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viernes, 11 de julio de 2014

LA VIEJA CÁRCEL O LA DESTRUCCIÓN DE LA MEMORIA



 


El Gobierno de la Nación ha anunciado, vía BOE, su intención de proceder a la demolición del edificio de la antigua Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda. en 108.000 euros se ha valorado la operación de destrucción de este edificio de la década de 1920 que permitirá al Estado contar con un vasto solar destinado a la especulación urbanística. Algo menos de dieciocho millones de pesetas para poner fin a uno de los edificios más significativos de la historia de Úbeda durante el siglo XX.

La vieja Cárcel de Úbeda se construyó en 1927 en una amplia avenida arbolada situada por encima del arrabal de San Nicolás, entre la Torrenueva y la Venta Juanillo. Era una zona “de expansión” en la que, por detrás de la cárcel, se situaban las “casas baratas” de trabajadores humildes y en la que, hasta finales de los años 80, se conservaron espléndidas casas del primer tercio del siglo XX, construidas por la mediana burguesía ubetense y definidas por la mezcla de ladrillo y paramentos de color blanco. El único edificio que se conserva de todos aquellos que se construyeron antes de la Segunda República, es este edificio neomudéjar de la Cárcel Modelo de Úbeda, uno de los más notables ejemplos de la arquitectura historicista de la provincia de Jaén que, curiosamente y pese a su relevancia artística e histórica, no está declarado como Bien de Interés Cultural por la Junta de Andalucía, catalogación ésta que habría permitido evitar la destrucción del edificio.

Ahora se pretende inscribir el edificio en el catálogo de lugares de la memoria democrática de Andalucía, que es una relación de los espacios y lugares relacionados con la represión franquista: cárceles, campos de concentración e internamiento y tortura, paredones en los que se fusilaba. Por la propia lógica de la represión, debieron ser lugares sometidos a la jurisdicción militar extraordinaria que llevó a cabo las tareas de eliminación de los derrotados. Sin embargo, la evidencia histórica apunta a un papel secundario de la Cárcel Modelo en la brutal represión que Úbeda padeció tras la entrada en la ciudad de las tropas comandadas por el coronel Saturnino González y el comandante Enrique Velázquez (ambos nombrados hijos adoptivos de Úbeda. Según se desprende del Padrón Municipal de Habitantes de diciembre de 1939, los centros de reclusión de presos políticos fueron el palacio de Josefa Manuel o Casa del Jodeño, para los hombres, y los solares del Buen Pastor (actual Calle Alonso de Molina) para las presas; era en estos centros donde se hacinaban cientos de personas donde se ejercía la jurisdicción militar, era en ellos donde se torturaba para obtener confesiones y desde allí (hasta los primeros meses de 1940, en que todos los presos son trasladados a Jaén) los presos partían primero al Salón de Plenos del Ayuntamiento para ser sometidos a juicios de guerra sumarísimos y, ya condenados, a la tapia del cementerio para ser fusilados. La Cárcel Modelo del Partido debió seguir sometida a la jurisdicción penal ordinaria y como tal, en la misma tuvo que ser muy poco frecuente la reclusión de represaliados políticos.

Y sin embargo, la Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda es un edificio completamente imprescindible para entender la Guerra Civil en Úbeda. Porque no puede olvidarse que en ella, la triste madrugada del jueves 30 al viernes 31 de julio las turbas revolucionarias asesinaron brutalmente a casi cincuenta personas indefensas. Ese crimen espantoso fue determinante en otros acontecimientos de la Guerra en la provincia de Jaén: tras él, las autoridades republicanas, sabedoras de que no podían garantizar la seguridad de los presos en los pueblos de la provincia, ordenan su traslado a la capital, donde son recluidos en la Catedral. Y cuando consideran que incluso ahí les resulta difícil salvaguardar las vidas de los presos políticos, ordenarán su traslado a Madrid en unos trenes conocidos como “trenes de la muerte”, que son asaltados por las turbas a la entrada de Madrid y que se saldan con el asesinato de cientos de jiennenses.

La antigua Cárcel de Úbeda adquiere esa noche terrible de julio de 1936 su valor como lugar para la memoria de lo que nunca más debe repetirse. E incluso si se quiere salvar el edificio como lugar de la memoria democrática tendrá que hacerse, incómodamente, mirando entre el espesor de aquella noche entrelazada de gritos, miedo y sangre. No sólo ya porque en aquellas horas fueron pasados por las armas varios concejales de la CEDA del Ayuntamiento de Úbeda, a los que al actual sectarismo histórico les niega ningún reconocimiento democrático. Y sin duda no pueden ser considerados como “demócratas” aquellos que tenían en sus aspiraciones el ideal de la eterna España católica y militarista, pero como tampoco pueden serlo los anarquistas o quienes fueron a la guerra no para defender a la “República democrática de trabajadores de toda clase” sino a la revolución según la Unión Soviética de Stalin. Pero no se trata de sopesar ahora cuánto respeto se merecen unos muertos y cuánto los otros. Se trata ahora de reivindicar la salvación de la Antigua Cárcel de Úbeda como edificio singular y como lugar de la memoria democrática. Y no porque allí hubiese presos políticos tras la victoria de 1939 sino porque allí, la noche de la saca de julio del 36 fueron asesinados por los milicianos revolucionarios el concejal republicano Juan Cuadra Catena y el socialista Baltasar López Ruiz.

De todas las memorias democráticas de Úbeda, verdaderamente democráticas, la memoria de Baltasar López Ruiz es la más incómoda y por ello la más necesaria y la más clarificadora. Baltasar López era un hombre recto, un demócrata convencido, una persona honesta odiada y encarcelada tras el 18 de julio por sus propios compañeros del PSOE con Blas Duarte a la cabeza, arrebatados ya por el mesianismo de la revolución. Baltasar López había sido Alcalde de Úbeda durante la mayor parte de los años republicanos: se había batido luchando por los derechos de los humildes y, derrochando respeto, se había ganado el respeto de sus adversarios políticos. Era socialista y republicano, un Alcalde convencido de las virtudes democráticas del régimen político de la Segunda República. Fue asesinado en la Cárcel Modelo del Partido Judicial de Úbeda. No en 1939 por los fascistas victoriosos sino en 1936 por los revolucionarios arrebatados.

Tal vez sólo por esta memoria incómoda, libérrima, del Alcalde Baltasar López Ruiz, por esta memoria que pone contra las cuerdas todos los sectarismos que actualmente nos asaetean, merecería le pena conservar un edificio cuyo derrumbe en aras de la especulación será un crimen de lesa historia que la sociedad ubetense no debería perdonar. 

jueves, 13 de diciembre de 2012

JUAN EL EXISTENCIALISTA





En realidad, San Juan de la Cruz no ha dejado nunca de estar de actualidad. Es una de las figuras del Siglo de Oro español que mejor ha resistido el paso del tiempo y que más fresca ha conservado su vigencia: porque hace cuatro siglos San Juan de la Cruz comenzó a pensar y a escribir sobre cosas que no se convertirían en «temas centrales» de la literatura o de la filosofía hasta el siglo XIX y XX. Juan de la Cruz resulta cercano en todos los aspectos porque está atravesado por un sentimiento religioso y existencial plenamente actual: el santo de Fontiveros es el primero que se ocupa de la duda y la angustia que a la fe le plantea la invisibilidad de lo divino.

Se ha destacado mucho la poesía de San Juan de la Cruz, pero se ha obviado el carácter heterodoxo de su obra en cuanto que existencialismo extemporáneo, no se ha estudiado esa capacidad anticipatoria de una filosofía agónica que sólo sería posible tras la liberación del pensamiento en el Siglo de las Luces. En cualquier caso, San Juan de la Cruz es el primer poeta que mira en la dirección de Dios con encogimiento, con temor, con dudas y a veces también con rabia: «Como el cierto huiste, / habiéndome herido: / Salí tras ti clamando ¡y eras ido!», clama el poeta contra un Dios que juega al escondite. No es por eso la poesía de San Juan de la Cruz la poesía de un hombre que cree: es sobre todo —en un adelanto de la fe según Miguel de Unamuno— la poesía de un hombre que quiere creer y que con sus versos interroga el infinito silencio de Dios. No escribe San Juan de la Cruz desde la luminosa atalaya de los puros y de los ortodoxos que no conocen la duda: el «frailecico» es un hombre que escribe desde «la noche oscura del alma», esto es: desde el pozo de la duda. San Juan de la Cruz no escribe sobre la luz y ni siquiera escribe sobre la búsqueda de la luz: la poesía de San Juan de la Cruz es en sí misma una búsqueda de la luz. «La fe es el secreto y el misterio», dice San Juan en su Declaración de las canciones de amor entre la esposa y el esposo Cristo, sus bellísimas notas sobre el Cántico espiritual. Y es, precisamente, en el Cántico espiritual —uno de los poemas de amor y búsqueda más bellos y más desgarrados de todos los tiempos, uno de los poemas religiosos menos ortodoxos que se han escrito— donde se condensa todo ese existencialismo sanjuanista, que es un viaje hacia el interior de «el secreto y el misterio».

No es gratuito que San Juan de la Cruz comience a escribir el Cántico espiritual en la prisión de Toledo. Secuestrado por quienes dentro de la propia Iglesia se oponen a la reforma del Carmelo que postula junto a Teresa de Ávila, Juan de Yepes sufre el espanto de la tortura y de la soledad. Y es allí, cuando todo parece perdido, donde la angustia y la duda comienzan a apoderarse de él. El «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» es el grito más desgarrador de la historia de todas las religiones, la queja más radicalmente existencial de cuantos se hayan escrito nunca: en el Cántico espiritual es como si San Juan de la Cruz no hubiese querido más que desarrollar ese abandono de Jesús en el Gólgota, ese miedo cósmico ante el dolor y el abismo, ante la muerte y la ausencia de Dios. Desde el interior de la cárcel, desde la privación radicalmente injusta e inexplicable a la que se ve sometido, piensa el carmelita en los «bosques y espesuras», en el «prado de verduras, de flores esmaltado», pero no es sino para sentirse más condenado, no es sino para acrecentar la duda y el tono angustioso de su pregunta: él, un hombre que adolece, pena y muere, no quiere ya más heraldos de lo divino ni más intermediarios ni más mensajeros, porque no saben decirle lo que quiere. «No quieras enviarme / de hoy más mensajero, / que no saben decirme lo que quiero» no son versos heterodoxos: son, directamente, versos heréticos, porque indican una renuncia de San Juan de la Cruz a la intermediación de la Iglesia, porque suponen una denuncia a la incapacidad del lenguaje ampuloso —el lenguaje «vaticano»— para expresar la intensidad de la experiencia religiosa y para calmar la sed de divinidad de las almas enriquecidas por la duda. Nada de eso le sirve ya a San Juan de la Cruz, y su encierro en la cárcel lo único que hace es rebelar el fondo de su espíritu: el fraile sólo quiere ya que Dios resuelva la ecuación de su duda y sane la herida que le ha provocado en el alma. «Acaba de entregarte ya de vero», le exige el fraile herido al Dios esquivo. El alma de San Juan está «llagada de amor», y más aún, se está «muriendo de amor, a causa de una inmensidad admirable que por medio de estas criaturas se le descubre sin acabársele de descubrir, que aquí le llama no sé qué, porque no se sabe decir». He ahí, en sus propias palabras, el San Juan de la Cruz atrapado —en una hermosísima y dolorosísima paradoja— entre la belleza del universo que lo conmueve y lo predispone hacia Dios y entre un Dios que no se acaba de descubrir y del que, por lo tanto, siempre queda algo que perfilar, algo que confirmar. Ese algo que es precisamente lo definitivo, lo resolutorio, la clave que permitiría convertir la fe, que es una duda, en una certeza: «esto que no acabo de entender me mata», dice San Juan en una frase conmovedora y que encontrará ecos magníficos en los existencialistas más honestos del siglo XX.

Esa honestidad existencial está ya en San Juan de la Cruz, que renuncia a jugar con trampas: pone todo en juego cuando invoca al Dios escondido, desesperado, arrebatado por la ira de quien quiere ver y oír y tocar lo que se ama y se desea y sólo obtiene la oscuridad, el silencio y la ausencia como respuesta. La Canción 9 del Cántico Espiritual es el punto culminante de esa interrogación casi enfurecida que el alma de San Juan de la Cruz pone a los pies de Dios, pidiéndole que se muestre para sanar el corazón que ha llagado y para reparar el corazón que ha robado. «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste? Como si dijera: ¿Por qué, pues le has herido hasta llagarle, no le sanas, acabándole de matar de amor, pues eres tú la causa de la llaga en dolencia de amor?», dice San Juan antes de exigirle a Dios el único remedio que en verdad puede acabar con la duda: «véante mis ojos».

San Juan sabe que no se muere quien ve a Dios, sabe que lo único que mata son la duda y la angustia; por eso, «determinantemente», «sintiéndose el alma con tanta vehemencia de ir a Dios como la piedra», el carmelita le pide a Dios, le exige, que le descubra su presencia, porque «la dolencia de amor» —la duda íntima, la noche oscura del alma— sólo pueden curarse «con la presencia y la figura». Todo el Cántico Espiritual se resuelve en este punto: el fraile encadenado en la soledad y por la incertidumbre, el santo reformador que vacila, ha mostrado toda su alma. La duda es desnudez y desamparo, profunda y desgarrada humanidad, y eso que supieron captar los existencialistas como Camus, había sido ya anticipado muchos años antes por San Juan de la Cruz.

¿Por qué nunca ha perdido su actualidad San Juan de la Cruz? Porque es un santo que existe en la expresión de nuestros propios sentimientos, porque habla de lo que nosotros sentimos y porque en su voz reconocemos nuestra voz que vacila.

(UBEDA IDE@L, Núm. 13, noviembre de 2012)

sábado, 17 de noviembre de 2012

LO IMPOSIBLE





Fui anoche a ver Lo Imposible, la película de J. A. Bayona y muy pocas veces he sentido en el cien ese torrente de sentimientos. Qué difícil respirar cuando nos sentimos aplastados por la tromba de agua del maremoto y golpeados por los mil objetos que el mar arrastra tierra adentro con miles de esperanzas y de sueños y de vidas, qué difícil respirar cuando el nudo se nos atraganta y las lágrimas burbujean en la frontera de los párpados. Qué fácil identificarse con los protagonistas, con su angustia y su sufrimiento, con su dolor íntimo y dignísimo, con su solidaridad, con su deseo de sostener la vida de los que aman, con su desesperación por encontrar a los tragados por el mar, con su profunda sensación de impotencia y de desolación, con su angustia, con su alegría egoísta cuando comprueban que todos los suyos están vivos.

Lo Imposible es una película excepcional que recrea el drama humano que la furia de la naturaleza provocó el 26 de diciembre de 2004: de todo aquello quedaron trescientos mil muertos, decenas de miles de personas que desaparecieron para siempre y que no pudieron ser recuperadas por sus familiares, medio millón de heridos, cientos de miles de personas desplazadas y sin hogar. Conmueve, especialmente, el sufrimiento de los niños, que siempre se llevan la peor parte de los desastres de la naturaleza y de los desastres de los hombres. Lo Imposible es una película extraordinaria no ya sólo por el virtuosismo con el que recrea aquel drama de dimensiones apocalípticas y al que nosotros asistimos desde la comodidad de nuestras casas, sino sobre todo por la capacidad para introducir en nuestro interior un profundo sentido de la humanidad, de la humanidad concebida en un sentido radical, con todo lo malo que los seres humanos llevamos dentro de nosotros, pero sobre todo con tanto bueno como somos capaces de demostrar: nuestra capacidad de amar, nuestro amor reptiliano por nuestras parejas y nuestros hijos y nuestros padres y nuestros amigos de corazón, esa necesidad de proteger lo que queremos y de sentirnos amparados por ello, nuestras posibilidades para superar lo peor y para encontrar siempre dentro de nosotros una llama de luz diminuta que nos permite ponernos en el lugar de los que sufren y de los que lloran.

Y ese es el mérito principalísimo de Lo Imposible: que al poner de manifiesto lo absurdo del Universo, su absoluta carencia de sentido o finalidad, que al demostrar que somos producto del azar y del caos y que por lo tanto estamos sometidos a los caprichos y las arbitrariedades del azar y del caos que en cualquier momento pueden romper de un manotazo feroz la frágil red que sostiene nuestras vidas y nuestros proyectos y nuestros amores, que al enseñarnos todo eso nos enseña que estamos solos en esto de la vida, que nada cabe esperar de fuera de nosotros mismos y que por lo tanto sólo de nuestra capacidad para conformar lazos de compasión, de generosidad y de entrega para aliviar el sufrimiento de los demás depende el hacer una vida mejor y más decente. El gran drama del ser humano es que somos los únicos seres conscientes de lo absurdo de la existencia y de su fragilidad; la cara de esa pesada carga que llevamos con nosotros desde que el primero de los nuestros tuvo miedo y amontonó lágrimas en los ojos ante el dolor o la muerte de alguien a quien quería, la cara de esta carga tantas veces insoportable, nos la enseña Tom Holland en su excepcional papel como Lucas en Lo Imposible: somos seres que sufren y que tienen miedo, pero somos sobre todos seres que hemos aprendido a tender la mano. Esa mano que rescata a los niños atrapados por los matojos amontonados por el maremoto, esa mano que levanta el pie sangrante de la madre para ponerla a salvo en lo alto de un árbol y que luego le da gajos de mandarina para aliviar su sed, esa mano que guía al padre sueco hasta la camilla en que la está su hijo, esa mano que estrecha a los hermanos y al padre en el momento feliz del reencuentro. Al fin y al cabo lo que diferencia a los seres humanos del resto de los animales es un cerebro capaz de pensar y de hacernos sentir y una mano dotada de un pulgar excepcional, capaz de plegarse sobre sí mismo para sostener comida y para agarrar las manos de los que necesitan ser levantados y para cerrar los ojos de los que se nos van muriendo.

Al salir del cine a la noche estrellada y fría, era imposible no sentirse perdido en medio de tanta inmensidad pero feliz de tanta generosidad como puede anidar en el corazón de las personas. Ser generosos en medio de este laberinto sin sentido: he ahí el mensaje implacable de Lo Imposible.

lunes, 29 de octubre de 2012

LA ZARANDA





La Zaranda y Eusebio Calonge han dado forma con su magisterio escénico a la más pura expresión del dramatismo hispánico: no hay en el teatro español un binomio que haya podido dar forma teatral al ideal de lo puramente ibérico, de lo racialmente apegado a la tierra y al sentimiento trágico del pueblo español, siempre burlado por el destino. En el teatro de La Zaranda —elevado a la categoría de arte supremo por los textos mágicos, maravillosos de Calonge y por el trabajo insuperable de su director y sus actores— late un no sé qué de exaltación barroca, un lirismo incontenible de la miseria y la tragedia que siempre acechan nuestra historia: han demostrado que en medio de la basura pueden florecer las amapolas, amapolas tristes y fugaces pero bellas mientras tiemblan en el aire pálido de la tarde. Incluso cuando arrancan la sonrisa del público, se queda éste con la impresión de que una profunda tristeza se ha adueñado de todos los resortes de su ser: la risa que provoca La Zaranda es una risa atravesada de parte a parte por la certeza de la miseria humana y cuando termina la función y se apagan los aplausos y el escenario se queda vacío, el corazón se siente amarrado a la butaca, atado por un atavismo ineludible, por una nostalgia de la felicidad, como si La Zaranda lo que nos hubiese enseñado es precisamente ese abismo que se abre en el fondo de nuestro ser y que nada ni nadie pueden llenar y del que brota toda la tragedia que somos, toda nuestra sed, toda el ansia de nuestro espíritu. Porque La Zaranda hace lo que nadie hace en el teatro: hablar del espíritu y para el espíritu y por eso las obras de La Zaranda están impregnadas de un sentimiento sacral: transforman el recinto en un lugar sobrenatural, como si los gestos y las voces tristes de Paco de La Zaranda y Gaspar Campuzano y Enrique Bustos estuviesen insuflando vida a los personajes más feos, a los más grotescos de la tradición cultural hispánica. Atrapados por la maquinaria teatral de La Zaranda, uno tiene la impresión de haberse perdido en una sala de museo en la que, de pronto, comienzan a hablar y cantar y gemir y reír y llorar los bufones de Velázquez y las pinturas negras de Goya, los mascarones y los toreros y los penitentes y las mujeres ajadas de Gutiérrez Solana.

Cuesta mucho expresar con palabras —porque las palabras no pueden delimitar el perfil exacto de la emoción más honda— lo que se siente delante de La Zaranda. Es como si se paralizara la posibilidad de expresión y todo tuviese que concentrarse en digerir tanta belleza. El teatro de La Zaranda es un teatro que se puede oler y masticar, que se puede tocar, un teatro que se pinta con el trazo grueso de la pintura tenebrista: sus personajes grotescos, que son una fábula de lo que cada uno de nosotros somos, necesitan de ese feísmo estético para resaltar aún más la profundidad y la belleza de los textos de Calonge, para con esa contradicción lanzando su proclama poética al patio de butacas poder arrojarnos apresarnos en un teatro indefinible, único. La función de La Zaranda es, siempre, una obra de arte que nace, crece y muere delante de nuestros ojos —¡qué instantes eternos en los que nos parece ver sobre el escenario un cuadro de Caravaggio!—, y por eso es única, irrepetible: cuando desaparezca La Zaranda nadie nunca podrá representar esas obras sobrecogedoras de Eugenio Calonge, lo mismo que nadie ha puede escribir los esperpentos de Valle ni ha podido pintar la sordidez de los lienzos de Ribera o de Valdés Leal, a los que tanto debe La Zaranda, que hace poesía de los utensilios más feos y ya desahuciados. La genialidad es irrepetible: quien ahora se pierda el teatro de La Zaranda se habrá perdido un arte conmovedor y efímero, eterno e imprescindible, que cuando hace que vibren sobre el escenario las marchas de la Semana Santa de la Baja Andalucía desarme cualquier resistencia que se pudiese estar oponiendo a tanta belleza, a tanto mensaje. En ese momento, cautivo y desarmado, uno se sabe, ya para siempre, miembro de la iglesia universal de La Zaranda, hereje en ese teatro que es toda la vida, una fábula de toda nuestra vida como personas y como españoles, una metáfora de nuestro fracaso.

(IDEAL, 25 de octubre de 2012)

(Pintura original de Manuel Martín Morgado)

domingo, 14 de octubre de 2012

LA LENGUA EN PEDAZOS




Teresa está sentada. En el teatro resuena sólo el golpe monótono del cuchillo cuando cae sobre la mesa tras haber partido la cebolla. Entra en la cocina un oficial de la Inquisición: viene a juzgar la obra que Teresa de Jesús ha principiado al abandonar el monasterio de la Encarnación para fundar el de San José —cuna de la reforma carmelitana—, viene a cortar de raíz la protesta espiritual del recién nacido Carmen Descalzo. Habla el Inquisidor y Teresa se encoge con temor, que está arrugada incluso cuando se pone de pie con su pobre indumentaria de monja que rechaza la vida lujosa de las carmelitas calzadas. Se le nota a Teresa el miedo en la voz, vacilante: sabe que el Inquisidor tiene poder suficiente para enviarla al potro de tortura y a la hoguera si se niega a volver a la obediencia del Carmen Calzado.

Y sin embargo la voz trémula de Teresa va rompiendo poco a poco el discurso pétreo con el que el Inquisidor quiere acorralarla para que renuncie a su proyecto. Más aún: el Inquisidor quiere doblegarla, partirla, vencerla, porque intuye en Teresa una amenaza terrible para el poder establecido, para la religión cosificada y ritualizada que reduce la fe a mercadeo de almas. Pero Teresa se revuelve: su voz es la de una mujer que conoce el duro papel que obliga el mundo a representar a las mujeres y que, sin embargo, no se resiste a aceptar ese sometimiento ni esa humillación. La carne de Teresa tiene miedo y tiembla, pero su voz suena pura, decidida. “A poco que hagamos las mujeres, se juzga exceso lo que hagamos”, dice Teresa cuando el fuego que abrasa su interior ha consumido todos los argumentos del Inquisidor. “Nos tiene el mundo acorraladas, mariposas cargadas de cadenas” recita Teresa cuando las palabras sin alma del Inquisidor no han bastado para doblegar su voluntad radicalmente libre, que sólo el tormento y la muerte podrían apagar ese ansia de elevación. Pero el Inquisidor no está dispuesto a llegar tan lejos: él es un hombre de seguridades, un puro de certezas inquebrantables capaz de hundir el mundo si así lo manda la ortodoxia, él cree que el sufrimiento se justifica si redime; pero él no va a llevar a Teresa a la hoguera, porque cree que su locura espiritual es ya una condena y que poco a poco se irá quedando sola en su Carmen Descalzo. Al final de la obra, el Inquisidor piensa que su decisión —dejar a Teresa sola con su “pequeño Dios”, para que sola muera— es un castigo terrible contra la monja rebelde, pero la única realidad es que Teresa y su espíritu indomable han vencido al Inquisidor.

Este es el argumento de La lengua en pedazos, una obra de Juan Mayorga que representó en Úbeda el 1 de octubre, con una interpretación sobrecogedora de Clara Sanchís y de Pedro Miguel Martínez.. Ha escrito Mayorga un texto bellísimo, que destila clasicismo y amor por la lengua y que contiene un mensaje demoledor, incómodo para los que nunca se cuestionan nada, un mensaje urgente y actual. La lengua en pedazos es una obra de temática religiosa, un intento de renovación eclesial —“la Iglesia ha de ser casa de iguales”—, un intento de hacernos ver que el único Dios verdadero es el que, estando entre pucheros, se enreda en la maquinaria de nuestra vida cotidiana y se nos hace cercano al corazón, un Dios pequeño que entiende las palabras pequeñas de nuestro día a día. Pero la obra de Mayorga es sobre todo un pregón de humanidad, una reivindicación del papel transformador de la mujer, una proclama a favor del derecho a dudar y del derecho a ser libres y a luchar por un mundo hecho a imagen de los justos. La lengua en pedazos sirve para estos tiempos negros en los que hay que defender el pan y la alegría de la furia de los inquisidores: “La lengua está en pedazos y es sólo el amor el que habla”. Es Teresa, que se dirige a nosotros, que estamos hechos pedazos, y se nos pone como ejemplo para que no escuchemos los cantos de sirena del poder, porque vivimos un tiempo en que “se llama desorden a lo que es espíritu”.

(IDEAL, 12 de octubre de 2012)

miércoles, 3 de octubre de 2012

LA FERIA, AHORA MÁS QUE NUNCA





No está el patio para fiestas” es uno de los argumentos manidos que se utilizan para justificar los recortes, a nivel general, tanto en cultura como en festejos. Repiten el argumento personas que de buena fe creen que no puede dedicarse a la fiesta un espacio en el calendario mientras el país se desangra con el paro, la exclusión social, la humillación de los humildes, la depresión económica o el saqueo del Estado del Bienestar en beneficio de los bancos. Pero es también el argumento repetido –con intención ideológica– por quienes saben que privando a la gente del sentido lúdico de la existencia que les ofrece una feria, una verbena o una fiesta cualquiera, se acrecienta el estado de postración moral y de temor que les permite a ellos acelerar el ritmo de destrucción de los derechos. “¿Cómo vamos a gastarnos dinero en conciertos, en teatro, en títeres o en verbenas, cuando hay tantas familias en paro?”, repiten con insistencia los mismos que ideológicamente justifican el recorte de las ayudas a esas familias en paro, que utilizan como excusa para recortar también en el ocio y en la cultura.

Es cierto que hemos vivido años de auténtico despilfarro en materia de cultura y de fiestas. Cualquier cantante de media cuarta cobraba una millonada por berrear en lo alto del escenario, y los ayuntamientos pagaban esa cantidad desorbitada con tal de “quedar bien” ante sus ciudadanos. Pero no menos cierto es que la feria o la cultura no tienen porque gestionarse desde el despilfarro y que, más allá del valor moral que en sí mismo poseen, pueden ser un elemento que estimule una economía muy decaída. El ministro de Educación ha justificado los recortes en cultura –que acabarán traduciéndose en la desaparición de orquestas, coros, bibliotecas, publicaciones, compañías de teatro, escuelas de danza y ese largo etcétera que compone un tejido cultural construido con mucho esfuerzo y que había puesto a España en un lugar puntero de Europa en materia cultural–, ha justificado los recortes en cultura, digo, alegando que la cultura es “un entretenimiento”. Y como no está la cosa para entretenerse, pues se justifica el recorte. Por suerte, el ministro en eso, como en todo, no lleva razón: la cultura, que nos divierte y nos entretiene, también nos ahonda como personas, nos hace crecer, nos hace sentir y elevarnos, nos hace pensar. Tal vez por eso le resulte molesta.

Pero es que aunque el ministro Wert llevase razón –que no la lleva–, es que aunque la cultura fuera un mero entretenimiento, habría que seguir apostando por ella: ahora más que nunca. Porque ahora más que nunca es cuando una sociedad casi sin esperanza necesita algo que le zarandee el espíritu, que la anime a echarse a la calle formando una colectividad consciente de todos los lazos que la unen. Nos lo decía el gran Juan Pasquau en su Pregón de la Feria de Úbeda de 1975: nos decía que los cohetes y los gigantes y las campanas y los ruidos del Ferial “están aquí para eso: para darnos esperanza, para quitarnos miedo, para decirnos a voces «¡Eh, que sois personas!».” Lleva razón Juan Pasquau: por eso es necesaria la fiesta, para eso es necesaria la feria, con sus ruidos y sus carruseles, con su dispendio y sus luces, con sus títeres y su teatro, con sus orquestas y sus copas, con su baile y con sus amoríos de una noche: para que podamos sentirnos personas, miembros de una comunidad, y para que respaldados por esa comunidad podamos sabernos fuertes. La fiesta humaniza, la feria, nos humaniza. El hombre es un animal político, un animal que habla, un animal que sabe que se va a morir… pero el hombre es sobre todo un animal que celebra, que festeja, que se reúne para eso, para derrochar la vida y sus dones sin más pretensión que la de “pasarlo bien”.

La celebración es tan antigua como la propia humanidad y es uno de los elementos que la definen. No hay una sola cultura en la que no haya rastro de fiestas y de ferias, de ese derroche de energía que en última instancia es la creación cultural. Los hombres de las cavernas vivían zarandeados por el hielo y en la más absoluta precariedad, y sin embargo encontraban tiempo para pintar bisontes ocres en las rocas o para elaborar collares y a buen seguro danzaban y cantaban alrededor del fuego en las noches cortas del verano. La fiesta y la cultura son elementos que vertebran las sociedades humanas desde siempre, que catalizan sus alegrías y también sus sufrimientos. Por eso, el 22 de diciembre de 1914 el director de la Opéra Comique de París contaba en los pasillos de la Cámara de Diputados como cada noche se agotaban las entradas y más de 1.500 personas se quedaban en las puertas del teatro sin poder entrar. Eran tiempos duros, durísimos: los padres, los hijos, los hermanos, los novios, los esposos, morían a millares en medio del fango y del hielo en las trincheras de Francia. ¿Quién acudía, en una situación de absoluto abatimiento como ese, al teatro? Acudían mayoritariamente mujeres de luto. “Vienen para llorar. Sólo la música mitiga y alivia su dolor”, dice el director del teatro. La cultura como bálsamo, la fiesta como elemento humanizador para hacer que cicatricen las heridas.

Durante el durísimo y brutal asedio nazi a Leningrado la cultura y la fiesta que hoy se denigran volvieron a convertirse en una tabla de salvación. “En las infernales condiciones del asedio que aislaba a los habitantes de Leningrado y los dejó a su suerte, la cultura se convirtió en un salvavidas. Tocó a la gente en lo más hondo y al hacerlo se convirtió en una poderosa fuente de afirmación”, dice Michel Jones. La gente se moría de hambre, literalmente, pero no dejaba de ir a las exposiciones de pintura, al teatro y al ballet. Y cuando la noche del 9 de agosto de 1942 la Filarmónica de Leningrado estrenó la “7ª Sinfonía” de Dmitry Shostakovich –que pudo oírse en toda la ciudad por la radio y por altavoces instalados en las principales calles– algo se transformó en el corazón de la ciudad sitiada. El director de Filarmónica en aquella noche mágica, Kart Eliasberg, dijo que la música permitió que la ciudad se reencontrará con su humanidad: “Y en aquel momento triunfamos sobre la desalmada máquina de guerra nazi.

Seguramente en 1914 y en 1942 también había quienes decían que no era el momento de conciertos, de teatros o de verbenas. Y sin embargo, en situaciones límite, fue el “derroche” moral y económico de la cultura lo que salvó a esas sociedades del suicido espiritual. Porque al final es eso lo que no podemos consentir: que la crisis nos prive del sentido de la humanidad. Y sólo podemos ser humanos si seguimos conservando la razón y la necesidad de la celebración. De la celebración y de la cultura, que no son derroche –no es verdad que sean derroche o gasto inútil: hay que repetirlo una y mil veces– y que sólo tienen que recortarse cuando se han recortado otros muchos gastos realmente inútiles (la lista es casi interminable). ¿Qué es en realidad lo que pretenden los que defienden la poda económica de la feria y de la cultura y de los que piden acabar con ella “mientras dure la crisis”? Temen eso: que la feria nos permita reconocernos como personas y nos haga descubrir la fuerza que tenemos. Porque como dijo Juan Pasquau tenemos que “empeñarnos en reír juntos, a todos juntos, cinco minutos seguidos”. A ver si es que hay quienes quieren que sólo lloremos y por eso les estorban la feria y la cultura. A ver si es que la risa colectiva va a ser un gesto realmente revolucionario.

(IDE@L ÚBEDA, septiembre 2012)

viernes, 10 de agosto de 2012

SAN LORENZO






En diciembre de 1855 el Ayuntamiento de Úbeda se planteó derribar la iglesia de San Lorenzo dado su, decían, “estado ruinoso”. Años antes, en 1842, el obispado había suprimido la parroquia de San Lorenzo y en 1843 ordenó su cierre, no consumado gracias a la tenacidad de los vecinos, que mantuvieron el culto en el templo y que apunto estuvieron de amotinarse el 10 de agosto de 1843 ante el anuncio de que no podían celebrar la festividad de San Lorenzo. Después de los sobresaltos decimonónicos, San Lorenzo se convirtió en un templo apartado y otoñal, del que cada 14 de septiembre salía la procesión del Señor del Consuelo acompañado por la Virgen de Juanica “La Cuella”. En julio de 1936 el templo fue asaltado y perdió la mayor parte de su patrimonio artístico –se perdió el Señor del Consuelo, se salvó la “Virgen de la urna”–. Llegó abril del 39, volvieron banderas victoriosas y San Lorenzo permaneció cerrado a cal y canto, al cuidado de Francisca “La Campanera”, que no tenía ninguna campana que tocar y que sola vivió en la sacristía del templo abandonado hasta la década de 1990. Ella plantó en los años 50 el brote de hiedra que, desbordante, acabaría abrazando la espadaña de San Lorenzo hasta imprimir un carácter en la vieja iglesia: San Lorenzo –la única de las viejas parroquias ubetenses de fábrica renacentista– se convirtió en un bellísimo baluarte romántico sometido a los caprichos del tiempo.

Tras unas obras de mantenimiento en la década de los 60, San Lorenzo sirvió de almacén de viejos altares y retablos, de tronos de las cofradías y de bártulos de los artistas locales. Y poco más hasta que en 1990 la Cofradía de Jesús Nazareno acarició lo que pudo haber sido la salvación definitiva de la iglesia: la conversión de San Lorenzo en capilla de Jesús, asumiendo la cofradía la restauración integral de la iglesia, entonces todavía regularmente conservada. Pero aquello no pudo ser porque en el camino se cruzó el obispo García Aracil, de infausta memoria. Dada la magnitud de su esfuerzo, razonablemente pedían los hermanos de Jesús que la cesión de San Lorenzo fuese “mientras existiese la cofradía”; pero el obispado –al que mucho no le importaba la salvación de San Lorenzo– ofreció una cesión nada más que para veinticinco años. Y después se vería si San Lorenzo continuaba en manos de la cofradía de Jesús o si ésta se encontraba con sus enseres en la calle y el obispado disponía a su antojo de San Lorenzo. La avaricia del obispado tronchó el deseo de la cofradía de Jesús y la salvación de San Lorenzo.

San Lorenzo continuó cerrado; como Santo Domingo y Madre de Dios del Campo y San Bartolomé, templos ubetenses sometidos desde 1936 a un proceso de abandono, de ruina y de expolio de los elementos artísticos que conservaban. El obispado no ha hecho nada por salvar San Lorenzo, y las autoridades –mandatadas por las leyes de protección del Patrimonio Histórico para salvaguardarlo– tampoco. En 2009 ofreció el Ayuntamiento una permuta al obispado: a cambio de terrenos municipales valorados en cien millones de pesetas San Lorenzo pasaría a ser propiedad municipal. Pero al obispado le parecía que la ruina que ya era San Lorenzo valía más. Y al Ayuntamiento le viene faltando desde entonces bemoles para hacer que se cumplan las leyes de protección del patrimonio histórico, claras como el agua. Hoy es evidente que si no se interviene con urgencia el templo acabará viniéndose abajo.

Pese a todo, parece que San Lorenzo tiene una última oportunidad: como sucediera en 1843 hay un grupo de vecinos empeñados en denunciar las vergüenzas de las autoridades “civiles y eclesiásticas” en el tema de San Lorenzo, exigiendo su inmediata restauración. No se amotinarán, como hicieron sus tatarabuelos, porque lo único que exigen es que se cumpla la ley, lo que en España parece ser esperar un milagro similar al de que San Lorenzo no acabe convertido en un montón de escombro sobre el que algún alcalde inaugurará un cartel que diga “Aquí estuvo la iglesia de San Lorenzo”.

(IDEAL, 9 de agosto de 2012)

jueves, 2 de agosto de 2012

ARBITRARIEDAD





Dentro del Ciclo de Conferencias sobre el Patrimonio Histórico celebrado en los primeros días de julio destacó la mesa redonda del día 4, en la que participaron José Luis Latorre Bonachera, Antonio Almagro y Juan Ramón Martínez Elvira, tres profundos conocedores y amantes críticos de la realidad local que pusieron sobre el tapete de la discusión algunos de los graves problemas de que adolece el patrimonio histórico y monumental de la ciudad. En el transcurso de la discusión salieron a relucir dos actitudes que definen la actitud de las administraciones públicas con respecto al cuidado y mantenimiento del centro histórico de Úbeda: por un lado la falta de ejemplaridad de las mismas –ahí están las barbaridades consentidas en los juzgados o en Santa María para darse cuenta de ello– y por otro la arbitrariedad a la hora de aplicar las normas de protección del centro histórico.

En los últimos años he representado a los padres en la escuela infantil de mi hijo. Una escuela infantil pequeña que destaca por la profesionalidad y amor a los pequeños de sus maestras. Pero una escuela infantil que ha sido víctima en los últimos meses de esa arbitrariedad con la que, en este caso, la administración local aplica la norma protectora de la zona monumental.

La escuela infantil de mi hijo se sitúa en lo alto de la Calle de la Fuente de las Risas. Hasta no hace mucho ese era un rincón triste y oscuro, dominado por modernas edificaciones horribles, lleno de pintadas y meadas y cristales rotos, con un contenedor permanentemente sucio y aceras abandonadas, un espacio sometido al constante tránsito de coches pese a la presencia del centro escolar. Cuando las responsables de la escuela infantil decidieron, con absoluta buena fe, adecentar la fachada del centro, la realidad física de la calle cambió: la fachada de granito llena de pintadas fue sustituida por un panel de niños felices, por una fachada propia de un lugar al que asisten niños de menos de tres años; además se cumplió con lo que dicho en el Plan Especial de Protección del Centro Histórico, que habla de la obligación de los propietarios de conservar sus edificios con “las debidas condiciones de seguridad, salubridad y ornato público”, lo que por desgracia no puede decirse de gran parte de los edificios de la zona. La escuela infantil no hizo más que dotarse de una fachada similar a la que tienen el resto de escuelas infantiles de Úbeda, alguna de ellas también ubicada en el centro histórico.

Puede que el aspecto de la nueva fachada de la escuela infantil no sea el más apropiado para el centro histórico de Úbeda. Pero ¿Cuántas fachadas del entorno de San Isidoro incumplen lo establecido en el Plan de Protección de la zona monumental? Decenas, cientos de fachadas. En cien metros a la redonda de la escuela infantil es posible encontrar fachadas pintadas en todas las tonalidades de amarillo, rojo, ocre, naranja, violeta o incluso rosa chicle; hay decenas de fachadas adornadas con planchas de granito y con los más variopintos mármoles, terrazos y pedrusquería de nulo valor o con enchinados pintados de gris o verde; hay escaparates de todas las formas y colores, algunos incrustados en edificios catalogados, y cartelería al gusto de cada uno; justo a las espaldas de la escuela infantil hay una casa antigua, de portada valiosa, cuyo muro amenaza ruina y contra la que, tal y como es costumbre en la ciudad, sólo se intervendrá cuando ocurra una desgracia.

Bueno, pues en medio de ese catálogo de atentados constantes contra lo dispuesto en el Plan de Protección del Centro Histórico, el Ayuntamiento no ha apostado, como sería entendible, por obligar a TODOS los propietarios a que cumplan lo establecido en la norma y pinten de blanco sus fachadas, retiren mármoles y granitos, etcétera. No. El Ayuntamiento ha apostado, de forma arbitraria y aleatoria y por lo tanto radicalmente injusta, por obligar SOLO a la escuela infantil a que retire los paneles y los colores y el foco y el cartel y deje la fachada blanca y nuevamente lista para las pintadas y el rincón otra vez oscuro e incitante para los orines y los vidrios rotos, lo que debe parecerle a los munícipes un espectáculo muy estimulante para los niños. El resto de propietarios y empresarios de la zona pueden mantener, como hasta ahora, sus fachadas de colorines y con mármoles o letreros o chapas o azulejos.

Es mucha la normativa de la Junta de Andalucía en la que se habla del aspecto exterior que deben presentar las escuelas infantiles. En ninguna de esas normas se invita a que la calle en la que se sitúen esos centros destinados a una población tan frágil y sensible como los niños de 0 a 3 años esté convertida en una calle de Bronx. Antes al contrario se dice que “La entrada a la escuela infantil debe ser un lugar acogedor que invite a entrar, que manifiesta facilidad en el acceso (...), un lugar para poder compartir e informar a todas las familias (...) a través de imágenes y producciones hechas por los niños y las niñas, donde se puede ayudar a descubrir a las familias las enormes posibilidades y potencialidades de aprendizaje y crecimiento de la infancia”. La propia Federación Española de Municipios y Provincias, de la que el Ayuntamiento de Úbeda forma parte, ha defendido en su Guía para proyectar y construir escuelas infantiles el valor del aspecto exterior de los centros y la normativa autonómica en materia de educación señala igualmente que las escuelas infantiles deben cuidar “especialmente la estética incorporando formas, colores y elementos del entorno natural y evitando imágenes estereotipadas”, debiendo concederse una especial importancia al espacio exterior. Pero es que las normas, después de reiterar la obligación de los Ayuntamientos de colaborar con las escuelas infantiles, dicen que “estos centros educativos deberán reunir las condiciones higiénicas, acústicas, de accesibilidad, de habitabilidad y de seguridad que se señalan en la legislación vigente”. Resulta evidente que el estado general de la Calle Fuente Risas, con su aspecto general de abandono y suciedad, dificulta a la escuela el cumplimiento de esta obligación, que se ha conseguido sólo gracias al esfuerzo del centro educativo: es tan evidente que la remodelación y mejora de la fachada abunda esa obligación –¿se puede dudar que no resultaba higiénica ni saludable la anterior situación que presentaba la fachada?– que la actitud del Ayuntamiento contra esta escuela infantil resulta ofensiva. Sobre todo cuando el Decreto 149/2009, de 12 de mayo, de la Junta de Andalucía pide que se preste especial atención a los centros de educación infantil ubicadas en el caso histórico de la ciudad, entre otras características.

¿Está el Ayuntamiento obligado a exigir el cumplimiento de sus normas de protección del centro histórico? Por supuesto que sí: el cumplimiento exige, también, no ceder a las presiones de un hotel de lujo, por ejemplo. Pero el cumplimiento debe exigirse a todos los vecinos, no sólo a unos cuantos y de manera aleatoria. Porque ese comportamiento arbitrario conduce, sin justificaciones ni excusas, a la injusticia, que no otra cosa se obtiene de la aplicación selectiva de la norma. Y eso es lo que ha ocurrido en este caso.

(UBEDA IDE@L, Núm. 9, agosto 2012)

domingo, 10 de junio de 2012

PLENITUD





Walter Donaldson y Gus Kahn compusieron “My baby just cares for me” a finales de la década de 1920, antes de que los Estados Unidos se despeñaran por el abismo de la Gran Depresión. El ritmo de la canción está impregnado de esa sensación de ligeraza y felicidad y de esa ilusión de que todo es posible, que impregnó los “felices 20”. Luego, durante la década de 1930 la canción debió sonar extraña en una sociedad en la que no paraban de crecer los parados y los hambrientos, y si durante la Segunda Guerra Mundial los soldados americanos la escucharon en los campos de batalla de Europa o en los barcos de guerra del Pacífico debía provocar en su interior la nostalgia de su infancia, cuando sus padres bailaban esa canción agarrados por la cintura en el aire tibio de las noches de junio. “My baby” era una canción escrita para la vida, para las parejas jóvenes con niños, para los niños que juegan en las calles mientras sus padres bailan, felices y ajenos a todo, con una pasión intensa y contenida, al ritmo de la música que sale por los altavoces de la radio puesta sobre el alfeizar de las ventanas abiertas de par en par al aire espeso y brillante de la noche de verano.

Con el paso de los años la canción debió quedar relegada a la simple condición de recuerdo agradable y carnal de muchas parejas que ya habían alcanzado la madurez. Pero veinte años después de ser compuesta la canción estaba llamada a tener una segunda oportunidad “Qué cosas tan extrañas e improbables lleva la marea a las costas del tiempo”, dice el narrador de una de las novelas de William Maxwell, y por una de esas improbabilidades y extrañezas la canción de Donaldson y Kahn se coló en “Little Girl Blue”, el primer disco de Nina Simone, editado en 1958 por Bethlehem Records. Podemos suponer que Nina habría oído esa canción muchas veces en su infancia dura de niña negra en Carolina del Norte. Puede que en la pura explosión de sus veinticinco años quisiera rendir tributo a sus sentimientos más íntimos, rescatando al poner voz a esa canción algunos de sus recuerdos mejores y más limpios. El caso es que “My baby just cares for me” suena en la voz de la joven Nina Simone potente y a la par intimista, desgarrado y vibrante, suavísimo y áspero, con un acento sureño inevitable, como si en esa voz fuera reconocible el perfil de los personajes de los cuentos de William Goyen, uno de los cuales nos invita a beber cerveza y gozar del tiempo que pasa dejando que “el ardiente vivir sea acompañado por una botella de cerveza fría”. Pero la canción de Donaldson y Kahn cantada por Nina Simone tuvo que esperar hasta convertirse en la melodía de un anuncio televisivo de perfumes, en 1987, para convertirse popularizarse y transformarse en una especie de himno. ¿Himno de qué? Precisamente del vivir ardiente, de la plenitud existencial a que nos remite el mes de junio con sus noches vibrantes de zumbidos y sus amaneceres apretujados con la voz de la pajarería.

“My baby just cares for me” regala, con la levedad de unas notas que se elevan como vuelo de luciérnagas, ese amor a la vida que inevitablemente encontramos entre los pliegues del mes de junio, entre su sucesión de días luminosos y límpidos y de noches cálidas, entre su prolija enumeración de los dones de la naturaleza, entre su olor a universo recién estrenado. Todos los segundos de la existencia trabajan, lenta y sordamente, para entregarnos esta plenitud de junio en la que la vida nos muestra su rostro más hermoso: precisamente porque no se desborda, porque lo único que hace es ampliar sus márgenes, ensanchar el espacio dentro del cual podemos crecer y soñar con que un día todas las parejas de enamorados saldrán a las calles, al anochecer, para agarrarse por la cintura y bailar zarandeados por la voz de Nina Simone.

(IDEAL, 7 de junio de 2012)

viernes, 8 de junio de 2012

LA CULTURA, INVERSIÓN





CAPITALIDAD CULTURAL. Pasada la Semana Santa, Úbeda despliega toda su potencia cultural, y eventos culturales de cierta relevancia se suceden –o se sucedían– en el calendario de la ciudad, para culminar con la Feria de San Miguel y la Muestra de Teatro de Otoño. El flamenco, el Festival Internacional de Música, el Festival de Cuentos o los extintos festivales de Música de Cine y de Jazz, ofrecían a propios y extraños la oportunidad de considerar a Úbeda como una especie de capital cultural de gran parte de la provincia de Jaén. Es cierto que en el rico calendario cultural de que Úbeda llegó a gozar hace algunos años había puntos flacos: la primacía casi obsesiva de la música y el escaso apoyo a otras manifestaciones de la cultura como el teatro o la literatura, de gran potencial en la ciudad; la falta de implicación decidida del sector turístico y comercial en la tarea cultural; y la escasa visión de conjunto y la falta de integración y armonización de todos los elementos en un órgano de gestión cultural efectivo y capaz de multiplicar el rendimiento social y económico de la apuesta cultural, son los principales.

Pese a esa realidad pujante, desde hace varios años la sombra de la sospecha se cierne sobre las actividades culturales (y festivas) de Úbeda. Y el gasto en orquestas, solistas, cantaores, obras de teatro, cuentacuentos, títeres, payasos, conciertos, publicaciones, escritores, conferencias, exposiciones, concursos, escuelas de teatro o música y todo ese largo etcétera que conforma el mosaico cultural ubetense, se considera como un despilfarro imposible de mantener en tiempos de depresión económica. Esta visión de la cultura se ha llevado ya por delante varios eventos y otros se mantienen en precario y con disgusto. La capitalidad cultural de Úbeda y la potencialidad de la cultura como elemento generador de riqueza, se han resentido y las consecuencias serán pronto visibles. Más difícil de percibir resulta la quiebra producida en el enriquecimiento moral de los ciudadanos.

LA CULTURA COMO RIQUEZA. El rigor –entre luterano y calvinista– con el que se aplican los recortes quiere justificar su poda de la cultura. Y para ello se pregunta retóricamente cómo puede gastarse en cultura mientras no se pueden atender por falta de presupuesto las perentorias políticas sociales. Pero la pregunta es malintencionada y por lo tanto falaz: enfrenta cultura y gasto social, como si fuesen enemigos y cómo si éste solo pudiera mantenerse a costa de aquella, cuando en realidad hay muchas partidas de gasto superfluo y directamente prescindible que podrían recortarse o suprimirse antes de meter la tijera en la cultura o en la asistencia a los machacados por la crisis. Sin embargo, ese mensaje de que el gasto cultural supone un despilfarro que no se pueden permitir las administraciones es propagado por gentes de todas las ideas políticas –suponiendo que todavía haya distintas “ideas” políticas– y comienza a ser asumido también por la sociedad ubetense.

Pero, ¿el gasto cultural en Úbeda es un despilfarro? ¿Puede nuestra ciudad seguir permitiéndose el lujo de recortar y reducir las actividades culturales? Solamente pueden responderse estas preguntas si se tiene una visión de futuro de la ciudad, si se es capaz de ver más allá de las siguientes elecciones, en un plazo de diez, quince, veinte años. ¿Qué será entonces de nuestra ciudad, de qué vivirán los ubetenses del mañana?

La posibilidad de vivir del tejido empresarial es nula: pasó a la historia de Úbeda la edad de las fundiciones, de los grandes talleres, de las fábricas. La Academia de la Guardia Civil y sus miles de personas gastando dinero en la bares y comercios, también está definitivamente enterrado. Al antaño floreciente comercio de Úbeda le han surgido potentes competidores en Linares y Jaén, y su decreciente atractivo le resta capacidad para liderar el futuro económico de la ciudad. Así las cosas, sólo el turismo, con su amplio abanico de servicios y ofertas, tiene potencialidad suficiente como para articular un futuro crecimiento económico de la ciudad. Úbeda no puede aspirar a su reconversión y regeneración económica conformándose con ser el destino de excursiones que vienen, ven dos iglesias y tres palacios cerrados, se comen el bocadillo en el Paseo del Mercado y se beben un trago de agua en la fuente del Arroyo de Santa María antes de montarse en el autobús. Úbeda, si quiere crecer económicamente y generar empleo, tiene que aspirar a algo más: y ese algo más pasa por recuperar la centralidad cultural de la provincia.

Porque esa es la nota distintiva, el marchamo de marca de Úbeda: la apuesta por el contenido cultural. Lo que debiera distinguir a Úbeda es su capacidad para ver desde la cultura toda la realidad social y económica. Para conseguirlo es necesario dejar de considerar el gasto cultural como un despilfarro y considerarlo como lo que realmente es: una inversión. Una inversión para el presente y, sobre todo, una inversión para el futuro, un revulsivo para el mañana. Y es que sólo desde el prisma de la cultura pueden pensarse las líneas maestras del futuro de los ubetenses. En el mundo de la globalización –que impone la ley de la selva– sólo pueden sobrevivir los que ofrecen un producto diferenciado, con personalidad, atrayente. ¿Podrá la sociedad ubetense darse cuenta de esto? ¿Es la sociedad ubetense capaz de asumir el reto de convertir una ciudad media del interior de España, con regulares comunicaciones pero con una buena dotación administrativa y de servicios públicos, en un foco esencial de irradiación cultural y atracción turística? ¿Podrá la sociedad ubetense asumir, antes de que sea tarde, que sólo apostando por su consolidación como capital cultural podrá atraer inversiones y revitalizar su lánguido tejido comercial? Para Úbeda las mil manifestaciones de la cultura, no son un despilfarro ni un lujo: el lujo, el despilfarro, son ir perdiendo posiciones en el panorama cultural, ir cediendo el terreno ganado, el atractivo conseguido en muchas décadas de impulso común de corporaciones, colectivos y entidades de todo tipo, pues en ningún otro ámbito se ha manifestado de manera tan precisa y tan valiosa el tejido cívico y social ubetense como en el espacio de la cultura.

La apuesta por la cultura tiene que evitar el despilfarro, ciertamente. Esto obliga a evaluar y valorar la oferta cultural, delimitando con claridad lo que no es cultura y apoyando decididamente lo que lo es, impidiendo que nunca más se pierdan proyectos como el fallido Club de Lectura impulsado por Antonio Muñoz Molina, diversificando la actual oferta, acrecentándola, integrándola en una visión general y un proyecto común, unitario, que impida la disgregación de esfuerzos. El gran reto de los ubetenses es apostar su futuro a la carta de la cultura multiplicadora desde el punto de vista social y económico y del empleo, pero también desde el punto de vista ético y cívico. La riqueza mejor de Úbeda es la de las escuelas municipales, la Escuela de Artes, la Biblioteca, el Conservatorio, la UNED, el Auditorio, el Teatro, las salas de Exposiciones, la Feria del Libro, la de la música y la palabra en las plazas y los parques.

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 7, junio de 2012)

lunes, 23 de abril de 2012

SAN LIBRO





Lo siento, no lo puedo evitar: me gusta este Día del Libro. Me gusta la cívica costumbre de los catalanes de regalarse libros y rosas, y he asumido como propio ese ritual, ese generoso intercambio de cosas tan valiosas y en realidad tan baratas. Y un año más (también lo siento: tampoco lo puedo evitar) me causa pena que en un país tan necesitado de valores y de elementos que nos unan, no hayamos extendido por todo el viejo mapa de la piel de toro los puestos llenos de libros y de flores en las mañanas y las tardes de cada 23 de abril. El libro es el invento más revolucionario de la historia de la humanidad, el más versátil, el que más libertades ha construido y más tiranías ha derrumbado: me gusta mucho esta fiesta civil y laica del San Libro, que es valioso y sagrado como la inocencia de los niños, como la rebeldía de los soñadores, como el camino de los amantes. Me gusta mucho el pequeño gesto con el que los masones jiennenses han celebrado este día grande de los lectores y la cultura: han firmado con rosas los edificios más relevantes de ese genio que fue Andrés de Vandelvira. Me gusta mucho esta fiesta sin políticos ni tambores, sin solemnidades ni banderas, esta fiesta renovada cada primavera, nueva y limpia cada año, me gusta mucho esta fiesta íntima, personal, familiar, que une a los seres libres en las páginas de un libro que cambia de manos y en la belleza condenada de las flores.

Posdata. Ayer, Rosa Liaño, me celebró por lo grande las vísperas de este Día del Libro, regalándome uno de los rarísimos ejemplares que ha editado, por su cuenta y a su cargo, de la biografía de Juan Pasquau escrita por Adela Tarifa. Lástima que para obras culturales de esta envergadura las administraciones públicas, tan pródigas en aeropuertos inservibles y palacios faraónicos, no hayan encontrado una pequeña partida económica que hubiera posibilitado la publicación del libro, ganador del Premio Cazabán de la Diputación Provincial. Desde el punto de vista puramente egoísta, tengo que reconocer que como lector y coleccionista de libros me alegra ser uno de los privilegiados que lo tienen. Anoche me sentía poseedor de un tesoro valioso, supongo que igual que un coleccionista de escarabajos que caza uno realmente raro y escaso, y lo mira durante horas antes de pincharlo con un alfiler especial en su cajita de cartón; cuando Manuel se durmió, tuve que apagar el Kindle y suspender la lectura más monumental que nunca he acometido, la de los Episodios Nacionales de Galdós, para adentrarme en la vida y el corazón de Juan Pasquau. Y resulta que ese hombre que escribía como los ángeles, suponiendo que los ángeles escriban, es más grande, aún, de lo que yo pensaba.

martes, 20 de marzo de 2012

LA PURA VIDA





Hay «artistas» que irrumpen en la historia y ciegan —como la explosión de una estrella— a quienes contemplan sus obras. Suelen, estos artistas, ser considerados «genios», «hombres únicos» y en ellos, los palmeros del mundo del arte cifran el nacimiento o el fin de las eras artísticas. Pero estos artistas, que crean como en estado de arrebato epiléptico —febriles, convulsos, inagotables— pueden agotar: su «genialidad» es tan intensa que provoca cansancio en los ojos, el fulgor y el brillo de su obra es de tal calibre que no puede ocultar la tramoya que se esconde debajo de la obra, e incluso declara, impúdica, cuán desnuda quedaría la misma si se la privase de la prolija literatura que la rodea. Este arte —siempre bajo los focos y los flashes— está bien para los mercados y los marchantes. Pero, ¿qué provecho saca el espíritu de él?

Por suerte para el arte y por suerte para el espíritu están también los artistas que crean como quien anda un camino pedregoso, como en una búsqueda o como en una travesía siempre amenazada de naufragio, que crean buscando la fragilidad que alienta dentro y a la que hay que dar forma fuera. Pienso en Velázquez. Pienso en Vermeer. Pienso en Edwar Hopper. Pienso en Antonio López. Pienso en todos esos artistas que crean desde la paciencia y la rectificación, pienso en la laboriosa pintura que se demora durante años en la distancia que separa el pincel y el lienzo, suspendida en la duda de los artistas que no quieren venderse ni traicionarse. Pienso en la pintura que hace de la austeridad y la contención una marca, un estilo. Una proclama. Un manifiesto. Pienso, por supuesto, en Antonio Espadas.

La pintura de Antonio Espadas no es una pintura que deslumbre: los óleos o las acuarelas de Espadas no ciegan. Pero sus cuadros obligan a mirar: como no ciegan, no hay que cerrar o entornar los ojos; como no deslumbran, los ojos se mantienen siempre abiertos delante de ellos, expectantes, saboreando cada trazo, adentrándose en ese espacio eternizado por la mezcla del lienzo o el papel y el óleo o la acuarela, cada vez más apresados y cómodos en la celda de la belleza que Espadas ha elevado. «¿Qué pinta Antonio Espadas?», parecen preguntarse nuestros ojos mientras recorren sus cuadros. Pero... ¿Antonio Espadas pinta? Uno contempla sus acuarelas y sabe que sí, que pinta con absoluto magisterio, con esa pincelada airosa y grácil capaz de apresar la belleza del instante, el silencio del campo o de los rincones más recoletos de Úbeda, la íntima densidad de lo realmente hermoso, su eternidad determinante. Hay una acuarela del Arroyo de Santa María que no es en realidad una pintura, sino un tratado sobre el otoño o el mes de noviembre, lo mismo que hay una acuarela sobre la Plaza de San Pedro —con esa extraña elegancia francesa del palacio de los Orozco— que no es el retrato acuoso de un lugar sino un manifiesto de la primavera o una cantata sobre abril. Pero... ¿y en los óleos?, ¿qué pinta Antonio Espadas en sus óleos?

Ah, en los óleos Antonio Espadas no es un pintor, sino una especie de amante voraz que araña con la espátula la superficie virginal del lienzo para que de su fondo silente vayan surgiendo las formas, la geometría de las calles y las torres, el desordenado velamen de los árboles, de los olivos, la incisiva insinuación de la luz, el vaho de los colores. Es como si todo estuviese dentro de la tela y el pintor tuviera sólo que ir buscándolo, escarbando entre la trama de los hilos invisibles. Ese arte despacioso, laborioso, ese arte como descubrimiento y como oración, es un arte que abre una puerta y nos invita a entrar por ella. Los cuadros de Antonio Espadas tienen fondo y exudan abandono. Son cuadros que sugieren y susurran una soledad: las plazas están vacías y votivas, los olivares permanentemente silenciados; nunca hay personas que trasieguen por el cuadro, sólo las piedras y los guijarros, la hiedra y los árboles verdecidos, sólo el cielo ora gris y lluvioso ora jubiloso y azul, como de Domingo de Ramos...

¿Qué pinta Antonio Espadas? Antonio Espadas pinta lo que sólo los artistas verdaderos pueden pintar. El vacío. La soledad. El silencio. El susurro. La emoción. La luz. La plenitud. La desnudez de lo dolorosamente humano. La pura vida.

(ESPADAS SALIDO. EL ÓLEO Y LA ACUARELA EN MIS PAISAJES. Sala de Exposiciones “Pintor Elbo” del Hospital de Santiago. Del 15 de marzo al 8 de abril de 2012)

viernes, 16 de marzo de 2012

POPURRÍ DE FEBRERO





CARNAVAL, CARNAVAL.

Al ver la Cabalgata de Carnaval del pasado sábado 18 de febrero poca gente puede dudar que el Carnaval de Úbeda ha conseguido “tener su público”. Esto es: el Carnaval de Úbeda ha logrado convertirse si no en una fiesta masiva, como la Feria o la Semana Santa, si en una celebración importante, relevante dentro del calendario festivo de la ciudad. Pero, visto con serenidad, lo del sábado –la cabalgata multitudinaria y el baile– puede ser un espejismo que impida a los dueños de la verdad carnavalera dimensionar correctamente la fiesta: mucha, muchísima gente en la Cabalgata y el Baile, cierto es, pero mucha, muchísima gente ajena a los intereses y presiones a los que juegan otros estamentos carnavaleros.

Esas cientos de personas, que cobijadas entre las telas de su disfraz y el anonimato de la máscara tomaron el Real y la Calle Nueva, pueden pensar que el Ayuntamiento es rácano en los premios que concede para los disfrazados. Y posiblemente lleven razón: la cantidad dedicada a los premios de las “agrupaciones” cuadruplica la destinada a los premios de la calle, y no vale el argumento de los meses de ensayo y demás, pues no es tarea del Ayuntamiento premiar la profesionalización del disfraz. Y las agrupaciones custodiarían mejor el espíritu de rebeldía que anida en el Carnaval si no estuvieran atravesadas por el afán del premio, si sus meses de trabajo no se orientasen a una noche de actuación en un Teatro convertido en “botellódromo”, si no estuviesen pendientes del premio que les da tal o cual cantidad de euros. Creo. Sobre todo porque si hay algo que sustenta la pureza o la posible necesidad del Carnaval es su espontaneidad: maravillaba el ingenio desplegado por muchos ubetenses en la Cabalgata, la versatilidad que supieron darle a materiales como el cartón o el retal de tela, la capacidad que tenían para desafiar a la crisis y a los poderosos con un simple disfraz, con una pancarta y un lema recién parido por la rabia o el desencanto o la estupefacción. Y contrastaba todo eso con la elaborada artificialidad –con la encorsetada artificialidad– de muchas de las letras de las agrupaciones la noche antes, en el Teatro Ideal Cinema. Luego, curiosamente, me dicen que lo más ingenioso del Carnaval ha estado –¿un año más?– en aquellos grupos más o menos organizados que se funden con la masa carnavalera de la calle: la “chirigota del Jero”, “Troche y Moche”, los “romanceros”… Supongo que algo querrá decir todo eso. Tal vez para entenderlo necesite ponerme un disfraz.

Y luego está el tema de que la gente de la Cabalgata, la gente del baile de Carnaval, ha sabido entender mejor que los “carnavaleros profesionales” el sentido y alcance del Carnaval: una noche de fiesta y luego a guardar el disfraz. ¿Tiene sentido –sentido antropológico– ese Carnaval profesionalizado, engordado de actuaciones como se engorda el hígado de un ganso para obtener el “foie”, ese Carnaval que se adentra en la Cuaresma y que dura casi más semanas que el Festival de Música?

EL CONCEJAL ENCERRADO.

Con Luis Fernández, el concejal de Izquierda Unida, se puede estar de acuerdo o disentir, como con cualquiera, pero es imposible negarle una coherencia personal y moral que difícilmente se encuentra en el resto de concejales de la Corporación. Luis Fernández llama a las cosas por su nombre o por el nombre que él piensa que las cosas tienen, que no es lo mismo, y para él, el pan es siempre pan y el vino siempre es vino. Lo políticamente correcto no transustancia el pan y el vino de las convicciones de Luis Fernández.

El concejal comunista pasó una noche encerrado en el Salón de Plenos del Ayuntamiento para protestar contra la agresión –fue el propio Ministro Luis de Guindos el calificó la norma como “muy agresiva”– brutal, frontal, que supone la reforma laboral: Luis Fernández alzó su voz, simbólicamente, contra quienes abocan a los trabajadores españoles a una reedición del siglo XIX. ¿Gesto inútil? Puede. Pero, ¿acaso no hay una grandeza moral en todos esos gestos inútiles, en los que se hacen sin buscar rédito personal?

No sé, pero cada vez estoy más convencido que en un rebaño como el de la política local, donde abundan tanto los que al decir de Gracián parecen sabios en latín y suelen ser necios en romance, hombres como Luis Fernández son necesarios. Precisamente porque no saben latín y porque todo lo que dice se le entiende. Aunque no se esté de acuerdo con él.

A VUELTAS CON LA BENEMÉRITA.

Los políticos son todos más o menos iguales, aunque está demostrado que también los hay peores. Y deben mirarnos todos con los mismos ojos: todos nos han visto a los ubetenses caras de idiotas. Los unos se tiraron cuatro, cinco, seis años, diseñando planes, estudios y proyectos para la reapertura de la Academia de la Guardia Civil. De sobra sabemos que eso está más cerrado que la terraza del Moi. Ahora los nuevos amenazan con saturarnos con la promesa del nuevo cuartel de la Benemérita. ¿Qué hemos hecho para merecer tan pesada cruz?

SAN MILLÁN.

La cofradía de la Virgen de la Soledad advierte del mal estado que presenta la torre románica de San Millán. Pero todo el mundo mira para otro lado y habrá que esperar a que la torre se venga abajo para que comience el coro de lamentos. Ejemplar cofradía la de la Virgen de la Soledad, por muchas razones. También por haberse hecho cargo, en exclusiva, de la conservación y mantenimiento del viejo templo. Sólo que ahora la intervención en la torre de la iglesia mozárabe se escapa de sus posibilidades y pide ayuda, quizá a sabiendas que ni el Obispado ni en las administraciones quieren saber nada del tema. Reconocimiento o ayuda de la autoridad civil, que no la esperen los recios hermanos de la Soledad. Lo peor es que tampoco les queda el consuelo de que la autoridad eclesiástica les de el templo en propiedad y lo consagre como Santuario de la Virgen de la Soledad. Es lo que tiene ser una cofradía de gentes con callos en las manos.

(ÚBEDA IDE@L, núm. 4, marzo de 2012)

jueves, 15 de marzo de 2012

CUESTIÓN TURÍSTICA





Úbeda, un año más, ha estado presente en FITUR para dar a conocer al mundo las excelencias de la ciudad y conseguir que nuestras calles se llenen de turistas que se paseen una mañana, que den un rule y luego cojan el autobús y se larguen a comer o dormir a otro sitio. ¿Es necesario que ciudades como Úbeda estén presentes en eventos como la Feria Internacional de Turismo? Sin duda. Pero es que la cuestión no es esa: el tema no es cómo o dónde nos vendemos, sino qué es lo que vendemos.

No hace falta haber viajado mucho para, en cuanto uno renuncia al ombliguismo típicamente ubetense, darse cuenta de que nuestro producto si es bueno presenta deficiencias importantes. Ahí tenemos el tema central de la declaración como Patrimonio Mundial por parte de la UNESCO para poder abrir los ojos a nuestra realidad como ciudad y sociedad. Y es que decimos lo de “Patrimonio de la Humanidad” con la boca llena, y la satisfacción nos impide ver la realidad de que poco —siendo optimistas— o nada —siendo realistas— hemos hecho en la senda que nos abrió esa declaración. Ahí están las casonas históricas de los barrios de San Pablo o San Pedro o Santa María arruinándose y deteriorándose; ahí están gimiendo ruinosos o comidos por la humedad los edificios de San Pedro, Santo Domingo, San Lorenzo, San Bartolomé o Madre de Dios del Campo; ahí está el desaparecido palacio de los condes de Gavia... La declaración como Patrimonio de la Humanidad no ha supuesto, en el caso de Úbeda, un estímulo colectivo para avanzar en la comprensión y la conservación de nuestro patrimonio histórico y artístico, de tal modo que se pudiera ofrecer, hablando en términos estrictamente turísticos, como un producto realmente singular y atractivo. Al contrario: sobre los pegotes más destacados de un centro histórico cada día más descontextualizado, los más variopintos sectores ubetenses se han lanzado a la tarea de estrujar la gallina de los huevos de oro.

Y así, movidos por el único afán de ganar mucho dinero en muy poco tiempo, sobre la realidad un poco triste de nuestras iglesias, nuestros conventos y nuestros palacios y casonas siempre cerrados, hemos construido una red de productos “turísticos” caros y poco acordes con la realidad del “público” al que el producto “Úbeda” se tenía que haber ofrecido. Con la mano en el corazón, hagamos un esfuerzo para vernos a nosotros mismos no como habitantes de esta ciudad sino como turistas. E imaginemos nuestra visita a esta ciudad.

Llegamos, y descubrimos que aunque el aparcamiento más bello del mundo, que es la Plaza Vázquez de Molina, está lleno de coches de policía, concejales y funcionarios, nosotros tenemos que dejar nuestro coche mal aparcado en cualquier rincón y a expensas de que nos lo multen. Luego, nos paseamos por Úbeda y después de habernos dado un atracón de fachadas, con un poco de suerte habremos podido entrar en alguna iglesia que no tiene nada destacado en su interior. A la hora de comer nos habremos sentado en algún “noveau” restaurante donde la comida es cierto que está buena pero el precio está dirigido no a la clase media que hace viajes culturales sino a gente que puede tirar de visa. Y después del café, pues no tendremos nada que hacer, porque por más que se cacaree la oferta cultural es muy reducida y la crisis va a terminar de finiquitarla y porque con una mañana hay de sobra para ver fachadas.

¿Repetiríamos un viaje así? ¿Se lo recomendaríamos a algún conocido nuestro? No, todo lo más, al volver a nuestra casa le diríamos a nuestros amigos que sí, que Úbeda está bien, que es bonica pero que...

Ese es el problema turístico de Úbeda: que los “pero que” son demasiados. Estamos tan convencidos de que los turistas son cosas a estrujar que nos hemos olvidado de que hay que mimarlos, cuidarlos y ofrecerles estímulos para que nos visiten: para conseguir visitantes, el boca a boca es mucho más potente que FITUR. Úbeda tiene potencial suficiente para convertirse en una pequeña joya del turismo cultural: sólo hace falta que la sociedad ubetense esté dispuesta a apostar, de manera decidida y sin complejos, por esa capitalidad cultural de la que ahora se habla y que, en realidad, no es más que una entelequia propagandística.

La industria ha sido siempre un agente económico muy secundario en Úbeda. La agricultura ha llegado al límite de su capacidad de aportación al tejido productivo de nuestra sociedad, por falta de coraje de los olivareros para unir esfuerzos en la comercialización. El comercio ubetense, antaño floreciente, tiene en plazas como Linares o Jaén capital competidores tan poderosos que difícilmente puede recuperar su papel central en la economía ubetense. Así las cosas, son el turismo y la cultura los únicos elementos que diferencian a Úbeda de otros lugares de la provincia. No apostar por ellos de manera decidida es desperdiciar el estímulo económico más potente que le queda a nuestra ciudad si no quiere adentrarse en una larga etapa de decaimiento. Claro que para ello hace falta un proceso de debate colectivo sobre lo que somos y lo que tenemos, y un decidido esfuerzo público para diseñar una política cultural —cultural, ¿eh?, no de espectáculo— ambiciosa, atractiva y que integre armónicamente todos sus elementos, y para diseñar un plan general de conservación y restauración y revitalización del centro histórico. Sólo cuando se tenga claro lo que se quiere hacer en esos dos motores potenciales del futuro de Úbeda, se podrá ir a FITUR con un plan turístico que satisfaga las demandas de nuestro público potencial. Sólo cuando pensemos en un futuro que no se agota mañana y cuando pensemos como sociedad, colectivamente, pensando todos en todos, sólo entonces estaremos en condiciones de haber resulto los “pero es que” de nuestros turistas. Y sólo entonces estos, cuando vuelvan a sus hogares, les dirán a los suyos “oye, iros unos días a Úbeda que merece la pena”.

(ÚBEDA IDE@L, núm. 3, febrero de 2012)

martes, 21 de febrero de 2012

COMO LA VIDA MISMA





Vaya por Dios, este año, así como el que no quiere la cosa, he dedicado unas cuantas horas a seguir, por la televisión autonómica, el concurso de agrupaciones del Carnaval de Cádiz. Y resulta que me quedo sorprendido, para sorpresa mía, con muchas cosas que llegan desde las tablas del Teatro Falla. La primera, esa portentosa capacidad del pueblo gaditano —el único pueblo con sentido del humor de toda España, que es un país sin sentido del humor— para crear músicas y letras, en las que sí, puede haber mucha morralla, pero entre las cuales descuellan acordes prodigiosos y letras de pasmosa calidad literaria, capaces de emocionarnos o de provocarnos una sonrisa o una carcajada con temas tan serios que, de entrada, no pensábamos que pudieran servir para la ironía o el sarcasmo.

Pero si hay algo verdaderamente sorprendente en ese océano de pasodobles y tangos y cuplés y popurrís con el que chirigotas, cuartetos, coros y comparsas inundan cada febrero el aire de su ciudad, es comprobar como en el lecho de todo ese revoltijo agitado de disfraces y voces discurre lenta, parsimoniosamente, la vida, la pura vida de todos y cada uno de nosotros y la vida de este país derrotado. La vida con sus amores y sus enamoramientos, con sus hijos y sus desesperanzas, con sus ilusiones y sus cuestas arriba, la vida colectiva con sus millones de parados y sus jóvenes emigrando al extranjero, con sus cunetas llenas de muertos de la guerra civil y con sus abuelos cuidando con sus pensiones de los hijos desahuciados, con sus borbones corruptos y sus políticos justamente aborrecidos y despreciados.

Y claro, el Carnaval de Cádiz hace desfilar la vida con emoción, con una desnudez casi hiriente, pero también con un grito de rebeldía. ¿Acaso el Carnaval no fue siempre ese espacio en el que las clases populares podían dar forma a su rabia sin temor a ser represaliados? ¿No había sido siempre el Carnaval una contestación del discurso del poder y de sus mentiras, una anotación de libertad esencialmente popular hecha en los márgenes de los tochos escritos por los servidores del poder? ¿No eran eso los carnavales durante la Edad Media? ¿No fue por eso por lo que la dictadura de Franco quiso acabar, sin realmente conseguirlo, con carnavales como los de Cádiz o Torreperogil o La Carolina?

La vida. La rebeldía. Y todo aderezado con un sentido del humor único. Es eso lo que nos atrae del Carnaval de Cádiz y lo que lo convierte en algo imprescindible, porque señala que no todo está tocado y podrido por la crisis y porque nos dice que no todas las voces han podido ser calladas. Es sano ese humor en un tiempo en el que la risa puede ser lo único que nos dejen, pero es sano porque los gaditanos han sabido convertirlo en una herramienta precisa para destripar las miserias del poder. ¿No ese el mensaje más necesario en este tiempo en el que todos los otros mensajes, sin guitarras ni pitos de Carnaval, suenan tan iguales, tan repetitivos, tan reiterados?

(IDEAL, 16 de febrero de 2012)