Hay algo positivo en el hecho de la muerte: nos ayuda a
situar las cosas en el lugar que realmente tienen que ocupar (lo importante en las
estanterías que siempre están a mano, lo accesorio en los cajones que cada día
se abren menos) y nos ayuda a conocer a las personas. Puede resultar una
paradoja, pero la muerte nos hace mejores en la medida en que nos ayuda a
valorar más y de manera más exacta todo aquello que tenemos y que nos rodea.
La madrugada del pasado 21 de
septiembre moría mi padre, tras dieciocho meses luchando contra un cáncer de
colon. Su enfermedad me ha hecho valorar más aún esa cosa maravillosa que es la
sanidad pública (¡cuánto tenemos que agradecerle al trabajo de profesionales
como la oncóloga que ha tratado a mi padre durante todo este tiempo, Irene
Mercedes González Cebrián!!!) y me impide comprender la crueldad inhumana de
los políticos que ahora quieren que los enfermos oncológicos paguen las
medicinas de su quimioterapia. Su enfermedad me ha enseñado la fragilidad de lo
que tenemos, lo quebradizo de nuestra felicidad y la necesidad de sostenerla
cada día apartando aquello que la daña. Pero yo hoy aquí no quiero reflexionar
ni sobre la enfermedad ni sobre la muerte de mi padre, porque la herida aún
duele mucho.