EL HACEDOR DE JAÉN
¿Cuánto de la hechura física y aún de la espiritual de Jaén es parte del legado dejado por Andrés de Vandelvira? Esta pregunta no puede tener una respuesta fácil, pero sí es fácil comprobar como la llegada de Vandelvira a nuestra tierra marca un antes y un después en su historia y en su periplo artístico. Y es que antes de Vandelvira, Jaén se dispersa todavía en senderos y recovecos arcaizantes: ahí está la apuesta del obispo Alonso Suárez de la Fuente del Sauce por los modos góticos en pleno siglo XVI. Antes de Vandelvira, Jaén se asoma con timidez de doncella al nuevo mundo que el Renacimiento ha abierto en Italia un siglo antes, lo que supone una íntima contradicción para Jaén. Y supone una contradicción, porque mientras sus hombres se han sumado a la tarea modernizadora –plenamente renacentista– iniciada por los Reyes Católicos, tienen todavía que expresar sus ansias trascendentes y de poder en términos artísticos caducos. Las tres primeras décadas del siglo XVI suponen un balbuceo histórico para Jaén, que no encuentra el idioma artístico, el estilo en el que definir su personalidad.
Y en esto, llega Vandelvira, nacido en Alcaraz, a Villacarrillo, para intervenir en las obras de la grandiosa iglesia de la Asunción. Llega a tierras de Jaén y aquí se casa y tiene familia y va criando un nombre y una fama. Y aquí echará raíces y morirá no sin antes haber cambiado para siempre el modo expresivo del Reino del Santo Rostro, que ya sólo podrá indicar sus aspiraciones y temores con las formas creadas por Vandelvira. Al menos en lo que en Arte se refiere, Jaén es lo que Vandelvira quiso que fuera, porque fue el albaceteño el que estableció, con pleno éxito, un canon artístico capaz de identificar a Jaén fuera de sus fronteras. Y esto, claro está, permite reconstruir una ruta vandelviriana por las tierras de Jaén, hecha de palacios, templos y conventos que siguen una misma pauta pero que a la vez nos ilustran sobre el creciente dominio que de su oficio va adquiriendo Andrés de Vandelvira y sobre su compleja asunción de múltiples discursos externos, en una trayectoria netamente renacentista de amor por el conocimiento y de expresión mesurada y racional pero con aspiraciones de trascendencia. Y es que desde sus primeras intervenciones en el templo de la Asunción de Villacarrillo y en la Capilla del Camarero Vago, en San Pablo de Úbeda, hasta sus diseños cumbres –diseños cumbres en la trayectoria personal de Vandelvira, pero también culminantes del ciclo renacentista a nivel europeo– en el Hospital de Santiago ubetense y en la Catedral de Jaén, Andrés de Vandelvira articula un vastísimo universo expresivo tan variado y la par tan uniforme, tan íntimamente tocado por lo particular del hombre Vandelvira, que resulta difícil encontrar un modelo de autenticidad artística tan pleno, tan notorio, tan poderoso.
Esa autenticidad de las formas vandelvirianas, esa búsqueda constante de nuevas maneras de expresarse sin traicionar lo que se considera fundamental, esa elegancia generalizada de su producción artística, esa fidelidad a sí mismo, son tal vez los rasgos que permiten perdurar a Vandelvira como el gran hacedor de Jaén, como el gran diseñador de su modernidad artística. Porque él supera los resabios goticistas, decadentes, y adentra a Jaén en la senda de la modernidad, ofreciéndole un idioma artístico nuevo que le permite expresar las ansias con las que el reino fronterizo se suma al proyecto imperial de la Monarquía Hispánica. En plena época de búsqueda, tras la derrota comunera y desde la certeza de que todo el tiempo viejo ha caducado definitivamente, Andrés de Vandelvira llega a Jaén y ofrece una salida, abre una puerta que conduce a un sendero amplio.
LOS CAMINOS DE VANDELVIRA
La diosa Fortuna tuvo que sonreír a Vandelvira el día que la Capilla de El Salvador del Mundo, que Francisco de los Cobos –el todopoderoso Secretario de Estado del César Carlos– mandó construir en Úbeda para enterramiento suyo, se cruzó en su camino. Aunque gran parte del diseño corresponde a Diego de Siloé, éste abandona el proyecto ubetense –proyecto menor, al fin y al cabo– para dedicarse de lleno a la obra grandiosa de la Catedral granadina. Y entonces, Vandelvira, que se queda al mando de la obra, puede introducir en la misma algunos rasgos particulares de su visión personal, de sus discurso personal. Y lo hace con tanto acierto –aciertos puramente vandelvirianos son las portadas laterales, magníficas, de la Capilla o su soberbia Sacristía, donde el mejor Vandelvira esboza su esquema de manera impoluta, o la mágica portada de acceso a la misma, obra maestra del arte de todos los tiempos– que se convierte en el arquitecto de cabecera de las grandes familias jiennenses y la iglesia del Santo Reino. Los encargos le llueven y todo el mundo quiere una capilla tan fastuosa como la de los Cobos en Úbeda, un palacio tan impresionante como el Vázquez de Molina, casi lindero con la capilla de su tío.
Úbeda quedaría íntimamente ligada, definitivamente ligada, al quehacer de Vandelvira, tal vez más que ninguna otra ciudad jiennense. En la capital de La Loma, dominada por el poder omnímodo de los Molina, Vandelvira dará absoluta rienda suelta a su faceta de creador, dejando obras más que notables. El palacio de Vela de los Cobos, la capilla del Deán en San Nicolás o el soberbio palacio que el mismo Deán Ortega se manda construir junto a El Salvador, o los ya citados palacio de Las Cadenas o Capilla de Francisco de los Cobos u Hospital de Santiago, determinan en Úbeda un modo artístico que sólo será válido en la medida en que se ajuste al modelo de Vandelvira. Pero Úbeda, que se convierte en núcleo primerísimo de su producción –y esto no deja de ser trágico, porque el éxito alcanzado en Úbeda y rápidamente extendido por todo el Reino supone, quizá, una reclusión de Vandelvira en este territorio apartado, lo que lo aleja de la fama que habría alcanzado trabajando en Sevilla o Granada o Toledo–, no puede quedarse con la exclusividad de la labor de Vandelvira. Ya hemos dicho que rápidamente es llamado por los párrocos y los grandes señores de Jaén para que intervengan en las obras que se traen entre manos.
Así, el señor de Jabalquinto, en Baeza, le encarga la fastuosa capilla mortuoria que se manda construir en el convento de San Francisco; el propio Alonso de Vandelvira diría, con legítimo orgullo de hijo, que esa era “la mejor capilla particular y más bien ordenada y adornada que ay en nuestra España”. Y en la misma Baeza, dejaría su impronta en la Catedral –impresionantes resultan las vandelvirianas bóvedas «enjarjadas»– , a la que llena de luz y altura, o en el actual Ayuntamiento. Y en La Guardia de Jaén, se encarga de la construcción de la magnífica iglesia del convento de Santa María Magdalena. Y en Huelma se hacer cargo de la iglesia parroquial, y en Sabiote trabajó desde casi recién llegado en la de San Pedro. E interviene también en Santa María de Linares cuando la villa compra a Felipe II su independencia de Baeza y quiere marcar su relevancia llamando al más importante arquitecto de Jaén. Y obra suya es también, nada menos, que el Santuario de la Cabeza, en Andujar. Y el magisterio de Vandelvira –otra vez ligado a la persona de Francisco de los Cobos– se desborda en eso que hoy es un espacio mágico, sobrecogedor, y que en tiempos fue la iglesia de Santa María, en Cazorla. Y todavía demostraría su magisterio, esta vez como ingeniero, en puentes como el de Ariza –condenado a desaparecer por la incuria de las autoridades y la pasividad del pueblo jiennense– o la puente Mazuecos, ya casi desaparecida.
Pero sería en la capital –donde había intervenido en el convento de San Francisco, destruido en el siglo XIX– donde el genio vandelviriano pudiera expresar la rotundidad de su trayectoria y su aprendizaje. ¿No es la catedral un monumento digno de las grandes capitales, una obra tal vez extraña en un rincón casi olvidado del mundo? Ah, fascina la catedral de Jaén, asombra su capacidad de exprimir las formas y posibilidades de la piedra, la manera de decir tanto con tan pobre material. Porque en la catedral de Jaén, Andrés de Vandelvira trasciende lo puramente humano para recrear un espacio sobrenatural que habla de discursos divinos y lo hace desde la humanísima condición del arquitecto, que con la explosión de bóvedas baídas –una de las más bellas y originales formas arquitectónicas de todos los tiempos– intenta acercar lo divino al hombre o el hombre a lo divino, no sabemos.
Y así, partiendo de Villacarrillo o Sabiote, pasando por Úbeda y Baeza, por Huelma, por la Guardia, por Linares, hasta plantarnos delante de la Catedral jiennense, es posible reconstruir una ruta netamente vandelviriana, una ruta en la que reposa y se decanta la más prístina expresión artística de Jaén. Sin imposturas, sin fastuosidades, con la simpleza elemental de lo que se puede decir con pocas palabras para no apartar del camino de la verdad. ¿No es este arte sin énfasis, esta lenguaje artístico sin fuegos de artificio, un arte a la manera de la personalidad de Jaén, tan sobria como un campo de olivos una tarde de otoño? Si es así, el primero que captó ese recatamiento del alma jaenera fue Andrés de Vandelvira, trazando sobre nuestro mapa una ruta sentimental cuajada de hermosísimos edificios.
(Publicado en IDEAL el 22 de agosto de 2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario