miércoles, 16 de diciembre de 2015

DE CAÑAS




¿Con quién te echarías unas cañas? Con tu pareja, con tus amigos, pero también con alguien a quien no conoces personalmente pero crees que puede aportarte un rato agradable. Con alguien con quien se pueda discutir sin terminar sintiéndote incómodo. Con alguien que no te mire por encima del hombro,que tenga el rostro amable, el gesto humano, la palabra dispuesta a reconocer que tus razones o tus dudas o tus temores no son un error ni un pecado sino, simplemente, razones, dudas y temores que te dibujan como la mera caña pensante que eres. Con alguien que te explica sus razones (también sus dudas, también sus temores) no con la soberbia del fanático, no con la estupidez del que tiene una idea aprendida hace muchos pensamientos, sino con la cercanía de quien con-vencerte y no humillarte o derrotarte. 

Siempre me ha apasionado la política y no soy de los que reniegan de ella. Pero nunca he tenido tanta incertidumbre personal como tengo hoy de cara a depositar mi voto. Dudo y me atormento, porque soy consciente de la importancia que tiene acudir a votar: no es un acto trivial. Pero no encuentro respuestas sesudas a mis preguntas angustiosas: carezco de ese convencimiento que algunos tienen, de esa fe ciega en las fuerzas ciegas de la historia. Y carezco del cinismo suficiente para votar ilusionado si no tengo convencimiento.

No, el domingo no podré votar con convencimiento político. Pero he descubierto que podré votar con simpatía personal a alguien que tiene el rostro feliz de las personas honestas, de los que no se traicionan, de los que no juzgan, alguien con el que, además, podría tener puntos en común, espacios compartidos en los que nuestras líneas podrían cruzarse. Votaré el domingo al único de los candidatos con el que me gustaría echarme una cerveza y charlar tranquilamente, sabiendo que yo que no oteo esperanzas en el horizonte y él que ya ha sido derrotado no por las urnas sino por el marketing de los medios. 

Ya sé que en estos tiempos de certezas graníticas, de juicios morales y políticos sumarísimos, en este tiempo en el que revive la máxima de Mola del "o con nosotros o contra nosotros", en este tiempo en el que si no se quiere comulgar con ruedas de molino uno tiene que cargar con el sambenito de la equidistancia, mi voto no es un dechado de compromiso ideológico, social, ético, moral y bla bla bla. Pero es mi voto, el único para el que he encontrado una razón. Una razón personal, íntima. La única que he encontrado en mi interior, en el que no ha sido posible construir un armazón para la identificación política.

viernes, 4 de diciembre de 2015

LA COFRADÍA DE LOS CONVENCIDOS





Corren malos tiempos para los que carecen de dogmas, para los que no son titulares de fidelidades graníticas, para los que dudan; son tiempos de bonanza para quienes soldaron sus manos al mástil de una bandera, para los que se agarraron al tobillo de un líder, para los que rellenaron su cerebro con una siglas o con unos eslóganes que invitaron al pensamiento a abandonar su morada. Son tiempos buenos par exhibir las múltiples vestimentas del fanatismo, pero la última encuesta del CIS dice que más del 40% de los entrevistados no sabe lo que va a votar el próximo 20 de diciembre; yo me incluyo en esa masa de ciudadanos desorientados, de españoles confusos y desconfiados, a los que ni la esperpéntica ronda de los políticos por las televisiones ha podido sacar de su estado de incertidumbre.

Vivo acampado en el territorio de la duda. Pero hay días en los que me gustaría ser como los militantes de los partidos, que ven en el suyo el paradigma de todo bien y en el resto la encarnación de todo el mal. O como los militantes de las iglesias, que tan fácilmente asignan puestos en el cielo o en el infierno. O como los hinchas de los partidos de fútbol, rendidos a toda estupidez. Hay días en los que me gustaría ser de Podemos o de Izquierda Unida y pensar que todos los que no piensen como yo son unos fascistas. O ser del Partido Popular y tener la certeza de que todo lo que se queda fuera de la sombra de la gaviota es pasto de rojos y de separatistas. O ser del PSOE y no dudar de que, pese a las evidencias en contra, mi partido es la mejor izquierda del mundo mundial. O ser de Ciudadanos y saberme investido por la luminosidad redentora del centro. O, más modestamente, me gustaría ya tener decidido mi voto y estar seguro de que es un voto puro, inmaculado, sin mancha. 

Hay días en los que me gustaría formar parte de las prietas filas de la Cofradía de los Convencidos y saber que si la realidad desmiente mis convencimientos, es la realidad la que tiene que hacérselo mirar. Hay días en los que me gustaría no tener grietas, no habitar en las fronteras, no sentirme habitado por el estupor y por la duda y la sorpresa. Hay días en los que me gustaría saber que todo va a resbalar por la esfera de los dogmas de una conciencia henchida de certidumbres que nada ni nadie podrá turbar. Hay días en los que me gustaría poseer esa arrogancia personal, esa soberbia intelectual y esa visceralidad verbal de los que piensan que sólo existe una verdad y que esa verdad está escriturada a su nombre.

martes, 1 de diciembre de 2015

POBRES OPTIMISTAS





Me causan ternura todos aquellos que piensan que los políticos reunidos en París van a ser capaces de poner freno al cambio climático. No saben estos optimistas antropológicos que cuando la cumbre acabe se sucederán una vez más las fotos de familia, los pomposos discursos y los protocolos y tratados internacionales trufados de magníficas intenciones brillantemente redactadas y de nada más. Pero, cuando se apaguen los focos y con ellos deje de brillar el optimismo sin fundamento de los felices, los políticos regresarán a sus países sabiendo que no pueden oponerse a sus poblaciones y, mucho menos, las multinacionales que se han apropiado del planeta y que están dispuestas a exprimirle hasta la última gota de sangre para vendérnosla envasada a mayor honra y gloria del Dios Consumo. Y la Tierra seguirá sobrecalentándose, los polos terminarán totalmente descongelados, la primavera y el otoño serán recuerdos cada vez más lejanos, el verano reinará durante nueves meses y los sucesores de los actuales líderes del mundo mundial se citarán en otra cumbre decisiva en cualquier capital del mundo dentro de diez o quince años.

No sé si los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (qué poco diría esto de Dios) pero ciertamente estamos hechos a imagen y semejanza de Adán y Eva y como ellos siempre tenemos alguien al lado a quien culpar del mal que hacemos. Pero la culpa del calentamiento global no es de los líderes mundiales. Al fin y al cabo, ellos hacen en sus cumbres lo único que pueden hacer: decirnos que nos preocupa mucho la evidente destrucción de nuestro hogar común, enjuagar nuestras preocupaciones, proclamar que se va a cambiar todo lo que sea necesario cambiar para salvar al mundo y, luego, de regreso a sus países, seguir gobernando como si no pasara nada. El problema del mundo no son los políticos ni las multinacionales, que también: el principal problema de la Tierra somos nosotros, los miles de millones de seres humanos que lo poblamos y que, por más que digamos, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro disparatado modo de vida para que la Vida pueda seguir existiendo de manera razonable, viable y amable.

La Tierra tiene un problema gravísimo: sólo un tonto o un cínico pueden negar la evidencia. Pero el problema es la especie humana. Esa especie voraz que ha llenado el planeta con millones de kilómetros cuadrados de asfalto por los que cada día circulan miles de millones de vehículos. Esa especie que vierte al mar trillones de toneladas de basura y que ha convertido plantas y animales domésticos en un catálogo de basura química y tecnológica hecha de piensos, hormonas y transgénesis. Esa especie que necesita llenar el horizonte azul con miles de chimeneas bajo las cuales se producen, a ritmo frenético, los infinitos artilugios que utilizamos para vivir una vida cada vez más artificial y menos humana. La humanidad: esa es la gran epidemia que sufre la Tierra, esa es la enfermedad que la mata poco a poco.

¿Tiene cura la Tierra? Sólo podría haber una cura si fuese cierta la tesis de Lovenlock y la Tierra fuese Gaia, ese organismo vivo, autoregulado y capaz de ajustarse para sobrevivir. Sólo si esto fuese cierto y Gaia descubriese que es víctima de un cáncer llamado "humanidad", que la corroe, la destruye, la coloniza sin piedad y la metastatiza, sólo si Gaia reaccionase ferozmente contra esa plaga, sólo entonces, la Tierra podría frenar el cambio que la destruye y podría desandar el camino del disparate que los humanos hemos obligado a andar a todo el planeta: sólo entonces podría volver a llover en noviembre y habría carámbanos en enero, sólo entonces los osos polares no estarían condenados a desaparecer y el mar seguiría muriendo, plácido y eterno, en las playas del mundo. Pero Gaia no es más que una creación poética, un anhelo de salvación de un planeta condenado a padecernos y a perecer con nosotros y por nuestra causa.

París no servirá de nada. Como de nada sirvió Kioto. Y la Tierra seguirá deteriorándose mientras nosotros contemplamos la catástrofe a lomos de nuestra irresponsabilidad, visitando algún centro comercial para olvidarnos momentáneamente de la condena que hemos levantado sobre nuestras cabezas. Y dentro de diez, de quince años, cuando definitivamente se hayan perdido Groenlandia y la Antártida y el otoño y la primavera, los políticos de turno se juntarán en una ciudad noruega azotada por un eterno verano cordobés, para decir que la situación es insostenible (quién sabe cuántas guerras por el agua o por el petróleo sacudirán entonces el mundo) y que hay que tomar medidas radicales. Y después, nuevas fotos, nuevos discursos, nuevos tratados internacionales, nuevos protocolos.

Ya digo. Me causan ternura, o piedad, esos ingenuos, esos felices, esos confiados en la bondad del hombre que piensan que un grupo de políticos reunidos en una ciudad pueden corregir no sólo el cambio climático sino también la estupidez, el egoísmo y la maldad humanas. Pobres optimistas: qué grande será su cepazo.