lunes, 24 de marzo de 2014

ADOLFO SUÁREZ





Se junta que somos un país sin memoria y un país que no estudia historia en las escuelas. Y por eso o no se recuerda o no se conoce lo que era este país en julio de 1976, cuando yo era un bebé de siete meses.

Entonces España era un país con un ejército que no hubiese tenido ningún escrúpulo en formar una junta militar inspirada en las de sus amigos de Chile y Argentina.

Un país donde las fuerzas policiales no dudaban ni en apretar el gatillo contra los manifestantes que pedían libertad y amnistía (teniendo yo tres meses y un día, el Miércoles de Ceniza, habían asesinado a cinco obreros refugiados en una iglesia de Vitoria, a sangre fría) ni en amparar y proteger a las bandas guerrilleras de ultraderecha.

Un país sacudido por el terrorismo de ETA, del GRAPO y el FRAP y por el de ultraderecha de los Guerrilleros de Cristo Rey o Fuerza Nueva, el terrorismo de los que sólo querían un nuevo enfrentamiento entre españoles que rubricase la victoria de 1939 o que le diese la vuelta a la tortilla.

Un país abocado a una crisis económica gigantesca, brutal, que se aprestaba a arrojar unas cifras de paro desesperantes y una inflación casi incontrolable, sin un sistema fiscal moderno, con una Seguridad Social en pañales, sin protección contra el desempleo, con una ingente tarea por hacer para construir el bienestar.

Un país con un problema territorial pendiente de resolver en Cataluña y País Vasco.

Un país con un rey nombrado por el dictador y que, dígase lo que se diga, estaba dispuesto a borbonear y a inmiscuirse en la política sabiéndose protegido por el ejército.

Un país en el que sólo una minoría formada por estudiantes, militantes del Partido Comunista, sindicalistas de las Comisiones Obreras y personas humildes de las asociaciones de vecinos y de las parroquias obreras se habían opuesto a la dictadura y habían clamado por la democracia, pagando por ello con la cárcel y la tortura.

Un país en el que los franquistas querían un eterno 18 de julio, la derecha una constitución como la de 1876 y la izquierda la promulgación de la Constitución de 1931.

Entonces España era un país donde la inmensa mayoría de la gente o había vivido la guerra civil o había vivido en su memoria y en la experiencia de los años de acero y quería, simplemente, “vivir la vida, sin más mentira y en paz”. Estoy convencido de que eso era lo que querían mis padres, jóvenes entonces, con proyectos y complicidades y con un hijo de siete meses, esperando ya sin saberlo otro que nacería en marzo de 1977, cuando por España parecía que habían pasado no nueve meses sino nueve años.

Es ese el país en el que Suárez aterrizó como Presidente del Gobierno en julio de 1976. ¿Qué era Suárez en julio de 1976? ¿Un neofranquista? ¿Un reformista? ¿Un demócrata? ¿Un representante del ala izquierda del franquismo? Suárez, en julio de 1976, era simplemente un tipo seductor, intuitivo, inteligente, que había captado el mensaje silencioso de la mayoría de los españoles, un hombre muy parecido a los españoles de a pie, un político descarado y simpático que había conectado con el sentimiento de millones de españoles que eran como mis padres y que tuvo el coraje y la ambición y la valentía suficiente como para saber que en política no existe la necesidad (todo lo contrario, no se nos olvide, que los políticos de ahora, que cometen sus barbaridades amparándose en que es necesario) y para defender que sólo cuando la audacia de la libertad ocupa el centro de la acción política se consiguen grandes cosas.

Suárez consiguió grandes cosas. Consiguió que el franquismo se suicidase sin mucho ruido. Consiguió que el rey entendiese que no iba a someterse a sus caprichos y legalizó al PCE y fundó la UCD y se presentó a las elecciones, lo que no entraba en el guión que a Juan Carlos le había escrito Fernández Miranda, e independizó a los gobiernos del borboneo. Consiguió someter el ejército al poder civil. Consiguió construir los cimientos de un régimen político normal en el entorno europeo pese a los envites del terrorismo por desestabilizar todo el proceso, pese a la crisis económica y pese al paro. Consiguió demostrar que era posible hablar todos con todos sin echar mano a las pistolas. Consiguió demostrar que si este país quiere, este país no está condenado, que la pobreza y el mal gobierno no son un estado místico del hombre, que importan el mal y el buen gobierno, que aún se estaba a tiempo de cambiar la historia, consiguió demostrar que este país no necesita palo largo y mano dura para evitar lo peor. Consiguió forjar la primera Constitución de la historia de España en la que se podía encontrarse una mayoría de españoles de todas las ideologías y todas las clases sociales, una Constitución imperfecta y mejorable, pero no sectaria, posibilista. No es justo imputar a Suárez ni a la Transición que él pilotó los males que hoy padecemos como sociedad: el creó un país y una Constitución en una situación excepcional, un país y una Constitución que después, para mejor defender sus intereses, han congelado y pervertido los partidos políticos; luego la responsabilidad de lo que pasa no puede ser de Suárez sino de los que han cosificado la Constitución, los que han prostituido todo su articulado social y económico, los que solo recurren a la Constitución para defender la unidad de España pero no los derechos sociales y las libertades fundamentales, los que han finiquitado la división de poderes, los que han pervertido el Tribunal Constitucional, los que desde el poder judicial no han puesto fin a tantos desmanes. No puede ser culpa de Suárez que el aire político, judicial y civil de este país se esté volviendo irrespirable: tal vez todo sería de otra manera si hubiese hoy un Adolfo Suárez que asumiera la voz de la calle y tuviera la audacia de liderar el cambio, con valentía, con coraje, mirando a los retos de frente, cambiando leyes y constituciones, urdiendo consensos, escuchando el clamor que sube de las plazas.

No me arrogaré yo el gesto soberbio, tan actual, de mirar con suficiencia y por encima del hombro lo que siendo yo un niño hicieron en este país, en circunstancias difilísimas, hombres como Suárez. Desde ayer me he acordado mucho de aquella infancia mía que pudo ser normal porque Suárez trabajó para que este país fuese normal, desde ayer me he acordado mucho de mi padre, porque sentía una sincera admiración por Suárez. Lo defendió siempre: todavía recuerdo como hablaba de él cuando en reuniones con sus hermanos éstos decían que Suárez era un traidor. Menos en 1982, lo votó siempre. Yo creo que se identificó profundamente con este hombre imperfecto y que se solidarizó con él en medio de esa soledad en la que todos (salvo Carrillo, salvo Gutiérrez Mellado) lo dejaron al final de su mandato. Mi respeto a Suárez tiene mucho de respeto a mi padre y a esa generación que buscó “cielos más estrellados / donde entendernos sin destrozarnos / donde sentarnos y conversar”.

Hoy que es elogiado en las editoriales de los mismos periódicos que lo denostaron, hoy que es alabado por los mismos que le hicieron la vida imposible y lo dejaron sólo, hoy yo me limito a acordarme de mi padre y del respeto que mi padre sentía por este hombre excepcional de nuestra historia al que, estoy seguro, tengo que agradecerle una parte de mi infancia feliz.

Adolfo Suárez: que la tierra te sea leve.