Aquella mañana en que estuvo al borde del infarto, decidió dejar la oficina y los ajetreos de la gran ciudad. Quería empezar una nueva vida, quería ser filósofo y buscar la felicidad. O algo parecido. Se marchó entonces –con el equipaje justo– a la casa que había heredado de sus abuelos, cuidada todavía por una vieja criada del pueblo. Estaba decidido a explorar sus caminos interiores y se acostumbró pronto a su nuevo ritmo vital.
Le gustaba leer asomado a la ventana del dormitorio que había sido de sus abuelos y donde todavía estaban su cama alta de latón, sus muebles de madera oscura, la estampa de la Virgen o la pequeña pila en la que su abuela ponía –cada domingo– un poco de agua bendita. En aquella penumbra, acentuada por las ventanas y persianas azules que cerraba en cuanto amanecía, pasaba horas y horas enfrascado en las páginas de Joseph Roth, Soma Morgenstern, Slawomir Mrozek o cualquiera de esos escritores judíos de comienzos del siglo XX que tanto le gustaban; o simplemente dejando que vagase su imaginación –siempre había soñado con ser el capitán de una nave griega que partía hacia las costas de Libia, donde se convertía en un mujeriego que enamoraba a las más bellas mujeres portuarias– mientras escuchaba, en la gramola de su abuelo, los viejos vinilos con la música de Beethoven y sentía con la Sonata nº 11 o con el segundo movimiento de la Segunda Sinfonía que su espíritu se elevaba transportado por los violines y los oboes hacia regiones todavía inexploradas de su interior. En esos momentos, creía que estaba cerca de descubrir la felicidad: frente a la ventana, el mar se extendía poderosísimo con mil tonalidades de un azul cambiante. A veces, si miraba muy fijamente aquel mar y aquel cielo, le dolían los ojos. Y al cerrarlos, descubría que no, que todavía no era feliz, que tenía que seguir buscando.
Comía en el patio, oyendo el rumor del agua de la fuente confundirse con las olas que a esa hora se habían aplomado; a su alrededor la luz había totalizado su propiedad sobre todos los rincones. Debajo de la parra, en el mediodía de agosto, los insectos zumbaban ebrios de néctares y placeres, como emperadores del verano que ofrecían un concierto deslumbrante con sus membranas y abdómenes. Él los escuchaba mientras comía la pasta con marisco o pescado que le había preparado Jacinta en un alarde de antiguas sabidurías gastronómicas, mientras bebía el vino fuerte y fresco del país o mientras saboreaba uno de esos melones con sabor de miel recién labrada. Y entonces, pensaba que sí, que estaba muy cerca de descubrir la felicidad.
Pasaban los días del verano entre lecturas y música, contemplando el mar, entre comidas y siestas larguísimas en una habitación oscura de techos altos y suelo de barro cocido. Pasaban los días. Y las noches, con sus infinitas constelaciones brillando sobre la inmensidad oscura del cielo; se sentaba frente al mar y miraba las estrellas y pensaba, momentáneamente, que aquello era la felicidad. Pero al dormirse, una pesadilla sin nombre lo devolvía a la realidad de su esperanza agotada.
Y así, cansado de tanto buscar la felicidad, recogió sus cosas y volvió a la ciudad y al tráfico y a la oficina. Y, en espera del siguiente infarto, no fue capaz de descubrir que, abrumado por el silencio y la simplicidad de la felicidad, no la había descubierto cuando la tuvo desnuda frente a él, que era feliz en medio del estruendo que le impedía oírse el alma.
(Publicado en IDEAL el 12 de agosto de 2010)
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