Hay algo positivo en el hecho de la muerte: nos ayuda a
situar las cosas en el lugar que realmente tienen que ocupar (lo importante en las
estanterías que siempre están a mano, lo accesorio en los cajones que cada día
se abren menos) y nos ayuda a conocer a las personas. Puede resultar una
paradoja, pero la muerte nos hace mejores en la medida en que nos ayuda a
valorar más y de manera más exacta todo aquello que tenemos y que nos rodea.
La madrugada del pasado 21 de
septiembre moría mi padre, tras dieciocho meses luchando contra un cáncer de
colon. Su enfermedad me ha hecho valorar más aún esa cosa maravillosa que es la
sanidad pública (¡cuánto tenemos que agradecerle al trabajo de profesionales
como la oncóloga que ha tratado a mi padre durante todo este tiempo, Irene
Mercedes González Cebrián!!!) y me impide comprender la crueldad inhumana de
los políticos que ahora quieren que los enfermos oncológicos paguen las
medicinas de su quimioterapia. Su enfermedad me ha enseñado la fragilidad de lo
que tenemos, lo quebradizo de nuestra felicidad y la necesidad de sostenerla
cada día apartando aquello que la daña. Pero yo hoy aquí no quiero reflexionar
ni sobre la enfermedad ni sobre la muerte de mi padre, porque la herida aún
duele mucho.
El único sentido de esta entrada es dar las gracias. Dar las gracias a
todos los profesionales de la sanidad pública que durante estos meses han
estado cuidando a mi padre, regalándonos un puñado de días a su lado y
evitándole sufrimientos y dolores. Dar las gracias a todos los que estuvieron a
su lado, demostrándole lo que lo querían, durante sus últimos días, cuando ya
estaba ingresado en el hospital. Dar las gracias a todos los amigos que
estuvieron a nuestro lado el sábado en que teníamos que enterrarlo y que nos
regalaron su cariño y su apoyo en esos momentos tan difíciles: gracias a los
que estuvieron en el tanatorio y en San Isidoro y en el cementerio; gracias a
los que vinieron desde muy lejos y a los que mandaron mensajes desde La Coruña,
Alicante, Granada, Portugal, Togo, Madrid, Sevilla... (a todos estos amigos que
llamaron o que mandaron mensajes, muchas gracias y muchas disculpas, por no
haber podido responderles y agradecérselo uno a uno; pero... ¡es que fuisteis
tantos y todos tan queridos!); gracias a los que estuvieron con nosotros el día
del funeral... Gracias, sobre todo, a todos los que de corazón y sin
compromisos, con sinceridad (la muerte enseña también a distinguir la
sinceridad en los ojos de los que se acercan a abrazarte) y con amistad, habéis
hecho vuestra nuestra tristeza y este dolor que provocan los huecos vacíos. Gracias,
porque cuando la pena ronda y ataca consuela saberse querido y acompañado
aunque tanto amor no pueda nada contra la muerte.
3 comentarios:
Yo he pasado varias veces por ese trance y las sensaciones son tal y como las cuentas. El afecto y la solidaridad de la gente, además de ser un bálsamo, colocan a cada cual en su sitio, porque en ocasiones somos nosotros quienes colocamos a las personas en el lugar erróneo, para bien o para mal.
Vaya por Dios, pues acabo de enterarme... lo siento mucho, Manolo.
Qué quieres que te diga... que comprendo perfectamente tus palabras!
Un fuerte abrazo!
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