Terminó, en estos días tan hermosos del otoño, de releer Sefarad, ese libro de Muñoz Molina que le permite a uno identificarse en un buen puñado de personajes e imaginar ser otros tantos. Hay libros extraños y bellos, como éste, que uno no recuerda de la primera vez que leyó, pero que le permiten, al avanzar por sus páginas, recuperar fogonazos de aquella primera lectura y que le descubren una forma nueva de comprender la propia vida. Quizá la virtud última de estas historias de Muñoz Molina es descubrinos que todos somos errantes de alguna patria o que carecemos de un amarre definitivo y estamos expuestos al temporal de lo imprevisto, o que en el fondo de nuestra piel todos tenemos la posibilidad de ser condenados, en el futuro, sin más razones que el hambre de muerte que en el fondo late dentro de toda forma de poder, que siempre es algo truculento y secreto, todos tenemos grabados en la muñeca los números de esa futurible esa condena inexplicable que lo pierde a uno en las sinrazones de lo incomprensible e inesperado, que lo atrapa como una pegajosa red de araña de la que no se puede escapar por más que se patalea o se grita, como les sucedió a Willi Münzenberg o Milena Jesenska o Heinz Neumann.
Pero en este tipo de libros poliédricos y corales, uno puede encontrarse también pasajes fascinantes que dibujan a la perfección uno de esos paisajes, una de esas vivencias, que uno querría tener. En el fondo, todos necesitamos de alguna dosis de soledad para poder crecer, para reconcentrarnos y expandirnos. En esto, todos nosotros somos seres otoñales, que periódicamente tenemos que dejarnos caer, mezclarnos con el humus íntimo de nuestro yo para poder reverdecer. A mí, todo esto me lo ha recordado, releyendo lo ya releído, este hermoso pasaje de Sefarad:
«(…) el juego de las transparencias sucesivas, de las asonancias de lugares, me lleva a Roma, a la habitación de la Academia de España donde dormí unas cuantas noches en marzo o abril de 1992, y donde imaginé largos días laboriosos de soledad y lectura, días monacales de trabajo y quietud de espíritu, el lugar de retiro que parece que uno lleva impreso en el alma, y que está soñando y buscando siempre, la habitación donde sólo hay unas pocas cosas elementales, la cama, la mesa de madera desnuda, la ventana, si acaso un pequeño estante para unos pocos libros, no demasiados, y también uno de esos equipos de música portátiles, que lo acompañan a uno y apenas ocupan espacio. Me pasaba el día entero caminando por Roma en un estado de embriaguez y de trance que la soledad acentuaba y de noche caía rendido en la cama tan estrecha de mi habitación en la Academia, y en el sueño agitado, poderoso y turbio como las aguas del Tíber, continuaba mis paseos por la ciudad y veía columnatas y ruinas y templos agigantados y confusos como en un delirio de fiebre. Me despertaba exhausto, y en la luz fría y olivácea del amanecer mis ojos recién abiertos encontraban la cúpula del templete de Bramante.»
¿Verdad que es hermoso? ¿Verdad que, en esta noche fría, de viento y lluvia y niebla, de primeros de diciembre, acogedora en la quietud de nuestras casas, apartados del ruido y del mundo, sin televisión, uno siente ganas, necesidad, íntimo deseo, de un retiro así que lo sacie y lo eleve? Qué descansada vida...
1 comentario:
Manolo, el pasaje que has elegido me parece excelente. Describe perfectamente el estado en el que uno se encuentra cuando visita Roma, o por lo menos a mi me pasa. Me ha recordado otro artículo de Muñoz Molina donde hace una recreación maravillosa de la ciudad mientras espera para ir a ver la iglesia de San Luis de los Franceses y disfrutar de los Caravaggios.
Un saludo!
Luis Fuentes.
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