miércoles, 18 de noviembre de 2015

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD





El lunes, escribía en su blog Antonio Muñoz Molina que “Hay en ciertas personas una curiosa tendencia a diluir la responsabilidad concreta de los verdugos en una vaga culpa general”. Y ello, al hilo de la infinidad de artículos, comentarios o directamente exabruptos que tras la matanza de París se han encargado de recordarnos que el monstruo islámico fue creado en su día por las potencias occidentales como una parte de su estrategia política global, que las armas con las que asesinan se fabrican en nuestros países, que esas armas se las venden nuestras monarquías amigas de la Península Arábiga en el marco de la guerra religiosa que en Siria están librando suníes (los tiranos de Arabia Saudí y los del Estado Islámico lo son) contra chiíes (como el gobierno sirio) o que el Estado Islámico se financia vendiendo petróleo en el mercado negro con el que nosotros no tenemos empacho en llenar los depósitos de nuestros coches. En determinados ámbitos ideológicos se enumeran todas las causas que han hecho posible el espanto del Estado Islámico y no tanto para pedir una reformulación de la política occidental en Oriente Próximo dentro de la cual se enmarque la guerra contra el califato, cuanto para intentar convencernos de que los terroristas son simples víctimas, ellos también, de una estrategia política que los ha obligado a convertirse en monstruos y que, por lo tanto, es responsable directa de su monstruosidad. Y así, sumando eslabones en una larga cadena de causas que, si se lo proponen, pueden remontar hasta la batalla de Poitiers, encuentran razones para justificar que unos tipos arrebatados de odio sean capaces de violar de manera brutal a miles de mujeres yazidíes en Mosul, de asesinar a los niños de las minorías étnicas del norte de Irak, de quemar vivo a un piloto jordano o de decapitar a decenas de cristianos coptos: al fin y al cabo, todo esto no son más que las consecuencias de esa cadena de causas y los asesinos están presos dentro de esa espiral, que otros (nosotros) han construido. Y así, condenan sus crímenes, claro, pero en grado menor: la condena se acompaña de tantos matices, de tantos peros y de tantas notas a pie de página, que al final más parece el contrato con letra minúscula de una hipoteca que una condena.

Todo eso lo hemos visto antes, y más cerca todavía. En todo esto interviene mucho lo que Dickens llamaba filantropía telescópica: sentir tanta pena por el sufrimiento de los que están muy lejos que no se tiene tiempo de fijarse en los que padecen al lado”, añade Muñoz Molina. Y ahonda así en la grave cuestión ética del asunto: esas “ciertas personas” pueden conmoverse más con el sufrimiento de, por ejemplo, los miles de asesinados por la dictadura franquista que con el dolor que tan plásticamente narraba la viuda del joven español asesinado en Bataclán y por eso se indignan mucho más cuando el Partido Popular se niega a retirarle honores a Franco que con la visión del espanto de las calles de París. Eso, cuando no se realiza un ejercicio del dolor en función de determinadas pulsiones ideológicas que puede llegar, incluso, a desdibujar los grados de sufrimiento: conozco a quienes “empatizan” en grado máximo con el sufrimiento de una familia desahuciada por el banco y sin embargo no sienten la más mínima piedad por la familia de un guardia civil asesinado por ETA o sienten una piedad tan matizada que más parece compromiso que verdadera compasión.

Pero más grave me parece aún, desde el punto de vista ético, que esa construcción de una culpa general sólo se utilice para casos concretos que previamente son filtrados por el tamiz ideológico: hay que aceptar como dogma (so pena de ser expulsado de las filas de los demócratas) que existe una culpa general de Occidente que explicar (y si se tercia también justifica) el terror del Estado Islámico, pero si alguien tejiese una teoría de la culpa general de los vencedores de la Gran Guerra y del Pacto de Versalles para explicar el horror nazi sería inmediatamente tachado, con razón, de cómplice moral de los mayores asesinos de la historia. Y sin embargo, qué fácil sería diluir en el océano de una culpa masiva la responsabilidad de ese joven de las SS que apretaba el gatillo contra los niños indefensos en el barranco de Babi Yar: puede que su madre tuviese que prostituirse para poder darle de comer en medio de la inflación galopante, a lo peor su padre era un excombatiente de las trincheras, amargado por tanto horror y por la derrota, alcohólico que para olvidar el espanto y para superar su frustración se dedicaba a golpearlo… Y así, podemos construir todo un catálogo de causas en las que diluir la responsabilidad de los asesinos nazis. Y otro catálogo en el que diluir la responsabilidad de los asesinos franquistas. Y otro, y otro, y otro… Es una dinámica peligrosa, porque ningún criminal sería responsable de ningún crimen: si las acciones humanas son el mero resultado lógico de una suma de causas que explican a la persona, la responsabilidad moral no puede existir. Porque la responsabilidad es el resultado de un acto de libertad.

Y es que una cosa es poner sobre el tapete de la historia las causas que explican los actos humanos y otra muy distinta ligar la responsabilidad a esas causas con un nexo de determinación. Al hacer esto lo que hacemos es negar la libertad constitucional de la persona: si cada uno de nosotros fuésemos solamente consecuencia de unas causas que nos explican, no seríamos más que seres determinados, una especie de cangrejos gigantescos determinados a procrearnos y a matar al vecino que nos jodió el fin de semana. Y sin embargo, lo que realmente nos explican no son nuestras causas sino nuestra libertad: hubo miles de niños alemanes que padecieron la crisis brutal (crisis económica, social, existencial) de la Alemania de los 20, pero la mayoría no acabaron convertidos en matones de la Gestapo y en verdugos en Auschwitz; hubo miles de jóvenes católicos españoles que presenciaron con espanto como se quemaban conventos e iglesias, pero la mayoría no se dedicaron a pegarle tiros en la nuca a los maestros de la República. Y seguramente, entre algunos de esos hombres que maltratan a sus mujeres y que las matan porque las consideran un mero objeto carnal de su propiedad, hay niños que tuvieron una infancia difícil, pero no todos los niños que no fueron felices o que fueron maltratados o que sufrieron abusos están condenados a ser asesinos. Y hay miles, millones de musulmanes, que padecen las consecuencias de los movimientos de las fichas del tablero del poder mundial y de la sed de petróleo, pero la inmensa mayoría no se enfundan en uniformes negros y se dedican a secuestrar y violar mujeres, a poner bombas en los mercados, a decapitar a niños y adolescentes, a disparar a sangre fría contra los jóvenes que asisten a un concierto. Si las causas y el medioambiente social en que las personas viven determinasen sus comportamientos, el mundo, con tanto sufrimiento y tanto dolor como acumula, estaría rebosante no de personas más o menos normales que simplemente quieren ser felices y que cada día luchan contra los mil obstáculos que se lo impiden, sino de una masa compacta de criminales: ¿cuántos terroristas rebosantes de odio no habrían salido de Ruanda si fuesen ciertos los argumentos de esas ciertas personas que diluyen la responsabilidad concreta en una vaga culpa general?, ¿cuántos no habrían germinado en los desiertos de Sudán?, ¿cuántos en las selvas hondas de Vietnam o de Camboya?

Hay causas que explican, pero no hay causas que determinen y justifiquen: porque si las hubiese, no habría libertad. No me gusta mucho la palabra “culpa”, porque remite a un espacio moral de raíz religiosa que difícilmente puede cuadrar con los parámetros éticos que se fundamentan en la noción y el valor de la libertad; pero me gusta la palabra “responsabilidad”, porque equilibra los derechos y los deberes y denota aprecio por el complejo y difícil hecho de la libertad. Convencido como estoy de que no somos seres determinados y condenados, asumo que vivimos en la compleja realidad de la libertad. Y la libertad supone incertidumbre, duda, carencia de certezas absolutas, disposición para atravesar campos ricos en experiencias felices pero también páramos de desolación. Supone también, y tal vez sobre todo, responsabilidad: porque somos libres somos responsables. Responsables de dejar en la orilla del mercado de Beirut, lleno de mujeres y de niños, el coche cargado con la bomba que reventará sus cuerpos y de apretar el gatillo a sangre fría contra personas indefensas en las calles de París. Pero también responsables de preferir que lo acribillen a uno antes de permitir que asesinen a una niña que cenaba con sus padres.

Aunque sólo fuese por respeto a los muertos que causa tanto odio, haríamos bien en no diluir, en no desdibujar, la responsabilidad de los asesinos: mataron, violaron, causaron tanto dolor, simplemente porque eligieron hacerlo, porque quisieron hacerlo. Porque siendo libres para salir de la habitación en cuyo suelo había una mujer espantada, le abrieron las piernas y la violaron. Porque pudiendo simplemente dejar pasar al joven homosexual que se paseaba por las calles de Raqqa, lo apresaron y lo subieron a la terraza de un edificio y le empujaron y lo remataron a pedradas cuando, reventado, agonizaba en el suelo. Porque siendo libres para perdonar la vida del que los miraba con los ojos arrasados de miedo, apretaron el gatillo. Porque, simplemente, el mal existe. Como existen la grandeza del bien y del amor, que sólo son posibles porque somos libres.

lunes, 16 de noviembre de 2015

CIUDADANO DE PARÍS





Yo nunca he estado en París. Yo sólo he pasado por Francia camino de Italia, una vez hace muchos años. Y sin embargo, poseo una geografía y una cartografía personal de París y  de Francia, hecha de lecturas, de películas, de músicas. Supongo que para mí, como para tantos, Francia es nuestra patria de elección porque le debemos a Francia mucho de nuestra opción personal como ciudadanos libres, y París es esa ciudad de la luz, del amor y de la libertad donde nos hubiese gustado derrochar nuestra juventud. Porque Francia hace grande nuestra conciencia política y cívica y París nos ensancha el alma y las memorias y los amores aunque nunca se hayan pisado sus calles.

Si yo hubiese podido elegir dónde nacer habría elegido Francia, porque siempre me ha fascinado ese país con identidad, con valores, con compromisos y proyectos compartidos, ese país dispuesto siempre a acoger a todo el que hiciera suyos los valores de la Revolución, ese país donde la estupidez no quintaesencia la vida pública y donde el discurso cívico tiene argumentos y razones que convierte el debate en algo vigoroso y no en la reiteración de lugares comunes que padecemos aquí, porque siempre que oigo "La Marsellesa" la reconozco como mi personal himno político, civil y social. Y yo, que no creo en esa estupidez de la ciudadanía del mundo y que quiero ser ciudadano con raíces y con referencias, ciudadano con amarres y con asideros, hubiera querido ser ciudadano de París, pintor en Montmartre y amigo de las bailarinas del Mouline Rouge, fotógrafo del Trocadero, poeta de las revoluciones en Saint Denis o barrigudo horneador de croissant en un café de Montparnasse.  

Por eso el viernes sentí un escalofrío que todavía no se me ha ido de la sangre: porque los atentados sucedieron un lugar del mundo que es también mi lugar.

Vive la France.