martes, 31 de julio de 2012

PUERTAS QUE SE CIERRAN, PUERTAS QUE SE ABREN





Casi sin que nos demos cuenta su madre y yo, Manuel se ha plantado en los tres años y medio y ha pasado el primer umbral importante de su vida: deja el "cole de los pequeños", como el llama a la guardería en la que ha pasado muchos ratos de felicidad (vale, las llanteras de los primeros días no cuentan) en los dos últimos cursos, y en septiembre, cuando vuelva de las vacaciones, se incorporará al "cole de los grandes". Manuel no lo sabe, pero ha cerrado una puerta de su vida y está a punto de abrir otra muy importante; en el aula que ilustra esta entrada, Manuel ha pasado muchos ratos y allí las seños Maribel, Justi, Ana, Pepi, Rocío, Julia... le han enseñado cosas importantes y, sobre todo, le han enseñado a saberse valioso para quienes lo rodean, que es la manera mejor de pasar por la vida a lomos de la felicidad. Esta mañana ha ido a despedirse de sus seños: con unos besos, ha cerrado una puerta. Y abre la de otro lugar también maravilloso (la escuela pública) en la que ya le hemos dicho que le van a enseñar a leer, a escribir, a hacer cuentas... Ahora está disfrutando de sus animales, de la piscina, del poder acostarse tarde; pero sabe que cuando el verano esté para terminar el tiene una cita importante, un nuevo camino que se abrirá en su corta vida. Manuel va creciendo, quema etapas, cierra y abre puertas, señala en rojo fechas en su calendario vital, aprende y enseña. Todo como un torbellino de vitalidad.

Ver crecer a los hijos, sentir como dentro del caparazón del niño va cuajando el hombre de mañana, es una experiencia maravillosa. Pero también dramática: cuando uno es padre descubre que el tiempo es una unidad de medida relativa y en todo caso breve, finitivo, veloz... ¡El tiempo de la vida pasa tan rápido cuando se ve crecer a los hijos!

sábado, 28 de julio de 2012

APOLOGÍA DEL SUFRIMIENTO





El Ministro Gallardón –que hasta casi ayer mismo pasaba por ser la imagen de una derecha moderna, cívica y laica– ha anunciado que se va a reformar la ley del aborto para volver a una ley de supuestos y no de plazos. Soy de los que piensa que la ley de supuestos reconoce la existencia de un conflicto ético entre dos bienes que merecen protección y amparo por parte del ordenamiento jurídico, y reconociendo esta colisión ofrece una mejor solución ética al dilema. Solución que por la propia naturaleza de este asunto –esencialmente delicado, radicalmente humano– no puede nunca ser satisfactoria, que es siempre contradictoria, difícil, insatisfactoria, pero que por eso mismo es una solución eminentemente democrática: porque se funda en el reconocimiento de que la ley de los derechos humanos y de las personas libres es una ley que siempre tiene que generar una insatisfacción o, incluso, un mal menor para reparar un daño mayor. Ahora bien, de reconocer la valía ética de la ley de supuestos a aplaudir la propuesta de reforma del Ministro Gallardón hay un paso. Y un paso gigantesco: el que separa la opción de vivir con una conciencia en conflicto íntimo de realizar una apología del sufrimiento de los más débiles.

En la ley de 1985, avalada por una sentencia del Tribunal Constitucional que es una verdadera lección de ética democrática, se reconocía a la madre el derecho a abortar cuando el feto presentase malformaciones. (Malformaciones graves: un médico recordaba en la radio que no se amparaba ni se justificaba el aborto de un feto que tenía cuatro dedos en la mano derecha.) Javier Esparza –un neurocirujano infantil de prestigio internacional– relataba en El País los sufrimientos y padecimientos a que tienen que enfrentarse durante sus cortas vidas los niños que nacen con malformaciones tan terribles como la espina bífida: parálisis muscular, hidrocefalia, incontinencia fecal y urinaria, dolores muchas veces terribles. Era imposible leer el artículo del médico sin sentir un nudo en la garganta, una infinita compasión por esos niños que nacen condenados a una vida indigna e indecente –no: no hay dignidad ni decencia en el cuerpo de un niño que sufre y agoniza con cada latido de su corazón–, a una muerte lenta y dolorosa, víctimas absolutamente inocentes de un crimen moral de dimensiones cósmicas, genésicas, que apunta directamente al corazón de lo divino. Al leer a Esparza ocurre como cuando se lee a Camus o a Dostoievski: se entiende que nada justifica el sufrimiento de los niños.

Bien. Gallardón ha anunciado que ese supuesto –cargado de compasión más allá de cualquier tipo de contradicción íntima– va a desaparecer de la nueva ley del aborto: las madres no podrán decidir si abortan cuando sus hijos presenten malformaciones terribles. Gallardón ha sido arrebatado por una pulsión religiosa que legítimamente puede guiar la actuación de los particulares pero que sólo faltando a la ética de la democracia puede informar el ordenamiento jurídico que a todos afecta. Gallardón, basándose en los principios morales de su religión y no en la ética conflictiva y relativa de la democracia y del sistema de derechos humanos, va a obligar a nacer a niños condenados a sufrir. En la religión de Gallardón el sufrimiento es un mérito moral, una palma de martirio que garantiza un lugar en el paraíso tras haber atravesado el infierno. Eliminando la posibilidad que las madres tenían de abortar si su hijo tenía graves malformaciones, el gobierno de Gallardón realiza una apología del sufrimiento, tanto más atroz e indecente cuando en paralelo se recortan las ayudas que podían paliar el sufrimiento de estos niños. Que nazcan, sí: pero que se jodan una vez que hayan nacido, porque la sociedad que los obligó a nacer los deja en el desamparo y el abandono. Consentir esto es una indecencia social, otra más. “No creo que ninguna sociedad tenga el derecho, y menos pudiendo evitarlo, de cargar a ningún ser humano con sufrimientos más allá de lo imaginable”. Lo dice Javier Esparza, el hombre que ha visto con sus ojos el dolor de los niños condenados.

(IDEAL, 27 de julio de 2012)

sábado, 21 de julio de 2012

QUÉ SE JODAN





“La Diputación de Ciudad Real destina fondos extraordinarios contra el hambre en la provincia”. “En el primer semestre de 2012 más de 40.000 españoles se marchan al extranjero para buscar trabajo”. No son titulares de la prensa de 1945: son de hace unos días. Y retratan la España que se ha instalado entre nosotros, derrotada y hastiada, desesperanzada y cada vez más furiosa. Son titulares que hablan de lo que está pasando a nuestro lado: una amiga médica me contaba el viernes que en Sabiote están teniendo problemas con muchos ancianos diabéticos que no tienen dinero y que se acuestan sin cenar y así no pueden tomarse los medicamentos. Esa es la España triste y real que los políticos no quieren ver: hace unos días Alberto Román contaba que el Ayuntamiento de Úbeda ha liberado —por ahora— a 10 de sus 21 concejales y que destina a los políticos más de 540.000 euros anuales mientras se recortan servicios y se aumentan impuestos. En Úbeda, seguro que también hay ancianos que no pueden cenar.

Cuando la realidad es tan devastadora y millones de ciudadanos son condenados al hambre, a la desnutrición, a la emigración o a la desesperanza radical, son especialmente hirientes las actitudes de los políticos. Hay tantos ciudadanos pasándolo realmente mal que resulta profundamente escandaloso e indecente el gesto de los diputados del Partido Popular aplaudiendo después de cada uno de los recortes que el presidente Rajoy iba haciéndole al bienestar y al futuro de los españoles. Y es ofensivo ver en pie a la bancada popular aplaudiendo satisfecha a su líder cuando éste volvía a su escaño, después de dejar sobre la tribuna el tributo de sufrimiento que los españoles tendremos que pagar para rescatar a los bancos y después de haber reconocido oficialmente —“Los españoles no podemos elegir, no tenemos esa libertad”— que España ya no es una democracia sino un régimen en el que los partidos han tomado las estructuras del Estado sometiéndolo a sus intereses de casta y a los poderes siniestros de Bruselas y Berlín. El estupor y la rabia de los ciudadanos se acrecentaron cuando las redes sociales llevaron a nuestros ordenadores las palabras de Andrea Fabra: “¡Qué se jodan!”.

Hija del hombre prototípico de la corrupción y del abuso de poder, heredera de una saga de caciques de pura cepa hispánica, la diputada popular estaba arrebatada por la euforia de la felicidad. Y cuando su presidente dijo que se iban a recortar las prestaciones a los parados para animarlos a buscar empleo —dando a entender que quienes viven ese devastador drama personal y social lo han elegido libremente y no hacen nada para superarlo— pronunció la frase que resume lo que los políticos nos desean a todos nosotros: “Que se jodan”. Que se jodan los padres y las madres que no tienen para pagar la hipoteca de su casa ni la luz y el agua, y que tienen que ir a los bancos de alimentos o a los comedores sociales para poder darles de comer a sus hijos. Que se jodan los jóvenes que se largan de aquí con sus títulos debajo del brazo para poder ganarse la vida. Que se jodan los maestros y los médicos y los bomberos y los barrenderos, pandilla de insolidarios que quieren celebrar la Navidad con sus familias. Que se jodan los músicos y los actores y los poetas, colectivo de rojos vagos y maleantes. Que se jodan los niños que se quedarán sin beca y los ancianos que no pueden pagar sus medicinas y los enfermos de cáncer que se van a morir esperando un tratamiento que no llegará a tiempo. Que se jodan. Que nos jodan. Están tan lejos de la realidad que puede que no sepan que jodidos ya estamos, y mucho, pero que también estamos más enfadados y más hartos cada hora que pasa. La chica Cifuentes debería explicarle a la chica Fabra lo fácil que resulta, en medio de este hervidero social, que la jodienda cambie de dirección.

(IDEAL, 19 de julio de 2012)

jueves, 19 de julio de 2012

OCHO Y MEDIA DE LA TARDE





Dentro de un rato, cuando lleve a Manuel a la cama, no podré mirarlo sin sentir vergüenza. Porque ha llegado el momento en el que hay que estar en las calles y en las plazas defendiendo el futuro de nuestros hijos y yo estoy aquí, delante del ordenador, paseando por Internet para comprobar que hay cientos de miles de ciudadanos en las calles defendiendo no lo que es suyo sino lo que es de todos nosotros.

¿Cómo darle las gracias a todos —funcionarios, autónomos, parados, estudiantes, obreros, pensionistas, niños y ancianos, jóvenes, hombres y mujeres maduros— los que en este momento abarrotan con su rabia las calles de España? Son ellos los que están defendiendo un amanecer para el futuro de mi hijo. Son ellos y no yo, que soy su padre y por lo tanto el más obligado a no estar de brazos cruzados o en cualquier charla inútil de barra de bar mientras veo como los políticos y los banqueros agrandan las sombras y el abismo a su alrededor.

No, esta noche no puedo mirar sin vergüenza los ojos de mi hijo: porque a las ocho y media de la tarde no estuve defendiéndolo de quienes lo atacan.

miércoles, 18 de julio de 2012

CIUDADANO 46664





La figura de Nelson Mandela tiene la misma dimensión ética que la de Václav Havel, Óscar Romero o Martin Luther King. Mandela ha dedicado toda su vida ha demostrar que hay una serie de valores morales que no pueden arriarse frente al interés de los poderosos ni frente a sus cálculos. Como todos los que fueron marcados por el poder con un número, Mandela rebasa la frontera estricta de la matemática criminal para fundar la pura luminosidad de lo esencialmente humano: el preso 46664 se convirtió en el ciudadano 46664 porque nunca pudieron poner cadenas en su corazón.

La libertad, la dignidad de la persona, la igualdad de oportunidades y ante la ley, conforman parte de ese espectro de valores defendidos por Mandela a lo largo de su existencia, pagando por ello con la tortura, la cárcel y el alejamiento de sus seres queridos. Es eso lo que convierte en imprescindible la voz de Nelson Mandela en este tiempo oscuro en que se nos sumerge en la desesperanza y en el que se niega el futuro para nuestros hijos: en Mandela es posible reconocer un ejemplo de excelencia humana que ha resistido, erguido frente al mundo y sus terrores, todos los envites de la historia, batallando no por él sino por todos los desheredados y afligidos de la tierra. No hay muchos Mandelas entre los actuales líderes del mundo; por eso, su ejemplo resulta más atrayente aún. Porque es la insobornabilidad de su espíritu de hombre libre y decente el que nos enseña el abismo al que conduce la negación de los derechos de las personas, el sometimiento de su dignidad fundadora a las necesidades de la raza, la lengua, la patria, el mercado o el dinero. Pero los líderes del mundo no se sienten aludidos con el ejemplo de Mandela: por eso, el día que muera acudirán a su entierro con sus lágrimas de cocodrilo en los ojos mientras siguen jodiendo a la gente a la que amó Mandela.

Hoy sabemos cuánto bien le hizo a la humanidad que hace 94 años –el 18 de julio de 1918– naciera en un rincón del África sojuzgada por los blancos un niño al que llamaron Nelson, como el almirante inglés. Aquel niño acabaría convertido en uno de los hombres más luminosos del siglo XX, siempre de plena actualidad; sus palabras siguen dirigiéndose directas a nuestras conciencias:

"Quedará para siempre como una acusación y como un desafío para todos los hombres y mujeres con conciencia el que hayamos tardado tanto en levantarnos para decir ¡basta!"

"Aprendí que el coraje no era la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre el miedo. Un hombre valiente no es aquel que no siente miedo, sino aquel que lo conquista."

"El avance nunca es el resultado del esfuerzo individual; se trata siempre de un esfuerzo y de un triunfo colectivo."

viernes, 13 de julio de 2012

QUE ME PREGUNTEN





Estoy asqueado de que los políticos salgan a las portadas de los telediarios y de los periódicos con sus caras de pedernal y su baboseo moralizante para decir que no hay dinero, que hay que ajustarse el cinturón. Con su limitado lenguaje de seres atrofiados por el rigor ideológico y por la furia religiosa con los que nos conducen al cementerio en que va a acabar convertida España, han logrado pervertir las palabras: “austeridad”, que era sinónimo de sobriedad y sencillez, se ha transformado en cómplice de sus atentados contra el bienestar y la felicidad de los españoles; “reforma”, que fue la bandera con la que se conquistaron los derechos sociales, se ha convertido en una trituradora de aquello en lo que en realidad ellos nunca han creído. Hablan de “austeridad” y “reformas” para sugerir que la escuela y la sanidad públicas, los servicios sociales o la cultura son un despilfarro que esta sociedad aterrorizada no se puede permitir. Porque no hay dinero, dicen.

¿No hay dinero? Pues si no hay dinero yo exijo que se me pregunte en qué quiero que se gaste lo poco que haya. Por eso quiero que me pregunten: porque estoy de los políticos hasta ese exacto lugar de la entrepierna y no me creo que no haya dinero cuando vemos todos los días que sí lo hay para su orgía de sueldos y pensiones de indemnizaciones, de liberaciones, de dietas.

Quiero que me pregunten para poder decirles que no quiero que ni un céntimo de mis impuestos se destine a mantener presidente del gobierno, ministros, alcaldes, concejales, diputados, senadores, diputados provinciales, parlamentarios autonómicos y europeos, banqueros y presidentes de cajas de ahorro, presidentes y consejeros autonómicos, consejeros delegados, secretarios de estado y directores generales, rey y reina y príncipe y demás casta, sindicatos, organizaciones empresariales, partidos políticos, grupos municipales y grupos parlamentarios, embajadas estrambóticas, defensores del pueblo, asesores, jefes de prensa, jefes de gabinete, conferencia episcopal y consejo general del poder judicial... Mientras haya dinero para mantener toda esta inmensa farfolla política que opera como una máquina de reparto de prebendas y privilegios mientras asfixia a millones de parados, a millones de pensionistas, a millones de estudiantes, a millones de enfermos, mientras haya dinero para toda esta mierda, no se nos puede seguir diciendo que no hay dinero y que hay que recortar. Yo no quiero que mi dinero se destine a eso y sólo cuando el presupuesto de esa jungla de la indecencia en que han convertido las instituciones democráticas se haya quedado más pelado que los montes ardidos en Valencia, sólo entonces entenderé que se recorte en lo que afecta a la vida, a la salud, al bienestar, al futuro de tantos y tantos españoles. Sólo cuando ellos den ejemplo me creeré que no hay dinero.

No tengo ningún problema en que mi dinero se destine a pagar a médicos, investigadores, enfermeras, comadronas, celadores, trabajadores sociales, personas que atienden a mujeres maltratadas y a niños desamparados, conductores de ambulancias y del metro y de autobuses urbanos y de tren, bibliotecarios, administrativos, maestros, profesores, catedráticos, ordenanzas de colegios y teatros, bomberos, policías y guardias civiles, carteros, técnicos de la administración, guardas forestales, cuidadores de ancianos y de dependientes, actores y músicos y payasos, compañías de teatro y de danza y orquestas sinfónicas o bandas de música. Mi problema es que me sienta como un tiro en la barriga cada céntimo de los impuestos que pago y que se destina al mantenimiento de la casta política. Mi problema son los políticos y su desvergüenza. Han cruzando las líneas rojas de la paciencia ciudadana: se han convertido en el enemigo y acabarán pagando todo el sufrimiento creando gratuitamente. Que le pregunten a la ira de la calle.

(IDEAL, 12 julio 2012)

miércoles, 11 de julio de 2012

COMO UN JUEZ DE TOLEDO





Poco antes de participar en la procesión del Corpus Christi con el recogimiento y devoción que la ocasión requiere, la Cospedal había demostrado su valentía y arrojo político despidiendo a las enfermeras que atendían la unidad de Oncología Pediátrica de un hospital de Toledo. Entre las enfermeras que se fueron al paro estaba una amiga.

Ahora, esa amiga ha encontrado trabajo. Ha sido una cuestión de suerte: en su camino, y en el camino de miles de enfermos, se ha cruzado uno de esos escasos jueces que todavía deben creer en la justicia. Después de que el esbirro político que ostenta la gerencia del Hospital Virgen de la Salud de Toledo decidiera cerrar varias plantas del mismo, con el consiguiente recorte en personal, los pacientes se hacinaban en los pasillos en una situación inhumana y vergonzosa. Hasta que un familiar se fue al juzgado a poner una denuncia contra lo que allí estaba pasando: desesperado, se agarró a la última esperanza, a la de que los jueces tienen que restablecer la justicia y la dignidad que los políticos se han empeñado en vulnerar. Tuvo suerte: su denuncia fue a parar a la mesa de un juez decente y con alto sentido de su función moral que ordenó la inmediata apertura de la cuarta planta del Hospital para atender a los enfermos dignamente, conforme mandan las normas españolas. Esto hizo que el gerente tuviera que proceder con urgencia a la contratación de, entre otro personal, doce enfermeras entre las que estaba mi amiga.

Es importante que mi amiga tenga un contrato para tres meses. Pero más importante me parece constatar que hay jueces como ese juez de Toledo. Porque estoy convencido de que los únicos que pueden poner freno a las tropelías de los políticos son los jueces. En un país normalizado, la fiscalía perseguiría a los políticos del recorte, pero aquí la fiscalía está al servicio de esos políticos. Por eso nuestra única esperanza es que se cruce en nuestro camino un juez que crea, de verdad, en la Justicia.

Recuerdo que en la asignatura de Filosofía del Derecho se hablaba de los altísimos valores que deben inspirar las normas legales para que estas sean legítimas. Cuando esos valores están siendo violados, los jueces, en uso de su conciencia y atendiendo a su compromiso con los valores que dicen defender, tienen que rebelarse, como hicieron en su día algunos jueces italianos que lograron rescatar momentáneamente la democracia italiana de la absoluta desvergüenza y del descrédito total. Los jueces no pueden asistir impasibles y como si no fuese con ellos a la arbitrariedad y a la consolidación de las injusticias que convierten en papel mojado la mayor parte del articulado de la Constitución de 1978 y allí donde es evidente que se están atacando los derechos de los ciudadanos (ataques a los funcionarios, reforma laboral, disminución de becas, precarización de la sanidad pública, devaluación acelerada de la escuela pública) los jueces deben dictar órdenes perentorias que restablezcan la decencia democrática. Si para ello tienen que hacer ingeniería jurídica, su obligación es hacerla. Como ha hecho el juez de Toledo. Porque permanecer agazapados detrás de las togas, en este momento crítico de España, viendo como se despoja a los ciudadanos de los derechos amparados por los altos valores de la Constitución de 1978 y como se nos arroja al pozo de la desesperación y de la ira, los convierte en cómplices. Son urgentes muchas rebeliones en España: pero la rebelión imprescindible es la de los jueces.

viernes, 6 de julio de 2012

YO SOY ESPAÑOL





Con los jugadores envueltos en la bandera roja y amarilla y gritando lo de “yo soy español, español, español” terminó la fiesta tributada a los campeones de la Eurocopa. Entiendo el patriotismo de los futbolistas: España los ha tratado bien. Es lógico que quieran a un país que les ha permitido expresar sus valores como personas y como equipo; que les ha dado la oportunidad de transformar en algo positivo para la sociedad su esfuerzo, sus facultades, sus conocimientos y su pasión por un trabajo que les gusta y que hacen bien; es lógico que quieran a un país que ve justo que ganen un sueldo al que la inmensa mayoría de españoles no puede aspirar ni en el más delirante de los sueños, un país que hace la vista gorda para que no paguen impuestos; que los ha puesto bajo la responsabilidad de un hombre como Vicente del Bosque, sensato y moderado, razonable, decente, tan distinto a esos cientos de miles de políticos que padecemos como una plaga el resto de los españoles.

El mayor de los campeones es Capdevilla, que nació el 2 de marzo de 1978, y el más pequeño Javi Martínez, nacido el 2 de septiembre del 88. Son hijos de un país que salía del atraso y la dictadura y que quería ser europeo, españoles de la España que trabajó para construir la democracia y el Estado del Bienestar y que creyó que no estaba condenada por ningún existencialismo histórico a vivir en la miseria y la tiranía. Pero estos hombres que han ganado la Eurocopa no tienen nada que ver con tantos y tantos españoles de su misma generación: los campeones son la imagen de una España que se agota en ellos, porque la Selección es solamente el pequeño contrapunto positivo de dos generaciones completas arrojadas al más oscuro de los pesimismos. El triunfo vital y profesional de Iniesta, Casillas o Piqué es el negativo fotográfico de un país descorazonado y desmoralizado donde la única realidad incontestable es la derrota existencial en la que malviven miles y miles de españoles que tienen entre quince y cuarenta años. Xavi Alonso, Cazorla o Torres son la cara de la cruz en la que está clavada la generación de los mileuristas, de los “ni-ni”, de los desamparados, de los desahuciados y empobrecidos, de los apartados, de los burlados, de los desaprovechados, de los derrotados.

Es comprensible que Arbeola y Jordi Alba se envuelvan en la bandera española y griten que son españoles, españoles, españoles: a ellos, España los quiere y los cuida. También se entiende la agitación patriotera de políticos y banqueros: al fin y al cabo, España les pertenece. Lo incomprensible es que se emborrachen de españolismo los que han tenido que volver con sus hijos a las casas de sus padres porque el banco los puso en la calle, los que estudiaron y se formaron y están haciendo las maletas para largarse al extranjero porque aquí están condenados a no poder ganarse la vida honrada y dignamente, los que ven como se van a cerrar los laboratorios en los que investigaban codeándose con sus compañeros internacionales, los que saben que no podrán pagarle a sus hijos una carrera, los que cuando acaben sus estudios sólo podrán trabajar como camareros o trileros o prostitutas en el Eurovegas, los que tienen un hijo enfermo de cáncer y ven como recortan la sanidad que puede curarlo, las dependientas de los comercios que van a trabajar infinitamente más horas a partir de ya, los que ven como cualquier inútil metido a político cobra un sueldo indecente mientras el suyo se recorta una y otra vez. Lo incomprensible es que griten “yo soy español, español, español” todos esos a los que España trata a patadas y para los que ser español no es un orgullo sino una maldición. Una cosa es sentir una fugaz felicidad al comprobar que hay algo en lo que España reconoce el trabajo bien hecho, y otra muy distinta es jalear en el corredor de la muerte, a voz en grito y agitando trapos, nuestra condición de reos abocados a la pena capital de la tristeza y la desesperanza.

(IDEAL, 5 julio 2012)

miércoles, 4 de julio de 2012

SIN SOCIEDAD CIVIL





Es conocido el discurso, por repetido: en Úbeda nunca pasa nada; en Úbeda todo el mudo se queja en los bares y luego nada. Nota distintiva de Úbeda: la queja sin traducción práctica. Úbeda se queja de la mala suerte que “ha tenido” con los políticos desde hace muchos años, pero no pone remedios, como no puso remedios para el destrozo que durante casi treinta años y a la vista de todos se cometió en Santa María; Úbeda mira con envidia a las ciudades y pueblos de los alrededores que defienden lo suyo —Linares, Baeza—, pero lo hace desde cierta atalaya fatalista que la mantiene con la lengua inútilmente activa y permanentemente cruzada de brazos. Otra nota distintiva de Úbeda: el conformismo, el “somos así” que todo lo justifica y que todo lo soporta. ¿Será la ausencia de sociedad civil la tercera nota que distingue a Úbeda?

Ciertamente, un mirada panorámica sobre el espectro asociativo de la ciudad podría indicar todo lo contrario y certificar la existencia de un tejido civil vívido y potente: son muchas y muy consolidadas las organizaciones de todo tipo que hay en Úbeda, desde asociaciones de vecinos hasta clubes deportivos pasando por el potentísimo núcleo asociativo compuesto por las cofradías y demás organizaciones de carácter religioso católico. Ese conjunto de asociaciones y organizaciones ¿no es síntoma de una sociedad civil ubetense musculosa y potente? A bote pronto se podría responder que sí. Y sin embargo... y sin embargo es imposible quitarse de encima la molesta sensación de que ese tejido cívico es algo reseco y acartonado muy distinto de la sociedad civil real, vivificadora, democrática. La duda es razonable: ¿cómo, si hay tantos indicios de la existencia de una sociedad civil potente en Úbeda, cómo es entonces que en Úbeda nunca pasa nada y que la sociedad se encuentra inerme frente a las tropelías del poder?

Habermas ha sido uno de los grandes teóricos y valedores del concepto de sociedad civil. Para él, la sociedad civil está formada por las asociaciones e instituciones que definen el marco de los derechos individuales y los defienden activamente, poniendo límites al poder; pero la sociedad civil también estaría definida por la propuesta activa de nuevos valores que acrecientan el patrimonio moral de la democracia, por nuevas demandas sociales y por la vigilancia que se ejerce sobre el poder para que este respeta y cumpla lo ya conquistado. La sociedad civil, así, tiene dos componentes fundamentales: la visión crítica de la realidad y el compromiso activo con la transformación y mejora de la misma. No basta, por lo tanto, con la existencia de un conglomerado más o menos amplio de asociaciones, organizaciones y entidades variopintas para presuponer la existencia de la sociedad civil: es necesario que ese conglomerado esté revestido con las togas cívicas de la crítica y del compromiso. Sólo hay sociedad civil, pues, donde hay activismo cívico y compromiso social y democrático.

La “sociedad civil ubetense” es una sociedad civil de barra de bar: o sea, que no es sociedad civil. Es otra cosa. ¿Qué cosa? Difícil ponerle nombre. Realmente no tiene nombre, porque no es más que una agregación heterogénea de intereses inconexos, contrapuestos y, en demasiadas ocasiones, puestos al servicio de los intereses del poder político. Porque esa es otra de las impresiones que se obtienen al pensar detenidamente en el tejido asociativo de Úbeda: la defensa de los intereses que le son propios a cada colectivo, sólo se ejerce con la mirada puesta en quién gobierna el Ayuntamiento, de tal modo que la defensa será activa cuando gobiernen los contrarios a cuyos intereses se sirven y desaparecerá del panorama cuando quien gobierne sea “uno de los nuestros”, por más que éste vulnere lo anteriormente conseguido. La conexión personal entre los puestos de responsabilidad de según que asociaciones y según qué partidos es tan amplia y tan evidente que explica esa sujeción de la supuesta sociedad civil a los intereses partidistas. Ciertamente es legítimo que una persona milite en un partido y a la par en una asociación de vecinos, un club de atletismo o una cofradía. Lo que ya resulta de dudosa legitimidad es que por un lado el colectivo —sea del tipo que sea— permita la compatibilidad entre los puestos de responsabilidad de la asociación y los puestos de responsabilidad política en función del partido político de que se trate, porque eso supone una perversión de la norma que la asociación dicta para personas de ideas muy plurales; y por el otro, que se utilice el puesto que se ocupa en la asociación para, con la complacencia de la mayoría, servir de correa de transmisión de los intereses partidistas.

Esta mezcolanza de intereses y este sometimiento, tácito o expreso, a los dictados e intereses del poder, es lo que impide que cuajen en el tejido asociativo de Úbeda la conciencia crítica y el compromiso cívico, que conllevan la denuncia frente al poder y la defensa de los intereses de la ciudadanía independientemente de cuál sea la distribución de asientos en el Salón de Plenos del Ayuntamiento. Evidentemente no siempre ha sido así: en los últimos años de la dictadura y durante la primera década de andadura democrática, es posible rastrear en la ciudad ejemplos admirables de compromiso y activismo cívico. Los debates en el seno de las juntas generales de muchas cofradías sobre, por ejemplo, los derechos de las mujeres dentro de las mismas; el trabajo de las asociaciones de vecinos del Barrio San Pedro o la de Los Cerros presidida por Juan Barranco; o la extraordinaria tarea cultural y realmente cívica desarrollada por la Asociación “Aznaitín”, son ejemplos de ese periodo fecundo en la historia de la sociedad civil ubetense, en el que bullía un ansia colectiva de mejora y progreso y modernización. Eso, por desgracia, ya no existe y el dirigismo político, siquiera encubierto, al que se somete el tejido asociativo de Úbeda ha acabado con el impulso inicial de que gozó la sociedad civil ubetense. Los últimos fogonazos de conciencia crítica —y por lo tanto independiente, insobornable— en Úbeda no los ha protagonizado ninguna asociación ni colectivo, sino Antonio Muñoz Molina, en la presentación de su libro “La noche de los tiempos” en diciembre de 2009 o en su recentísima conferencia a los alumnos del Instituto “San Juan de la Cruz”, en la que defendió la educación pública como instrumento esencial, imprescindible, para la construcción de la ciudadanía.

Colaborar en la construcción de la ciudadanía. ¿No es esa la tarea de la sociedad civil? ¿No es a eso a lo que ha renegado el tejido asociativo de la ciudad, ensimismado en sus provincianos intereses?

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 8, julio de 2012)

domingo, 1 de julio de 2012

DERECHO A LA FELICIDAD





La gente tiene derecho a un momento de felicidad. Si todas las felicidades son de mentira, ¿por qué quitarle a tantos y tantos millones de españoles la oportunidad de dar rienda suelta a su alegría si la selección española gana la final de la Eurocopa? Sí, puede que esa sea una felicidad efímera, pero cuál no lo es. Sí, puede que a muchos nos gustase que la marea roja y ronca de alegría que dentro de un rato puede inundar las calles de este país se transformase, nada más consumir el fasto efímero de la felicidad, en una marea ronca y roja de rabia que corriese a gorrazos a los políticos y los banqueros poniéndolos en la frontera de los Pirineos. Sí, se pueden poner todos los peros que se quiera a lo del fútbol, pero lo cierto es que la gente a la que la está privando de lo básico tiene derecho a ser feliz por una noche. Ya llegará el momento –inevitablemente llegará, porque no están dejando más salida que el puñetazo sobre el mapa– en el que la España de charanga y pandereta se transforme en la España de la rabia y de la idea. Pero hoy, ahora, lo lícito es desearle a los españoles que puedan brindar y besarse con la alegría que les ofrece el fútbol: el corazón necesita que una sonrisa le susurre que los días pueden volver a amanecer azules. El corazón tiene derecho a que alguien le regale un segundo de gloria y de alegría. Apresado en la red del presente, el corazón tiene derecho a elevar un grito de felicidad.

Muchos de los que esta noche no encontraremos motivos personales para desear que gane la selección, y a los que eso en el fondo nos da igual, queremos que ganen los futbolistas de este país. Para que muchos españoles no tengan que pensar, por un rato, en que cuando el lunes amanezca seguirán en paro y les seguirá recortando la sanidad y la escuela de sus hijos y las medicinas de sus mayores y... Es por ellos por quienes tiene que ganar la selección. No me siento ya identificado con la España vil que se sientan en los salones de plenos, en los parlamentos o en los despachos oficiales, pero sí siento que es mi país el que protesta en las calles y camina con los mineros y el que esta noche, espero, cantará victoria.

(Debo tener un doble italiano que en este momento estará escribiendo este mismo deseo para tanto desesperado como también existe en Italia. Lo siento por él: hoy toca la felicidad para los españoles. O para lo que seamos.)