George Weigel, el gran biógrafo de Juan Pablo II, ha identificado su papado con el renacer de la Iglesia, tras lo que él denomina (en palabras que podrían haber sido perfectamente asumidas por el nuevo beato y por su sucesor) “años de confusión y de sufrimiento moral del posconcilio”. Sin duda, los papados del gran Juan XXIII (“el Papa bueno”, imborrable en el corazón de millones de católicos y no católicos) y de Pablo VI fueron años confusos: al fin y al cabo, el Concilio Vaticano II quiso abrir las ventanas y poner al día una institución muy alejada de la realidad y anclada en Trento. Años confusos, sí, pero muy ricos en diálogo, en búsquedas, en interrogaciones, en respuestas. Considerarlos como años de un “sufrimiento moral” que debía ser paliado, sanado, sólo puede responder a la concepción de que la apertura y sus consecuencias eran perversas en sí mismas. Para esta curación de una Iglesia enferma de “aggiornamiento” se necesitaba un Papa como Karol Wojtyla.
Wojtyla era hijo de un catolicismo perseguido, de una Iglesia de la resistencia y poco dada a considerar las virtudes del diálogo y la comprensión: para el Papa polaco el catolicismo es una lucha sin cuartel contra el mal, que es todo lo que se queda fuera de los márgenes del dogma. El mal era el comunismo, sin duda, pero también la socialdemocracia, el progresismo, el laicismo, la razón, el relativismo ético, el diálogo entre religiones de igual a igual. Por una de esas “casualidades” de la historia, la entronización de Juan Pablo II coincidió con la llegada al poder de Tatcher y Reagan (curiosamente, otro actor vocacional). Los tres basaban su concepción de lo real en la necesidad de pelear sin tregua contra el comunismo y, por extensión, contra todos aquellos valores e ideas propios del espacio moral progresista: es esto lo que se ha definido como “revolución conservadora”, cuya herencia fue el desmontaje del Estado del Bienestar. La caída del terror comunista se llevó por delante los valores de la solidaridad, el aprecio por lo público, la responsabilidad social. Frente a ese amparo moral prestado a los que desmontaban el edificio ético del Estado social y sus conquistas, frente a la cobertura ideológica de quienes mientras derrumbaban el Muro de Berlín arrasaban cosas tan concretas para una vida mejor como la sanidad o la escuela públicas o la protección contra el desempleo, de poco valían los discursos en los que, pomposamente y sin consecuencias prácticas, Juan Pablo II “denunciaba” los abusos crecientes de los poderosos económicamente.
Fue, sin duda, uno de los grandes políticos de la postmodernidad, el gran artífice del fin del comunismo. Fue también el Papa que, aliado con la Curia vaticana, hizo a la Iglesia desandar lo andado desde el Concilio. En el ámbito católico, su papado supone lo que la Restauración de 1815 al mundo postnapoleónico: Juan Pablo II quiso congelar la historia, domar a la Iglesia conforme a los valores puros de la tradición, encorsetarla en el dogma y la obediencia ciega. Convirtió a la Iglesia de Roma en un bastión del conservadurismo moral, y eso explica el poderío de colectivos integristas como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o los seguidores de Kiko Argüello. Quizá tan pocas imágenes definen tan bien a Juan Pablo II como la bronca dirigida contra Ernesto Cardenal, ministro sandinista, mientras que se careció del coraje suficiente para reprender, con igual rotundidad y claridad, los crímenes cometidos por un Pinochet al que no le negó la comunión.
Juan Pablo II fue un hombre contradictorio que supo manejar con maestría insuperable el espacio escénico en los baños de multitudes, que supo poner a su pies a las masas y a los medios de comunicación y que tras cerrar en un núcleo irreductible la esencia del catolicismo dio lugar una especie de “big bang” de la Iglesia. Y es Juan Pablo II llevó el catolicismo a todos los rincones del planeta mientras que —tal y como ocurre con la materia— aumentaba el vacío del catolicismo. Papado paradójico, como el propio personaje que Wojtyla se labró: su acelerada propagación de una Iglesia en lucha permanente y sin matices contra el mal de la modernidad, aumentó el vacío de ese misma Iglesia y se tradujo en la persecución de los disidentes o, simbólicamente, en la postergación de las causas de santificación de hombres realmente santos pero opuestos a la visión eclesial de Juan Pablo II, como Juan XXIII, Monseñor Oscar Romero (curiosamente San Romero de América es santo de la Iglesia Anglicana) o Ignacio Ellacuría.
Leonardo Boff, víctima del neointegrismo católico, ha definido el Vaticano II como una apuesta por la comprensión en lugar de por el anatema, por el diálogo en lugar de por la condena, una apuesta por la aceptación de las otras iglesias cristianas y por la reconciliación con “las esferas del trabajo, la ciencia, la técnica, las libertades y la tolerancia religiosa”. En contraposición a esto, Juan Pablo II “acalló el derecho de expresión, prohibió el diálogo y produjo una teología con fuertes tonos fundamentalistas.” El Vaticano II fue aldabonazo en la conciencia del conjunto de iglesias cristianas, pero mientras la Iglesia Católica ha desandado el camino esperanzador que se inició con el pontificado de Roncalli, las otras confesiones cristianas han abundado en esa línea de comprender el mundo y de ajustar sus mensajes a lo que sucede en las calles del mundo. Las consecuencias han sido demoledoras para el catolicismo: en Latinoamérica, por ejemplo, se cuentan por cientos de miles los fieles que abandonan la obediencia católica para engrosar las filas de las iglesias protestantes. Por su parte, Hans Küng, uno de los grandes teólogos católicos, ha calificado al Papa polaco como “intolerante y autoritario”.
La beatificación de Juan Pablo II, pues, no ha resultado tan pacífica en el seno de los católicos como nos quieren hacer: Juan Pablo II es un santo hecho por los medios de comunicación de masas. Pero hay una Iglesia atónita porque existan un San Josemaría Escrivá o un San Juan Pablo II. Hay una Iglesia que es tan Iglesia de Jesús como la que más y que sin embargo tiene sus modelos en Juan XXIII, en los cardenales Taracón y Romero, en los arzobispos Martini y Amigo, en los obispos Nicolás Castellanos y Pedro Casaldáliga y Kike Figaredo, y en el cura Rutilio Grande, y en los padres Arrupe y Ellacuría, y en el cura Llanos... Hay, sobre todo, una parte de la Iglesia que evalúa el mundo desde el prisma del sufrimiento de los niños: quien encubrió las violaciones de miles de niños a manos de depravados que ensuciaron el sacerdocio, no puede estar en los altares, porque los crímenes contra los niños lo son en grado sumo, de una categoría especial, imprescriptibles y, posiblemente, imperdonables. Quien mira hacia otro lado cuando se atenta contra un niño consiente que se atente contra Dios, quien atenta contra un niño atenta contra el mismo Dios. Honestamente, creo que es desde ahí desde donde hay que hacer un juicio completo y complejo de esta figura histórica. Mientras, me quedo con esa Iglesia que quiere hablar el lenguaje del mundo, que quiere escuchar la voz del mundo y que quiere ver con los ojos del mundo, esa Iglesia que tiene de la mano, que comprende y perdona, que no juzga, que no es de la Inquisición sino del Evangelio de Jesús el Nazareno, esa Iglesia que se abrió en el Concilio y que están queriendo cerrar. Me quedo con la Iglesia bonachona, maternal, comprensiva, dialogante, con afán de modernidad, de Juan XXIII, el «Papa Bueno».
4 comentarios:
Más ciencia es lo que hace falta.
Estoy de acuerdo contigo ( si me permites el tuteo). Pero no podemos olvidar que la Iglesia es una. Con sus luces y sus sombras. Ahora tocan sombras. ¡Quiera Dios que no se conviertan en tinieblas impenetrables! Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de disentir y de desobedecer si queremos otra iglesia más cristiana según el camino que nos marcó el Vaticano II.
Llevas razón, Iglesia sólo hay una, pero existen, o intentan existir, muchas identidades, muchas sensibilidades, dentro de la Iglesia. Me gusta esa Iglesia que tú propones de la disidencia y la desobediencia para poder encarrilar a la Iglesia por la senda abierta con el Vaticano II. Si la Iglesia no retoma ese camino, que es el único que le permite abandonar las sombras actuales, no dudes que llegaremos a las tinieblas impenetrables.
A mí me gusta sentirme católico heterodoxo, creyente en la frontera, y creo que hay que potenciar esa Iglesia que asume el conflicto de la sociedad actual, que vive en él, una Iglesia que acompaña y no juzga, que comprende, que perdona, que abre los brazos y que no excluye a los divorciados, a los homosexuales, a los que dudan...
Saludos.
Llevas razón, la Iglesia es una, pero las sensibilidades dentro de la Iglesia no son una. Por suerte. Es cierto que desde hace décadas se ha impuesto una visión sectaria y excluyente que adentra la Iglesia en un periodo de sombras. Ojalá pronto las otras visiones puedan recuperar el terreno perdido, porque si no es así, la Iglesia está condenada al fracaso histórico. Por cierto, a mí me gusta sentirme parte del catolicismo que duda y dialoga, del catolicismo que comprende y tolera, que perdona y que se inspira en el Evangelio del Amor, que tiende la mano, que no excluye a los divorciados ni a los homosexuales ni a los que no votan al PP, del catolicismo que duda y que quiere creer, que piensa que los otros pueden tener razón, que no quiere imponer su verdad, que aspira a convivir con otros creyentes y con los que no creen... Mi trocito dentro de la Iglesia Una y Universal es el de esa Iglesia de la calle y la frontera.
Saludos.
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