domingo, 3 de febrero de 2008

ANTE LA VENUS DE VELÁZQUEZ



Está la Venus con su cuerpo puesto de manifiesto, de espaldas a nosotros, como desperezando la carne después del placer. Manifiesta y fugaz como un recuerdo, como pintada con la emergencia del amante: como si Velázquez se hubiera levantado de la cama –desnudo y urgente– para pintar el cuerpo blanco de su amante, la piel desmadejada un instante antes y ahora recompuesta en una suprema dignidad erótica. Nunca se ha realizado un desnudo más sugerente en la historia del arte, ni más sublime, porque nunca hemos tenido esa sensación de que el pintor amante siga estando al lado nuestro, terminando de retocar el cuerpo que coronó hace apenas una eternidad. Ni nunca antes hemos tenido la impresión de que la mujer desnuda mira en el espejo no para verse a sí, sino para ver al pintor que la inmortaliza, situado por detrás de nosotros, que no somos más que incómodos mirones que se han colado en un espacio cósmico e inabarcable, que es el que conforman la amante desnuda y visible y el pintor amante e invisible. En los cuadros de Velázquez lo más importante es lo que no está pintado, como en este caso, en el que sobramos nosotros porque él sigue estando ahí –en lo no pintado–, presente, admirando para siempre el cuerpo recién amado.

Sí, la Venus de Velázquez parece pintada en el sosiego del placer cumplido, en el gesto cotidiano y normal de dos personas que vuelven a su soledad tras haberse amado, en esa separación y con la dulzura de lo recién entregado. Por eso Velázquez nunca acabará de irse de delante de ese cuadro suyo, desde el que Venus lo mira –anónima y desfigurada, de curvas rotundas y elegantes– en una plenitud de lo femenino. Por eso Cupido –sosteniendo el espejo– descubre al pintor en la distancia corta e infinita del deseo y se ruboriza, y agacha la cabeza no para que no lo veamos nosotros sino para que Velázquez no descubra su vergüenza por haber irrumpido en la intimidad de los amantes. Cupido es la imagen misma de nosotros, porque somos lo que sobramos en el cuadro, que es un espacio mágico que construye Velázquez para unirse eternamente a la madre de su hijo Antonio.

Muchos misterios y evocaciones concurren en este cuadro.

Por ejemplo, cabe preguntarse las emociones que sintió Velázquez en su segundo viaje a Italia. Porque el pintor sevillano –como destacó Ortega–vive una vida en la que pasan muy pocas cosas: nace y se forma en Sevilla, viaja a Madrid y lo nombran pintor del rey y poco más a partir de 1623, un par de viajes a Italia y unos cuantos cargos palaciegos. Hombre de vida monótona, fiel a su mujer desde la adolescencia, hombre de sabiduría serena, taciturno, bueno con casi toda seguridad. Y llega a Roma y se prenda de esta mujer espléndida y con ella comparte esta lujuria eternizada entre telas oscuras y rojas y en brillos de emoción.

Sin duda, la sensualidad, la carnalidad del cuadro, su erotismo elegante pero sin concesiones, su lujuria envidiada, viene de ese terremoto emocional que el pintor debió sufrir en Italia: la melancolía italiana que tenía desde su primer viaje –allá por 1628, en su primera madurez– tuvo que acentuarse ahora, en este viaje iniciado en 1648, pues ha asistido entretanto el pintor al derrumbe militar de su patria y, desanimado, descubre una pasión y una belleza excepcionales que lo revitalizan. Si Madrid era la costumbre asentada entre los sombríos corredores del Alcázar desde el que se dirige una España en retirada, Roma será la luz, esta amante, el descubrimiento de otra vida. Y eso acentuará la melancolía de sus últimos años, de sus últimos cuadros. Velázquez, que siempre pinta melancólico, a partir de este momento –¿no es esta Venus el punto central de su radicalización melancólica, el punto de inflexión de la reflexión sobre el arte que supone toda la producción velazqueña?– acentuará la capacidad evocadora de su pintura, como si los pinceles tremolasen sobre el lienzo: con el recuerdo del sudor derramado en esta cama sobre el cuerpo de la diosa enjaulada en un cuerpo incontestable de mujer.

Después de la Venus, Velázquez, que siempre ha sabido que el hombre es un derrotado y un exiliado, asume esta convicción como una creencia, como artículo de fe. Y sus últimos cuadros destilan ya un desesperante abandono de nostalgias: son los Austrias derrotados, son “Las Hilanderas” y su soberbia interpretación del arte y de la vida desmadejada, es “Las Meninas” y su reivindicación definitiva de la dignidad del artista, que nos mira como diciéndonos “Vale, la vida era esto”. El arte último de Velázquez es un resumen de todo lo anterior y una superación: es a partir de la Venus que el genio llega a las últimas consecuencias y corona una cátedra artística que nadie, todavía, ha podido superar. Porque aquellos pinceles no habían olvidado la carne palpitante de la Venus que pintaron en Roma.

(Publicado en Diario Ideal, ediciones de Jaén y Almería, el 1 de febrero de 2008)

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