Mañana, Elvira Lindo presenta su nueva novela en el Hospital de Santiago de Úbeda, y allí estará Antonio Muñoz Molina, el ubetense que mejor conoce y que más quiere a la escritora. Casi por compromiso comienzo a leer el libro de Elvira Lindo –Lo que me queda por vivir–, que también ha comenzado a leer mi mujer. Lo inicio con desgana, porque he leído en no sé cuántas críticas que la escritora ha cambiado de registro, casi de voz, y se ha pasado de aquella literatura con la que tanto me he reído –su Manolito Gafotas, sus artículos de «Tinto de verano»– a una literatura más seria y por ello, concluyen los críticos, más literatura, y temo aburrirme con la enésima historia de la madre soltera y heroína. Y sin embargo, por uno de esos milagros que sólo son posibles en el interior de los libros, comienza quemarme por dentro la necesidad de seguir devorando páginas, atrapado por la red que la protagonista va tejiendo con su voz personal pero casi descarnada, tan aséptica como un hospital. Y he aquí, que cuando todavía me quedan muchas páginas para llegar a la mitad del libro, descubro que no es cierto que Elvira Lindo haya cambiado de voz, de tema o de registro, porque este libro de intensa melancolía no es más que un acercamiento distinto al que podemos considerar el tema capital de su obra: la ternura, o sea, la mirada paciente y amorosa sobre todas las cosas y todas las personas que nos rodean. Lo que ocurre es que aquí la ternura no se parapeta tras la risa o la ironía, sino que se esconde, casi a traición, en una infinita tristeza urdida de recuerdos y añoranzas, de ausencias y de vidas imposibles. (Leo el libro y pienso que es un libro-otoño, amarillo y huidizo, como las hojas bellísimas que ya se han caído de los árboles, tan definitivo.)
Por un casual, Rafael Bellón me trae un libro dedicado a la poesía de un poeta que imperdonablemente no conozco y que se llama Manuel Ruiz Amezcua. Hay en ese libro varios artículos de Muñoz Molina. (Manuel, Rafael y Antonio son amigos desde hace muchos años, desde los tiempos del bachillerato y la universidad.) Y en esos artículos de Muñoz Molina dedicados a su amigo poeta, descubro un verso que parece pensado para Lo que me queda por vivir: se duele el poeta porque «Hay tantas cosas no dichas / con la luz de la palabra», que convierte esa tarea de iluminación en la propia de su literatura, hasta el punto de que Antonio dice que la poesía de Ruiz Amezcua se dedica «a usar palabras para iluminar y no para esconder», y eso mismo me parece a mí que es lo que Elvira Lindo ha hecho en la novela que estoy deseando seguir leyendo, esta tarde gris del otoño. Y es que ahora que todo parece derrumbarse a nuestro alrededor, y que se esconden vencidas no sabemos que esperanzas o que claridades necesarias para nuestro futuro y el de nuestros hijos, el libro de Elvira Lindo se hace más necesario por cuanto ilumina el fondo mismo de la humanidad en la que todos podemos reconocernos, ese legado moral hecho de caricias y recuerdos, de ilusiones, de frustraciones, de amores posibles y de amores negados, qué sé yo.
La historia que cuenta Elvira Lindo –no importa cuánto haya en ella de autobiográfico, de personal– trasciende lo anecdótico y cobra categoría de universal. Y el amor de esa madre huérfana y abandonada supera lo puramente femenino y se transfigura en un amor en el que todos podemos y deberíamos reconocernos. ¿No es necesario restaurar esa forma de comprender el mundo, de acercarse a él para descubrir su respiración mientras duerme, el llanto como de niño con el que amanece cada día la oportunidad de conquistar las imposibles felicidades? Ya digo que el tema sobre el que Elvira habla es el mismo tema de siempre: los buenos escritores cambian las palabras, pero mantienen la voz, y eso ocurre con Elvira Lindo. Es cierto que esta novela puede que le ayude a quitarse de encima la etiqueta de escritora para niños o cómica con que hasta ahora podía reconocérsela: en este país, esos géneros cultivados por Elvira con el magisterio de los mejores siguen considerándose menores o accesorios, y era necesaria esta novela para que se le abriesen las puertas grandes de la literatura, tan estrechas para los que no resultan estirados y aburridos.
“La sequedad de la superficie hace que resalte más el fondo pudoroso de apasionada ternura, la aspiración a una forma de ternura que es compatible con el desengaño, pero no con el cinismo”. Lo escribe Muñoz Molina sobre la poesía de Ruiz Amezcua, pero sirve también para el libro de Elvira Lindo, que resulta tan limpio como un cuadro de los primitivos flamencos y como ellos tan tierno, tan desengañado –¿no es la ternura la única respuesta decente cuando se constata la derrota que es toda vida?–, tan sincero. Tan hermoso y necesario.
(IDEAL, 13 de octubre de 2010)
1 comentario:
Hola amigo Manolo:
Muy buen artículo, ayer estuve en la presentación del libro, donde también te vi en la misma.., no he leído el libro, pero me has picado, aparte de la información de la autora, por lo que espero leerlo en un par de días...
Un abrazo José
Publicar un comentario