Lo que sucede en Estados Unidos tiene, necesariamente, repercusión en el resto del planeta. Así podemos explicarnos que las elecciones primarias del Partido Demócrata y el duelo de Obama contra Clinton estén siendo seguidos, apasionadamente, fuera de los EE.UU. En España, mientras la campaña del 9-M provoca hastío es posible constatar la ebullición de referencias al proceso estadounidense, centradas de manera cada vez más clara en Barack Obama. Pero, ¿por qué Obama? ¿Qué representa o qué significa Obama para que millones de seres humanos estén pendientes de su figura?
Los Estados Unidos ejercen la fascinación de lo inmenso. Sus vastos territorios y la grandiosidad con que se han desplegado –a través del cine o de una literatura de superior calidad– en el imaginario colectivo del mundo entero han convertido el modelo de vida americano en un referente planetario. Es difícil encontrar una sociedad que haya encarnado con más fidelidad los paradigmas de la modernidad: la libertad, la república democrática, el autogobierno, el individualismo. El ideal de una nación de ciudadanos libres e iguales, obligados éticamente a labrarse su propio destino, ha cristalizado en los EE.UU. más que en ninguna otra sociedad occidental. Y ello, porque el armazón moral de la sociedad estadounidense ha estado claramente definido desde sus inicios: en el sueño americano ha habido espacio suficiente para todo el que ha estado dispuesto a labrarse su propio futuro respetando las normas de la república. Este ideario hizo que cuajara pronto el ideal imperial en el seno de la primera democracia contemporánea. (Los paralelismos entre la Roma republicana y los Estados Unidos son inmensos. Pueden resumirse, sin embargo, en el convencimiento de ambos sistemas de estar moralmente obligados a expandir, vía imperial, su modelo de vida como expresión de una forma de vida superior.)
Este idealismo moral unido a un profundo realismo político ha articulado la vida de los EE.UU. especialmente desde su intervención en los asuntos europeos, a partir de 1917. Y en esta conjunción de elementos dispares tenemos que encontrar el éxito del país durante todo el siglo XX. Sin embargo, desde el fracaso de Vietnam y el derrumbe de los sueños de los 60, todos los gobiernos norteamericanos han desarrollado una política netamente realista y materialista: el sueño americano ha quedado reducido a gendarmería imperial y darwinismo social, suprimiéndose la poética –incompatible con el pensamiento económico de los neoliberales y con el integrismo de los neoconservadores– que venía sosteniendo la nacionalidad estadounidense. La descarnada práctica del realismo imperial realizada por la Administración Bush ha sumido a la sociedad americana en la sensación de naufragio en la que hoy se encuentra. Para los norteamericanos es vital sentirse partícipes de su propia historia. Y Bush, culminando un proceso de adelgazamiento espiritual, ha privado de esa sensación a sus ciudadanos.
Y en esto, irrumpe el fenómeno Obama, que interpela directamente al corazón de los norteamericanos. En sus discursos, es fundamental el idealismo moral que dio lugar al nacimiento y crecimiento de la nación. Cualquier propuesta de Obama queda mediatizada por un aliento ético que recoge la herencia de los padres fundadores, de los abolicionistas o de los luchadores por los derechos civiles. Estas referencias son expresas. Y así, Obama rearma el espinazo ético sobre el que se ha venido construyendo la nación y lo sitúa en el centro de la vida política y social y del debate electoral. Si las administraciones de los últimos treinta años han procurado –en palabras de Philip Roth– que el pensamiento imaginativo no accediera a la conciencia, para causar el menos transtorno, de pronto Barack Obama irrumpe y electriza a las masas –al estilo de Roosevelt o Kennedy o Martin Luther King– con el argumentario de los grandes discursos de la historia de los EE.UU., restaurado por el ya imprescindible discurso de Iowa del pasado 4 de enero.
Habla Obama de un sueño, de una posibilidad de mejorar. Y habla de unidad, algo imprescindible para un país dividido por el sectarismo de los neocons. Habla de esperanza pero –y es importantísimo este matiz, que contrasta con el discurso de los socialistas españoles– no la confunde con “el optimismo ciego”. La suya es una esperanza que llama a trabajar por el país, tocando una de las fibras más sensibles de los norteamericanos. Obama restaura a la sociedad americana en su condición de artífice de su propio destino: por eso cada vez resulta más imparable, por eso cada vez encanta a sectores más amplios, rompiendo en cada elección o “caucus” barreras de espacios sociales que le parecían vetados.
Su lema mágico (“Sí, podemos”, “Sí, se puede”: “Yes, we can”) ha provocado en la sociedad estadounidense una resurrección de sus mejores impulsos. Propone un nuevo espíritu de aventura, una ruptura de las fronteras espirituales: el sueño americano está hecho a la medida de los aventureros.
Y no podemos olvidar el tema de la juventud. Tanto McCain como Hillary Clinton suponen un cambio de caras, pero Obama implica algo más profundo: un cambio de generaciones. Es la generación nueva –en la que se ve normal, y esperanzador, que pueda ser Presidente un negro cuya familia paterna sigue viviendo en la miseria en Kenia– la que está llamando a la puerta por medio del discurso de Obama. En él se cierra un ciclo no sólo de la política norteamericana sino tal vez un ciclo histórico.
En la obra de R. D. Kaplan se describen los graves problemas de la sociedad americana, los serios riesgos de fractura social que se aprecian en la misma. Barack Obama se ofrece como el talismán mágico para superar ese pesimismo y restañar las heridas. Y la acogida de su discurso con creciente interés en amplias zonas del planeta, puede hacer de él un Presidente capaz de restablecer los lazos éticos de los Estados Unidos con el resto del mundo. Porque Obama, con su discurso de la esperanza, rompe los tabiques levantados para aislar y alejar a los EE.UU. No significa esto –no puede significarlo– que Obama renuncie al liderazgo mundial de su país: significa, sencillamente, que el candidato demócrata está dispuesto a articular un proyecto netamente estadounidense pero abierto al resto del mundo. Obama aspira a ceñir la corona del imperio, pero quiere convertirse en un líder moral, en un referente espiritual, para el espacio democrático. Desde que Carlos V acariciara una idea similar allá por el siglo XVI, es difícil encontrar un líder que cuente con las posibilidades de Obama de hacerse con un liderazgo global. Le ayudan su juventud, su presencia constante en Internet y el espacio que comienza a ganarse en el corazón de muchos ciudadanos del mundo. Parece llamado a hacer grandes cosas en un mundo en el que quedan pocas esperanzas.
Los Estados Unidos ejercen la fascinación de lo inmenso. Sus vastos territorios y la grandiosidad con que se han desplegado –a través del cine o de una literatura de superior calidad– en el imaginario colectivo del mundo entero han convertido el modelo de vida americano en un referente planetario. Es difícil encontrar una sociedad que haya encarnado con más fidelidad los paradigmas de la modernidad: la libertad, la república democrática, el autogobierno, el individualismo. El ideal de una nación de ciudadanos libres e iguales, obligados éticamente a labrarse su propio destino, ha cristalizado en los EE.UU. más que en ninguna otra sociedad occidental. Y ello, porque el armazón moral de la sociedad estadounidense ha estado claramente definido desde sus inicios: en el sueño americano ha habido espacio suficiente para todo el que ha estado dispuesto a labrarse su propio futuro respetando las normas de la república. Este ideario hizo que cuajara pronto el ideal imperial en el seno de la primera democracia contemporánea. (Los paralelismos entre la Roma republicana y los Estados Unidos son inmensos. Pueden resumirse, sin embargo, en el convencimiento de ambos sistemas de estar moralmente obligados a expandir, vía imperial, su modelo de vida como expresión de una forma de vida superior.)
Este idealismo moral unido a un profundo realismo político ha articulado la vida de los EE.UU. especialmente desde su intervención en los asuntos europeos, a partir de 1917. Y en esta conjunción de elementos dispares tenemos que encontrar el éxito del país durante todo el siglo XX. Sin embargo, desde el fracaso de Vietnam y el derrumbe de los sueños de los 60, todos los gobiernos norteamericanos han desarrollado una política netamente realista y materialista: el sueño americano ha quedado reducido a gendarmería imperial y darwinismo social, suprimiéndose la poética –incompatible con el pensamiento económico de los neoliberales y con el integrismo de los neoconservadores– que venía sosteniendo la nacionalidad estadounidense. La descarnada práctica del realismo imperial realizada por la Administración Bush ha sumido a la sociedad americana en la sensación de naufragio en la que hoy se encuentra. Para los norteamericanos es vital sentirse partícipes de su propia historia. Y Bush, culminando un proceso de adelgazamiento espiritual, ha privado de esa sensación a sus ciudadanos.
Y en esto, irrumpe el fenómeno Obama, que interpela directamente al corazón de los norteamericanos. En sus discursos, es fundamental el idealismo moral que dio lugar al nacimiento y crecimiento de la nación. Cualquier propuesta de Obama queda mediatizada por un aliento ético que recoge la herencia de los padres fundadores, de los abolicionistas o de los luchadores por los derechos civiles. Estas referencias son expresas. Y así, Obama rearma el espinazo ético sobre el que se ha venido construyendo la nación y lo sitúa en el centro de la vida política y social y del debate electoral. Si las administraciones de los últimos treinta años han procurado –en palabras de Philip Roth– que el pensamiento imaginativo no accediera a la conciencia, para causar el menos transtorno, de pronto Barack Obama irrumpe y electriza a las masas –al estilo de Roosevelt o Kennedy o Martin Luther King– con el argumentario de los grandes discursos de la historia de los EE.UU., restaurado por el ya imprescindible discurso de Iowa del pasado 4 de enero.
Habla Obama de un sueño, de una posibilidad de mejorar. Y habla de unidad, algo imprescindible para un país dividido por el sectarismo de los neocons. Habla de esperanza pero –y es importantísimo este matiz, que contrasta con el discurso de los socialistas españoles– no la confunde con “el optimismo ciego”. La suya es una esperanza que llama a trabajar por el país, tocando una de las fibras más sensibles de los norteamericanos. Obama restaura a la sociedad americana en su condición de artífice de su propio destino: por eso cada vez resulta más imparable, por eso cada vez encanta a sectores más amplios, rompiendo en cada elección o “caucus” barreras de espacios sociales que le parecían vetados.
Su lema mágico (“Sí, podemos”, “Sí, se puede”: “Yes, we can”) ha provocado en la sociedad estadounidense una resurrección de sus mejores impulsos. Propone un nuevo espíritu de aventura, una ruptura de las fronteras espirituales: el sueño americano está hecho a la medida de los aventureros.
Y no podemos olvidar el tema de la juventud. Tanto McCain como Hillary Clinton suponen un cambio de caras, pero Obama implica algo más profundo: un cambio de generaciones. Es la generación nueva –en la que se ve normal, y esperanzador, que pueda ser Presidente un negro cuya familia paterna sigue viviendo en la miseria en Kenia– la que está llamando a la puerta por medio del discurso de Obama. En él se cierra un ciclo no sólo de la política norteamericana sino tal vez un ciclo histórico.
En la obra de R. D. Kaplan se describen los graves problemas de la sociedad americana, los serios riesgos de fractura social que se aprecian en la misma. Barack Obama se ofrece como el talismán mágico para superar ese pesimismo y restañar las heridas. Y la acogida de su discurso con creciente interés en amplias zonas del planeta, puede hacer de él un Presidente capaz de restablecer los lazos éticos de los Estados Unidos con el resto del mundo. Porque Obama, con su discurso de la esperanza, rompe los tabiques levantados para aislar y alejar a los EE.UU. No significa esto –no puede significarlo– que Obama renuncie al liderazgo mundial de su país: significa, sencillamente, que el candidato demócrata está dispuesto a articular un proyecto netamente estadounidense pero abierto al resto del mundo. Obama aspira a ceñir la corona del imperio, pero quiere convertirse en un líder moral, en un referente espiritual, para el espacio democrático. Desde que Carlos V acariciara una idea similar allá por el siglo XVI, es difícil encontrar un líder que cuente con las posibilidades de Obama de hacerse con un liderazgo global. Le ayudan su juventud, su presencia constante en Internet y el espacio que comienza a ganarse en el corazón de muchos ciudadanos del mundo. Parece llamado a hacer grandes cosas en un mundo en el que quedan pocas esperanzas.
(Publicado en Diario IDEAL el día 16 de febrero de 2008)
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