Michel Houellebecq es uno de los pensadores/escritores más desoladores de los últimos tiempos: no da ni un argumento que invite al optimismo: el ser humano sería a estas alturas de la historia un montón de escombros que respira, poco más. Pero ocurre que su visión trágica, pesimista, es lucidamente contagiosa: después de leer a Houellebecq (en Tony Judt late una idea similar) es imposible no reflexionar, por ejemplo, sobre el daño que el mayo del 68 hizo a los valores de la solidaridad o la justicia, encumbrando los valores del egoísmo y la autosatisfacción que abrieron desde dentro la izquierda las puertas de la revolución conservadora y neoliberal. Pero este es otro tema.
Ahora, en Intervenciones, publicado por Anagrama, encontramos una serie de reflexiones sobre la fiesta.
La fiesta es uno de los hechos antropológicos más fascinantes y atrayentes. Houellebecq reflexiona sobre la fiesta en las sociedades ensimismadas y egoístas de después de mayo del 68, porque todo lo que escribe el francés es un intento de comprender y una denuncia lo que ha sucedido entre nosotros después de que triunfasen esos valores de los niños de papá. Su diagnóstico sobre la fiesta es desolador: más aún en días luminosos como este en el que tantos se preparan para vivir el Carnaval, una fiesta que se ha vaciado tanto de contenido; más aún si comparamos nuestras fiestas tan relamidas y postizas, tan ridículas tantas veces, con las fiestas aún frescas y sinceras de sociedades que en nuestra soberbia consideramos «atrasadas». Puede que por esa desolación, el análisis de la fiesta que hace Houellebecq resulte certero. Incluso creíble.
«El objetivo de la fiesta es hacernos olvidar que somos seres solitarios, miserables y condenados a morir; en otras palabras, evitar que nos convirtamos en animales. Por eso el hombre primitivo tenía un sentido festivo muy desarrollado. Un buen sahumerio de plantas alucinógenas, tres tamboriles y ya está: cualquier tontería lo divierte. Por el contrario, el occidental medio sólo llega a un éxtasis insuficiente después de interminables fiestas tecno de las que sale sordo y drogado: no tiene sentido festivo alguno. Profundamente consciente de sí mismo, radicalmente ajeno a los demás, aterrorizado por la idea de la muerte, es completamente incapaz de cualquier exaltación. La pérdida de su condición animal lo entristece, le produce vergüenza y despecho; le gustaría ser un juerguista, o al menos hacerse pasar por tal. Menudo marrón.»
«En realidad basta pensar que uno va a divertirse para estar seguro de que va a joderse. Lo ideal, por lo tanto, sería renunciar a la fiesta. Lamentablemente, el juerguista es un personaje tan respetado que esta renuncia conlleva un fuerte deterioro de la imagen social.»
«Tener clara conciencia, de antemano, de que la fiesta será un fracaso. (...) la humilde y sonriente aceptación del desastre común permite el siguiente triunfo: transformar una fiesta malograda en un momento de agradable banalidad.»
«Una buena fiesta es una fiesta breve.»
«Finalmente, una perspectiva consoladora: con ayuda de la edad, esa obligación de la fiesta disminuye, la inclinación a la soledad aumenta; se impone la vida real.»
1 comentario:
¿Pero cómo puedes decir que Houellebecq no invita al optimismo, hombre? La intensidad de la adolescencia permanente en "Las partículas elementales" sirve de pillería contra todo el "juliganismo" desplegado por Heidegger en "Ser y tiempo",por ejemplo.
Antonio.
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