clara de la falta de sentido del Carnaval es que su celebración continúa incluso más allá del Miércoles de Ceniza.

Sobrevive –sin embargo– este Carnaval vaciado de sentido. Y en pueblos como Torreperogil sigue siendo una cita ineludible de máscaras, murgas y vino compartido en torno las sartenes de arroz caldoso. Hasta donde llegan mis conocimientos, el Carnaval de Torreperogil es el único verdaderamente popular de la provincia: no hay allí impostura ni importación.

Estudiando yo Antropología Política el profesor González Alcantud nos contaba como recién estrenada la autonomía andaluza, el gobierno de Sevilla financió programas específicos para –perdón por la paradoja– inventar tradiciones que constituyeran la columna vertebral de la nacionalidad andaluza. Así, desde Santiago de la Espada hasta Ayamonte surgieron, cual setas, tradicionales procesiones de Semana Santa, tradicionales romerías y tradicionales carnavales. Muchas de las fiestas carnavaleras que estos días se han celebrado en Jaén son el resultado de esta política inventora de tradiciones. El de Torreperogil, sin embargo, surge espontáneo, casi sin preparación previa, como por ensalmo: forma parte natural del ser de la villa el disfrazarse el Martes del Carnaval y bajar al “Prao” –simplemente– pasear entre las máscaras o a bailar o a comer arroz.

Luego, en nuestra intimidad el Carnaval sirve también, ay, para recordarnos que la vida es un juego de máscaras que nos ponemos para salir a las plazas del mundo evitando encontrarnos con el rostro de nuestro yo. A los que nuestro sentido del ridículo nos impide disfrazarnos, el Carnaval nos marca una línea de reflexión sobre lo que somos o lo que queremos ser, sobre la necesidad que a veces tenemos de aparentar ser otros o sobre el sueño de ser aquello que se nos fue quedando en las cunetas de la vida. Para mí, el Carnaval es un traer a los prados de mi memoria los yos que se me perdieron en los años que he vivido: cada uno tiene un rostro y una esperanza distinta que en nada se parecen a esta desilusión con que me ha disfrazado el instante presente.

(Publicado en Diario Ideal el día 6 de febrero de 2008, Miércoles de Ceniza)

P.D. La foto está robada de lo de Troche y Moche. Seguro que no se enfandan.

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