Me gustan estos días de otoño: hay sol, pero es necesaria la cazadora porque en la calle ya comienza a hacer fresco. Y hay uvas y comienza a haber castañas y naranjillas y alcachofas en la Plaza de Abastos y los árboles están vistiéndose de amarillo. Me gustan estos días de otoño porque por fin el calendario invita a quedarse en casa, sentado en el sofá con un buen libro entre las manos, o simplemente sin hacer nada, pensando, repensando, imaginando no sé qué cosas o viendo como juega Manuel o como cada momento tiene una ocurrencia nueva. Me gustan estos días de noches despejadas y con un deje acuoso de presentimiento en los que las estrellas brillan tanto. Y me gusta la certeza de que cualquier día se nos cuela una borrasca por las Azores y viene la lluvia, que limpia las calles, las fachadas sucias de las iglesias y los palacios y el paisaje de montañas que se divisa desde los Miradores, que limpia también las memorias y los afanes nuestros de cada día y nos reconcilia con lo que somos, y esponja la tierra y la hierba de los parques y del campo. Porque si el verano supone una enajenación de nosotros –nunca somos tan ficticios como en julio y agosto, tan impostados–, el otoño comienza a despejar los caminos que nos permiten adentrarnos yo adentro. Estoy convencido de que el frío, los días aborrascados, la humedad brillante de estas mañanas del sol de octubre, nos hacen mejores.
Hay quienes se ponen tristes cuando termina la Feria y con ella, por fin, el verano. Pero a mí el otoño me hace feliz: me daba cuenta anoche, cuando al bajar a tirar la basura las calles olían a madera de olivo quemada y me acordé de la casa de mis abuelos maternos, en Las Canteras. El recuerdo de la chimenea de mi niñez y el olor de las que se han encendido en tantas casas de Úbeda, me sonaron a refugio y a hogar y a intimidad, que son todo el paraíso que nos devuelve el frío.
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