Se han cumplido veinte años de la caída del Muro de Berlín: el 9 de noviembre de 1989 los ciudadanos alemanes ponían fin, pacíficamente, a una de las etapas más sombrías de la historia del género humano. Porque pese a sus promesas de redención universal y pese a su afán –o precisamente por ese afán– de hacer de la tierra un “paraíso, patria de la humanidad” el comunismo acabó convertido en un capítulo más de la historia del sufrimiento humano, tal vez el más siniestro y sanguinario, el que más dolor contabiliza en su haber: en palabras de John Gray “el resultado final del experimento bolchevique fueron los asesinatos masivos y las vidas truncadas a una escala sin precedentes”. Por eso sorprende oír las palabras de José Luis Centella, el flamante secretario general del PCE, cuando dice que se siente orgulloso de ser lo que es y que los comunistas no tienen que arrepentirse ni pedir perdón. Y sorprende más aún que lo diga mientras los berlineses conmemoran la noche en la que comenzaron a sentir que eran dueños, nuevamente, de sus vidas y que se podía poner fin al futuro controlado, vigilado, frío, que el partido comunista alemán había dibujado para ellos, porque en realidad el comunismo no fue otra cosa que una administración ineficaz económicamente pero muy efectiva en la destrucción del alma, a la que aniquiló con una terrible capacidad para oscurecer los afanes mejores del genio humano. Que aquella ilusión de 1989 fuera un espejismo y que la voracidad de la derecha neoliberal y neoconservadora se haya encargado de dinamitar cualquier esperanza no quita mérito a lo conseguido en la mágica noche del otoño de hace veinte años, la noche en que la historia volvió a hacerse presente y las personas enseñaron que a veces los tanques no bastan para frenar la ola de la libertad.
Pero ya digo que la esperanza inaugurada aquella noche, cuando se desintegraban las fronteras de la dictadura comunista, ha acabado en nada. Hoy el mundo es más inseguro que en 1989 y avanzamos imparables –y lo que es peor: ciegos– hacia el cumplimiento de la profecía de Alain Minc, que predijo la llegada de una nueva Edad Media, con la desintegración de los estados en muchas zonas del mundo –África, Afganistán, Iraq, Colombia, México– y la expansión de zonas controladas por poderes particulares, sean estos multinacionales, piratas, asociaciones mafiosas o grupos religiosos o terroristas. Hoy los riesgos para la supervivencia de la especie humana son más evidentes y más graves que hace veinte años. Hoy la violencia y el aumento de la población y de la pobreza y el descontrol armamentístico y la presencia cada vez más amenazante de los efectos del cambio climático, auguran una época terriblemente incierta para la humanidad, que por primera vez desde hace decenios se enfrenta a la evidencia de que el futuro que nos espera es, con todos esos condicionantes, necesariamente más oscuro que el que nos promete una casta política adobada por una estupidez sin límites.
Pero lo peor de todo es que frente a esa catástrofe anunciada por los signos de los tiempos, no hay alternativas. La crisis económica y social provocada por los postulados del pensamiento de la derecha no tiene enfrente argumentos que permitan considerar viable una rectificación del rumbo. La izquierda, lo hemos visto, sigue desaparecida bajo los cascotes del muro, aferrada al pasado, cuando el pasado ya no es una alternativa. Hay una necesidad urgente de que la izquierda se repiense: pero para ello es necesario que antes asuma que está desnuda, en la indigencia intelectual. Si la izquierda sólo ofrece pasado, la izquierda carece de futuro. Y hablo de la única izquierda posible, la socialdemocracia, que es la que puede ofrecer un catálogo real de mejoras en la vida de las personas.
La izquierda tiene que pensar un futuro limitado, sin pretensiones, con modestia: el tiempo de las utopías y de las revoluciones universales terminó, felizmente, hace veinte años. Ya no es tiempo de redenciones, porque la gran enseñanza del siglo XX es que la utopía y la revolución degeneran siempre en horror y tiranías. Esa izquierda que soñaba con transformar el mundo, abarcando todas las facetas de la realidad y queriendo modificarlas incluso con la herramienta del crimen masivo, ya no sirve: ahora es necesario un pensamiento nuevo que intente rescatar y acotar espacios para salvaguardar la dignidad del ser humano y el futuro de la especie. Es necesario, pues, un pensamiento sin ambición, consciente de que el pesimismo ofrece una imagen más certera de la realidad, un pensamiento tocado también por un halo poético que se implique en la tarea diaria, no mesiánica, de ayudar a reducir el dolor del mundo. La tarea del futuro no es la gran tarea revolucionaria, sino la acumulación de tareas pequeñas en una política hecha con rostro humano, una política de lo cotidiano, tal vez al modo en que Obama está reinventando la política en Estados Unidos. No se trata, por lo tanto, de pensar en cómo remover las fuerzas cósmicas ni las superestructuras del capitalismo que impiden la felicidad del hombre, sino de reflexionar y acordar las fórmulas que permitan remover lacras como la tortura, el hambre, la esclavitud, la explotación infantil, la soberbia empresarial, la desprotección de las mujeres y los homosexuales, la persecución ideológica, la falta de libertad de creación y expresión. No hay posibilidad ninguna de construir paraísos, pero tienen que abrirse caminos que permitan avanzar en el cierre de los infiernos.
En realidad la izquierda posible –heredera de la socialdemocracia y del humanismo cristiano– tiene que superarse así misma, superando la herencia ideológica de la modernidad: hay que pensar en otros términos. El paradigma de un futuro que acumula mejoras, la creencia de que la historia es una flecha que avanza hacia un mayor bienestar o una mayor seguridad, son falsos. Pero esa fe ciega permanece inamovible en la mentalidad de políticos y pensadores, que tal y como advierte Philip Roth ni siquiera han permitido que el nivel más bajo de pensamiento imaginativo acceda a la conciencia, para evitar que se cause el menor trastorno. Y sin embargo urge (re)construir un “pensamiento imaginativo” que, desde el desencantamiento del mundo y del futuro y desde la conciencia alerta del pesimismo, permita articular respuestas que eviten los horrores del futuro, para los que Robert D. Kaplan piensa que tal vez todavía no se han inventado las palabras que los denominen.
¿No avanza el mundo sin control? ¿No es realmente suicida pensar que un ser esencialmente destructor como es el hombre podrá controlar los efectos aniquiladores de los grandes avances científicos, como la clonación? ¿No es evidentemente suicida seguir creyendo que podemos forzar la máquina del planeta porque podremos rectificar antes de llegar al punto de no retorno? ¿No es claramente suicida escamotear las respuestas a los grandes interrogantes que plantea un mundo superpoblado y cada día menos integrado y más violento? Frente a estos retos no caben las revoluciones: pero cabe y urge pensar en los términos de lo posible, de lo factible. Sólo así será posible derribar sin dramas, como en 1989, los muros que hoy oscurecen el futuro.
(Publicado en Diario IDEAL el día 14 de noviembre de 2009)