¿Cómo resumir, a treinta y tantos años vista, lo que fue y supuso la Transición política española? Ahora está de moda despreciar aquel periodo, considerando como tibios a quienes pactaron la llegada de la democracia después de más de cuarenta años de revoluciones, guerra civil y dictadura. Y sin embargo, su gesto generoso de tender puentes entre las «dos Españas», su capacidad de entendimiento superando viejos rencores y su realismo para hacer real lo que era posible, siguen siendo argumentos válidos a la hora de encontrar una salida a la actual situación del país. ¿Que la Constitución, piedra de vértice de la Transición, contiene grandes chapuzas y que es necesario abordar su reforma para estabilizar definitivamente elementos estructurales como la organización territorial del Estado? ¿Quién lo niega? Pero es ese espíritu de reforma que la propia Constitución contiene, ese afán de mejora, esa vocación de sumar voluntades y opiniones, lo que debe guiarnos si queremos frenar la desesperanza y la desgana que nos desangra.
Estoy convencido de que en la Transición se hizo lo que se pudo hacer, posiblemente lo que se debió hacer. Para incluir a los más, era necesario mantener zonas difusas, espacios grises. Más de treinta años después, carece de sentido no iluminar los planos indefinidos y no abordar la resolución de lo pendiente. Acometer la transferencia de poder a favor de la ciudadanía es una de las tareas democráticas pendientes. Me explico.
En líneas generales, la Transición puede explicarse como un traspaso del poder político desde el ejército, la Iglesia y el partido único de la dictadura de Franco hacia los partidos democráticos. En un momento tan delicado como aquél, donde tantas tensiones amenazaban la restauración de las libertades públicas y los derechos fundamentales, reforzar y proteger los partidos que garantizaban el pluralismo político era una condición ineludible para consolidar la aventura democrática. Eso explica las subvenciones públicas a los partidos, una ley electoral que desperdicia miles de votos de partidos secundarios de ámbito nacional o las listas cerradas. Pero ha pasado mucho tiempo y aquellas medidas que adoptó una democracia recién nacida y en la incubadora ya no se pueden sostener razonablemente. Es necesario abordar una segunda y definitiva Transición: la necesaria para transferir a los ciudadanos españoles el poder político que retienen los partidos. Lo contrario —seguir consintiendo que los partidos retengan y manejen a su antojo esa autoridad, esa potestad de decisión real que pertenece a los ciudadanos— implica cercenar las bases de la democracia española. Lo vemos cada día: el descrédito de los políticos, el desprecio por la actividad pública o la posibilidad de que la abstención supere todos los cálculos posibles nos indica que los españoles están hartos de que sus votos no sirvan realmente para nada y hartos de tener que tragarse unas listas que otros cuecen y elaboran no en función de los intereses de la sociedad sino de sus propios y particulares aprovechamientos.
Lo pienso ahora que comienza a conocerse la composición de algunas listas electorales. No faltan los nombres de personas que difícilmente pueden ser votadas si no es desde el sectarismo más ciego. ¿Qué derecho tienen los partidos a decidir cuáles van a ser los concejales? Como ciudadanos hemos madurado mucho: nos han hecho madurar el escepticismo, el desencanto, la desilusión, los golpes terribles de la crisis. Y desde la mayoría de edad de la ciudadanía tenemos que exigir nuestro derecho a elegir, libremente y sin el corsé torpe y egoísta de los partidos, a los que queremos que nos representen y a quienes queremos pedirle cuentas de su gestión.
(IDEAL, 24 de febrero de 2011)
1 comentario:
No se puede hablar de transición completa hasta que no se hayan producido dos alternancias de poder en el gobierno. En Andalucía aún no se vislumbra la 1ª.
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