LA DESCANSADA VIDA
Pasamos el dedo por sobre el mapa de Jaén y vamos señalando los lugares en los que el frailecico habitó, enseñó, soñó y murió. ¿Había leído San Juan de la Cruz los versos de fray Luis de León? «¡Qué descansada vida/ la del que huye el mundanal ruïdo/ y sigue la escondida/ senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!»... Muchas veces vino a Jaén a buscar esa senda que lo llevase a lo interior, a la paz y a la serenidad. Territorio apartado, recatado Jaén, en él encontró fray Juan de la Cruz refugio y hogar para su alma anhelante de belleza y de eternidades. «Mil gracias derramando...»
Cuando logra fugarse de la cárcel toledana en que lo han recluido los carmelitas calzados, se marcha hasta la ermita de El Calvario, entre Villanueva del Arzobispo y Beas de Segura, donde Teresa de Jesús había fundado ya un convento de carmelitas reformadas. Hay que hacer un esfuerzo con la imaginación para reconstruir aquel idílico lugar de hace cuatrocientos y pico años, aquella ermita rodeada de álamos y chopos bajo los cuales fray Juan comenzó a escribir su “Noche oscura del alma” –«¡oh noche amable más que la alborada»–, tal vez feliz, sin duda sereno, posiblemente henchido de eternidades cuando a la madrugada de verano se asomase a la puerta del pequeño cenobio carmelitano y contemplase el cielo cuajado con miles de constelaciones titilando sobre los infinitos campos de olivos y vides de La Loma. Desde la ermita, fray Juan subía para atender espiritualmente a las monjas teresianas de Beas de Segura. ¿Hacía el camino en burro? Invitaba el camino, sin duda, a detenerse para contemplar las maravillas de la Creación. Sí, debía hablarle la hermosísima naturaleza serrana de Jaén a Juan de la Cruz, susurrándole a su corazón un cántico de eternidades, brindándole la oportunidad de elevarse hasta el Amado. «Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura...».
Y se extasiaba el de Fontiveros ante la vista de los pinos erguidos y cuajados de olor a resina, ante el cielo alanceada por los buitres y las águilas, ante el sonido de los mil animales escondidos que surgía de las entrañas del bosque. No debía, no, apretar el santo el paso del burro, para que se desvaneciese la visión y el oído de tanta belleza. Y debían, sin duda, resonar otra vez en el cuenco generoso de su alma los versos de fray Luis: «¡Oh campo, oh monte, oh río!/ ¡Oh secreto seguro deleitoso!»
Y EN CIEGA NOCHE EL CLARO DÍA
Vino también fray Juan a fundar un convento de carmelitas en Mancha Real –por entonces, pueblo de casi nueva factura–. Y habíanlos ya fundado algunos frailes descalzos en Úbeda y en Baeza. Precisamente en Baeza, fray Juan encontraría un faro que le servía para iluminar su atormentada conciencia o, más que atormentada, su clarividente conciencia.
Desarrolla el abulense su obra reformadora en pleno reino de Felipe II, cuando se apagan en España los fecundos ecos del cristianismo erasmista, cuando se ciega cualquier posibilidad de entendimiento con los cristianos separados y cuando la Iglesia se despeña por el precipicio de la más feroz intolerancia. El propio Juan de Yepes padeció en sus carnes la cárcel y la tortura de los inquisidores, de los ortodoxos. Por eso debía mirar con cierta extrañeza, cuando no con abierto miedo, la deriva, el rumbo sin rumbo del catolicismo español. ¿Dónde habían quedado aquellos frutos fecundos de los pensadores del reinado del emperador? ¿Dónde aquella posibilidad de dialogar con los grandes intelectuales cristianos del momento? Una losa de silencio parecía cernirse sobre la monarquía filipina. Y sin embargo, el bueno de fray Juan encuentra un resquicio, un último islote donde el erasmismo ha cuajado en un discurso académico y en un potentísimo discurso artístico.
Úbeda y Baeza, a las que ya Vandelvira –no ha que cansarse de reivindicar la importancia que Vandelvira tiene como hacedor de un Jaén de cuño erasmista– había dado una impronta imperecedera, se convertirán en ese refugio que el santo anhela para poder ver claro en medio de la tormenta que se avecina. Las dos ciudades jiennenses se habían convertido, de una manera particular, en un reducto de heterodoxos, de gentes hechas al modo del reinado anterior que se niegan a abrazar sin más la nueva ortodoxia olvidando las lecciones de Erasmo. Esto será muy palpable en la Universidad de Baeza, de la que Juan de la Cruz sería parte activa: allí, en aquellos muros preciosos, dorados, debía sentirse cómodo el poeta que hablaba con Dios.
Tres años permanece fray Juan en Baeza, como Rector del Colegio Mayor. Se gana en ese tiempo el aprecio y el cariño de los baezanos, el respeto de sus compañeros de claustro. Su pensamiento, hilado con serenidades y líricas, pero profundísimo –el de San Juan de la Cruz es un pensamiento denso, hondo, aquilatado, que pesa–, debió encontrar un campo propicio en la Universidad baezana, siempre en el punto de mira de los ortodoxos. Pasados esos tres años, fray Juan es destinado a Granada y luego a más altos cargos de la Orden que él ha fundado, hasta que 1591, los rencillas internas hacen que sea destituido de todos sus cargos y destinado a Segovia.
ROTO CASI EL NAVÍO
Camino de Segovia, fray Juan tiene que pasar otra vez por tierras de Jaén, puerta natural de las Castillas. Pero es el verano, crudo, y el «medio fraile» va enfermo. Se para en el convento que los carmelitas tienen en La Peñuela, en las puertas mismas de Despeñaperros. Tal vez se toma la parada como un breve descanso, como una parada para reponer fuerzas antes de seguir caminando hacia arriba por el mapa de España. Pero la estancia se alarga: lo retienen la enfermedad y lo ameno del paisaje, la tierra rojiza, los árboles que refrescan al atardecer, los muros blancos y gruesos en los que protegerse del sol. ¿Se acordaría fray Juan de otras noches en Jaén, cuando era más joven y las fuerzas no fallaban?
Pero el verano pasa y la enfermedad no cede. Antes al contrario se recrece. Aumenta la fiebre y las pupas de la pierna adquieren un aspecto que asusta. Y el convento de La Peñuela es pequeño. Carece de medios para atenderlo en condiciones. ¿Por qué no se marcha fray Juan a Baeza, donde los carmelitas tienen una casa grande y donde es conocido y querido y no faltaría quien le diese sobradamente los cuidados que necesita? Pero fray Juan, que es pequeño y sin duda terco, se empeña en ir a la casa de Úbeda, donde no lo conoce nadie y donde el prior le tiene cierta inquina. Y allí se encamina, acompañado por un lego y montado en un pollino, una tarde se septiembre. A medio camino, en el puente de Ariza, pide espárragos y milagrosamente se los encuentra el fraile que lo acompaña. Llega a Úbeda en vísperas de la Feria de San Miguel, y tiene que atravesar las calles y plazas en las que se preparan los festejos, las corridas de toros.
No lo quiere, no, el prior del convento de Úbeda y le hace la vida imposible. Pero todo lo soporta el carmelita enfermo y poco a poco, sin salir de los muros del convento de San Miguel, se va ganando el cariño de la gente de Úbeda. El médico que lo atiende debe contar maravillas de su capacidad de sufrimiento y las mujeres que lo lavan y le curan las pestilentes heridas. Y el cariño que ya se había ganado en Baeza, estando en las calles, se lo gana postrado en una apartada celda conventual. Seguramente Juan de la Cruz es ajeno ya a todo esto, consumido entre los dolores terribles y las fiebres y entre la sed de poder ver a Dios. Y otra vez debía acordarse de fray Luis en ese anhelo que lo devora en sus últimas semanas ubetenses: «Un no rompido sueño,/ un día puro, alegre, libre quiero.»
Cuando llega diciembre, Juan está herido de muerte y la noche del 13 de diciembre anuncia que al día siguiente, que es sábado, dedicado a la Virgen, se irá a cantar maitines al cielo. Y cuando dan las doce en el reloj de la Plaza de Toledo, fray Juan expira: «¡Oh, que bellas margaritas». Todo se ha consumado en la madrugada del 14 de diciembre. «Quedeme y olvideme,/ el rostro recliné sobre el amado/ cesó todo, y dejeme,/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado.» Y levantamos entonces, con no sabemos que emoción sin nombre, el dedo del mapa de Jaén, y vemos de desde Beas y Villanueva del Arzobispo hasta Úbeda, hemos levantado un trazo sin nombre, una ruta imposible por la que San Juan de la Cruz buscó la belleza y el apartamiento, y encontró la serena respuesta de la muerte.
(Publicado en IDEAL el 29 de agosto de 2010)
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