Al entrar a mi despacho, Manuel abre los ojos hasta casi volver los párpados, atónito en medio del sol de la tarde ante tantas cosas como se acumulan en las estanterías. En realidad, él querría alcanzar mi colección de soldaditos de plomo, pero estos han sido convenientemente puestos a rescate. Por eso, mientras yo escribo en el ordenador, él se sienta en el suelo, pensativo como el propio mes de septiembre, y en su recogimiento alegre de diecinueve meses parece preguntarse qué puede él hacer en ese lugar mientras su padre escribe. No tarda mucho en descubrir algo que sí tiene bien a mano y con lo que puede jugar a sus anchas. Y así, en menos de un segundo se ha dirigido hasta la estantería donde se amontonan los libros y, puesto en cuclillas, comienza a ir sacando tomos de sus no tan ordenadas filas; los ojea brevemente y como no ve estampas que le llamen la atención, los va dejando sin orden ni concierto en un montón caótico en el que en breves minutos se agolparán promiscuamente –en una casta promiscuidad literaria– Unamuno, Harper Lee, Muñoz Molina, Machado, Borges, Philip Roth, Conrad y la colección completa de Manolito Gafotas y el primer libro que yo tuve –preciosos cuentos de Antoniorrobles–, más algún que otro manual de ciencia política y algún código legislativo que dormía el sueño de los justos apilado sobre mi colección de libros de poesía.
A estas alturas, o sea, cuando lo que peligran son los libros de Miguel Hernández o Rafael Guillén o Cernuda, Manuel se ríe a carcajada limpia cada vez que logra arrancar un libro de las garras de las apretadas filas que reposan sobre los anaqueles y lo lanza al montón. Yo, por un momento pienso que si no pongo fin a todo eso, antes de que el sol haya desaparecido de las baldosas, dejando paso a las sombras primeras que anuncian la noche, no quedará ni un solo libro en su sitio y cuando llegue mi mujer me mirará, entre incrédula y enfadada, preguntándose si el padre de su hijo es rematada y definitivamente tonto. Pero mientras me levanto del sillón y voy camino de donde Manuel se encuentra, dispuesto a apartarlo de la estantería y del montón de libros, me doy cuenta de que mi hijo, en la plenitud de su inocencia, acaba de darme una clase magistral de lo que realmente son los libros y, por extensión, la literatura y el placer o el vicio de la lectura.
Y es que Manuel, con sus risas y su torre de libros sin orden ni concierto, ha descubierto que los libros y la literatura y la lectura son, antes que nada, un juego. Un juego maravilloso, quizá el más deslumbrante de todos los que jugará a lo largo de su vida y, desde luego, el más perdurable, el que podrá seguir practicando siempre, incluso cuando le fallen la fuerza física o se encuentre solo.
Él no es capaz aún de entender el mensaje de los libros, el sentido de sus largas y monótonas hileras de letras, los mundos insólitos en los que esas filas nos adentran, la capacidad que todas esas palabras tienen para atraparnos y elevarnos y alegrarnos o entristecernos o entusiasmarnos. Para él, esta tarde los libros han sido un montón de papeles que producen sonido cuando los lanzas contra el suelo y se despatarran, y eso hace mucha gracia. Pero él, esta tarde ha jugado por primera vez con los libros que tal vez lea un día. Y, sinceramente, se lo ha pasado tan bien que llora y berrea cuando intento recoger los libros y finalmente tengo que sacarlo en volandas del despacho.
Intento ir más allá, o más adentro, en el gesto de mi hijo: ¿cuál es el principal error que cometemos con nuestros niños y nuestros jóvenes para apartarlos de la lectura? Sucede que no entendemos el libro como un juego, que lo catalogamos como un artefacto para la formación o el abrillantado cultural de los pequeños y tal vez por eso, por ejemplo, nos seguimos empeñando en que lean a los clásicos en el instituto –¿se siguen leyendo los clásicos en las escuelas españolas?–, como si los clásicos pudieran ser un punto de partida en la creación del lector en lugar del justo y necesario puerto de llegada. Y claro, ocurre que los niños se aburren con los libros que les ponemos en las manos porque ellos, que lo que quieren es jugar, no entienden nada de lo que leen y el libro se les cae de las manos, de puro pesado.
Hay que atesorar en el corazón de los niños el amor a la lectura. Pero ese amor, como todos, no puede imponerse. Tiene que mimarse y cuidarse, tiene que impulsarse porque es difícil que surja espontáneamente, pero hay que estimularlo, digámoslo así, desde las propias potencialidades de los niños. Y si estos tienen una capacidad infinita para divertirse jugando, lo que hay descubrir en su fondo de futuro lectores, es el libro como juego. Por eso es bueno dejar, si con ello se ríen, que los amontonen cuando son tan pequeños que no pueden saber leer, porque así les estaremos diciendo que esos manojos de hojas llenas de letras que hoy no entienden pero que los divierten, les permitirán, dentro de no muchos años, convertirse en detectives, en capitanes de barcos piratas o en caballeros medievales; les permitirán divertirse de una manera absoluta, porque esos personajes los atraparán con una fuerza, con una capacidad de conversión de la que carecen todos los muñecos y, por supuesto, todos los modernos videojuegos. Yo no sé que imaginaba Manuel cuando construía su montón de libros y destruía las hileras de mi biblioteca, pero sé que algo imaginaba, porque la gran virtud del libro es que zarandea la imaginación y la acrecienta, la agiganta. Y como no hay arma tan poderosa como la imaginación ningún juego puede superar –una vez que se ha descubierto y que se comienza a amarlo– al juego de la lectura.
No equivocamos los padres y los maestros y los profesores cuando queremos que nuestros hijos lean libros que los transformen en “sabioncillos” de nueve, trece o dieciséis años. Está bien que con esas edades comiencen a conocer la maravillosa herencia literaria de nuestra lengua, pero nosotros –los mayores, sus mayores– tenemos que ser igualmente conscientes de que es imposible que valoren en toda su grandeza obras como «La Celestina» o «El Quijote», y que obligándolos a leerlos entonces puede que los estemos privando para siempre del placer que supone descubrirlos cuando uno se siente maduro –maduro como lector– para ello. Ya digo que está bien que los acerquemos a la historia de la literatura, pero haciéndoles ver que la misma guarda tesoros que deberían leer mañana, porque hoy tienen el deber cívico de enfadarse, de divertirse, de reírse, de emocionarse... el deber cívico de jugar con sus libros, dentro de sus libros, dejándose perder por entre los laberintos de párrafos y líneas y palabras, metiéndose dentro de la piel de los personajes y mirando los paisajes que sostienen los libros. Estoy convencido de que sólo así construiremos lectores con cimientos sólidos, de esos que no se desaniman cuando un libro los aburre –¿no aburren todos los juegos alguna vez?– ni cuando se enfrentan a la magna tarea de leer «un clásico», porque en ese momento, también la lectura de las grandes obras de la literatura se habrá convertido en un juego, reservado ya sólo para los grandes expertos, para los maestros, para los que ganan las medallas de oro en el juego de los libros.
(Publicado en IDEAL el 28 de septiembre de 2010)
1 comentario:
Totalmente de acuerdo.
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