Dejan atrás la costa a la que llegaron nuestros galeones para cazar hombres y mujeres a los que se privó de la condición humana: personas cazadas como bestias por negreros y vendidas luego en Lisboa o Atlanta. Hoy, ayer, cualquier día, los herederos de aquellos esclavos están dejando el horizonte de chabolas, la línea metálica y sucia de chapas y barro que recorre la orilla africana desde Mbour hasta Kribi. Línea abierta al océano que constituye la urbe más grande y extraña del mundo: una única ciudad, sin límites, de aguas estancadas y enfermedades espantosas, que rebasa aduanas, banderas y policías. Urbe inmensa de miles de kilómetros continuos de tejados oxidados, en la que –ante nuestros ojos ciegos– se fragua la historia del siglo XXI, como ha sabido ver, apocalíptico y certero, Robert D. Kaplan. Y desde los muelles frágiles de maderas podridas, desde los puertos que engullen la arena fina de las playas saharianas, cada día salen los hombres y mujeres que hasta el siglo XIX años eran cazados por nuestras compañías esclavistas. Víctimas de una nueva esclavitud y presos del deseo de vivir mejor, se lanzan en frágiles barcas a la vastedad del mar.
¡El mar! A veces, en las noches de agosto, nos hemos sentado frente al mar, dejándonos llevar por su rumor hipnótico. Y hemos sentido esa paralización del cuerpo ante el misterio insondable: el océano oscuro, rugiente, en el que la noche funde sus constelaciones infinitas, en el que la luna ahoga la luz de sus mares de ceniza, el océano imponente que nos dice la fragilidad de la existencia del ser humano. A esa oscuridad sobrecogedora salpicada de espumas se lanzan los cayucos sin cuadernos de bitácora ni cartas de navegación, buscando la esperanza occidental. Mientras, el océano huele a verano, a infinito tiempo.
Y en un amanecer salado y húmedo –cuando las gaviotas desperezan la mañana azul– llegó a Canarias un cayuco con dos bebés. Hace siglo y medio hubieran sido vendidos a buen precio; hoy, han navegado con sus madres durante días sin fin, bajo un sol que quema la piel y reseca la boca. Navegaron sin rumbo –inocentes– en la noche que aterroriza con el vigor de las olas. Lloraron al ser separados de sus madres y sus lágrimas nos recuerdan el drama africano: ellas dicen que la descomposición de África implica una amenaza y un horror que hoy no somos capaces de calcular.
Vemos un problema en los que vienen, pero el problema son los que se quedan en el laboratorio de todos los horrores que es África. Los niños desvalidos del puerto de Canarias le venderán mañana a nuestros hijos gafas de sol o discos piratas. Los que se quedan incuban un resentimiento viejo, heredado de enfermedad en enfermedad, de hambre en hambre, de humillación en humillación. Mientras, afilan machetes en la oscuridad rugiente que rompe espumas saladas en la popa de los cayucos.
¡El mar! A veces, en las noches de agosto, nos hemos sentado frente al mar, dejándonos llevar por su rumor hipnótico. Y hemos sentido esa paralización del cuerpo ante el misterio insondable: el océano oscuro, rugiente, en el que la noche funde sus constelaciones infinitas, en el que la luna ahoga la luz de sus mares de ceniza, el océano imponente que nos dice la fragilidad de la existencia del ser humano. A esa oscuridad sobrecogedora salpicada de espumas se lanzan los cayucos sin cuadernos de bitácora ni cartas de navegación, buscando la esperanza occidental. Mientras, el océano huele a verano, a infinito tiempo.
Y en un amanecer salado y húmedo –cuando las gaviotas desperezan la mañana azul– llegó a Canarias un cayuco con dos bebés. Hace siglo y medio hubieran sido vendidos a buen precio; hoy, han navegado con sus madres durante días sin fin, bajo un sol que quema la piel y reseca la boca. Navegaron sin rumbo –inocentes– en la noche que aterroriza con el vigor de las olas. Lloraron al ser separados de sus madres y sus lágrimas nos recuerdan el drama africano: ellas dicen que la descomposición de África implica una amenaza y un horror que hoy no somos capaces de calcular.
Vemos un problema en los que vienen, pero el problema son los que se quedan en el laboratorio de todos los horrores que es África. Los niños desvalidos del puerto de Canarias le venderán mañana a nuestros hijos gafas de sol o discos piratas. Los que se quedan incuban un resentimiento viejo, heredado de enfermedad en enfermedad, de hambre en hambre, de humillación en humillación. Mientras, afilan machetes en la oscuridad rugiente que rompe espumas saladas en la popa de los cayucos.
(Publicado en el Diario IDEAL el 5 de julio de 2007)
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