José Antonio Labordeta era uno de esos hombres en los que la coherencia y la decencia seguían materializándose cada día. Por eso, Labordeta no era una anécdota de nuestro tiempo, sino una categoría: la de aquellos hombres que verdaderamente se opusieron al franquismo, que verdaderamente lucharon por la libertad –por las libertades de todos, también por las nuestras, por esas libertades hoy puestas en almoneda– y que verdaderamente nunca se traicionaron. Tal vez en Labordeta era fácil no traicionarse: no tenía que construirse un pasado inexistente para aureolarse de antifranquista, y eso le permitió morir siendo fiel a las ideas que siempre defendió. En él, «la izquierda» no se había desquiciado en posturitas progres vacías de contenido: él era el hombre comprometido hasta el final con unos valores que siguen siendo tan válidos hoy como ayer. Su muerte ha coincidido con el declive de la socialdemocracia sueca y con el auge de la derecha y los nuevos fascistas; coincide también con la publicación de un reportaje en el periódico alemán Frankfurter Allgemeine centrado en los y las «socialistas» españoles –también da sus palos a los políticos de otros partidos–, a los y las que denomina como «socialistas fashionistas», presentado al gobierno de España como un mero desfile de ministras ataviadas cada día con un modelito diferente: «las muñequitas de la moda de Zapatero», dice refiriéndose a las ministras. (Extraordinaria la definición de Bibiana Aído: la llaman la señorita «Papá, que soy ministra». La han calado.) ¿La muerte de un hombre íntegro, verdaderamente progresista, y ese retrato de la triste situación de la izquierda europea son mera casualidad? Puede ser, pero también puede ser que todo sea un aviso en toda regla de lo que nos queda por vivir: agostada la izquierda con peso, con contenido –y si la socialdemocracia sueca no pesa ya me dirán que izquierda va a pesar en Europa–, avanzamos en la dirección de la caverna.
Más allá de todo lo anterior, Labordeta fue principalmente un bocazas de la verdad –¿cómo olvidar ya sus memorables intervenciones en el Congreso de los Diputados, al que llenó con la fresca voz de una calle harta de los políticos?–, un hombre con pinta de socarrón y bonachón que durante un tiempo jugó a la política y lo hizo con una integridad que estremece y un hacedor de himnos. De entre todos, me quedo con ese cántico íntimo y moral a la libertad, que tarareábamos en las noches de campamento y que sigue siendo como un aliento de la historia sobre nuestro cogote: «habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad». Lo escucho y me emociono y siento que el que lo canta es un gran hombre, porque yo creo que uno sabe que ha muerto un gran hombre cuando al enterarse de la noticia, uno siente como si le vacía un pedazo de la vida, y con la muerte de Labordeta muchos hemos tenido esa sensación.
Con su mochila llena –«lleva quien deja/ y vive el que ha vivido»– descanse en paz, él, que fue como esos viejos árboles...
1 comentario:
Dejadme que me emocione, cojones,
que los galones hoy son tricolor.
Soy oscense, y sangro a borbotones
melancolías de sueños en flor.
Labordeta nos despertó emociones
que sólo amanecen en el amor,
Labordeta nos despertó pasiones
que sólo se entienden en fa menor.
Porque nos educó en la libertad,
nos acunó con tanta humanidad
que la vida y la muerte están de luto.
Porque deja un vacío inigualable,
ya la vez, la raíz inquebrantable
de un árbol que siempre nos dará frutos.
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