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lunes, 18 de julio de 2016

PENSAMIENTOS TURCOS




I. El sábado por la noche las hordas que horas antes habían respondido al llamamiento de las mezquitas y se habían echado a la calle a parar el golpe contra Erdogan patrullaron las calles de la vieja Constantinopla armadas con palos: su objetivo era golpear a todos los que estaban en las terrazas bebiendo alcohol.  La experiencia no era nueva: a mediados de junio, un grupo islamista había irrumpido en un local en el que un grupo de seguidores de Radiohead iba a celebrar una fiesta y golpeó a los asistentes con bates y botellas por “beber alcohol durante el Ramadán”. La única diferencia entre lo sucedido el 18 de junio y lo sucedido el 17 de julio es que entonces los islamistas contaron con el rechazo de toda la parte sana de la sociedad turca y ahora, esa parte del país que aspira a continuar viviendo en los valores de la República laica, se encuentra amedrentada  cuando no francamente amenazada.

II. El simplismo con el que hemos analizado lo sucedido en Turquía puede hacer que nos preguntemos de qué tienen miedo los turcos que creen en las libertades públicas o en los derechos fundamentales, si los militares golpistas han fracasado en su intentona. Aquí estamos acostumbrados a trazar con pasmosa facilidad las líneas que dividen lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro. Y, sin embargo, Turquía, para pasmo de nuestro doctrinarismo, vive en una pantanosa zona gris. Una zona que cada vez se va pareciendo más al retrato de nuestro propio futuro: ¿lo que está sucediendo en Turquía no debería enseñarnos a pensar  un futuro en el que la democracia puede comenzar a ser algo muy distinto del régimen de libertades y de derechos? La democracia es un mecanismo para elegir gobernantes mediante una mera agregación de votos individuales. Y lo que podemos denominar “metademocracia” es un sistema que incluye el respeto a las minorías, la separación de la religión y el estado, un régimen de garantías de las libertades individuales, etcétera. Y esos dos conceptos son los que están en conflicto en Turquía y los que, muy pronto, pueden entrar en conflicto en toda Europa.

III. Técnicamente “democracia” es gobierno del pueblo. En términos prácticos se traduce en elecciones libres en el que la población elige a sus representantes. Una mayoría de turcos votó a Erdogan, un puñado mayor de británicos decantó a Gran Bretaña por la pendiente del fracaso colectivo, millones de austriacos pueden aupar a un fascista a la Presidencia de su país este otoño y por las mismas fechas los estadounidenses pueden entregar su nación a Donald Trump y los franceses pueden darle la República Francesa a Le Pen el año que viene. Si estas cosas nos chirrían es porque hemos convertido la palabra “democracia” en un tótem reverencial y, sin criterio, identificamos elecciones democráticas con excelencia moral, pese a los muchos ejemplos que nos demuestran que el hecho de que millones de votos concurran en una misma dirección (ora la dirección de la estupidez, ora la de la maldad) no significa que esa dirección sea la mejor moralmente: significa, simplemente, que es la dirección que han elegido más personas. Dados los ropajes sacros con que hemos revestido el cuerpo de la democracia (y considerando el talibanismo que impregna la vida pública española) atreverse a decir que en muchas ocasiones el electorado “se equivoca” y que el emperador está desnudo implica que la guardia pretoriana de las esencias democráticas te tatúe con el calificativo de “fascista”. Así que no pondremos aquí en duda la virtud suprema del sabio pueblo transfigurado en cuerpo electoral.

IV. Erdogan es un gobernante democráticamente elegido: millones de votos de islamistas lo auparon al poder. A mí, particularmente, un islamista me provoca el mismo escalofrío ético y político que los justificadores de monseñor Cañizares y creo que ambos son igual de dañinos para la salud de un Estado democrático. Pero la democracia no pondera el peso del voto en función de que los partidos sean más o menos respetuosos con la “metademocracia”: un voto a favor del partido de Erdogan o del Frente Nacional Francés vale lo mismo que un voto a favor de un partido socialdemócrata o de la derecha liberal. Erdogan es un gobernante democráticamente elegido por más que sus ideas busquen, esencialmente, arriar los altos valores de la “metademocracia” en cuya dirección Ataturk orientó la proa de la República .

V. La democracia también es un sistema que tiene reglas ad futurum: el gobernante elegido por las urnas no puede viciar las reglas que permiten que su mayoría actual pueda terminar convertida en minoría en unas próximas elecciones. Y en nuestro pathos ético se exige que el gobernante democrático respete el espacio de la “metademocracia”. Y en estos dos sentidos calificar a Erdogan como “gobernante democrático” es ya mucho más problemático. Su leyes de marcada inspiración religiosa y limitadoras de derechos civiles, sus persecuciones de opositores o de periodistas libres, son buen ejemplo del dudoso talante democrático del islamista Erdogan. Pero es que, al fin y al cabo, el islamismo es una forma contemporánea de totalitarismo y, como todas las ideologías totalitarias, a lo que aspira es a infiltrar su ideología en todas las instituciones, haciendo saltar los resortes del Estado de Derecho hasta que éste queda convertido en pura apariencia, en mera fachada decorativa sin contenido alguno. Y esto se acentúa cuando el pensamiento totalitario se funda en la idea religiosa porque, al fin y al cabo, para la religión toda la verdad lo es por proceder de Dios y por lo tanto es algo indiscutible y no sujeto al debate público sin el cual no hay verdadera democracia: la ley no puede permitir el consumo de alcohol durante el Ramadán porque es el mismísimo Dios el que lo prohíbe.

VI. Muchos líderes occidentales han puesto a Erdogan como ejemplo de la compatibilidad entre islamismo y democracia. No han hecho sino vendar los ojos de las sociedades europeas, que no han apreciado la dimensión de la infiltración que el islamismo ha realizado en las instituciones democráticas y en el aparato del Estado turco, socavando los cimientos de la República fundada por Ataturk que, él sí, entendió claramente que sólo podría avanzarse hacia la democracia y la “metademocracia” recluyendo, de manera radical si fuese necesario, las cosas de la religión al ámbito de lo privado.

VII. El viernes por la noche los medios de comunicación y los líderes occidentales decretaron el estado de alegría por el fracaso del golpe militar contra un gobernante democráticamente elegido como es Erdogan, mientras los clérigos musulmanes encaramados a los alminares llamaban a las masas a echarse a la calle. Nos dijeron que las cosas en Turquía son o blancas o negras y que a Erdogan le tocaba ser lo blanco y a los militares golpistas lo negro. Y sin embargo, a estas horas la contradicción turca lo rebasa todo como un poderoso tsunami: miles de detenidos en una purga sin precedentes en la administración y el ejército turcos contra todos aquellos que duden de las virtudes del islamismo, o la propuesta de reinstauración de la pena de muerte dan buen ejemplo de la democracia que ha triunfado sobre el golpe militar. Pero sobre todo, lo más ilustrativo de eso que Europa se ha lanzado a apoyar sin titubeos, sean esas masas victoriosas sobre los golpistas que llenan las plazas de Turquía no dando vivas a la libertad o a la democracia sino gritando “¡Dios es grande!”. Son, posiblemente las mismas turbas que apalean a quienes beben alcohol. Y el gran símbolo de la victoria de Erdogan es ese joven que golpea con una correa a los soldados detenidos ante la pasividad de la policía que debería garantizar sus derechos: es la imagen viva del islamismo triunfante sobre el sistema de garantías de la verdadera democracia.

VIII. Puede que el precio a pagar por la victoria de la democracia en Turquía sean todos los derechos y todas las libertades que tan trabajosamente, con tantas vueltas atrás, con tantas contradicciones, ha ido hilvanando la República de Mustafá Kemal Ataturk. Desde el viernes por la noche me acuerdo de Camus que, increpado en Oslo por un joven que le reprochaba no ponerse de parte de la justicia (y la justicia era la independencia de Argelia, aun al precio de las bombas y la tortura), respondió que si la justicia eran las bombas que se ponían en los tranvías en los que podía viajar su madre él se quedaba con su madre. Pensaba también en los muchos turcos, y sobre todo muchas turcas, que han vivido durante años en una plenitud de libertades civiles y sociales desconocidas en el resto de países de mayoría musulmana (con la excepción de Túnez, donde, por cierto, también el ejército se encargó de dejar claro que no toleraría una victoria islamista) y en ese sentimiento suyo de que entre una democracia fundada en la grandeza de Dios y unos derechos tutelados por los militares quizá hubieran preferido la segunda opción. Esa que nosotros desechamos sin interrogantes, con la absoluta certeza de nuestra arrogancia, sabiendo que nuestras mujeres tienen garantizados sus derechos y que nadie va a apalearnos por echarnos una cerveza en una terraza de verano.

IX. Urge, en estos días, volver a esa maravillosa fábula sobre el presente de Turquía que es Nieve, la novela imprescindible de Pamuk. Y allí veremos que todo es gris y que vivimos en la contradicción.

X. Urgiría, también, conocer lo que nunca conoceremos: la responsabilidad de la Unión Europea, de la OTAN y de los Estados Unidos en preparar un golpe condenado a fracasar y del que el gran beneficiado es el "amigo" Erdogan. ¿Quién preparó el golpe contra Erdogan que, al fracasar, ha permito a Erdogan dar un golpe de Estado definitivo contra la República de Ataturk? ¿Quién diseñó la estrategia (las listas de cientos de jueces, policías, militares y funcionarios depurados en cuestión de horas por no comulgar con la deriva islámica de Turquía) para aupar a Erdogan a un poder incontestable, desde el que pueda manejar mucho mejor negocios como la compra de refugiados que le hizo a Bruselas así como el que compra esclavos?

martes, 8 de marzo de 2016

CUANDO EUROPA DEJÓ DE SER EUROPA




El imaginario europeo es un vasto territorio moral que, desde los tiempos del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, se ha venido construyendo con la aspiración de habilitar un espacio en la tierra donde no fuera posible que los humanos volviesen a sentir vergüenza de ser humanos. Podríamos hacer una larga lista con los valores morales que se han ido agregando al ideal de una Europa unida: la libertad, la dignidad de la persona, la solidaridad, la compasión, el justo reparto de la riqueza, la acogida del que sufre, el respeto de los derechos de las minorías y un largo etcétera.

Fue necesario el horror de los años 30 y de la II Guerra Mundial para que Europa se afirmase como un proyecto diferente ante el mundo que acaba de derrotar al fascismo y en el que aún se enseñoreaba el terror de los regímenes comunistas. De aquella Europa en ruinas y llena de viudas, huérfanos y desplazados surge la voz potente a favor de la unión de los estados europeos: una unión que hiciera posible que Europa pudiera volver a mirarse, sin sonrojar, en el espejo de la historia.

El pacto fundacional de lo que conocemos como Unión Europea es un pacto, básicamente, entre la socialdemocracia y la democracia cristiana, o sea, entre las dos fuerzas ideológicas que alentadas de un humanismo de altos vuelos, entienden que Europa necesita una cura de humanidad y que apuestan por construir una política con las zonas templadas del espíritu y de rosto humano en la que concurra lo mejor del legado histórico de Occidente. El pacto fundacional se basa también en el reconocimiento implícito de que el potencial alemán es tan grande, que necesita ser controlado para no convertirse en un cáncer que colonizase todo el cuerpo europeo.

Quizá el origen ideológico de la fundación de la Unión explica su quiebra actual: desaparecidas del panorama político, tras 1989, tanto la socialdemocracia como la democracia cristiana, el proyecto europeo se ha quedado sin valedores. Porque defender esta Unión sin alma europea que desde hace décadas defienden los líderes europeos, no puede ser, en ningún caso, defender la Unión Europea. Esto de hoy es una cosa muy distinta de aquella Europa con la que soñaban los fundadores de  la postguerra mundial. Quizá la quiebra de la Unión se explica también porque se ha convertido en un mero apéndice burocrático al servicio del Reich Alemán construido sobre las divisiones financieras del euro y tomado por la doctrina del control del déficit sean cuales sean los sufrimientos que esto cause.

La socialdemocracia y la democracia cristiana han sido sustituidas por fuerzas ideológicas que nada tienen que ver con el ideario fundacional. Populismos de (extrema) derecha y de (extrema) izquierda que surgen como setas espoleados por un descontento ciudadano sin parangón desde los años 30 y que responden a las políticas del neoliberalismo, que han sido las que han socavado todos los principios morales, toda la arquitectura ética y todo el armazón humanista que sostenían la Unión Europea. Liberales de nuevo cuño, que defienden una política granítica, angulosa, sin ninguna capacidad de empatía con los sufrimientos humanos. Líderes sin ideas, dispuestos a pactar con el diablo con tal de mantener el aparato desnudo de la Unión Europea, sin valores, sin principios, sin moral, sin ética. El sueño de los líderes europeos de 2016 es mantener una Unión Europea sin Europa: un aparato despiadado y sin valores.

La Unión Europea ya no puede ser sinónimo de libertad, de solidaridad o de compasión con los que sufren. Lo fue para la generación de nuestros abuelos, pero para la de nuestros hijos la Unión Europea es la impulsora y la justificadora de los recortes si piedad en los servicios públicos, en la asistencia social o en los derechos de los trabajadores; la Unión Europea de nuestros hijos será la que no duda en pactar con los conservadores británicos la destrucción de los valores europeos para mantener “Europa”; la Unión Europea es, desde hoy, la que pacta con esa Turquía en la que el islamismo carcome la democracia y el pluralismo político y social, para convertir a Turquía en un gran campo de refugiados donde arrojar, como fardos de carne podrida, a los niños, a las mujeres y a los ancianos que vienen huyendo de las guerras de Oriente Medio y que ahora quedarán al cuidado del gobierno Erdogan, que no sólo no garantiza la protección de los derechos humanos sino que es un creciente peligro para los mismos. La Unión Europea es ya la que viene consintiendo, durante todo el invierno, que en los campos de la frontera entre Grecia y Macedonia  duerman miles de niños sobre el barro y bajo la lluvia, enfermos, sin alimentos ni tiendas de campaña, después de haber recorrido a pie miles de kilómetros y de haberse jugado la vida cruzando el Egeo en barcas de juguete.

La Unión Europea nació para que hubiese un lugar en la tierra en el que no hubiese que sentir vergüenza de ser humanos. Pero hoy, cuando desde Grecia nos llega el clamor de un sufrimiento que no se veía en nuestros países desde las matanzas nazis y desde la ocupación soviética, hoy, cuando se firma con Turquía el pacto más vergonzoso desde el firmado por Daladier y Chamberlein en Munich en 1938, hoy, la bandera azul de las estrellas amarillas sólo puede mirarse con asco. Y con vergüenza. Con la misma vergüenza que no quisieron que sintiéramos quienes habían contemplado las columnas de humo de los campos de exterminio y  las masas de niños y mujeres vagando por las fronteras, huyendo de la muerte. 

martes, 1 de marzo de 2016

POLÍTICA EN PROSA



Quiero pensar (triste forma de consuelo) que formo parte de ese grupo grande de ciudadanos españoles que, a estas alturas, sólo sienten cansancio cuando miran al panorama político. Porque hay demasiada grandilocuencia que envuelve demasiada oquedad como para que el aparato de la política nacional no nos pese como una losa.

Nuestros políticos hacen una política a lo lírico, con discursos adornados de arrebatos espasmódicos que pretenden hacernos creer que vivimos una situación excepcional. Porque ciertamente hay momentos de la historia en los que se necesita una política de vuelos poéticos (una política de la épica y de la lírica), capaz de electrizar a una sociedad que se enfrenta a una tarea ingente. Pienso en Churchill y en aquel discurso suyo de la sangre, el sudor y las lágrimas que fue el punto en el que se torció la victoria del fascismo. Pero, cumplida la tarea que exigió el esfuerzo épico y el derroche lírico, lo normal es volver a los márgenes normales de la prosa cotidiana. Pienso en la inteligencia del pueblo inglés que, nada más terminar la II Guerra Mundial, entregó el gobierno no al excesivo Churchill sino a ese hombre normal y corriente que era Attlee.

Los españoles no vivimos un momento épico que requiera una política lírica, no vivimos un momento de encrucijada, y esas apelaciones carentes de racionalidad y sobrecargadas de pseudo-poéticas ora pseudo-revolucionarias ora pseudo-patrioticas que abundan en todos los grupos políticos (en unos más que en otros, cierto es) y que construyendo un imaginario que no se corresponde con la exacta realidad, no buscan más que dividir y segar los espacios de la racionalidad política. En España ni está ni se espera al Apocalípsis, pero los políticos andan empeñados en convencernos de que el Apocalípsis es eso que nos espera si es el otro el que gobierna.

No somos una sociedad perfecta, pero somos una sociedad que ha hecho grandes cosas en estos años, en los cuarenta años que se corresponden con los que yo tengo vividos; vistos mis cuarenta años en perspectiva histórica y colectiva estoy absolutamente convencido de que sólo podemos ser honestos si asumimos que son más las cosas que hemos hecho bien que esas que se nos han torcido. No somos una democracia perfecta, pero somos una democracia con herramientas para perfeccionarse y mejorarse. No tenemos unos servicios públicos comparables a los daneses o los suecos (tampoco queremos pagar unos impuestos que nos permitan mantener unos servicios así), pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de la red de protección social que se ha construido en estos años (y que ni siquiera las políticas de Rajoy han podido destruir) o de servicios como la sanidad pública. No tenemos los mejores servicios públicos de Europa, pero cada día funcionan en nuestro país, gracias al trabajo de profesionales extraordinarios, hospitales y escuelas públicas, universidades, museos, centros de atención a mujeres maltratadas, residencias públicas de mayores, bibliotecas, laboratorios, una vasta red de servicios impensables hace cuatro décadas y que demuestran que sí, que nos queda mucho camino por recorrer, pero que es mucho el que hemos recorrido. No vivimos en el mejor de los países, pero podemos mejorarlo porque vamos adquiriendo conciencia de que hay cosas que pueden y deben mejorarse y porque, tímida, tenemos conciencia de nuestros valores como sociedad en la que la familia, la solidaridad o el sentido de la justicia del que hablaba Machado no han podido ser derrotados por el egoísmo neoliberal. Tenemos problemas, pero son los problemas que tienen las sociedades de nuestro entorno, porque en estos cuarenta años hemos dejado de ser una excepción situada en el costado de Europa para ser una sociedad equiparable al resto de sociedades occidentales y en muchos aspectos mejor que nuestros vecinos. Es cierto que nos falta confianza en nosotros mismos y capacidad para creernos capaces de seguir haciendo cosas importantes juntos, pero sabemos ya que no estamos condenados por ninguna tara histórica ni somos el resultado de un maleficio.

No somos una excepción. Y no vivimos una situación excepcional. Por eso sobra la política de la poética, la política de la lírica y de la épica, con la que quieren arrebatar nuestra normalidad necesitada de reformas. Porque el edificio tiene problemas, pero no necesita ser tirado hasta los cimientos para levantar uno nuevo: la tarea necesaria es la de cambiar puertas, ventanas, suelos, pintura o tuberías, pero los cimientos, los muros y los tejados son sólidos por primera vez en nuestra historia contemporánea y merece la pena conservarlos.

Es necesaria una política de prosa que no tenga miedo a resultar gris por huir de lo blanco y de lo negro, una política de prosa escrita por un redactor que sabe que lo que escribe, que siempre elige la palabra certera, una prosa con márgenes y líneas rectas, una prosa que no aspira al Premio Nobel pero que no sonroja por sus incorrecciones y sus faltas de ortografía, una prosa capaz de abarcar la realidad, de describir, de proponer y disponer, una prosa sensata pero que no tenga miedo de expresar una emoción y de dejarse apresar por el valor de la compasión. 

Frente a esa política lírica que nos agota, urge reivindicar una política en prosa: no para que nos ilusione sino para, que simplemente, nos haga volver a sentirnos partícipes de la cosa pública. Porque estos tiempos nuestros no requieren un Winston Churchill (ni tampoco un Ché Guevara) sino un Clement Attlee. Nada más y nada menos que un Clement Attlee, porque no hay ninguna guerra que ganar ni ninguna revolución que cumplir, porque sólo hay una realidad que gestionar y reformar y mejorar.

jueves, 14 de enero de 2016

POLÍTICA DEL PARECER




Hubo un momento de la historia en que los partidos políticos “eran”: socialistas, socialdemócratas, comunistas, populares, democratacristianos, liberales… Siguió otra etapa, la Era del Bienestar, en que los partidos se transformaron en “transversales” y desde el ser transitaron al “tener”: tener votos, captar electores. Ahora lo único que le interesa a los partidos es “parecer” y “aparecer”: vivimos en la edad del espectáculo y la representación ha colonizado todas las facetas de la vida social. También en la política lo único que ya cuenta es vender la mercancía y para ello es necesario todo el atrezzo del espectáculo como expresión perfecta de la propaganda comercial.

Del ser se pasó al tener y del tener al parecer: Guy Debord señaló ese tránsito que el Mundo Capitalista ha vivido (o padecido) de modo acelerado en el siglo XX en su análisis de la sociedad del espectáculo, uno de los más certeros que se hayan hecho de las sociedades en que vivimos y en las que todo es apariencia y aparición. Ya lo único que cuenta son el gesto, el eslogan y el hashtag. La Mercadotecnia es la Verdad.

Podemos ha captado y explotado esta vaciedad contemporánea de lo humano con absoluta certeza y de ahí su éxito electoral. Podemos reivindica sus orígenes en las plazas de la indignación, pero en realidad donde Podemos cristaliza como fuerza política es en los platós de la televisión: y es el manejo del discurso televisivo lo que ha hecho posible su crecimiento electoral. Sin la transformación de la política en una mercancía vendida por habilísimos telepredicadores (una mercancía que suplanta las genuinas relaciones humanas y que no responde a más criterios que los propios del mercado de la postmodernidad capitalista) Podemos no habría podido nunca conquistar electoralmente los espacios sociales de la clase media, ávida siempre por consumir el último producto anunciado por la pequeña pantalla para no quedar descabalgada de la moda del minuto anterior.

A modo de gran chamán del Espacio Cibernético y Tecnológico, Podemos ha entendido que en el mundo de hoy no hay más política que la de los gestos y las imágenes y toda su estrategia está diseñada en función de las necesidades intrínsecas de todo espectáculo: guión, tramoya, atrezo, vestuario, gestualidad, actores principales, figurantes, trucos, música, lágrimas, sonrisas, impostura que parezca siempre sinceridad.

En un país abocado a unas nuevas elecciones generales, los gestos y las imágenes los son todo porque son ellos los que perpetúan en el tiempo del telediario el espectáculo de las campañas electorales. Los discursos que podían recopilarse en libros, pertenecen a la época del ser y ya son historia: ahora lo único que cuentan son la imagen y la aparición, que tanto más poder de colonización tienen cuanto más estrafalarias sean.

Podemos no hace nada gratuitamente: sus puestas en escena son absolutamente perfectas y la envoltura de su apariciones epifánicas está milimétricamente medida y tiene planchadas hasta las arrugas que haya que presentar si el guión lo exige. El espectáculo (en la tercera acepción del DRAE: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”) que ayer Podemos desplegó durante la inauguración la XIª Legislatura de la democracia pudo desconcertar a muchos: pero Podemos sabía que desconcertando y descolocando ganaba nuevas cuotas de mercado. Nada fue gratuito y todo estuvo puesto al servicio de la captación de nuevos clientes, dígase votantes.

Desde el punto de vista de la eficacia publicitaria, lo hecho ayer por Podemos en el Congreso de los Diputados lo fue hasta tal punto, que copó todas las portadas mediáticas ocultando incluso algo tan repugnante como la presencia en la cámara del diputado Gómez de la Serna. Pero esto, claro, también forma parte del guión: desplegar una gestualidad tan rotunda que lo oculte todo hasta conseguir que sólo se hable de esos gestos para luego acusar de que no se habla de lo que los gestos ocultaron, resaltando así la imagen inmaculada de los actuantes y su contraste con “la casta”, con “el búnker”, con todos esos ciudadanos que se niegan a comulgar con el producto que venden. Y así, en un fascinante bucle publicitario que engorda las ventas de Podemos, maestros absolutos de la política del parecer.


CODA. Ayer, al ver a Pablo Iglesias haciendo carantoñas al bebé de Bescansa en los escaños del Congreso de los Diputados me acordé, inmediatamente, de mi abuelo Juan. De él aprendí a desconfiar de la exhibición y del histrionismo en la política: a él se le revolvían las tripas cada vez que, por poner un ejemplo, veía a un político con un casco en una mina o en una obra; supongo que era la herencia de haber visto tantas veces a Franco haciéndose el cercano en las inauguraciones de fábricas, viviendas protegidas o pantanos. Ayer (exigencias del guión) el Líder Supremo se revistió de Padrecito, pero yo al verlo sólo añoraba el certero exabrupto de mi abuelo Juan. 

viernes, 4 de septiembre de 2015

PREFIERO NO DECIR




Prefiero no decir porqué no traigo aquí esa foto desoladora de Aylan, el niño sirio ahogado, ese cuerpo mostrado para vergüenza de Europa (si Europa tuviese vergüenza, si Europa tuviese conciencia) en el lugar en que rompen las olas.

Prefiero no decir lo que opino de todos los líderes europeos, de todos los presidentes, de todos los primeros ministros, de todos los ministros, de todos los parlamentarios. De cualquier color, de cualquier partido, de cualquier supuesta idea, si es que Europa aún tiene ideas y no sólo interés y codicia. 

Prefiero no decir lo que opino de la Unión Europea, ese monstruo burocrático puesto al servicio de Alemania.

Prefiero no dar rienda suelta en modo de palabras a mi rabia, a mi indignación, a mi vergüenza, a mis remordimientos, a mi cobardía.

Hoy, simplemente, prefiero no decir porque todo está ya dicho, porque todo lo ha dicho el padre del niño ahogado, porque todo lo ha dicho la foto del cadáver del niño ahogado.

miércoles, 1 de julio de 2015

SI YO FUESE GRIEGO





Si yo fuese griego, le daría las gracias al gobierno de mi país (lo hubiese votado o no) por haberme permitido expresarme sobre cómo quiero que sea el país que heredarán mis hijos, por haberme permitido asumir mi condición de ciudadano libre y mi responsabilidad personal y patriótica y mi dignidad cívica, haciéndome ver que mi país es mío y de mis hijos y no de las instituciones europeas secuestradas por Berlín.

Si yo fuese griego asumiría que mi país se encuentran en una situación excepcional, como si por él hubiese pasado una plaga bíblica, como si hubiese sido sacudido por un terremoto, como si acabase de salir de una guerra, como si todo fuesen escombros y cenizas y fuese necesario empezar de cero y hubiese que reconstruir la vida y la esperanza con sacrificios sin límite pero sin consentir más humillaciones de los nietos de quienes arrasaron mi país en 1941 y a los que, luego, les perdonamos sus crímenes.

Si yo fuese griego votaría "no" el domingo sabiendo que el lunes vendrán la sangre, el sudor y las lágrimas. Pero es que la sangre, el sudor y las lágrimas también vendrían si votase sí, solo que entonces, vendrían sin futuro para mis hijos.

Si yo fuese griego el domingo, después de votar, dormiría preocupado pero sin duda conciliado conmigo mismo por haber intentado rescatar la idea y el ideal de Europa de las zarpas de Alemania, restaurando la dignidad de la política de los libres sobre el imperio de la necesidad de las monedas.

Si yo fuese griego votaría no y luego maldeciría a los políticos y a los dioses y al destino y a mi mismo por el dolor que mi voto pueda causarle a mis hijos, pero lo haría con la cabeza alta de los hombres libres.

Si yo fuese griego.

lunes, 29 de junio de 2015

SALVAR A EUROPA





Grosso modo, puede que mañana nuestros hijos estudien así la historia europea del siglo que va de la Primera Guerra Mundial a nuestros días.

En 1914, la Alemania de Guillermo II intentó avasallar a Europa con la fuerza bruta del ejército prusiano y la complicidad del Imperio de los Habsburgo. Entonces, salvaron a Europa la resistencia de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Woodrow Wilson.

En 1939, la Alemania de Hitler intentó avasallar a Europa con la fuerza bruta de las divisiones pánzers y de las SS y la complicidad de la Italia de Mussolini. Entonces, salvaron a Europa las guerrillas antifascistas, la resistencia de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Franklin Delano Rooselvet.

En 2015, la Alemania de Merkel llevaba varios años intentando avasallar a Europa con la fuerza bruta del euro y la complicidad del Consejo Europeo y las instituciones de la Unión Europea. Entonces, salvaron a Europa la resistencia de los griegos, el euroescepticismo de los ingleses y la intervención de los Estados Unidos presididos por el demócrata Barak Obama.

(Yo entiendo por Europa ese espacio ético, moral, espiritual, cultural, histórico, político, cívico... que se funda en los derechos de las personas y en la libertad que rechaza el concepto de necesidad. Precisamente todo aquello que Alemania, entendida como concepto histórico, lleva cien años negando.)

sábado, 29 de diciembre de 2012

LECCIÓN DE FUTURO





Juan Carlos de Borbón hablaba en su mensaje de Nochebuena de "política de altura", y los diputados de la Asamblea de Madrid han respondido a su llamamiento jugando con sus móviles y tabletas mientras se ventilaba uno de los asuntos más importantes de los últimos años: la privatización de gran parte de la sanidad madrileña, que acabará traduciéndose en una sanidad para ricos y la beneficencia para los pobres. Y sin embargo no fue esa despreocupación y ese desprecio por las cosas de las personas corrientes lo más demoledor que dejó el debate de la Asamblea de Madrid. Lo peor es la lección que se ha lanzado al futuro al aprobar esa medida en contra de la voluntad de miles de médicos, enfermeros o celadores y de millones de ciudadanos. Un día después de que se aprobase esa norma que causará dolor y sufrimiento en cantidades desconocidas en España desde hace mucho tiempo, Irene Lozano escribía que "la democracia no consiste en obtener la mayoría en las urnas para, a partir de ahí, actuar a capricho, ejerciendo el poder contra los ciudadanos." Los diputados populares de la Asamblea de Madrid han lanzado, sin embargo, el mensaje contrario: para ellos la democracia es un rodillo que oculta intenciones y que machaca a los ciudadanos. Y más peligroso aún es lo que nos han dicho a todos los ciudadanos: han dejado claro que de nada sirven las huelgas legalmente convocadas, las manifestaciones multitudinarias, los bailes y las canciones en las puertas de los hospitales, las firmas, toda esa protesta pacífica, de ira cívica y contenida. ¿Qué es lo que nos quieren decir con ese desprecio monumental a una calle cada día más harta y más cansada? ¿Que si con la palabra no es posible conservar los derechos que nos ganaron nuestros abuelos y nuestros padres? ¿Que la protesta pacífica es una pérdida de tiempo porque la voluntad partidista de destrucción de la sociedad del bienestar se ha convertido en una especie de Leviatán situado por encima del bien y del mal, de los ciudadanos y de la democracia? ¿Que la única vía que queda es la violencia? Qué oscuro futuro están abriendo bajo nuestros pies, qué oscuro.

jueves, 27 de diciembre de 2012

CUENTO DE NAVIDAD





NOCHEBUENA.— María tiene una sonrisa que no puede borrarse de su cara y unos ojos marrones y grandes que parecen un anuncio de bombones. José se enamoró de ella sobre todo por los ojos, porque pensaba que era imposible naufragar en la vida si la primera ventana a la que uno podía asomarse al despertar eran los ojos sin fondo de María. Cuando los dos perdieron sus trabajos y su casa y se vieron sin nada en la calle, fueron esos ojos los que lo salvaron, porque en ellos veía un futuro o, al menos, algo que se le parece mucho. Gracias a los ojos de María construyeron una casita casi chabola en un descampado de las afueras de la ciudad, junto a inmenso sauce llorón que en diciembre tiene unas ramas infinitas y desnudas que siempre están cubiertas por la escarcha. Gracias a los ojos de María acogieron un ternero que alguien había dejado abandonado junto al sauce y a un burro lleno de magulladuras, y les construyeron un establo pequeño y pintado de azul junto a su casa. El ternero resultó ser macho y no servía para dar leche y aún así lo querían con devoción porque tenía unos ojos lánguidos, como una tarde frente al mar, como los de María; al burro lo utilizaron para ir por los pueblecitos de alrededor vendiendo los juguetes de madera que construía José y los broches de fieltro con mil formas diferentes que María hacía en las largas noches sin televisor.

Una noche de finales de marzo, con la primavera recién estrenada y con las ramas del llorón cuajadas de yemas verdes y de pájaros, María se quedó embarazada. Se lo dijo a José mientras le calentaba el café y a punto estuvo él de atragantarse con la magdalena. Aquella mañana, los ojos de María brillaban con una luz distinta y José supo que en el fondo de aquella luz había un milagro, tal vez una promesa, algo desconocido y lleno de ternura. Muy pocos días después, el embarazo de María comenzó a complicarse y tuvo que guardar reposo absoluto. No pudo seguir haciendo muñequitos de fieltro y no podía acompañar a José, montada sobre el burro de terciopelo canela, por los pueblos. Pero, feliz, porque en ella la felicidad era un estado constitutivo, se pasaba los largos días del verano sentada en la puerta de su casa, echando maíz y cáscaras de melón y sandía cortadas en pedazos minúsculos a las gallinas, contemplando los olivos, la tierra áspera de los campos recién segados, el ciprés en toda su plenitud de hojas colgantes y de cantos de gorriones.

Les costó mucho vender el ternero y el burro, porque sabían que los dos acabarían en un matadero, convertidos en filetes y en despojos, pero no tuvieron más remedio porque las medicinas de María costaban caras. Cuando el marchante de ganado puso el fajo de billetes sobre las manos de José, él no pudo evitar las lágrimas. Pero sintió detrás los ojos de María, entornados no para ocultar la tristeza sino para cobijar el futuro, y entendió que la vida es así, cruda y desagradecida, y que ellos no podían cambiarla, tal vez ni siquiera comprenderla. Se trataba, tan solo, de poder vivirla, con esa naturalidad desprendida con la que los ojos de María nombraban todas las cosas del mundo con tan solo mirarlas. Y con ese amargo convencimiento fueron pasando para José las lunas del otoño y los días cortos de diciembre, hasta que la noche del 24 María se puso de parto.

José, torpe y nervioso, descubrió que no tenían dinero para pagar una clínica y le aterraba pensar que María tendría que parir en la chabola. Pero los ojos de María lo invitaron a no tener miedo, a tener confianza. Le dijo, cogiendo su mano y calmándolo como se calma a un niño, que buscase a Melchor y a Gaspar, dos amigos, enfermeros, que trabajaban en un hospital de la beneficencia por sueldos ridículos. José y María habían sido sus padrinos de boda, y ella sabía que con su ayuda bastaría para que el niño naciera bien. «Búscalos, José, el niño esperará hasta que ellos vengan, no desesperes... ¡y quítate esa cara de pasmarote, que me dan más dolores de solo verte!». Y José, al atardecer, salió disparado a buscarlos: no estaban en su casa, ni en el pub en el que solían tomar café. Ya de noche llegó al pequeño hospital en el que trabajaban y el celador que había en la puerta le dijo que habían salido a atender a un enfermo de cáncer que se estaba muriendo. José se deslizó sobre los azulejos viejos y limpios, y en el suelo se lo encontró Baltasar.

Baltasar había llegado hacía muchos años desde algún país de África. Había cruzado el mar en una barca de plástico, había sobrevivido a un naufragio y había logrado salvar el título de médico que traía envuelto en un tubo de aluminio. Nadie lo quiso cuando llegó y se dedicó a trabajar en ese hospital humilde, casi sin recursos, en el que se atendía a los desahuciados y a los enfermos crónicos, a los que no podían pagar sus quimioterapias y sólo les quedaba el consuelo de morir sin dolor.

—¿Qué te ocurre, José? —la voz de Baltasar era húmeda, rica, llena de nieblas y de soles. Baltasar había visitado a María durante todo el otoño, acompañando siempre a Melchor y Gaspar y a José le encantaba oírlo hablar con su mujer de recetas con productos humildes que se podían coger en el campo, los dos sentados en la puerta al sol de la atardecida, charlando como dos amigos que se conocen desde siempre.

José le contó desesperado lo que pasaba y sin darle tiempo a suplicarle que fuese con él para ayudar a parir a María, Baltasar lo cogió de la mano y lo levantó, le dijo al celador a donde iba para que le diese aviso a los dos enfermeros y se marchó caminando deprisa, en medio de la ventisca que atizaba en el filo de la medianoche, hacia la casucha de José. Y allí —Melchor y Gaspar habían llegado justo cuando el niño asomaba su cabeza por entre los muslos poderosos de su madre—, mientras el gallo desafiaba a la nieve y al viento con su grito orgulloso, nació un niño al que pusieron por nombre Jesús.

 
NAVIDAD.— El día de Navidad, María resplandecía en su cama blanca. José nunca le había visto los ojos tan grandes ni tan brillantes. Tenía hambre y desayunó unos picatostes con chocolate que les habían traído Melchor, Gaspar y Baltasar. Se habían ido los tres ya tarde, después de recoger y limpiar todo lo que el parto había ensuciado, después de besar a la madre y al niño y de tapar con una manta a un José que se había quedado dormido, de puro cansancio y pura felicidad, en el sillón desvencijado de la chabola. Y habían acudido temprano, acompañados por un puñado de amigos que llegaron para felicitar a los padres y contemplar la inocencia feliz del niño. Sabían que José y María estaban casi sin nada y trajeron pañales, leche y biberones para Jesús. José y María, cogidos de la mano, lloraron de emoción; el niño, simplemente de hambre.


LOS INOCENTES.— María estaba aquella mañana sola en la casa. Había vuelto a hacer figuritas de fieltro, y ahora, sin ella saber por qué, sus manos sólo sabían hacer niños sobre margaritas, pájaros rompiendo el cascarón y panes adornados con rebanadas de queso. Estaba descansando mientras amamantaba a Jesús cuando irrumpieron en su salón los policías y el juez, con sus uniformes y su toga de raso brillante.

—Han levantado su casa de manera ilegal y sobre un terreno que no les pertenece. —El juez tenía una voz afilada, como de navaja recién comprada; los policías la miraban con una mezcla torpe de deseo y de asco—. Aquí tiene la orden del ayuntamiento para destruir esta mierda de casa, que yo no sé cómo pueden criar aquí a un niño. Aquí tiene la orden del juzgado para que abandonen este terreno que pertenece al banco. Aquí tiene la citación para el juicio; acudan con abogado y procurador. Firme los tres papeles encima del nombre de su marido. —Uno de los policías, al acercarle los documentos, intentó tocarle el pezón, pero ella le apartó la mano dulcemente, sin aspereza, mientras lo miraba con una mirada que él nunca había visto antes y que lo dejó temblando en un sentimiento desconocido que no sabía si era vergüenza

—No voy a firmar. Esta casa y este terreno no son míos ni de mi marido, son de mi hijo. En ellos nació, en ellos come y duerme, en ellos toma el sol y escucha como cantan los pájaros.

El juez la miró con asco y tiró los papeles dentro de la cuna que José había hecho para Jesús.

—Da igual, si no quieren por las buenas, tendrán que ser por las malas. Puta escoria...

María le contó esto a José y tuvo que abrir sus ojos más que nunca para que en ellos cupiese todo el miedo del humilde carpintero de juguetes. «No estaremos solos», le dijo mientras secaba sus lágrimas. Y al tercer día, una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad se agolpaban en las puertas de la casa de la humilde familia para impedir que los echaran.

Lejos de aquellos gritos y de aquella rabia y de aquella esperanza, en el fondo amoquetado de su despacho, el presidente del banco descolgó el teléfono y marcó el número directo del ministro.

—Ministro, no podemos tolerar lo que está sucediendo en esa chabola dichosa. Me dice el director de mi oficina que hoy había congregadas miles de personas con sus hijos pequeños, utilizándolos como escudos humanos... sí, sin duda... una gentuza sin escrúpulos... sí, utilizar a sus hijos para eso es de no tener vergüenza... sí, que sí, pero que me deje hablar... verá, el caso es que esto no para de salir en todas las televisiones y me temo que el caso acabe afectándonos en las cotizaciones en bolsa... sí, claro, una solución rápida... sí, yo tengo pensado algo, efectivo, claro, como el corte de un bisturí... claro, lo mejor es mandar un pelotón de guardias o de soldados y ordenarles que disparen... evidentemente lo mejor es disparar contra los niños... está claro que en cuanto los padres vean a quince o veinte de esas criaturas zarrapastrosas muertas se acojonarán y dejarán de dar por culo y nosotros podremos ocupar nuestro terreno... claro que el derecho de propiedad es sagrado, ministro, y que todo el mundo entenderá su orden de hacer que se respete nuestro derecho y al final, cuando construyamos allí el prostíbulo y el casino y creemos puestos de trabajo nadie se acordará de los muertos ni mucho menos de esa familia de los cojones... eso es extraordinario, hablar con el fiscal general y con el presidente del consejo general del poder judicial para que dicten autos diciendo que no se aprecia vulneración de derechos constitucionales en la operación policial es una idea extraordinaria... claro que con esa seguridad la policía trabajará más a gusto y por supuesto que nosotros libraremos una partida extraordinaria para darles una gratificación a los agentes, faltaría más... es que no hay otra manera de que una sociedad funcione si no es restableciendo el orden y cooperando nosotros y ustedes, todos al servicio del interés general, como siempre ha sido... no tienes que agradecerme nada, ministro, soy yo el que en nombre de mis accionistas tengo que darte las gracias por esa lección de patriotismo que vas a dar en las próximas horas... sí, un beso también para tu mujer y tus hijos...

Y los policías dispararon durante toda la tarde, sin descanso, llenando y vaciando el cargador con la monotonía de los que no tienen prisa por cumplir una orden certera. «Disparen contra los niños».

Por la noche, todo el descampado estaba lleno de padres y madres y abuelos que lloraban sin consuelo. Los cadáveres de los niños parecían flores tronchadas sobre los charcos de sangre congelada. Los policías acechaban hoscos, fríos. El secretario judicial, a voz en grito, ordenaba despejar el descampado porque si no la policía tendría que actuar no con la blandura hasta ahora demostrada sino con verdadera contundencia. Los padres recogieron los cadáveres de sus hijos, los liaron en mantas, en tocas de lana, y se fueron marchando lentamente, arrastrando los pies, masticando su deseo de revancha, sus ganas de desquite.


NOCHE DE REYES.— Dentro de la chabola José recogía lo poco que les habían dejado. Les habían dado media hora para marcharse. En la puerta los esperaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Habían traído un pequeño ataúd blanco.

María metió dentro a Jesús, le limpió el cuajarón de sangre negra de la nariz, la leche reseca de la boca a medio abrir. Le cerró los ojos ya turbios por la muerte. Le ató sus patucos de lana. Lo tapó con una manta y se abrazó a José: no había nada dentro de los ojos de su mujer, eran todo superficie barrida por el viento de la noche oscura.

—Hará frío en el fondo de la tierra... es invierno, siempre es invierno, José, siempre es invierno.

(UBEDA IDE@L, Núm. 14, diciembre de 2012)

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jueves, 20 de diciembre de 2012

PARA EL FIN DEL MUNDO





De ser ciertas las teorías de los catastrofistas, los mayas habrían previsto el fin del mundo para mañana viernes 21 de diciembre de 2012. «¡Qué alivio, por fin se acaba esto!», pensarán tantas criaturas desesperadas para las que el día a día se ha convertido en una tortura. «¡Vaya putada, precisamente mañana!», estarán pensando los que ya tenían hechas las maletas para marcharse durante el puente de la Navidad a esquiar o a la playa o a la casa del pueblo. ¿Se acabará el mundo con un terremoto de magnitud cósmica? ¿O con un meteorito que pose sus reales sobre la tierra? ¿Será la causante una explosión nuclear? A tanto no llegó el pueblo maya, pero en cualquier caso, la NASA —que es lo más parecido a un dios sabelotodo que le queda a la humanidad del siglo XXI— ya ha dicho que ni sus telescopios ni sus microscopios divisan nada que aventure el fin del mundo para mañana mismo.

Frente al mal augurio de los catastrofistas y apocalípticos, se ha posicionado una batería de optimistas irreductibles, que son tan peligrosos como los pesimistas de vocación, si no más. Y dicen que lo que los mayas predijeron fue no el fin del mundo sino el fin de una era histórica y su sustitución por otra gobernada por la armonía, la paz y la felicidad perpetuas. O sea, que no es sólo que mañana no se acabe el mundo sino que hasta puede que en un golpe de suerte que de sobra nos merecemos los que se acaben sean los políticos, los banqueros, los de la CEOE, los del Fondo Monetario Internacional y los de la Troika, y ya sin ellos podremos recomponer un mundo destruido por su odio a toda forma de vida medianamente feliz y digna.

Para cualquiera de las dos situaciones me habría gustado a mí escribir un artículo más a tono, uno de esos que hacen época; un artículo magistral de despedida de la humanidad que hubiese dejado a la altura del betún a la Oración fúnebre de Pericles, o uno no menos trascendental que se hubiese convertido en una especie de carta fundadora de la nueva era. Al final, como ven, ha salido este artículo tonto y escéptico, pero que resulta más que suficiente para lo que mañana va a suceder. Y es que mañana viernes —ni teman ni se hagan ilusiones, queridos lectores— ocurrirá que el mundo seguirá exactamente igual que hoy: no va a acabarse, pero tampoco va a darse la vuelta como un calcetín y para desesperación de los desesperados y alegría de los todavía ilusionados, el mundo seguirá acabándose como hasta ahora, poco a poco y sin prisa, para que los ricos disfruten durante más tiempo de su riqueza y los pobres soporten su pobreza sin que ni siquiera puedan confiar en la redención por aniquilación. Y es que cuando mañana amanezca el viernes seguirán destruyéndose nuestros derechos y seguirán los banqueros amasando sus millones a costa del sufrimiento de los inocentes; un buen puñado se aprestará a seguir celebrando la Navidad como si nada estuviese pasando y otros muchos descubrirán que hace mucho que el capitalismo convirtió la Navidad en una excusa sin trascendencia; habrá quien todavía piense que nace un Dios cargado de esperanza, y otros descubrirán que Dios no puede ya nacer porque los poderosos lo enterraron debajo de sus oraciones sin alma y sus rituales, debajo de sus compras, de sus mensajes de Nochebuena, de sus hipócritas buenos deseos; los habrá que se acuesten abrazando un décimo de la lotería, seguros de que en este mundo devastado el dinero es ya la única libertad y la única felicidad, y también estarán los que llorando de impotencia y de rabia abracen a sus hijos mientras esperan que los esbirros de los bancos acudan con sus togas y sus uniformes a desahuciarlos. Ya les digo; ni teman ni se hagan ilusiones. Porque la vida seguirá igual, la misma vida desde que el mundo es mundo, sin que navidades ni profecías mayas hayan podido cambiar su fondo injusto y bello. La vida, mañana, igual que hoy: esta puta vida, la jodida vida, esta hermosa vida, la loca vida, la buena vida y la mala vida, la corta vida, la vida nueva y la vieja vida, la vida moderna, la perra vida, la vida alegre, esta vida, la única vida.

(IDEAL, 20 de diciembre de 2012)

martes, 18 de diciembre de 2012

LOS NIÑOS SON SIEMPRE LOS NIÑOS





Los niños son siempre los niños. No conocen fronteras ni religiones, no saben de banderas ni de dioses sin entrañas ni de constituciones estúpidas, no tienen la culpa de la imbecilidad de sus padres ni de la cobardía moral de los políticos y sus lágrimas de cocodrilo y sus cálculos electorales. Los niños son siempre los niños. Y son las víctimas de las utopías y de las ideologías, de los libros sagrados y de las redenciones, de la creación y de las teorías económicas, de los profetas y de los locos, del argumentario de los jueces y de la equidistancia de los correctos. Los niños son siempre los niños. Su sufrimiento no tiene excusas ni explicaciones, porque no puede tenerlas, y hay que rebelarse contra cualquier justificación del dolor de un niño, contra cualquier excusa, contra cualquier guiño, contra cualquier complicidad: el dolor de un niño, de un solo niño, es siempre el mal absoluto y como tal es imperdonable, e intentar comprender ese mal sin paliativos transforma en cómplices a quienes lo hacen, porque lo que daña a un niño, a un solo niño, ya está contaminado de maldad. Los niños son siempre los niños. Y quien los cuida y los salva, salva y cuida a la humanidad entera, y sólo estos pueden brillar con plena justicia entre los justos. Los niños son siempre los niños. Y su muerte es siempre un crimen, qué importa que el culpable sea Dios y su creación sádica o sean los hombres y las leyes. Los niños son siempre los niños. Y son lo único realmente sagrado que existe, lo único intocable. No lo olvidemos. Nunca.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CUIDADO, GALLARDÓN PELIGROSO





Estoy convencido de que hace unos meses nadie habría podido imaginar que Gallardón –al que todos, ilusos, teníamos por el mirlo blanco, moderado y moderno, de la derecha hispánica– acabaría convertido en uno de los sujetos más peligrosos de este país. Padecemos uno de los gobiernos más insólitos de la historia de España: un gobierno en el que el Ministro de Educación se aplica a la tarea de destruir la educación, la Ministra de Sanidad y Servicios Sociales lamina la sanidad y los servicios sociales, el Ministro de Industria y Comercio y Turismo hace lo imposible para acabar con la industria y el comercio y el turismo en España, el Ministro de Ciencia cierra los laboratorios de investigación y la Ministra de Trabajo se muestra feliz porque destruir cien mil empleos es mejor que destruir ciento un mil. Un gobierno que autodestruye las funciones de sus miembros, un gobierno no para estar en la Moncloa sino para ocupar plaza en un psiquiátrico. Ya es de mérito destacar por lo peor en un gobierno así. Y eso es lo que ha conseguido Gallardón con su reforma que pone fin a derechos recogidos en la derogada de facto Constitución de 1978 y teóricamente aún vigentes como la igualdad ante la ley o la tutela judicial efectiva.

Pero no destaca Gallardón sólo por el potencial destructor de sus políticas sino también por su capacidad para insultar y faltar, aunque lo haga con engolada prosopopeya. Se ha sumado el Ministro de (in)Justicia al coro de ladrones que piensan que todos son de su condición, y si otros políticos acusaron a maestros o médicos de protestar en las calles no para defender los servicios fundamentales en los que trabajan sino porque se les había tocado el bolsillo, Gallardón acusa ahora al mundo judicial de protestar no porque se esté enterrando la Justicia española sino porque a los jueces y fiscales se les ha robado una paga extra y se les han reducido los días de libre disposición, y los acusa de haber pedido las tasas para pagarse sus fondos de pensiones. Como los políticos acuden a la cosa pública para garantizarse una futuro cómodo en los consejos de administración de las empresas o bancos para los que legislan desde los ministerios y los parlamentos, se piensan que toda la sociedad española está tan falta de dignidad, de decencia o de valores.

Gallardón, si cabe, ha sobrepasado a sus conmilitones de Consejo en la capacidad de ofender a la ciudadanía al tener la desvergüenza de decir que “gobernar, a veces, es repartir dolor”. Es una ofensa imperdonable decir eso en un país en el que el dolor no se ha repartido sino que se ha depositado íntegro y cortante sobre las espaldas de funcionarios, trabajadores, pequeños empresarios y comerciantes, parados, jubilados, investigadores, enfermos, estudiantes, niños con hambre, mujeres maltratadas, dependientes... Un país en el que los causantes de la crisis –los banqueros, los políticos, los que ocuparon plaza en los consejos de administración de las cajas de ahorro, toda esa banda de forajidos que si existe la justicia algún día tendrán que ser procesados con una ley de responsabilidades políticas y financieras creada ad hoc– no sólo no están sintiendo los efectos de este terremoto social y económico y de sufrimiento sino que cada día viven mejor a costa de ese dolor injustamente repartido.

Gallardón ha demostrado ser algo más y algo peor que un mal gobernante: ha demostrado ser un tipo sin alma ni conciencia, un sádico social con poder sobre el Boletín Oficial del Estado.

VUELVE EL CHULO CANTANDO LA VERDAD





Anuncia su vuelta a la política y lo hace cantando las verdades del barquero que hasta ahora sólo cantaban los decentes y los indignados, las víctimas de ese cáncer que mata a Europa y que se llama neoliberalismo o Merkel o Alemania o Unión Europea, que todo ha degenerado en lo mismo. Vuelve diciendo que “la prima de riesgo es una estafa” que se usa para manipular o torcer la voluntad democrática de los ciudadanos, y señala que Angela Merkel se está beneficiando de la depresión económica que viven los países del sur –acrecentada por la política económica impuesta por el matonismo alemán– para reducir la deuda de su país: acertadamente pone el foco en que mientras se encarece la deuda pública de Italia y de otros países, la deuda pública alemana se abarata cada día. Y esto no es gratuito, obedece a una dirección política: es ahí hacia donde señala el dedo de Berlusconi y contra lo que carga su bocaza de chulo de puticlub o de personaje de una canción de Julio Iglesias.

Qué mal han dejado las cosas todos estos políticos y banqueros que nos han hundido en la miseria para que alguien como Berlusconi pueda tener razón. Y todavía habrá quien se extrañe del auge del populismo, del neofascismo y del desprecio por las instituciones antaño democráticas. No es eso lo que debe causarnos extrañeza: lo sorprendente es que en Grecia o Portugal o España o Italia todavía no haya habido una revolución social seguida por una ley de depuración de responsabilidades políticas y financieras.

Nunca resultó tan cierto ni tan doloroso que la verdad es la verdad la digan Agamenón o su porquero.

martes, 11 de diciembre de 2012

FARSA





De todas las fiestas del calendario, ninguna ha devenido en algo tan sin sentido como ésta que hoy celebran los políticos y prebostes del régimen con discursos y otras pompas y nuestros hijos pintando banderitas rojigualdas en las escuelas. Y es que mientras cada día que pasa crece el divorcio entre los españoles de a pie y las elites políticas, económicas e intelectuales, hoy nos convocan a celebrar una Constitución que ya se han encargado de matar y enterrar. Desde la reforma constitucional (promovida y amparada por el PSOE y el Partido Popular) que consagraba la primacía de los poderosos sobre los derechos de la mayoría y tras la situación en la que queda la justicia con la reforma de Gallardón, la Constitución es humo, polvo, nada, un aparato deformado e inservible que se ajusta a cualquiera de las definiciones que el Diccionario de la Academia ofrece para «farsa». Y es que la Constitución de 1978 ha degenerado en una «pieza cómica, breve por lo común, y sin más objeto que hacer reír». ¿Quién puede contener la carcajada amarga, la risa mezclada con la bilis de la rabia, cuando lee el relato constitucional de los derechos de los españoles y la crónica cotidiana que narra la violación —recortes en sanidad y educación, desahucios amparados por los juzgados y los cuerpos de seguridad del Estado, desprotección de la infancia y la familia, aumento de la pobreza, ayudas millonarias y gratuitas a la banca— a que esos mismos derechos son sometidos todos los días sin que la Constitución se estremezca? Las estadísticas sobre la realidad del país son cada día más dramáticas, pero el régimen de la Transición, el sistema sostenido por la Constitución de 1978, permanece impasible, como si el sufrimiento de la calle fuese algo que no incumbe a las instituciones: ¿cómo no pensar a estas alturas que la Constitución que consiente tantos desmanes ha degenerado ya en «obra dramática desarreglada, chabacana» y, sobre todo, «grotesca»? Pretenden que le rindamos homenaje a un espantajo, a una sombra, a un «enredo, trama o tramoya» que para lo único que sirve es para «aparentar o engañar». Mantienen, sí, el texto constitucional, pero han violentado su espíritu hasta hacerlo irreconocible: la Constitución de 1978 flota en las aguas de la historia de España como un cadáver corrompido, putrefacto, que urge enterrar.

Contestada por los cada vez más numerosos independentistas, contestada por los desahuciados y los dependientes, por los investigadores que se tienen que marchar del país, contestada por los jóvenes sin futuro, por los parados sin esperanza, por los jubilados condenados a vivir sus últimos años sin alegría, contestada por los enfermos despreciados, por los estudiantes adocenados y adoctrinados, contestada por el vaho que sube de las calles y las plazas y de las fábricas y de las oficinas y que ya no es vapor de indignación sino aliento de rabia y deseo de revancha, contestada por toda la parte sana y decente de la nación que se resiste a morir al dictado de los intereses de la banca, la Constitución de 1978 no es ya nada más que la narración de un fracaso colectivo, de una estafa sin precedentes en nuestra historia. Con ella en la mano se destruyen nuestros derechos y se machaca la vejez de nuestros padres y el futuro de nuestros hijos: es imposible celebrar esta Constitución de los partidos y los banqueros y los empresarios que nos han llevado a la ruina.

No es ésta la primera vez en la que el pueblo español se encuentra en una encrucijada histórica, dramática. Lo que pone la nota diferencial es que en otras ocasiones hubo políticos e intelectuales que, puestos al lado de la sociedad, trabajaron para superar un régimen político caduco e inservible como este de 1978, y ahora los españoles estamos solos en la tarea de construir un Estado Social y Democrático de Derecho para nosotros y para nuestros hijos. Solamente los ciudadanos podrán poner fin a esta farsa que se festeja en este día de los farsantes.

(IDEAL, 6 de diciembre de 2012)

viernes, 23 de noviembre de 2012

TODO SE GANÓ ASÍ





Pasó la huelga general y las masivas manifestaciones que llenaron las calles de ciudadanos hartos. Y como era de esperar cada uno acentuó la huelga conforme a la graduación de sus gafas ideológicas: los unos resaltaron los insultos, neumáticos quemados o zarandeos de los piquetes sindicales a quienes acudían a trabajar o a abrir sus negocios; los otros, el chantaje, las amenazas y las presiones que seguro sufrieron en silencio y humillados decenas de miles de trabajadores que acudieron ese día a su puesto de trabajo por temor a perderlo si secundaban la convocatoria cívica. Pasó la huelga general y pasaron las manifestaciones, adornadas por el inevitable coro de los conformistas con la cantinela de que “no sirven para nada” ni la huelga ni las manifestaciones. Y barnizadas por el desdeñoso comentario de los contertulios de los medios de la derecha que apuntaban una y otra vez que por muchos que hubiese en las calles clamando contra el sufrimiento que causan los recortes, el gobierno está legitimado porque son muchos más los que una y otra vez se quedan en sus casas. Ambos tipos sociológicos –los ciudadanos que se dan a sí mismos argumentos para convencerse de que lo sensato es no secundar huelgas ni manifestaciones y los tertulianos que, como en los viejos tiempos, apelan a la mayoría silenciosa– pecan de desmemoria y son, en realidad, una vía de agua en el edificio de las libertades públicas y de los derechos sociales.

Parecen olvidarse los opinadores de los medios de la derecha, que se proclaman a sí mismo como liberales, de que la dinámica de la historia no les da la razón: siempre fueron grupos comparativamente reducidos y muy perfilados ideológicamente los que impulsaron los cambios sociales. Creados por estos grupos el caldo de cultivo del cambio, fue luego este impulsado por la sociedad. Así ocurrió con las revoluciones burguesas. Así ocurrió con el mismo final de la dictadura franquista: no hubo manifestaciones multitudinarias que pusieran al régimen contra las cuerdas; hubo –como la hay ahora– una ebullición de malestar, de deseo de cambio y transformación, no masivo pero sí muy vivo en las universidades, las parroquias de los barrios obreros, las incipientes asociaciones de vecinos, las comisiones obreras clandestinas, las primeras asociaciones feministas. Fue allí, entre esa minoría concienciada, donde se creó la barrera social que hizo imposible la continuidad histórica del régimen surgido del golpe de Estado de 1936, que apelaba a la “mayoría silenciosa” para perpetuarse pero que, llegado el momento, se encontró con que el silencio no era síntoma de aquiescencia para con la tiranía sino temor o vergüenza a sumarse a la causa de la libertad.

Y cabe suponer desconocimiento absoluto de su propio pasado a quienes piensan que nada de lo que está sucediendo en las calles de Europa y de España sirve para nada. Son ciudadanos ilusos, encantados de haberse conocido, que piensan que todo cayó del cielo o que es algo que ha existido siempre aquello de lo que hoy disfrutamos: el derecho de voto, la libertad de expresión, la libertad de huelga, la libertad de reunión y asociación, los derechos de las mujeres, la protección de la infancia, la sanidad y la escuela públicas, las vacaciones pagadas, la jornada laboral limitada, los sueldos más o menos dignos, la igualdad en el acceso a la Justicia y ese largo etcétera de pequeñas cosas que hacen nuestras vidas más dignas y más libres que las de nuestros antepasados. Se olvidan de que no hay ni un solo de nuestros derechos, ni una sola de nuestras libertades, que no haya tenido que ser arrancada a los poderosos con huelgas y con manifestaciones. Y muchas veces con cárcel, tortura y sangre. Sólo por respeto a quienes dieron sus vidas y sus sueños para que nosotros hoy disfrutemos de lo que nos quieren robar, sólo por eso, deberían abstenerse de decir que “no sirve para nada” la lucha cívica. No la secunden sino quieren, pero no olviden que todo se ganó así.

(IDEAL, 22 de noviembre de 2012)

martes, 20 de noviembre de 2012

EN LA MENTE DE LOS VERDUGOS





El problema, sin duda, es mío: por esta manía de pensar que cuando alguien es víctima de un crimen horrible es capaz de transformarse aumentando su capacidad de sensibilidad para ponerse en el lugar de los que sufren, aliviando su dolor; o por creer que cuando alguien ha sido beneficiado con el perdón para sus crímenes horribles asume el compromiso firme de no volver nunca a causar dolor. La realidad, sin embargo, nos demuestra que esto no es así y que es muy fácil que las víctimas encuentren mil razones para convertirse en verdugos, y que los verdugos que fueron perdonados una vez inventen teorías nuevas para volver a causar dolor. En la medida en que los pueblos están formados por personas, la psicología social puede ser una suma de psicologías individuales: la psicología de un pueblo sobre el que se cebó el drama de la historia, es la psicología de las personas que lo componen y que poseen la memoria de las heridas y de las lágrimas, de las ausencias, de los desaparecidos; la psicología de un pueblo autor y cómplice de un crimen inenarrable, es la psicología de quienes entonces sabían y callaron y de quienes mataron y fueron perdonados, la psicología de sus hijos y nietos hecha de memoria que quiere olvidar no sólo crimen sino también el perdón que lo siguió.

Pensar que, pese a tantas evidencias, las personas son buenas o pueden ser buenas después de haber padecido el horror o de haberlo cometido y haber sido perdonadas, es un error que, en estos días, encuentra su justa réplica en Gaza y en Alemania.

¿Qué menos podía esperarse del pueblo judío, del Estado de Israel, nacidos del sufrimiento más grande de la historia de la humanidad, del mayor crimen jamás cometido, que menos podía esperarse que la piedad para con los niños? En realidad todos los niños de la historia son iguales: víctimas inocentes de la furia de los adultos y de su sinrazón. Los niños asesinados por el ejército israelí en estos últimos días recuerdan demasiado —sus mismas caras cenicientas, su mismo rictus de dolor, sus mismos ojos cerrados— a los niños asesinados por los alemanes en el Holocausto: por eso el crimen de Israel es tanto más grande, tanto más grave, tanto más imperdonable por más que quiera justificarse en el fanatismo de quienes tienen en contra. Porque Israel, levantado sobre la memoria de aquellas decenas de miles de niños asesinados, se ensaña ahora con los inocentes. “Quien salva una vida salva al mundo entero”, dice el Talmud de los judíos. ¿Y su dios y sus profetas no dice a quién mata quien asesina a un niño, a un solo niño?

El otro caso que me provoca naúseas es el del pueblo alemán. En 1945 las potencias aliadas vencedoras de la Guerra Mundial tenían razones sobradas para haberlo diezmado, para haberlo aniquilado, para haberlo reducido a la servidumbre: había aupado al poder a un criminal y a su corte de depravados, durante años los habían jaleado y arropado, se habían lanzado con ellos y con absoluto convencimiento a una guerra despiadada y a la comisión de crímenes nunca vistos en la historia de la humanidad. Los que no participaban, sabían; y los que sabían, callaban y se beneficiaban de los crímenes, del trabajo de los esclavos. Los pocos alemanes decentes que se sacrificaron para oponerse al nazismo no justificaban aquel perdón que llovió sobre los alemanes en 1945 y sin embargo el perdón llegó. Por eso, que quienes pudiendo haber sido dispersados, destruidos como pueblo, borrados como sociedad de la faz de la historia y no lo fueron y fueron integrados en la sociedad de las naciones democráticas, viendo como se corría sobre su crimen un silencio y el olvido, que aquellos sean ahora los que ensoberbecidos se arroguen el derecho de machacar el futuro de pueblos enteros y de entregar a la miseria, la pobreza o la desnutrición a niños de Grecia, de Portugal o de España sólo puede provocar perplejidad y rabia.

Qué paradojas cómicas tiene a veces la historia: en estos días del otoño de 2012 los criminales y las víctimas de los años negros de Europa, los alemanes y los judíos respaldando en las encuestas y en las elecciones las políticas de la rabia y el odio que practican Benjamín Netanyahu y Angela Merkel, los dos pueblos que protagonizaron el Holocausto —los unos como criminales, los otros como corderos sacrificados— hermanados en su condición de verdugos colectivos. Qué difícil entender lo que estos días piensan millones de ciudadanos de esos estados: no hay nada que cause tanto pavor como intentar ahondar en la mente del verdugo.

viernes, 16 de noviembre de 2012

A LA CALLE






Durante años —todos los que dura esta situación mitad depresión económica mitad estafa política— cientos de miles de españoles han perdido sus hogares. Familias con niños pequeños, parejas de recién casados, adolescentes, ancianos, enfermos de cáncer y terminales, parados, mujeres maltratadas, personas con discapacidades graves, impedidos… una legión incontable de seres humanos que de un día para otro vieron como se presentaba en su puerta la delegación judicial al servicio de los dictados bancarios con la orden de ponerlos de patitas en la calle: con sus pastillas de quimioterapia y sus biberones y sus cuadernos con los deberes a medio hacer y con su taza de leche caliente y con su suero y sus pañales y con los moratones de la última paliza que les dio su marido y con las lágrimas secas sobre las mejillas. Así, de un momento a otro, miles y miles y miles de conciudadanos nuestros perdían todo lo que tenían, su casa y sus recuerdos, su esperanza y su dignidad.

No ha habido, pese a tantas toneladas de sufrimiento inútil y gratuito, declaraciones de los partidos políticos ni de los sindicatos policiales ni de los decanos de los jueces ni de los alcaldes ni de los colegios de abogados ni de los obispos ni de la patronal de la banca. Durante miles de desahucios, los jueces no se han sentido «meros cobradores del frac de la banca» ni el sindicato de la política se ha planteado la necesidad de objetar contra esta función inmoral que los agentes ejercen; los alcaldes no han retirado sus fondos de las cajas y bancos que atacaban a las familias con una ley de hace cien años ni anunciaban que las policías locales no colaborarían en esa atrocidad; los dos grandes partidos no han sentido ninguna necesidad de reunirse con urgencia para poner fin a ese dolor inenarrable, ni se han planteado la necesidad de prohibir que realizaran desahucios los bancos que recibían ayudas públicas; durante tantos años los bancos no han paralizado los desalojos más sangrantes desde el punto de vista humano. Durante años prácticamente nadie ha hecho nada y todos hemos asistido impasibles y cómplices a ese desgarro personal de muchos de los nuestros.

Pero durante estos años ha habido ciudadanos a los que no les ha importado dar la cara, aún sabiendo que muchas veces se las iban a partir las porras de la policía, muchos ciudadanos que armándose de coraje cívico se han plantado delante de las casas de las que se iban a expulsar a las familias, sin importarles si eran españoles o emigrantes. Muchas veces han paralizado los desahucios y sólo a los ciudadanos de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o a los del Movimiento 15M o a los de Stop Desahucios, todos ellos acusados por las personas respetables de «perroflautas» o de «vagos y maleantes», sólo a ellos cabe imputar la reducción de sufrimientos y dolores. El resto de la sociedad española nos hemos dedicado a mirar para otro lado, como si todo aquello no fuese con nosotros.

Hace dos semanas PP y PSOE se oponían a la iniciativa de la izquierda sobre la dación en pago, y el Consejo General del Poder Judicial despreciaba un informe que denunciaba la radical injusticia del «procedimiento de ejecución hipotecaria». ¿Qué ha pasado en estos días que de pronto les haya entrado a todos este salpullido de preocupación por los desahucios? ¿Qué ha pasado para que de repente jueces, banqueros, alcaldes, diputados, gobierno, socialistas, obispos y policías sobreactúen en el tema de los desahucios como poseídos por el mal de San Vito? Ha pasado una sentencia europea que habla de la brutalidad de la ley española del desahucio. Pero han pasado, sobre todo, dos muertos, que son un aviso para los que hoy quieren apuntarse un tanto con el sufrimiento de los ciudadanos. Ahora, PP y PSOE buscan con urgencia una «solución» para este drama y todos los cómplices que obedecían sin más o que no denunciaban se ponen de perfil: no porque les importe el dolor que han causado y están causando sino porque los muertos les han hecho sentir en la nuca el aliento de algo que sube de la calle y que ya no es indignación, que es ira, rabia y justísimo deseo de revancha.

(IDEAL, 15 de noviembre de 2012)