viernes, 29 de octubre de 2010

ALUCINACIÓN




La última planta del palacio abre hacia el horizonte una colección de ojos de buey custodiados por atlantes y cariátides, y por ellos la luz se cuela poderosa e íntima en el recinto casi literario cubierto por un artesonado de madera reseca y con las paredes recubiertas de legajos, cientos, miles de tomos de papel amarillento donde reposan olvidados contratos y tratos y cuentas de otros tiempos y otros hombres, todo sometido ya al imperio de la desidia y de la desmemoria. Al asomarse a uno de esos ojos de buey, se divisan los tejados últimos de la ciudad, esos que conforman el viejo barrio adosado a los restos de la muralla y salpicado con casonas adornadas de escudos desdibujados: antenas, chimeneas dormidas, alguna veleta mecida por el viento frío de la mañana de octubre, torres sin campanas que apresan el azul del cielo dentro del marco delimitado por la geometría tan precisa del siglo XVI, cruces de hierro renegrido por los siglos... Un paisaje humano que sobre las tejas intenta describirnos otras edades, que evoca en nosotros los otoños idos, revividos ahora en las angulosas hojas de esos grandes árboles indianos que se están volviendo amarillas y que se desprenden de las ramas con la elegancia inimitable de la naturaleza cuando se pone a punto de morir, tan pasajera como nuestra propia existencia pero si la soberbia que a nosotros nos impulsa a considerarnos carne de eternidad.

Pero no se agota el paisaje en los planos superpuestos de los tejados: más allá, la vista del campo está hoy particularmente hermosa. Relumbran las montañas en un azul casi marino bajo la luz de estas primeras horas del día, y desde la tierra hilada de olivos se eleva un vapor de humedades heredado de estas noches, tan frías y tan altas que permiten contemplar el cielo limpio, despejado, sin nada que nos impida seguir con la mirada el rastro dibujado por las constelaciones que tiemblan en espacios tan lejanos y tan inalcanzables como la felicidad absoluta. Todo invita a la pereza, al abandono: los coches que esporádicamente pasan por las carreteras intuidas entre el verdor áspero del olivar, los caminos sin viajeros por los que hasta hace unos años transitaban los mulos cargados con las verduras recogidas en unas huertas que ya no existen, las vegas dispuestas para la siembra que a tramos clarean y despejan la masa compacta de los olivos, los pueblos adheridos como seres marinos a las laderas de los montes de Mágina y que por la noche brillan como faros, las estaciones ruinosas del ferrocarril que nunca llegó y que nos privó de encuentros y de historias lejanas y de amores y de literaturas de la huída, tan necesarias... Todo invita a una renuncia, a dejarse llevar por esta visión, a poder abrir un libro que nos gusta mucho y releerlo sin prisa, saboreando cada una de sus páginas y recordando qué hacíamos o dónde estábamos la primera vez que lo leímos, que sentíamos entonces, qué sueños acariciábamos, mientras los rayos del sol nos adormecen o mientras nos cosquillea una melancolía, una tristeza que está siempre presente en todo lo que resulta inevitablemente hermoso.

Hay un silencio en el mundo, en este lugar levantado tantos metros sobre las calles, como si aquí la vida se hubiese arrebatado de las miserias y los ruidos de lo habitual para delimitar una extensión desahogada y luminosa hecha a imagen y semejanza de la dicha que a veces deslumbra los instantes inesperados en los que intuimos una plenitud. Por eso sentimos en este momento tan viva la corriente sinuosa, espesa de la sangre avanzando pausadamente por las venas, rellenando cada uno de los rincones de nuestro cuerpo, impulsando el movimiento de los párpados y nutriendo al cerebro de los minerales minúsculos que le permiten pensar y soñar, y al sentir palpitar la sangre parece que nuestra propia carne, que es todo lo que somos y todo lo que tenemos, ha dejado de pertenecernos y que se está fundiendo con un momento que no hemos buscado y que milagrosamente nos ha sido regalado por el otoño, como se regala un beso o una caricia o la risa de nuestros hijos, sin pedir nada a cambio, sólo esta generosidad de mirar y soñar, de dejarse llevar, de soltar las maromas que nos atan al muelle de lo cotidiano para que paisaje adentro naveguemos sobre los olivares y los montes y la mañana azul, difuminados todos como en una pintura de Tiziano, levísimos, con una conmovedora fragilidad en la que nos reconocemos en esta deleitosa epifanía de lo bello, en esta alucinación de lo existente.

(IDEAL, 28 de octubre de 2010)

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