El otoño parece hecho para esta paz de los libros y de la música, en una tarde gris y fría que invita al brasero y la renuncia. A dejar que vague la mente sin nada mejor que hacer que imaginar otros mundos o asustarse ante el que tenemos. Una tarde que invita a perderse en los laberintos del libro, intuyendo lo de fuera, las calles mojadas, los árboles que se desprenden de sus hojas con una lentitud imparable, la gente que camina apretada debajo de los abrigos y las bufandas, los charcos en los que se reflejan las luces de los escaparates.
Me he acordado del poema de Rilke:
Ya hacía rato que leía. Desde que la tarde,con rumor de lluvia, reposaba junto a las ventanas.Del viento de fuera ya no oía nada:tanto pesaba el libro.
Estos días de noviembre, que son una reflexión de la naturaleza sobre la caducidad de lo existente, hacen que pesen los libros, pero sobre todo hacen que pese la vida. No que la vida sea pesada, sino que la vida coja peso, cuerpo, músculo. Estos días, el otoño, hacen que la vida se enriquezca y se acreciente, que, por ser más interior, sea más rica. Más vida.
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