miércoles, 31 de octubre de 2012

JALOGÜÍN





Manuel lo pronuncia así: JALOGÜÍN, con tilde en la i. Para él, la fiesta de Jalogüín, que no sabe lo que es, es algo tan natural como la Navidad o la Semana Santa o la Feria, porque su entorno —la escuela, las clases de inglés, la series de dibujos animados que ve, sus amigos—, Halloween y su caravana de seres espectrales que más que miedo causan risa, es algo naturalizado. Y anda encantado con su precario disfraz de diablo —un tridente y unos cuernos ruidosos de un mercachina, una capa que le ha hecho su abuela— y con su calabaza rellena de chucherías revestidas de fantasmas y calaveras, mezclando esto que forma parte ya de su cultura con las gachas de Todos los Santos que forman parte de la cultura de sus padres.

lunes, 29 de octubre de 2012

LA ZARANDA





La Zaranda y Eusebio Calonge han dado forma con su magisterio escénico a la más pura expresión del dramatismo hispánico: no hay en el teatro español un binomio que haya podido dar forma teatral al ideal de lo puramente ibérico, de lo racialmente apegado a la tierra y al sentimiento trágico del pueblo español, siempre burlado por el destino. En el teatro de La Zaranda —elevado a la categoría de arte supremo por los textos mágicos, maravillosos de Calonge y por el trabajo insuperable de su director y sus actores— late un no sé qué de exaltación barroca, un lirismo incontenible de la miseria y la tragedia que siempre acechan nuestra historia: han demostrado que en medio de la basura pueden florecer las amapolas, amapolas tristes y fugaces pero bellas mientras tiemblan en el aire pálido de la tarde. Incluso cuando arrancan la sonrisa del público, se queda éste con la impresión de que una profunda tristeza se ha adueñado de todos los resortes de su ser: la risa que provoca La Zaranda es una risa atravesada de parte a parte por la certeza de la miseria humana y cuando termina la función y se apagan los aplausos y el escenario se queda vacío, el corazón se siente amarrado a la butaca, atado por un atavismo ineludible, por una nostalgia de la felicidad, como si La Zaranda lo que nos hubiese enseñado es precisamente ese abismo que se abre en el fondo de nuestro ser y que nada ni nadie pueden llenar y del que brota toda la tragedia que somos, toda nuestra sed, toda el ansia de nuestro espíritu. Porque La Zaranda hace lo que nadie hace en el teatro: hablar del espíritu y para el espíritu y por eso las obras de La Zaranda están impregnadas de un sentimiento sacral: transforman el recinto en un lugar sobrenatural, como si los gestos y las voces tristes de Paco de La Zaranda y Gaspar Campuzano y Enrique Bustos estuviesen insuflando vida a los personajes más feos, a los más grotescos de la tradición cultural hispánica. Atrapados por la maquinaria teatral de La Zaranda, uno tiene la impresión de haberse perdido en una sala de museo en la que, de pronto, comienzan a hablar y cantar y gemir y reír y llorar los bufones de Velázquez y las pinturas negras de Goya, los mascarones y los toreros y los penitentes y las mujeres ajadas de Gutiérrez Solana.

Cuesta mucho expresar con palabras —porque las palabras no pueden delimitar el perfil exacto de la emoción más honda— lo que se siente delante de La Zaranda. Es como si se paralizara la posibilidad de expresión y todo tuviese que concentrarse en digerir tanta belleza. El teatro de La Zaranda es un teatro que se puede oler y masticar, que se puede tocar, un teatro que se pinta con el trazo grueso de la pintura tenebrista: sus personajes grotescos, que son una fábula de lo que cada uno de nosotros somos, necesitan de ese feísmo estético para resaltar aún más la profundidad y la belleza de los textos de Calonge, para con esa contradicción lanzando su proclama poética al patio de butacas poder arrojarnos apresarnos en un teatro indefinible, único. La función de La Zaranda es, siempre, una obra de arte que nace, crece y muere delante de nuestros ojos —¡qué instantes eternos en los que nos parece ver sobre el escenario un cuadro de Caravaggio!—, y por eso es única, irrepetible: cuando desaparezca La Zaranda nadie nunca podrá representar esas obras sobrecogedoras de Eugenio Calonge, lo mismo que nadie ha puede escribir los esperpentos de Valle ni ha podido pintar la sordidez de los lienzos de Ribera o de Valdés Leal, a los que tanto debe La Zaranda, que hace poesía de los utensilios más feos y ya desahuciados. La genialidad es irrepetible: quien ahora se pierda el teatro de La Zaranda se habrá perdido un arte conmovedor y efímero, eterno e imprescindible, que cuando hace que vibren sobre el escenario las marchas de la Semana Santa de la Baja Andalucía desarme cualquier resistencia que se pudiese estar oponiendo a tanta belleza, a tanto mensaje. En ese momento, cautivo y desarmado, uno se sabe, ya para siempre, miembro de la iglesia universal de La Zaranda, hereje en ese teatro que es toda la vida, una fábula de toda nuestra vida como personas y como españoles, una metáfora de nuestro fracaso.

(IDEAL, 25 de octubre de 2012)

(Pintura original de Manuel Martín Morgado)

viernes, 26 de octubre de 2012

5.778.100





5.778.100

25,02%

Los números son fríos y feos. Pero se traducen en personas que están sufriendo. En personas humilladas. En personas sin esperanza. En personas que tiran la toalla. En personas cansadas. En personas con rabia. En personas que miran en negro.

jueves, 25 de octubre de 2012

DESAHUCIO





Un grupo de jueces habían redactado un informe contrario a la legislación actual del desahucios, que data de 1909, de los tiempos de la “ley de fugas” y cosas similares. Calificaban esos jueces el procedimiento de ejecución hipotecaria (palabrería jurídica con la que se denomina el dejar en la calle a los niños) como de “excesivamente agresivo” y proponían medidas para corregir los abusos a los que los bancos están sometiendo a cientos de miles de españoles en los últimos años: miles de dramas personales que suceden muchas veces en silencio, ignorados por todos salvo por esos grupos rebosantes de coraje cívico que se plantan en las casas de las víctimas para evitar que las dejen en la calle. Pero el Consejo General del Poder Judicial, obediente a los dictados de su amo, ha pasado de puntillas por ese informe, como si no fuese con ellos, como si no fuesen una injusticia clamorosa que golpea las puertas de los juzgados tantos y tantos casos de abuso bancario. Como si no fuese un atentado contra la democracia que los jueces se pongan al servicio de los bancos, como ha sucedido en ese desahucio de Córdoba en el que sin previo aviso y mientras la madre llevaba a sus hijos al colegio, la policía y el funcionario judicial se presentaron en la casa para entregársela al banco. ¡Qué valiente la juez que firma esa orden de desahucio sin previo aviso! Ya digo: fieles a la voz de su amo.

Hoy, en el Barrio de La Chana, en Granada, se ha ahorcado un hombre de 54 años. Lo iban a desahuciar y el miedo a verse en la calle, sin nada, lo ha llevado a suicidarse. Se llamaba Miguel Ángel Domingo. Tenía familia, amigos, sueños rotos por la crisis, tenía angustias, desesperanza, miedo. Era como nosotros, era uno de los nuestros. Pero eso no le importa a los miembros del Consejo General del Poder Judicial: el sufrimiento de miles de conciudadanos suyos resbala por sus togas como la lluvia de este día gris.

lunes, 22 de octubre de 2012

DOS PREOCUPACIONES





Pese a la mayoría reabsoluta de Galicia, si yo fuese Mariano Rajoy hoy lo que estaría no es contento sino realmente acojonado. No ya porque Merkel haya estrechado el cerco sobre el pescuezo de España de cara a la petición de un rescate que nos aboca al abismo y a la suspensión de pagos; tampoco porque en el País Vasco se haya consolidado un poder nacionalista que dentro de muy poco acabará traducido en otro pulso independentista que sumar al que abiertamente plantea ya un amplio sector de la sociedad catalana. Lo que haría que no me llegase la camisa al pellejo es el desplome del PSOE: tal y como los políticos de la II Restauración Borbónica entienden la democracia (un mercadeo de puestos y sillones entre los grandes partidos) el PSOE es una pieza fundamental para la estabilidad de ese sistema. Pero el PSOE comienza a perder fuelle de forma alarmante y su hemorragia de apoyo social es constante. ¿Qué supone esto para Rajoy? Supone que enfrente no va a tener un partido sólido y con opciones de poder gobernar el país o con el que poder afrontar grandes pactos de Estado, sino un partido en caída libre. Y la caída del PSOE se traduce en algo que el Partido Popular teme desde el fondo de sus genes: un aumento de los partidos nacionalistas y de los situados a la izquierda de los socialistas y la pérdida de una vía de canalización del malestar social que, así, sólo tendrá en las calles y plazas un foro en el que expresar su rabia. Tiene Rajoy motivos para abandonar la sonrisa bobalicona con la que responde a todos los reveses con que le responde su errática gestión como Presidente, porque enfrente no tiene el futuro sino un agujero negro hacia el que caminamos irremediablemente.

Y, si fuese militante del PSOE, tendría motivos para comenzar a preguntarme, pero a preguntarme en serio, qué le pasa a mi partido. Aunque la respuesta tampoco está tan escondida: lo que ocurre es que no quieren encontrarla, porque la verdad duele. Y la verdad es que el PSOE se ha convertido en un partido inane, sin ideología, en el que todo cabe y todo sirve. Se podía ser consejero socialista en Cataluña aunque se fuese un declarado independentista lo mismo que podía ser concejal de personal de un Ayuntamiento un tipo que día sí día también salía despotricando de los empleados municipales. Los últimos años han hecho del PSOE un partido en el que las palabras proclamaban algo —que finalmente resultaba ser el vacío mental y moral más espantoso— y los gestos y las acciones de sus gobernantes hacían lo contrario. ¿Se hablaba de apoyo a la cultura? Y ahí tenían a sus concejales de hacienda recortando en música, en teatro o en jazz, algo que si hubieran hecho los populares hubiesen criticado como lavanderas picadas por un abejorro. ¿Proclamaban su apuesta por una economía que no fuese la del ladrillo? Pues ahí tenemos las imágenes de ZP, montado sobre la burbuja inmobiliaria, dando lecciones de superávit de las cuentas públicas nada menos que a Alemania.

El gran problema del PSOE es su incapacidad para escuchar, para entender. Se hundieron en las elecciones del pasado noviembre pero no han entendido lo que los españoles progresistas les quisieron decir. Y siguen los mismos culos sentados en los mismos o parecidos sillones: anoche, cuando oía decir que estaba acompañando a los socialistas gallegos nada menos que Gaspar Zarrías, no sabía si estábamos en 2012 o en pleno apogeo del PSOE andaluz para el que todos los tejemanejes estaban justificados. El PSOE no ha entendido nada: no se trata de Rubalcaba o de la Chacón, porque los dos son exactamente lo mismo, o Chacón incluso peor, porque es militante de un partido que ni siquiera sabe si quiere la independencia de Cataluña y porque es el ejemplar perfecto para representar la inanidad ideológica que ZP supuso para los socialistas; no se trata de esta cara o de aquella, no. Se trata de renovarse de arriba abajo, desde las agrupaciones locales hasta la dirección nacional. Se trata de apartar definitivamente de “las listas” y de los alrededores del poder los que con sus comportamientos y sus ejemplos hacían lo contrario que se supone tiene que hacer un socialista —¡¡¡cuántos ejemplos se me vienen a la cabeza, y qué cercanos!!!—. Se trata de eso: de volverse como un calcetín para volver a tener sentido, algún sentido, para volver a tener mensaje, algún mensaje, para volver a tener coherencia, alguna coherencia.

(La despreocupación de Rajoy me preocupa como ciudadano, porque al fin y al cabo ese sujeto es el Presidente del Gobierno; la despreocupación de los militantes socialistas me preocupa como persona, porque tengo muchos amigos que, ilusos, siguen pensando que el PSOE es un partido progresista y socialdemócrata.)

viernes, 19 de octubre de 2012

ESPAÑOLIZAR





Mientras Cruz Roja pide por primera vez para los pobres españoles, Cáritas atiende a más de un millón de personas: la asistencia de Cáritas ha crecido un 175% desde que comenzó la depresión económica y hay que cubrir necesidades básicas como alimentación, medicinas o vestido. La preocupación en Cáritas es grande, porque sus recursos son limitados, porque hay que pedir a los ciudadanos que donen legumbres, leche y aceite, y porque la protección que hasta ahora vienen dando las familias está en las últimas. Mientras, los políticos que laminan las políticas sociales que podrían paliar el sufrimiento y la humillación de millones de ciudadanos, se organizan actos benéficos, como si la pura caridad pudiese sustituir a la justicia social. Esa dramática situación que retratan los datos de Cáritas se corresponden con los fríos datos oficiales. Más de 1,7 millones de hogares españoles tienen a todos sus miembros en paro y España sufre la mayor caída de poder adquisitivo de los últimos 27 años: el nivel económico de los ciudadanos se hunde a niveles de 1985. Sólo en el último año la riqueza de los hogares españoles descendió un 18,4%, la caída más intensa de la zona euro. En ese periodo los hogares españoles perdieron 177.000 millones de euros, y lo más sangrante es que el Estado está transfiriendo (mediante el pago de intereses de la deuda y el rescate bancario) el dinero que sale de los hogares a los bancos y grandes corporaciones que hundieron al país en la ruina. Según datos de la poco sospechosa OCDE en 2008, al comienzo del desastre, la desigualdad entre ricos y pobres era la más alta desde la dictadura y la situación se ha agravado como consecuencia del continuo recorte en los servicios básicos del Estado del Bienestar, hasta convertir al nuestro en el país con más desigualdad social de la Unión Europea.

Detrás de todos esos datos demoledores hay seres de carne y hueso destruidos lentamente por la desesperanza. Detrás hay, sobre todo, niños, a los que se les niegan la risa de hoy y el futuro. Con más de 2,2 millones de niños viviendo en la pobreza, UNICEF exige ya un “plan nacional de lucha contra la pobreza infantil”. Y según la UNESCO, España encabeza el mundo desarrollado en lo que se refiere a fracaso escolar y desempleo juvenil y dice que es “apremiante” para nuestro país invertir en educación.

La situación social produce vértigo —¿cuándo estallará la justa rabia?— y la gran preocupación del Ministro de Educación es “españolizar” primero a los niños de Cataluña como respuesta a la “catalanización” impuesta por los nacionalistas catalanes, y después a todos los otros descarriados, ya saben: niños vascos, hijos de progresistas o de ateos o de padres radicales que hacen huelga contra los recortes. El reto de Wert no es que los niños se formen con seriedad, calidad y como ciudadanos, sino que los niños sean adoctrinados en el del ideal patriotero del nacionalcatolicismo: la escuela es solo la caja de resonancia del catecismo de la España eterna. Poco importa que los niños acudan a clase sin haber cenado, que sus padres no puedan comprarles los lápices, que no se contraten maestros para los niños autistas. No, en España no importa la educación, no sea que se formen ciudadanos que se rebelen contra la monumental estafa en que vivimos. En España importa —y, ojo, esto no es privativo del actual gobierno— el adoctrinamiento: para que los ciudadanos tengan claro que las leyes están para violarlas si se es político o para cumplirlas aunque sean injustas, según proclama el ínclito Alfonso Alonso, para quien las manifestaciones son cosa “de batasunos”. Lo que importa es adoctrinar para que permanezcan prietas y silenciosas las filas, para que nadie proteste cuando lo pisoteen dando así “ejemplo de civismo” —según el parecer de los obispos— mientras se nos hunde en la miseria. Quieren una escuela para “españolizar”, que es contar una España distinta a la de los españoles.

(IDEAL, 18 de octubre de 2012)

martes, 16 de octubre de 2012

LEVANTAR LA MIRADA





Ha sido suficiente con abstraerse de los políticos y de la economía, de los periódicos, de las noticias cada vez peores. Esta mañana, cuando llegaba al Ayuntamiento, me ha bastado con levantar –sin querer– la mirada al cielo para descubrir que en el azul oscuro de la madrugada brillaban con intensidad miles de estrellas ajenas a las estupideces de los hombres. Luego, unos minutos después, ya sentado delante de la mesa de trabajo he levantado la vista del ordenador y me he topado con el azul violáceo de la primera luz del día que recortaba los tejados y la sombra de los cipreses de la Plaza de Santa María, y por entre ese azul indefinido del amanecer se han ido dibujando paralelas las dos estelas dejadas por los motores de un avión, las estelas a las que el sol todavía pegado al Cerro de la Alameda le ha dado un color naranja que contrastaba intensamente con el azul de la amanecida. El cielo oscuro cuajado de estrellas, el cielo azul purísimo rasgado por los efímeros renglones naranjas de un avió que pasa: era suficiente con levantar la mirada para verlo, para sentirse tocado por la poesía que atraviesa todo lo existente.

domingo, 14 de octubre de 2012

LA LENGUA EN PEDAZOS




Teresa está sentada. En el teatro resuena sólo el golpe monótono del cuchillo cuando cae sobre la mesa tras haber partido la cebolla. Entra en la cocina un oficial de la Inquisición: viene a juzgar la obra que Teresa de Jesús ha principiado al abandonar el monasterio de la Encarnación para fundar el de San José —cuna de la reforma carmelitana—, viene a cortar de raíz la protesta espiritual del recién nacido Carmen Descalzo. Habla el Inquisidor y Teresa se encoge con temor, que está arrugada incluso cuando se pone de pie con su pobre indumentaria de monja que rechaza la vida lujosa de las carmelitas calzadas. Se le nota a Teresa el miedo en la voz, vacilante: sabe que el Inquisidor tiene poder suficiente para enviarla al potro de tortura y a la hoguera si se niega a volver a la obediencia del Carmen Calzado.

Y sin embargo la voz trémula de Teresa va rompiendo poco a poco el discurso pétreo con el que el Inquisidor quiere acorralarla para que renuncie a su proyecto. Más aún: el Inquisidor quiere doblegarla, partirla, vencerla, porque intuye en Teresa una amenaza terrible para el poder establecido, para la religión cosificada y ritualizada que reduce la fe a mercadeo de almas. Pero Teresa se revuelve: su voz es la de una mujer que conoce el duro papel que obliga el mundo a representar a las mujeres y que, sin embargo, no se resiste a aceptar ese sometimiento ni esa humillación. La carne de Teresa tiene miedo y tiembla, pero su voz suena pura, decidida. “A poco que hagamos las mujeres, se juzga exceso lo que hagamos”, dice Teresa cuando el fuego que abrasa su interior ha consumido todos los argumentos del Inquisidor. “Nos tiene el mundo acorraladas, mariposas cargadas de cadenas” recita Teresa cuando las palabras sin alma del Inquisidor no han bastado para doblegar su voluntad radicalmente libre, que sólo el tormento y la muerte podrían apagar ese ansia de elevación. Pero el Inquisidor no está dispuesto a llegar tan lejos: él es un hombre de seguridades, un puro de certezas inquebrantables capaz de hundir el mundo si así lo manda la ortodoxia, él cree que el sufrimiento se justifica si redime; pero él no va a llevar a Teresa a la hoguera, porque cree que su locura espiritual es ya una condena y que poco a poco se irá quedando sola en su Carmen Descalzo. Al final de la obra, el Inquisidor piensa que su decisión —dejar a Teresa sola con su “pequeño Dios”, para que sola muera— es un castigo terrible contra la monja rebelde, pero la única realidad es que Teresa y su espíritu indomable han vencido al Inquisidor.

Este es el argumento de La lengua en pedazos, una obra de Juan Mayorga que representó en Úbeda el 1 de octubre, con una interpretación sobrecogedora de Clara Sanchís y de Pedro Miguel Martínez.. Ha escrito Mayorga un texto bellísimo, que destila clasicismo y amor por la lengua y que contiene un mensaje demoledor, incómodo para los que nunca se cuestionan nada, un mensaje urgente y actual. La lengua en pedazos es una obra de temática religiosa, un intento de renovación eclesial —“la Iglesia ha de ser casa de iguales”—, un intento de hacernos ver que el único Dios verdadero es el que, estando entre pucheros, se enreda en la maquinaria de nuestra vida cotidiana y se nos hace cercano al corazón, un Dios pequeño que entiende las palabras pequeñas de nuestro día a día. Pero la obra de Mayorga es sobre todo un pregón de humanidad, una reivindicación del papel transformador de la mujer, una proclama a favor del derecho a dudar y del derecho a ser libres y a luchar por un mundo hecho a imagen de los justos. La lengua en pedazos sirve para estos tiempos negros en los que hay que defender el pan y la alegría de la furia de los inquisidores: “La lengua está en pedazos y es sólo el amor el que habla”. Es Teresa, que se dirige a nosotros, que estamos hechos pedazos, y se nos pone como ejemplo para que no escuchemos los cantos de sirena del poder, porque vivimos un tiempo en que “se llama desorden a lo que es espíritu”.

(IDEAL, 12 de octubre de 2012)

viernes, 12 de octubre de 2012

BURLA





El Premio Nobel de la Paz es un premio con tan poco prestigio como cualquier otro premio, sólo que aquí los que lo conceden se han aplicado, desde que se lo concedieran a Kissinger (el político norteamericano que ideó, alentó y sostuvo las dictaduras criminales de Argentina o Chile y amparó el genocidio allí perpetrado), a la tarea de herir el honor de los que lo tienen con sobrados merecimientos. Darle el Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea significa reconocer que esta organización internacional es uno de los mejores logros civilizatorios de la historia de la humanidad: eso es innegable. Pero es una burla monumental concederle ese premio ahora, en este momento en el que la política aplicada por el gobierno tecnócrata y los altos funcionarios de la Unión y los neoliberales y los conservadores seguidores de Merkel, en este momento en el que se está destruyendo el ideal que inspiró el nacimiento de la propia Unión Europea. La Unión nació para evitar que nunca más se reprodujesen en Europa los horrores que el fascismo había provocado, y para ello socialdemócratas y democratacristianos entendieron que era necesario renunciar a los nacionalismos y que había que avanzar en la protección social, porque la pobreza, la marginación y la desesperación eran el caldo de cultivo de la violencia política. Hoy, las políticas de ajuste y recorte, la política de destrucción del estado del bienestar que fue santo y seña de los padres fundadores de la Unión Europea, esa política impuesta por el gobierno extremista de Berlín y bendecida y amparada por Bruselas, está incubando los huevos del nuevo fascismo. Por eso es una burla este premio: porque lo van a recoger los políticos que están haciendo posible que vuelva a repetirse aquello que los europeos quisieron evitar creando la Unión Europea.

No menos burlesca resulta la celebración de la llamada “Fiesta Nacional de España”. Si la nación es la bandera, el himno, si la nación son el rey y los políticos y banqueros que nos llevan a la ruina, si la nación es el desfile militar y los españolistas –los que antaño silbaban a ZP porque era la “anti-España”– que lo presencian bandera rojigualda en alto, si la nación viene otra vez vestida de mantilla y agitando incensarios y dando tarascazos con hisopos, si la nación son los defraudadores que aparecieron en The New York Times y que son los mismos patriotas que justifican el sufrimiento generado por los recortes, si la nación es eso, este día tiene sentido.

Pero si la nación son los niños pobres de España de los que UNICEF vuelve a hablar en su último informe, si la nación es la mayor desigualdad entre clases sociales de toda Europa de la que hablan los últimos informes, si la nación son los manifestantes a los que el gobierno no ha podido encarcelar como golpistas porque uno de los autos judiciales más razonados y sensatos de los últimos años lo ha impedido, si la nación son los enfermos que desesperan en las listas de espera engordadas por los recortes, si la nación son los alumnos para los que no se han contratado profesores, si la nación son los universitarios que se van a quedar sin beca o los investigadores que se tendrán que ir a otro país, si la nación es un juez que se atreve a decir lo que todo el pueblo piensa sobre la casta política, si la nación son los trabajadores que hoy han sido obligados a trabajar en las tiendas o en los supermercados pese a ser festivo, si la nación es toda esta desesperanza y esta sensación de naufragio que vemos a nuestro alrededor, si la nación es todo eso y no lo que hoy se concitaba en el centro de Madrid, entonces este día que sólo celebran los que no tienen ni idea de lo que pasa en la nación, de lo que sufre la nación, de cómo agoniza la nación, este día de “la Fiesta Nacional de España” es una burla.

viernes, 5 de octubre de 2012

POR SAN FRANCISCO





El día de San Francisco pone una nota de melancolía en la Feria de Úbeda: desde la atalaya de este día se contempla el horizonte entero de la Feria que se escapa entre los dedos, y todo invita a reflexionar sobre la fugacidad de lo existente. “Una Feria más”, contabilizarán los optimistas; “una Feria menos”, pensarán los que saben que estamos hechos con la materia de los sueños y que vamos pasando como pasan las ferias, como pasan las risas, como pasan las lágrimas.

Por San Francisco es como si la alegría de las multitudes que llenan el recinto ferial fuese ya consciente de la fragilidad de la felicidad, de la prontitud con la que pasa todo lo que es. Cada año, el día de San Francisco dibuja en el mapa de la ciudad una sonrisa escéptica de añoranza. Toda la efervescencia que la ciudad ha desplegado, exultante y vitalista, desde la tarde del 28 de septiembre se condensa en palideces de despedida en la tarde del día de San Francisco: se doblan por última vez los capotes en la plaza de toros y se limpia la postrera sangre de los toros sacrificados, apuran los niños las vueltas de los carruseles y los adultos el vino de Cariñena, compran los viejos el turrón y las almendras garrapiñadas que masticarán pacientemente hasta que —por Todos los Santos— llegue el momento de las castañas asadas, y las familias se congregan por última vez en los veladores de las churrerías de Torreperogil, los guiñoles ya descansan juntamente con las risas que provocaron en los niños en sus maletas de cartón. Y descubrimos que los carteles del teatro y de los conciertos se han marchitado de repente sobre las paredes y se amontonan en las aceras como un desconchón caduco de lo que fue útil y ya no lo es. Y cuando el olor a pólvora de los fuegos artificiales se eleva sobre las casetas del ferial y sobre las luces de colores —hasta perderse en la inmensidad negra de la negra de octubre— una especie de tristeza, una sensación de vacío inexpresable, se apodera de todas las calles y de las plazas de la ciudad: en ese momento el pregón de la Feria ha perdido su vigencia, ha caducado su convocatoria a la felicidad colectiva y a la ciudadanía de la alegría; y el espíritu centenario de la Feria de Úbeda —en el que se acurrucan cuarenta, cincuenta generaciones de ubetenses— espera con sosiego a que llegue el día en que otra pluma escriba sobre el folio en blanco de la vida colectiva qué y cómo será la Feria del año siguiente, la Feria nueva que echará de menos a los que ya no estén y recibirá con sus cohetes y sus gigantes y sus cabezudos a los que acaben de incorporarse a la lucha de la vida.

El bullicio de los días de Feria nos regalaba la ficción de que todavía era posible la alegría del verano: ahora, cuando en la noche de San Francisco se apagan las luces del ferial y se recogen las casetas y se desmontan los tiovivos y la noria y los escalectrix, ahora es cuando la ciudad descubre que las hojas de los árboles han comenzado a ponerse amarillas y que el fresco que se había combatido con un jersey ligero o con una copa de más en las madrugadas de la Feria, ha venido para quedarse y que ha llegado el momento de ir preparando los braseros y las faldillas; ahora, en esta noche en que se abandona el ferial con cansancio, es cuando Úbeda descubre que está ya presa del otoño y que el ritmo de la vida continúa sin paréntesis ni interrupciones, sin citas excepcionales, sin sobresaltos. La noche de San Francisco devuelve a Úbeda la rutina de lo cotidiano y la certeza de que cuando llegue otra vez el 28 de septiembre y la Feria irrumpa sin pedir permiso, como siempre ha hecho, todos tendremos más arrugas en la cara y más melancolías en el corazón.

(IDEAL, 4 de octubre de 2012)

miércoles, 3 de octubre de 2012

LA FERIA, AHORA MÁS QUE NUNCA





No está el patio para fiestas” es uno de los argumentos manidos que se utilizan para justificar los recortes, a nivel general, tanto en cultura como en festejos. Repiten el argumento personas que de buena fe creen que no puede dedicarse a la fiesta un espacio en el calendario mientras el país se desangra con el paro, la exclusión social, la humillación de los humildes, la depresión económica o el saqueo del Estado del Bienestar en beneficio de los bancos. Pero es también el argumento repetido –con intención ideológica– por quienes saben que privando a la gente del sentido lúdico de la existencia que les ofrece una feria, una verbena o una fiesta cualquiera, se acrecienta el estado de postración moral y de temor que les permite a ellos acelerar el ritmo de destrucción de los derechos. “¿Cómo vamos a gastarnos dinero en conciertos, en teatro, en títeres o en verbenas, cuando hay tantas familias en paro?”, repiten con insistencia los mismos que ideológicamente justifican el recorte de las ayudas a esas familias en paro, que utilizan como excusa para recortar también en el ocio y en la cultura.

Es cierto que hemos vivido años de auténtico despilfarro en materia de cultura y de fiestas. Cualquier cantante de media cuarta cobraba una millonada por berrear en lo alto del escenario, y los ayuntamientos pagaban esa cantidad desorbitada con tal de “quedar bien” ante sus ciudadanos. Pero no menos cierto es que la feria o la cultura no tienen porque gestionarse desde el despilfarro y que, más allá del valor moral que en sí mismo poseen, pueden ser un elemento que estimule una economía muy decaída. El ministro de Educación ha justificado los recortes en cultura –que acabarán traduciéndose en la desaparición de orquestas, coros, bibliotecas, publicaciones, compañías de teatro, escuelas de danza y ese largo etcétera que compone un tejido cultural construido con mucho esfuerzo y que había puesto a España en un lugar puntero de Europa en materia cultural–, ha justificado los recortes en cultura, digo, alegando que la cultura es “un entretenimiento”. Y como no está la cosa para entretenerse, pues se justifica el recorte. Por suerte, el ministro en eso, como en todo, no lleva razón: la cultura, que nos divierte y nos entretiene, también nos ahonda como personas, nos hace crecer, nos hace sentir y elevarnos, nos hace pensar. Tal vez por eso le resulte molesta.

Pero es que aunque el ministro Wert llevase razón –que no la lleva–, es que aunque la cultura fuera un mero entretenimiento, habría que seguir apostando por ella: ahora más que nunca. Porque ahora más que nunca es cuando una sociedad casi sin esperanza necesita algo que le zarandee el espíritu, que la anime a echarse a la calle formando una colectividad consciente de todos los lazos que la unen. Nos lo decía el gran Juan Pasquau en su Pregón de la Feria de Úbeda de 1975: nos decía que los cohetes y los gigantes y las campanas y los ruidos del Ferial “están aquí para eso: para darnos esperanza, para quitarnos miedo, para decirnos a voces «¡Eh, que sois personas!».” Lleva razón Juan Pasquau: por eso es necesaria la fiesta, para eso es necesaria la feria, con sus ruidos y sus carruseles, con su dispendio y sus luces, con sus títeres y su teatro, con sus orquestas y sus copas, con su baile y con sus amoríos de una noche: para que podamos sentirnos personas, miembros de una comunidad, y para que respaldados por esa comunidad podamos sabernos fuertes. La fiesta humaniza, la feria, nos humaniza. El hombre es un animal político, un animal que habla, un animal que sabe que se va a morir… pero el hombre es sobre todo un animal que celebra, que festeja, que se reúne para eso, para derrochar la vida y sus dones sin más pretensión que la de “pasarlo bien”.

La celebración es tan antigua como la propia humanidad y es uno de los elementos que la definen. No hay una sola cultura en la que no haya rastro de fiestas y de ferias, de ese derroche de energía que en última instancia es la creación cultural. Los hombres de las cavernas vivían zarandeados por el hielo y en la más absoluta precariedad, y sin embargo encontraban tiempo para pintar bisontes ocres en las rocas o para elaborar collares y a buen seguro danzaban y cantaban alrededor del fuego en las noches cortas del verano. La fiesta y la cultura son elementos que vertebran las sociedades humanas desde siempre, que catalizan sus alegrías y también sus sufrimientos. Por eso, el 22 de diciembre de 1914 el director de la Opéra Comique de París contaba en los pasillos de la Cámara de Diputados como cada noche se agotaban las entradas y más de 1.500 personas se quedaban en las puertas del teatro sin poder entrar. Eran tiempos duros, durísimos: los padres, los hijos, los hermanos, los novios, los esposos, morían a millares en medio del fango y del hielo en las trincheras de Francia. ¿Quién acudía, en una situación de absoluto abatimiento como ese, al teatro? Acudían mayoritariamente mujeres de luto. “Vienen para llorar. Sólo la música mitiga y alivia su dolor”, dice el director del teatro. La cultura como bálsamo, la fiesta como elemento humanizador para hacer que cicatricen las heridas.

Durante el durísimo y brutal asedio nazi a Leningrado la cultura y la fiesta que hoy se denigran volvieron a convertirse en una tabla de salvación. “En las infernales condiciones del asedio que aislaba a los habitantes de Leningrado y los dejó a su suerte, la cultura se convirtió en un salvavidas. Tocó a la gente en lo más hondo y al hacerlo se convirtió en una poderosa fuente de afirmación”, dice Michel Jones. La gente se moría de hambre, literalmente, pero no dejaba de ir a las exposiciones de pintura, al teatro y al ballet. Y cuando la noche del 9 de agosto de 1942 la Filarmónica de Leningrado estrenó la “7ª Sinfonía” de Dmitry Shostakovich –que pudo oírse en toda la ciudad por la radio y por altavoces instalados en las principales calles– algo se transformó en el corazón de la ciudad sitiada. El director de Filarmónica en aquella noche mágica, Kart Eliasberg, dijo que la música permitió que la ciudad se reencontrará con su humanidad: “Y en aquel momento triunfamos sobre la desalmada máquina de guerra nazi.

Seguramente en 1914 y en 1942 también había quienes decían que no era el momento de conciertos, de teatros o de verbenas. Y sin embargo, en situaciones límite, fue el “derroche” moral y económico de la cultura lo que salvó a esas sociedades del suicido espiritual. Porque al final es eso lo que no podemos consentir: que la crisis nos prive del sentido de la humanidad. Y sólo podemos ser humanos si seguimos conservando la razón y la necesidad de la celebración. De la celebración y de la cultura, que no son derroche –no es verdad que sean derroche o gasto inútil: hay que repetirlo una y mil veces– y que sólo tienen que recortarse cuando se han recortado otros muchos gastos realmente inútiles (la lista es casi interminable). ¿Qué es en realidad lo que pretenden los que defienden la poda económica de la feria y de la cultura y de los que piden acabar con ella “mientras dure la crisis”? Temen eso: que la feria nos permita reconocernos como personas y nos haga descubrir la fuerza que tenemos. Porque como dijo Juan Pasquau tenemos que “empeñarnos en reír juntos, a todos juntos, cinco minutos seguidos”. A ver si es que hay quienes quieren que sólo lloremos y por eso les estorban la feria y la cultura. A ver si es que la risa colectiva va a ser un gesto realmente revolucionario.

(IDE@L ÚBEDA, septiembre 2012)