Se junta que somos un país sin
memoria y un país que no estudia historia en las escuelas. Y por eso o no se
recuerda o no se conoce lo que era este país en julio de 1976, cuando yo era un
bebé de siete meses.
Entonces España era un país con
un ejército que no hubiese tenido ningún escrúpulo en formar una junta militar
inspirada en las de sus amigos de Chile y Argentina.
Un país donde las fuerzas
policiales no dudaban ni en apretar el gatillo contra los manifestantes que
pedían libertad y amnistía (teniendo yo tres meses y un día, el
Miércoles de Ceniza, habían asesinado a cinco obreros refugiados en una iglesia
de Vitoria, a sangre fría) ni en amparar y proteger a las bandas guerrilleras
de ultraderecha.
Un país sacudido por el
terrorismo de ETA, del GRAPO y el FRAP y por el de ultraderecha de los
Guerrilleros de Cristo Rey o Fuerza Nueva, el terrorismo de los que sólo
querían un nuevo enfrentamiento entre españoles que rubricase la victoria de
1939 o que le diese la vuelta a la tortilla.
Un país abocado a una crisis
económica gigantesca, brutal, que se aprestaba a arrojar unas cifras de paro
desesperantes y una inflación casi incontrolable, sin un sistema fiscal
moderno, con una Seguridad Social en pañales, sin protección contra el
desempleo, con una ingente tarea por hacer para construir el bienestar.
Un país con un problema
territorial pendiente de resolver en Cataluña y País Vasco.
Un país con un rey nombrado por
el dictador y que, dígase lo que se diga, estaba dispuesto a borbonear y a
inmiscuirse en la política sabiéndose protegido por el ejército.
Un país en el que sólo una
minoría formada por estudiantes, militantes del Partido Comunista,
sindicalistas de las Comisiones Obreras y personas humildes de las asociaciones
de vecinos y de las parroquias obreras se habían opuesto a la dictadura y
habían clamado por la democracia, pagando por ello con la cárcel y la tortura.
Un país en el que los franquistas
querían un eterno 18 de julio, la derecha una constitución como la de 1876 y la
izquierda la promulgación de la Constitución de 1931.
Entonces España era un país donde
la inmensa mayoría de la gente o había vivido la guerra civil o había vivido en
su memoria y en la experiencia de los años de acero y quería, simplemente,
“vivir la vida, sin más mentira y en paz”. Estoy convencido de que eso era lo
que querían mis padres, jóvenes entonces, con proyectos y complicidades y con
un hijo de siete meses, esperando ya sin saberlo otro que nacería en marzo de
1977, cuando por España parecía que habían pasado no nueve meses sino nueve
años.
Es ese el país en el que Suárez
aterrizó como Presidente del Gobierno en julio de 1976. ¿Qué era Suárez en
julio de 1976? ¿Un neofranquista? ¿Un reformista? ¿Un demócrata? ¿Un
representante del ala izquierda del franquismo? Suárez, en julio de 1976, era
simplemente un tipo seductor, intuitivo, inteligente, que había captado el
mensaje silencioso de la mayoría de los españoles, un hombre muy parecido a los
españoles de a pie, un político descarado y simpático que había conectado con
el sentimiento de millones de españoles que eran como mis padres y que tuvo el
coraje y la ambición y la valentía suficiente como para saber que en política
no existe la necesidad (todo lo contrario, no se nos olvide, que los políticos
de ahora, que cometen sus barbaridades amparándose en que es necesario)
y para defender que sólo cuando la audacia de la libertad ocupa el centro de la
acción política se consiguen grandes cosas.
Suárez consiguió grandes cosas.
Consiguió que el franquismo se suicidase sin mucho ruido. Consiguió que el rey
entendiese que no iba a someterse a sus caprichos y legalizó al PCE y fundó la
UCD y se presentó a las elecciones, lo que no entraba en el guión que a Juan
Carlos le había escrito Fernández Miranda, e independizó a los gobiernos del
borboneo. Consiguió someter el ejército al poder civil. Consiguió construir los
cimientos de un régimen político normal en el entorno europeo pese a los
envites del terrorismo por desestabilizar todo el proceso, pese a la crisis
económica y pese al paro. Consiguió demostrar que era posible hablar todos con
todos sin echar mano a las pistolas. Consiguió demostrar que si este país
quiere, este país no está condenado, que la pobreza y el mal gobierno no son un
estado místico del hombre, que importan el mal y el buen gobierno, que aún se
estaba a tiempo de cambiar la historia, consiguió demostrar que este país no
necesita palo largo y mano dura para evitar lo peor. Consiguió forjar la
primera Constitución de la historia de España en la que se podía encontrarse
una mayoría de españoles de todas las ideologías y todas las clases sociales,
una Constitución imperfecta y mejorable, pero no sectaria, posibilista. No es
justo imputar a Suárez ni a la Transición que él pilotó los males que hoy
padecemos como sociedad: el creó un país y una Constitución en una situación
excepcional, un país y una Constitución que después, para mejor defender sus
intereses, han congelado y pervertido los partidos políticos; luego la
responsabilidad de lo que pasa no puede ser de Suárez sino de los que han
cosificado la Constitución, los que han prostituido todo su articulado social y
económico, los que solo recurren a la Constitución para defender la unidad de
España pero no los derechos sociales y las libertades fundamentales, los que
han finiquitado la división de poderes, los que han pervertido el Tribunal
Constitucional, los que desde el poder judicial no han puesto fin a tantos
desmanes. No puede ser culpa de Suárez que el aire político, judicial y civil
de este país se esté volviendo irrespirable: tal vez todo sería de otra manera
si hubiese hoy un Adolfo Suárez que asumiera la voz de la calle y tuviera la
audacia de liderar el cambio, con valentía, con coraje, mirando a los retos de
frente, cambiando leyes y constituciones, urdiendo consensos, escuchando el
clamor que sube de las plazas.
No me arrogaré yo el gesto
soberbio, tan actual, de mirar con suficiencia y por encima del hombro lo que
siendo yo un niño hicieron en este país, en circunstancias difilísimas, hombres
como Suárez. Desde ayer me he acordado mucho de aquella infancia mía que pudo
ser normal porque Suárez trabajó para que este país fuese normal, desde ayer me
he acordado mucho de mi padre, porque sentía una sincera admiración por Suárez.
Lo defendió siempre: todavía recuerdo como hablaba de él cuando en reuniones
con sus hermanos éstos decían que Suárez era un traidor. Menos en 1982, lo votó
siempre. Yo creo que se identificó profundamente con este hombre imperfecto y
que se solidarizó con él en medio de esa soledad en la que todos (salvo Carrillo,
salvo Gutiérrez Mellado) lo dejaron al final de su mandato. Mi respeto a Suárez
tiene mucho de respeto a mi padre y a esa generación que buscó “cielos más
estrellados / donde entendernos sin destrozarnos / donde sentarnos y
conversar”.
Hoy que es elogiado en las editoriales de los mismos periódicos que lo denostaron, hoy que es alabado por los mismos que le hicieron la vida imposible y lo dejaron sólo, hoy yo me limito a acordarme de mi padre y del respeto que mi padre sentía por este hombre excepcional de nuestra historia al que, estoy seguro, tengo que agradecerle una parte de mi infancia feliz.
Adolfo Suárez: que la tierra te sea leve.
2 comentarios:
He leído con emoción tu texto y me he sentido identificado con lo que has escrito. Hoy es un día de pesar para muchos de nosotros.
Un fuerte abrazo.
MATA
Qué alegría que vuelvas a a escribir en tu blog!
Estoy muy de acuerdo con casi todo lo que dices sobre Suarez, pero sobre todo me emociona pensar que estamos, los del 76, en esa edad en la que al fin aprendemos a ver a nuestros padres por encima de nuestras opiniones y prejuicios...
Un abrazo muy fuerte,
Antonio
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