jueves, 2 de septiembre de 2010

Cartografías de verano. TIERRA DE CASTILLOS




EL TIEMPO DEL CASTILLO

Los castillos, claro, también perdieron su vigencia. Debió ser, más o menos, por el tiempo en que los Reyes Católicos pusieron contra las cuerdas al Reino de Granada y las fortalezas, que salpicaban toda la frontera con el territorio nazarí, dejaron de ser elementos defensivos y se transformaron en instrumentos corrosivos del poder real, que agigantaba sus dimensiones a marchas forzadas. Y ahí están los ejemplos de los alcázares moros de Baeza y Úbeda para ejemplificar lo que decimos, pues ambos castillos, situados en un costado de las ciudades, se habían convertido, en los estertores de la Edad Media, en elemento de lucha entre los clanes nobiliarios de ambas ciudades. «Vaso de ponzoña» llamaría la reina Isabel a Úbeda, «Nido de gavilanes» a Baeza, harta de las luchas entre sus más importantes familias. El caso es que para entonces, tomada ya Granada, el castillo había perdido su función primera. Y no dudó Isabel en ordenar el derribó del alcázar baezano, como pocos años después haría su hija doña Juana con el ubetense: si ya no servía para protegerse de los musulmanes, no tenía sentido que fuese utilizado para pelearse con los vecinos.

Mejor suerte corrieron, sin duda, los viejos castillos para los que el Renacimiento, enseñoreado ya sobre Jaén, encontró otra función, un estilo y un uso acorde con el nuevo tiempo. La nobleza, que en pleno XVI no necesitaba ya de la fortaleza para levantar un parapeto contra las «razzias» musulmanas, se adueña del castillo para reconvertirlo en palacio. El símbolo militar se convierte ahora en un símbolo de poder social, de prestancia y fortaleza moral. Ataviados con tapices y cuadros y trípticos flamencos los muros en los que antaño colgaron lanzas y espadas y escudos ensangrentados, pudieron desafiar el paso de los siglos los castillos de Alcaudete (venido a menos tiempo después, cuando la decadencia española), Canena o Sabiote.

Pero fuere como fuere, pasada las turbulencias medievales, los castillos estaban ya como fuera de lugar, como viviendo en la prórroga de un tiempo que había dejado de pertenecerles y al que no podían pertenecer. El mapa de Jaén está salpicado de castillos: aún hoy se nos figuran fuera de lugar y nos retrotraen a un periodo cargado de aventuras y desgracias. El castillo, llegó a convertirse en una molestia y era tan ajeno a la realidad del nuevo mundo nuestro, que incluso en los años del desarrollismo no se dudó en dejarlos caer en el olvido más absoluto o, incluso, se envió la piqueta para que diligentemente diese en el suelo con sus sillares, como ocurrió con el castillo de Bailén.

MEMORIA DE LA FRONTERA

Pese al tiempo y la desmemoria de los hombres, pese a nuestra escasa capacidad para poder imaginar otros siglos y otras vidas acaecidas entre los muros fuertes y las torres altas, aún conserva el reino de Jaén decenas de castillos. Muchos de esos castillos son meros montones de piedras lamidas de lluvias ancestrales y carcomidas de musgos y jaramagos, que en los recodos más altos de nuestros pueblos se levantan como testigos mudos de unas edades finiquitadas. Sobreviven a duras penas estos vestigios de las viejas fortalezas en Albanchez de Mágina, Bedmar, Begíjar, en Jabalquinto y Cambil o Cabra de Santo Cristo, en Huelma, en Chiclana de Segura, en Villardompardo... En otros pueblos y ciudades, el castillo todavía levanta orgulloso unos lienzos de muralla, puede que coronados aún por almenas, unos torreones. Así ocurre en Arjonilla y su mítico «Torreón de Macías», en La Iruela (qué difícil cansarse de repetir las evocaciones que levantan las ruinas espléndidas de su castillo templario), en Martos y en Santisteban del Puerto; ocurre así en el castillo de El Berrueco, en Torredelcampo... o en Alcalá la Real, con su imponentes restos de la fortaleza de La Mota, uno de los lugares más bellos de la provincia. Y luego, claro, quedan los castillos que han reunido las fuerzas suficientes, siglo tras siglo, para desafiar las furias de la historia sobreviviendo a todos los envites. Entonces, los castillos elevan una prestancia singular, una capacidad avasalladora para impresionar sin límites. El castillo de Jaén, reconvertido en uno de los hoteles más lujosos de España, o el de Hornos de Segura, o el castillo de La Aragonesa en Marmolejo o el imponente de Segura de la Sierra, que apresa el blanco caserío serrano para ofrecerlo al cielo como voto de eternidades... Y sobre todos ellos, destaca la fortaleza de Burgalimar, milenario castillo de Baños de la Encina, que supone un compendio del arte de levantar fortalezas y que representa uno de los más hermosos perfiles de la provincia. ¿Cómo no soñar, delante de ese castillo con trazas de nao capitana que se adentra en el horizonte del mar de olivos, con otros tiempos, tiempos de héroes y romances y leyendas? ¿Cómo no dejar que la imaginación se eleve y se recree?

Ruinas, torreones, lienzos de muralla más o menos erguidos, aljibes de ladrillo en los que se conservaba el agua, almenas residuales...; levantados en el centro de los pueblos, en lo alto de un roquedal empinado hacia los buitres o sobre una loma que suavemente asciende sobre los sembrados; ¿qué guardan dentro los castillos, si es que algo guardan?, ¿de qué edades del hombre nos hablan?, ¿de qué historia de Jaén nos acercan un murmullo de enseñanzas?... No hay castillo que no venga adornado por la leyenda de su fundación. A algunos, la genética legendaria los retrotrae al tiempo de Roma, otros pudieron ser levantados en tiempos de los reyes godos... Lo cierto es que la gran mayoría fueron levantados por los señores árabes, primero para protegerse de sus propios vecinos y compañeros de religión, y luego para ofrecer una red de resistencia para la amenaza cristiana que venía allende Despeñaperros. Muchos fueron tomados ya por Fernando III y puestos bajo el control de las órdenes militares. Otros fueron tomados en tiempos posteriores, pero casi todos tienen una historia de asaltos y contraataques, pasando de manos musulmanas a cristianas y de cristianas a musulmanas una y otra vez, en ritmos de oleaje que dejan sobre el tapete de la historia los nombres de heroicos maestres militares, de reyes moros y de soldados aguerridos, de matanzas del enemigo, de reconstrucciones... Porque a lo que, en el última instancia, nos empujan los castillos de esta tierra es a unos siglos larguísimos en los que Jaén ofició de frontera norte con el reino de Granada, unos años en los que los viejos castillos moros fueron mimados por los castellanos conscientes de que en ellos y desde ellos podían ofrecer una resistencia, un bastión protector, frente a los ataques musulmanes. Bien claro deja la historia de la salvaje oleada de Pero Gil que gracias al alcázar, dentro de cuyos fuertes muros se refugiaron, pudo salvarse la población ubetense de morir bajo las armas de los moros granadinos, que arrasaron la ciudad. Y así debió ser otras muchas veces, otras mil ocasiones de las que posiblemente no queda más constancia que el lenguaje inexpresado de las piedras que asistieron atónitas a tanta sangre y tanta lágrimas, pero que también acogieron tantos lances de amor y tantos cánticos.

Jaén, tierra de castillos, tierra de frontera: una forma de ser una tierra de aventura, una tierra para retroceder en el tiempo y reconstruir los nombres exactos de los fundadores de las fortalezas, de sus castellanos y sus habitantes, de las damas que los habitaron y los caballeros que en ellos rezaron la noche antes de la batalla y de la muerte. Jaén, tierra de castillos. Castillos de Jaén, memoria de la frontera.

(Publicado en IDEAL el 28 de agosto de 2010)

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