En la soledad de los salones y despachos de La Moncloa, Rodríguez Zapatero debe haber comprendido lo fácil que es la oposición. En las noches de lluvia, mientras el viento de Somosierra golpea contra los cristales del palacio, el Presidente añorará la oportunidad que un día tuvo para realizar alegatos éticos. Ahora, sin embargo, aplastado por la responsabilidad del poder (y por la irresponsabilidad con la que él lo ha ejercido) se ve situado ante un dilema clásico de la modernidad, que no deja, en el fondo, de ser una falsedad: elegir entre la ética y la política, elegir entre lo decente y lo necesario, elegir entre el deber ser y el ser. Pero ya digo, el dilema es falso. Lo demostró Winston Churchill en la Cámara de los Comunes, cuando Chaberlain regresó de Munich; venía de pactar con Hitler, de entregarle sufrimiento humano inmediato para calmar su violencia. «Habéis aceptado el deshonor para evitar la guerra; ya tenéis el deshonor, después tendréis también la guerra». No sabemos si Chamberlein recordaría esa profecía el día que los alemanes rebasaron con sus divisiones acorazadas la frontera polaca, pero debe consolarnos pensar que en esas horas amargas debió comprender que cuando se separan la política y la ética, el deber ser moral del ser político, al final sólo queda el recurso de la fuerza, más violento cuanto más se ha aplazado la respuesta ética a las demandas de la realidad.
No hay, pues, separación entre los intereses de España y los intereses del Sahara: el interés mayor de una sociedad es ser leal a sus principios, y cuando los traiciona tiene luego que comprarlos al precio de la sangre. Lo aprendieron los británicos en la II Guerra Mundial, y qué dura fue la lección.
Los españoles tenemos una deuda moral con el pueblo saharaui. Si no bastase que con el derecho internacional en la mano el Sahara es todavía un territorio bajo administración española, tendríamos que recordar que durante las últimas semanas de 1975 y las primeras de 1976, los saharauis huían de los ocupantes marroquíes apretando sus DNI españoles, sus libros de familia expedidos por el Estado Español. Los abandonamos a su suerte, los dejamos en las garras de la tiranía marroquí –¿qué diferencia hay entre Marruecos y Cuba?, ¿cuál entre Marruecos y China, entre Marruecos y Libia?–. Preferimos, frente a Marruecos, el deshonor. Desde entonces lo hemos preferido siempre: cada vez que apresaban un barco de pescadores, cuando evitábamos que los reyes viajaran a Ceuta o Melilla, cuando nuestros políticos dan ruedas de prensa bajo un mapa que considera marroquíes esas ciudades o las Canarias... Frente a Marruecos, el deshonor, siempre el deshonor: porque es una pieza fundamental en la estrategia contra el islamismo, porque esta protegido por el amigo americano, porque hay muchos intereses españoles en Marruecos. Los mismos argumentos que en 1938, pero con distintas palabras y diferentes actores. El mismo miedo de una democracia apocada frente a un tirano crecido cada vez que se aceptan sus trampas en el juego.
El Aaiún. Los invasores incendiando comercios, escuelas, casas. Los padres de familia sacados de noche de sus hogares. Torturados en las comisarías. Encarcelados sin causa ni razón. Los muertos agolpados en las esquinas, enterrados en fosas comunes. Las lágrimas de los niños. La desesperanza.
Madrid. El deshonor. Otra vez más. La enésima. Hasta que llegue un día en que frente a Marruecos sólo quede la guerra. Pero entonces, será muy tarde para los saharauis. El deshonor siempre tiene sus víctimas y aquí ya han sido sacrificadas.
(IDEAL, 18 de noviembre de 2010)
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