viernes, 29 de junio de 2012

¡¡¡VIVA GROENLANDIA!!!





Esto no es un anticipo del verano ni una “ola de calor sahariano” ni “una anormalidad meteorológica para las fechas en las que estamos”. Esto no es consecuencia del cambio climático ni de que estemos dejando al planeta hecho unos zorros. Esto no son “las calores” que Juan Pasquau decía que eran unas furias, como las de la mitología clásica, por más que parezca que Alecto nos persigue con su cabeza de perro, sus alas de murciélago y sus pelos de culebras y con una tea ardiente en la mano para hacernos morir de locura por reblandecimiento de la sesera. Esto es otra cosa. ¿Qué cosa? Pues el infierno o algo que se le parece mucho.

Debajo del cielo gris que nos está aplastando desde el domingo pasado, a uno le entran ganas de tan bueno que cuando se muera vaya al cielo directamente. Y hay ganas de ir al cielo para contemplar beatíficamente a la divinidad sino por convencimiento de que en el cielo —con sus nubes de algodón y sus angelitos rollizos que parecen alimentados con helados de nata— se tiene que estar fresquito: allí seguro que no existen ni el verano ni el Sahara y sus vientos de plomo hirviendo ni las calores. Si eso es el paraíso y por contraposición el infierno es otra cosa y una cosa terrible, el infierno sólo puede ser el calor. El infierno es terrible y espantoso no por ser la casa del demonio —también en Alemania vive el demonio y no por eso se le quitan a uno las ganas de viajar a Munich a beberse una buena jarra de cerveza— sino porque allí... allí, con sus calderas humeantes y su asfalto derretido y su pez hirviente, siempre tienen que reinar unas calores como las de estos días. A mí, la verdad, si el infierno fuese fresquito como una playa de La Coruña y sirviesen granizada de limón y para dormir uno tuviese que taparse con una manta, pues no me importaría ir a pasar una temporada, porque hasta tiene que ser divertido pasar una temporada charlando con tanto canalla condenado. Pero le veo la cara a los siervos de Satanás —resecos como Ana Obregón tomando el sol, custridos como un trozo de mojama abandonado en un pedazo de uralita, tostados como el aceite de los churros de una feria— y me dan escalofríos de pensar que puedo acabar en ese eterno verano. Así que me aplicaré a la tarea de ser bueno... porque tengo vocación de esquimal eterno.

En realidad es eso lo único que le pido a San Pedro. Sólo eso: que cuando me vea llegar a las puertas del cielo no me pregunte mucho —ya le certificará mi mujer que soy poco hablador, así que no tiene motivo para enfadarse si no le doy las explicaciones justas—; que me perdone pronto lo malo que haya hecho porque con la sola perspectiva del infierno mi arrepentimiento es más que sincero y porque seguro que tendré prisa por instalarme en mi parcela del Ártico celestial; que me de mi capucha y mi zamarra y mis guantes de piel y que, con alas o sin alas de ángel —si las alas pegan calor no las quiero ni aunque sean de regalo— me mandé a uno de esos iglús que seguro existen en la eternidad. ¡Ah, la felicidad eterna! Eso debe ser la beatitud celestial: estar sentado en una roca nevada con el culo bien fresquito, comiéndose un polo de naranja, mirando el agujero hecho en la costra de hielo y esperando a ver si pescamos algún pez, charlando con una foca o con un oso polar, tan amables ellos, y, sobre todo, sin temor a que termine junio y se desate sobre nosotros la furia calorífica. El infierno es el Sahara y el paraíso... el paraíso es Groenlandia.

(No, al menos esta semana de desesperante calor no intenten convencerme de que el verano también tiene cosas buenas. He sido arrebatado por el furor inquisidor en la defensa del frío: si desde antiguo el infierno se ha pintado como la casa del calor eterno y el cielo como algo fresquito, por algo será. ¡¡¡Viva Groenlandia!!!)

(IDEAL, 28 de junio de 2012)

martes, 26 de junio de 2012

GOLPE DE ESTADO





En 1962 Juan Pasquau escribía sobre la gradación térmica del verano, poniendo en la cúspide del horror calorífico lo que denominaba “las calores”. ¿Qué son las calores? “Las calores no son hembras: son furias”, furias que ejercen una “dictadura implacable” que amedrenta, que sojuzga, que no admite objeción alguna. Este año, esas furias se han desatado sobre nosotros antes de lo previsto sin invitación alguna: han llegado así por las buenas, a sablazo limpio, arrasándolo todo.

Dice mi amigo Miguel, iluso él, que con el calor no hay que luchar sino pactar. Lo que no dice es lo que hay que hacer con las calores. Yo estoy convencido de que contra las calores (y por extensión contra el verano) sólo cabe una opción: un golpe de estado eneril que llene de escarcha las noches de julio y que cubra las piscinas con una torta de tres dedos de hielo y que haga posible el milagro de un agosto con mantas y brasero, un golpe de estado del invierno que haga caer sobre el lomo de las despiadadas calores la fusta de las nieves y del viento del norte. No, no es posible un “abrazo de Vergara” con las calores que nos asfixian: contra ellas sólo cabe la guerra sin cuartel, una guerra que es puramente heroica y romántica porque vamos a ella derrotados de antemano.

(Es lógico que las calores se rían con nuestra exaltación de espadones invernales: saben que esto que escribimos es consecuencia de su implacable victoria, porque ya nos han reblandecido los sesos y no podemos ni pensar con cordura. Que San Enero Bendito se apiade de nosotros.)

domingo, 24 de junio de 2012

24 DE JUNIO





Los albaricoques, las sandías y las cerezas, los nísperos, las brevas, los alcarciles y las berenjenas, el pescado frito y la cerveza fría, los caracoles, el gazpacho, el salmorejo, y la promesa de los melones y los melocotones y las ciruelas y las uvas, las mañanas azules y los vencejos, la siesta, las tardes largas y luminosas, la noche suave, las terrazas, los niños en los parques, las minifaldas, el mar, los libros, la pereza. Es como si todo el año —las lluvias del otoño, la nieve que esponjea la tierra, el sol de la primavera— trabajase laboriosamente para que podamos morder a boca llena la pulpa de la vida en el día de San Juan, este día en que la existencia se nos entrega feliz, lúbrica y generosa, desentendida, pródiga.

viernes, 22 de junio de 2012

GRECIA CONTRA ALEMANIA






El fútbol es fútbol, pero a veces es también algo más que interesa, al menos moralmente, a quienes no nos gusta el fútbol. El partido que van a jugar las selecciones de Grecia y Alemania dentro de un rato es eso: algo más. En este partido hay como un guiño histórico, algo parecido a una gesta heroica: Grecia puede vencer en el campo de fútbol al país que la humilla en lo económico y la despeña por el abismo de la miseria y el fascismo. Hoy, muchos, gustemos o no del fútbol, estamos con la selección griega porque el triunfo de Grecia es una victoria de la esperanza humana contra los dioses del fatalismo y la destrucción.

No es la primera vez que Alemania juega un partido en el que su derrota se convierte en una victoria moral de los buenos. El 6 de agosto de 1942 un equipo de pilotos alemanes de la Luftwaffe —bien alimentados, sanos, robustos, en plenitud de sus facultades físicas— fue humillado por el FC Start, compuesto por futbolistas ucranianos presos en campos de concentración —agotados, mal alimentados—. La soberbia alemana, que confiaba ciegamente en la victoria de la raza aria, y las amenazas vertidas por los mandos de la SS contra los futbolistas ucranianos, no surtieron efecto y los jugadores del Start salieron dispuestos a brindarle a su pueblo la efímera alegría de una victoria contra sus verdugos. Y lo consiguieron: le ganaron a los alemanes por cinco goles a uno.

Los alemanes, furiosos por la humillación, organizaron la revancha para tres días después. Para jugar lo que ha pasado a la historia como “el Partido de la Muerte”, los alemanes buscaron a sus mejores jugadores y designaron a un árbitro de la SS. En los vestuarios, antes del partido, se amenazó en toda regla a los jugadores ucranianos, insinuándoles las graves consecuencias que tendría el que no se sometiesen a los dictados alemanes. En las gradas, se dispusieron tropas fuertemente armadas para reprimir cualquier gesto de apoyo al FC Start.

Salieron los jugadores al campo. Saludaron los alemanes al modo hitleriano, pero los ucranianos se negaron a secundar la “recomendación” que en ese sentido se les había dado unos minutos antes. Durante el partido, los jugadores alemanes desplegaron toda una batería de malas tretas y de violencia contra los jugadores ucranianos: patadas, puñetazos, zancadillas y empujones se sucedían una y otra vez; los ucranianos los soportaban con estoicismo y el árbitro, como era de esperar, miraba para otro lado. Cuando no pudo mirar para otro lado fue en cada ocasión en que los ucranianos encajaron goles en la portería alemana: tres goles habían marcado, frente a uno alemán, antes del descanso. Al entrar en el vestuario se encontraron con varios mandos alemanes que recrudecieron el tono de sus amenazas. Pero los jugadores ucranianos ya estaban arrebatados por la mística del humanismo, por el convencimiento de lo justo de su gesta, y salieron al campo a darlo todo, pese a la recrudecida violencia de los jugadores alemanes. Al final, los débiles, los pequeños, los humildes, los humillados, los condenados, ganaron el partido por cinco goles frente a tres. Pudieron ser seis, pero cuando Alexis Klimenko se encontró con la portería alemana ridículamente vacía, en un gesto de rabia y dignidad, y queriendo demostrar su superioridad deportiva y moral, se dio la vuelta y lanzó un pepinazo al centro del campo, estallando de júbilo la grada. En ese momento —todavía quedaban varios minutos para llegar a los noventa— el árbitro pitó el final y los SS desplegados en la grada se entregaron con saña a reprimir la alegría de los ucranianos.

Pocos días después de ese partido, la Gestapo detuvo a los jugadores que habían derrotado a los aguerridos soldados de la raza superior. Los torturó y envió a muchos al campo de exterminio de Babi Yar. Pero no pudo borrar la grandeza ética y épica de su gesto, que demostraba que el fútbol puede ser algo más que un simple deporte tonto. Aquel día, como dentro de un rato puede volver a ser, el fútbol se convirtió en la narración del orgullo de los sometidos y de los condenados. Al fin y al cabo todos nosotros estamos fundados sobre eso que nos enseñaron los héroes griegos: que lo humano lo puede todo, que la dignidad humana lo funda todo, que la rebeldía humana frente al destino y los dioses lo puede todo.

Es imposible ser una persona de buena voluntad y no desear fervientemente una victoria de Grecia y una humillación de Alemania y de su canciller, que están sembrando Europa de desolación, pobreza, miseria, tristeza. ¿Lograran los héroes parar a los bárbaros en un nuevo paso de las Termópilas?

NO FUIMOS TODOS





El resurgir de un sentimiento religioso privado de la generosidad espiritual de un Erasmo o un Roncalli se traduce en esta especie de guerra de religión que divide a Europa. Al norte, los políticos protestantes inspirados por la furia calvinista de amor al dinero, dispuestos a marcar a hierro a quienes según ellos cometen el pecado terrible de “dilapidar”. Al sur, unos políticos católicos y ortodoxos centrados como siempre en controlar la conciencia y la entrepierna de sus ciudadanos, manteniéndolos dentro del orden natural de ricos y pobres. Ambas posturas suponen sufrimiento para unos ciudadanos cada vez más asustados, sobre cuyas nucas políticos y banqueros van apretando sádicamente el garrote vil de los recortes en la sociedad de las libertades y del bienestar. Pero por el gran poder de coacción que poseen, preocupa especialmente el fanatismo de los profetas del déficit cero y del recorte de los derechos tan duramente conseguidos. Hoy el mayor peligro para los valores europeos no son los políticos del sur y su papanatismo religioso y provinciano sino los políticos del norte. Y de todos ellos, nadie tan peligroso para el futuro de nuestros hijos como Merkel, que ejemplifica el odio al pecador y el afán masoquista de castigar. Es sorprendente que el pueblo alemán se haya dejado arrebatar por esa visión de la redención de los pecados a través del sufrimiento y la tortura que postula su canciller. Precisamente los alemanes.

Supongamos que Merkel tiene razón y que los pueblos del sur de Europa han cometido el pecado colectivo de dilapidar el dinero. Merkel diluye la responsabilidad del pecado en todas las clases sociales, y, por lo tanto, exige una penitencia colectiva: no pide que se identifiquen los nombres de los que enterraron millones de euros en subvenciones agrícolas para señoritos como Enrique Ponce o Cayetana de Alba, ni los responsables de obras faraónicas como las del Madrid de Gallardón o los aeropuertos de Ciudad Real y Castellón o el tranvía de Jaén, ni los responsables de la orgía hipotecaria y del ladrillo. Para Merkel y sus cruzados los responsables somos todos nosotros: la cajera que ganaba 700 euros y el pensionista que no llegaba a fin de mes, las familias asfixiadas por la brutal subida de precios del euro y los maestros que cada vez cobraban menos. Pero, ¿por qué sorprende que sea el pueblo alemán el que sustente esta tesis? Pues porque los alemanes son beneficiarios del mayor acto de generosidad histórica que los pueblos han realizado nunca.

Fueron millones los alemanes que votaron a Hitler; millones los alemanes que desfilaron delante de él; millones los que sembraron Europa de muerte y ruinas; cientos de miles los que participaron en la matanza industrial de los campos de exterminio; millones los que guardaron silencio ante la mayor atrocidad cometida nunca. En mayo de 1945 había motivos sobrados para que los aliados pensaran que los alemanes eran culpables del más grande pecado que nunca se había cometido. El grado de colaboración social, pasiva o activa, con el nazismo era del tal magnitud que se podía pensar, legítimamente, en imputar responsabilidades colectivas al pueblo alemán y exigir un duro, un durísimo pago por el crimen. Había medios sobrados para hacerlo, con la misma poca piedad que hoy demuestra la derecha alemana: en 1945 Alemania era un país invadido, dividido, arrasado, desmoralizado.

No se hizo. Porque en 1945 entendieron que no hay responsabilidad colectiva, por más que la evidencia dijera lo contrario. No se hizo porque se entendió que la venganza y el castigo colectivo generarían más fascismo. No se hizo porque no se actuó desde el fanatismo religioso sino desde la ética del humanismo democrático, con generosidad. Pero los alemanes se han olvidado de eso y no entienden que no es cierto, que no fuimos todos, que nunca son todos, que los crímenes y los pecados y los excesos siempre tienen nombres y apellidos y es a ellos a quien hay que castigar, porque el mayor crimen moral es que todo un pueblo pague por un hombre.

(IDEAL, 21 de junio de 2012)

miércoles, 20 de junio de 2012

DES-ALMADOS






Una amiga enfermera trabajaba en el servicio de Oncología Pediátrica de un hospital de Toledo, un lugar en el que a diario tenía que enfrentarse con esa cosa terrible que es un niño enfermo de cáncer. Pero los recortes de el gobierno de María Dolores de Cospedal no entienden ni del sufrimiento de los niños, ni de su vida ni, mucho menos, de la angustia de sus padres. Y la han despedido. A ellas y a otras muchas compañeras jóvenes que ejercían su duro trabajo con la dignidad y la entrega de los que no buscan el dinero sino hacer el bien, y por eso no se meten a políticos. Las han despedido sin más, sin importarles cómo queda la atención en un lugar tan sensible: a los padres, lógicamente indignados y hartos, se les ha respondido, sin más y con absoluta tranquilidad, que ya se atenderá a sus hijos.

A la mujer de un compañero de trabajo, hace unos días le notificaron que se va reducir brutalmente la subvención que la Junta de Andalucía da para mantener las casas de acogida de Mensajeros de la Paz. En ellas viven decenas de niños y niñas víctimas de malos tratos, de abusos sexuales, hijos de familias desestructuradas o tan agobiadas por el paro y la pobreza que no pueden criarlos y los entregan para que, al menos, tengan cada día un plato de comida caliente. El recorte de la subvención que recibe Mensajeros de la Paz supone despidos del personal que atiende las casas, rebaja salarial para los que queden y, sobre todo, el desamparo de muchos niños, que les serán entregados a los que los violaban o los golpeaban o los torturaban.

Es necesario contar estas cosas. Porque el recorte de los derechos y del bienestar no es algo que suceda en abstracto: es algo que tiene nombre y apellidos, es algo que le sucede a las personas, es algo que tiene cara. En demasiadas ocasiones, cara de niño.

Es necesario contar estas cosas para no ser cómplice y también para que algunos abran los ojos de una vez. El recorte de la sanidad y la educación y de los servicios sociales y de la cultura, el aumento del desamparo y del sufrimiento de los más desvalidos, es algo que hacen los políticos de todos los pelajes y de todos los colores. Lo hace la católica Cospedal de la peineta y la comunión en la fiesta mayor del Corpus, porque para ella y sus soldados del recorte el Evangelio es sólo una coartada para su postureo ideológico y su lucimiento social. Y lo hacen también los progresistas de la Junta de Andalucía que levantan el puño y cantan “La Internacional”, porque para ellos lo de “los pobres del mundo” no significa nada y porque han hecho de su supuesto “izquierdismo” un modo de vida, un parapeto para no soltar nunca ni la poltrona ni el coche oficial. Hoy, con absoluto descaro, uno puede llamarse “cristiano” o “socialdemócrata” o “comunista” sin que ello tenga traducción práctica en su acción política: se puede ser todo eso, que en realidad ya no significa nada ni implica nada, mientras se firman las leyes que aumentan el dolor y el sufrimiento de los niños.

Es necesario contar estas cosas para reafirmar la profunda verdad de las palabras de José Chamizo: estamos hartos de los políticos, de todos ellos, sin excepción.

Es necesario contar estas cosas para que entendamos que si hasta hace poco en España se podía ser político siendo un perfecto ignorante o una completa acémila, para serlo ahora hay que carecer de alma y de sentimientos. Están demostrándonos que sólo se puede ser político siendo un des-almado.

viernes, 15 de junio de 2012

INDECENCIA





Puede que el gran problema de los políticos españoles sea su incapacidad para asumir sus propias limitaciones. Tienen un perfil tan chato que necesitan subirse a lomos de la soberbia para tapar su pavorosa desnudez ética, intelectual y aún política. En enero de 2007 un soberbio Rodríguez Zapatero sacaba pecho por unas cuentas públicas que presentaban un superávit del 2% y profetizaba, arrogante y completamente ciego, que en dos o tres años la renta per cápita española superaría a la de Italia o Alemania. Nada más parecido a ese Presidente ajeno a la realidad y montado en el Clavileño de sus propias fantasías y deseos que el Presidente que el domingo pasado por la mañana —antes de coger el avión que lo llevó ver un partido de fútbol como si nada pasara, talmente como el que se va a cazar elefantes a África— declaraba que él no se había sometido a presiones para aceptar el rescate financiero y que habían sido los otros —Alemania, la Unión Europea, el Eurogrupo...— los que se habían plegado a sus presiones. ¿Soñó Rodríguez Zapatero con pasar a la historia como el gobernante que cambió la estructura económica y social del país, como el gran ilustrado por fin triunfante contra las oscuras fuerzas de la tradición berroqueña? ¿Sueña Rajoy con pasar a la posteridad como una especie de Felipe II redivido ante cuya sola sombra tiemblan las chancillerías del mundo, ante cuya voz se postran —temerosos de sus presiones— los protestantes alemanes y demás herejes europeos?

En la actitud de los políticos que nos han tocado en desgracia es imposible averiguar cuánta parte hay de complejo de inferioridad, cuánta de incapacidad e insuficiencia, cuánta de cinismo y falta de vergüenza, cuánta de insensibilidad ante el sufrimiento de los más débiles y cuánta de simple y llana malaleche, sin más. Qué conociéndolos como los conocemos todavía mantengamos vivo un rescoldo de sorpresa ante sus declaraciones o ante sus comportamientos, es síntoma negativo: indica que aún vivimos en una especie de infantilismo democrático. Porque ¿una sociedad bien macerada en el ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas, seguiría tolerando —impasible, silenciosa, sorprendida— los despropósitos de su casta política? Tal vez le falte a la sociedad española, encantada con los éxitos de sus deportistas, un calambre intelectual que la despierte, que la desasosiegue con ansias de transformación: en este momento crucial, dramático, de nuestra historia, se echan de menos las voces de denuncia y propuesta que sí estuvieron presentes en otras etapas críticas: en 1898, en 1931, en 1975. Pero no es posible cifrar todo nuestro silencio y toda nuestra complicidad con una casta política despreciable a la ausencia clamorosa —y dolorosa— de los intelectuales: todos nosotros, en cuanto que ciudadanos libres y no súbditos de ningún banco ni de ningún rey ni de ninguna sigla política, deberíamos tomar cartas en el asunto y plantar en la plaza de la cosa pública no ya nuestro descontento, sino nuestra rabia cívica, nuestra ansia de regeneración.

Regeneración. Debería escribirse esta palabra en las columnas del escudo español. Porque como hace cien, como hace ciento cincuenta años, la sociedad española urge una regeneración general. No una regeneración de su pellejo, de lo de fuera, sino una regeneración de la carne y los músculos, de los huesos y la sangre. Es todo el cuerpo el que está enfermo y es a todo el cuerpo al que debe sanarse. Las elites españolas de hoy son las más incapaces, las más insensibles y desvergonzadas de los últimos doscientos años. Hace falta remontarse al reinado de Fernando VII para encontrar algo parecido. Una sola palabra describe a la perfección su actuación: INDECENCIA. ¿No es tarea de todos, suya y mía, regenerar esta situación poniendo a España en nuestras manos y quitándola de las que la ensucian y la vilipendian?

(IDEAL, 14 de junio de 2012)

jueves, 14 de junio de 2012

PIEDAD




La fotografía está tomada en las calles de Atenas. Viene hoy en El País. Y es desoladora. Ella resume las consecuencias brutales, dramáticas, despiadadas de la crisis mejor que todas las palabras: una pareja joven, que tuvo sueños de futuro, que quiso construir una vida en común, que tuvo un hijo y que de pronto se ha visto arrojada a la miseria, un escalón en el que pedir limosna, acurrucados y tristes, mientras su hijo duerme sobre sus rodillas. La imagen de la desolación. Una Piedad moderna provocada por... ¿por quién?

Los poderosos y los que secundan sus razones seguirán apelando a una responsabilidad colectiva: “vivimos por encima de nuestras posibilidades, dilapidamos y derrochamos, y ahora estamos expiando nuestros pecados”. Es la visión sin piedad de los religiosos de la Edad Media y del Renacimiento y del Barroco:  que el todo pague por la parte, que el pecado de los padres se desplome sobre los hijos, la expiación colectiva de la culpa caiga quién caiga, al precio qué sea, sea cual sea su coste en términos de dolor y sufrimiento. La redención del pecado por la tortura y el fuego, ahora traducidos en paro y desamparo, que según los defensores de la responsabilidad colectiva serían una justa respuesta a los orgiásticos excesos, al pecado de los años de crecimiento económico.

Pero quienes seguimos aferrados a los valores que surgieron en la Ilustración pensamos que lo que está sucediendo es la mayor indecencia cometida en Europa desde los tiempos del nazismo: no hay responsabilidad colectiva en la crisis, y si la hay, los de abajo, los desamparados, los débiles, ya han pagado sobradamente la parte de culpa que pudieron tener, y el pago que realizan es tanto más oneroso cuanto más se comprueba la escandalosa impunidad con la que los poderosos escabullen el pago de su responsabilidad. No hay responsabilidad colectiva: las responsabilidades colectivas son la falacia argumental que construyen todos los absolutismos morales (y el neoliberalismo económico lo es) para justificar sus tropelías. Una crisis así no la puede provocar el pequeño tendero, el maestro, el enfermero, el repartidor de fruta. Una crisis así, tan gigantesca y descontrolada, la provocan los políticos y los banqueros: ellos son los responsables, ellos son los culpables de esta fotografía. Ellos tienen que pagar por el dolor que están generando.

Pero para que paguen los culpables hay que comenzar a mirar la situación con los ojos de la ética: la economía y sus falsas razones científicas no pueden explicar el sufrimiento de esta fotografía. Pueden justificar el infierno desde su furia de inquisidores, pero no lo explican. Mirar la realidad con los ojos de la ética implica, precisamente, eso: oponerse a las justificaciones del infierno. No podemos resignarnos a lo que esta fotografía dice, al vendaval de rabia y revancha que anuncia: hay otras razones, sí, hay otros argumentos: los de los filósofos y los intelectuales que nos hablan desde la Ilustración de la dignidad de las personas, del valor político de los derechos humanos, de la primacía moral de la democracia y la solidaridad social.

lunes, 11 de junio de 2012

CUENTO CON ESPINAS





Como tenía tanta hambre de esperanza, después de oír al Presidente del Gobierno la mañana del domingo se convenció de que algo maravilloso estaba a punto de ocurrir: él y su mujer encontrarían trabajo, podrían pagar su hipoteca, no vivirían con la angustia de verse en la calle con sus dos hijos, se despertarían sin sentirse unos fracasados. La vida volvería a pintar de algo parecido al color rosa. Tan contento estaba que le propuso a su mujer gastarse los tres euros que tenían en comprar una botella de sidra para brindar por el estupendo futuro que les esperaba.

Estaba abrochándose los botones de la camisa cuando su bebé comenzó a llorar. Feliz –la mañana del domingo hasta el llanto de un niño le parecía algo mágico– se acercó a ponerle el chupe. Pero al coger el chupe vio con espanto que estaba lleno de espinas. Y lo peor es que las espinas, que también habían oído el mitin del Presidente, aplaudían.

Derrotado, se sentó en el sillón y dejó los tres euros sobre la mesa. Al día siguiente sería lunes otra vez y habría que comprar pan y leche para los niños.

domingo, 10 de junio de 2012

PLENITUD





Walter Donaldson y Gus Kahn compusieron “My baby just cares for me” a finales de la década de 1920, antes de que los Estados Unidos se despeñaran por el abismo de la Gran Depresión. El ritmo de la canción está impregnado de esa sensación de ligeraza y felicidad y de esa ilusión de que todo es posible, que impregnó los “felices 20”. Luego, durante la década de 1930 la canción debió sonar extraña en una sociedad en la que no paraban de crecer los parados y los hambrientos, y si durante la Segunda Guerra Mundial los soldados americanos la escucharon en los campos de batalla de Europa o en los barcos de guerra del Pacífico debía provocar en su interior la nostalgia de su infancia, cuando sus padres bailaban esa canción agarrados por la cintura en el aire tibio de las noches de junio. “My baby” era una canción escrita para la vida, para las parejas jóvenes con niños, para los niños que juegan en las calles mientras sus padres bailan, felices y ajenos a todo, con una pasión intensa y contenida, al ritmo de la música que sale por los altavoces de la radio puesta sobre el alfeizar de las ventanas abiertas de par en par al aire espeso y brillante de la noche de verano.

Con el paso de los años la canción debió quedar relegada a la simple condición de recuerdo agradable y carnal de muchas parejas que ya habían alcanzado la madurez. Pero veinte años después de ser compuesta la canción estaba llamada a tener una segunda oportunidad “Qué cosas tan extrañas e improbables lleva la marea a las costas del tiempo”, dice el narrador de una de las novelas de William Maxwell, y por una de esas improbabilidades y extrañezas la canción de Donaldson y Kahn se coló en “Little Girl Blue”, el primer disco de Nina Simone, editado en 1958 por Bethlehem Records. Podemos suponer que Nina habría oído esa canción muchas veces en su infancia dura de niña negra en Carolina del Norte. Puede que en la pura explosión de sus veinticinco años quisiera rendir tributo a sus sentimientos más íntimos, rescatando al poner voz a esa canción algunos de sus recuerdos mejores y más limpios. El caso es que “My baby just cares for me” suena en la voz de la joven Nina Simone potente y a la par intimista, desgarrado y vibrante, suavísimo y áspero, con un acento sureño inevitable, como si en esa voz fuera reconocible el perfil de los personajes de los cuentos de William Goyen, uno de los cuales nos invita a beber cerveza y gozar del tiempo que pasa dejando que “el ardiente vivir sea acompañado por una botella de cerveza fría”. Pero la canción de Donaldson y Kahn cantada por Nina Simone tuvo que esperar hasta convertirse en la melodía de un anuncio televisivo de perfumes, en 1987, para convertirse popularizarse y transformarse en una especie de himno. ¿Himno de qué? Precisamente del vivir ardiente, de la plenitud existencial a que nos remite el mes de junio con sus noches vibrantes de zumbidos y sus amaneceres apretujados con la voz de la pajarería.

“My baby just cares for me” regala, con la levedad de unas notas que se elevan como vuelo de luciérnagas, ese amor a la vida que inevitablemente encontramos entre los pliegues del mes de junio, entre su sucesión de días luminosos y límpidos y de noches cálidas, entre su prolija enumeración de los dones de la naturaleza, entre su olor a universo recién estrenado. Todos los segundos de la existencia trabajan, lenta y sordamente, para entregarnos esta plenitud de junio en la que la vida nos muestra su rostro más hermoso: precisamente porque no se desborda, porque lo único que hace es ampliar sus márgenes, ensanchar el espacio dentro del cual podemos crecer y soñar con que un día todas las parejas de enamorados saldrán a las calles, al anochecer, para agarrarse por la cintura y bailar zarandeados por la voz de Nina Simone.

(IDEAL, 7 de junio de 2012)

viernes, 8 de junio de 2012

LA CULTURA, INVERSIÓN





CAPITALIDAD CULTURAL. Pasada la Semana Santa, Úbeda despliega toda su potencia cultural, y eventos culturales de cierta relevancia se suceden –o se sucedían– en el calendario de la ciudad, para culminar con la Feria de San Miguel y la Muestra de Teatro de Otoño. El flamenco, el Festival Internacional de Música, el Festival de Cuentos o los extintos festivales de Música de Cine y de Jazz, ofrecían a propios y extraños la oportunidad de considerar a Úbeda como una especie de capital cultural de gran parte de la provincia de Jaén. Es cierto que en el rico calendario cultural de que Úbeda llegó a gozar hace algunos años había puntos flacos: la primacía casi obsesiva de la música y el escaso apoyo a otras manifestaciones de la cultura como el teatro o la literatura, de gran potencial en la ciudad; la falta de implicación decidida del sector turístico y comercial en la tarea cultural; y la escasa visión de conjunto y la falta de integración y armonización de todos los elementos en un órgano de gestión cultural efectivo y capaz de multiplicar el rendimiento social y económico de la apuesta cultural, son los principales.

Pese a esa realidad pujante, desde hace varios años la sombra de la sospecha se cierne sobre las actividades culturales (y festivas) de Úbeda. Y el gasto en orquestas, solistas, cantaores, obras de teatro, cuentacuentos, títeres, payasos, conciertos, publicaciones, escritores, conferencias, exposiciones, concursos, escuelas de teatro o música y todo ese largo etcétera que conforma el mosaico cultural ubetense, se considera como un despilfarro imposible de mantener en tiempos de depresión económica. Esta visión de la cultura se ha llevado ya por delante varios eventos y otros se mantienen en precario y con disgusto. La capitalidad cultural de Úbeda y la potencialidad de la cultura como elemento generador de riqueza, se han resentido y las consecuencias serán pronto visibles. Más difícil de percibir resulta la quiebra producida en el enriquecimiento moral de los ciudadanos.

LA CULTURA COMO RIQUEZA. El rigor –entre luterano y calvinista– con el que se aplican los recortes quiere justificar su poda de la cultura. Y para ello se pregunta retóricamente cómo puede gastarse en cultura mientras no se pueden atender por falta de presupuesto las perentorias políticas sociales. Pero la pregunta es malintencionada y por lo tanto falaz: enfrenta cultura y gasto social, como si fuesen enemigos y cómo si éste solo pudiera mantenerse a costa de aquella, cuando en realidad hay muchas partidas de gasto superfluo y directamente prescindible que podrían recortarse o suprimirse antes de meter la tijera en la cultura o en la asistencia a los machacados por la crisis. Sin embargo, ese mensaje de que el gasto cultural supone un despilfarro que no se pueden permitir las administraciones es propagado por gentes de todas las ideas políticas –suponiendo que todavía haya distintas “ideas” políticas– y comienza a ser asumido también por la sociedad ubetense.

Pero, ¿el gasto cultural en Úbeda es un despilfarro? ¿Puede nuestra ciudad seguir permitiéndose el lujo de recortar y reducir las actividades culturales? Solamente pueden responderse estas preguntas si se tiene una visión de futuro de la ciudad, si se es capaz de ver más allá de las siguientes elecciones, en un plazo de diez, quince, veinte años. ¿Qué será entonces de nuestra ciudad, de qué vivirán los ubetenses del mañana?

La posibilidad de vivir del tejido empresarial es nula: pasó a la historia de Úbeda la edad de las fundiciones, de los grandes talleres, de las fábricas. La Academia de la Guardia Civil y sus miles de personas gastando dinero en la bares y comercios, también está definitivamente enterrado. Al antaño floreciente comercio de Úbeda le han surgido potentes competidores en Linares y Jaén, y su decreciente atractivo le resta capacidad para liderar el futuro económico de la ciudad. Así las cosas, sólo el turismo, con su amplio abanico de servicios y ofertas, tiene potencialidad suficiente como para articular un futuro crecimiento económico de la ciudad. Úbeda no puede aspirar a su reconversión y regeneración económica conformándose con ser el destino de excursiones que vienen, ven dos iglesias y tres palacios cerrados, se comen el bocadillo en el Paseo del Mercado y se beben un trago de agua en la fuente del Arroyo de Santa María antes de montarse en el autobús. Úbeda, si quiere crecer económicamente y generar empleo, tiene que aspirar a algo más: y ese algo más pasa por recuperar la centralidad cultural de la provincia.

Porque esa es la nota distintiva, el marchamo de marca de Úbeda: la apuesta por el contenido cultural. Lo que debiera distinguir a Úbeda es su capacidad para ver desde la cultura toda la realidad social y económica. Para conseguirlo es necesario dejar de considerar el gasto cultural como un despilfarro y considerarlo como lo que realmente es: una inversión. Una inversión para el presente y, sobre todo, una inversión para el futuro, un revulsivo para el mañana. Y es que sólo desde el prisma de la cultura pueden pensarse las líneas maestras del futuro de los ubetenses. En el mundo de la globalización –que impone la ley de la selva– sólo pueden sobrevivir los que ofrecen un producto diferenciado, con personalidad, atrayente. ¿Podrá la sociedad ubetense darse cuenta de esto? ¿Es la sociedad ubetense capaz de asumir el reto de convertir una ciudad media del interior de España, con regulares comunicaciones pero con una buena dotación administrativa y de servicios públicos, en un foco esencial de irradiación cultural y atracción turística? ¿Podrá la sociedad ubetense asumir, antes de que sea tarde, que sólo apostando por su consolidación como capital cultural podrá atraer inversiones y revitalizar su lánguido tejido comercial? Para Úbeda las mil manifestaciones de la cultura, no son un despilfarro ni un lujo: el lujo, el despilfarro, son ir perdiendo posiciones en el panorama cultural, ir cediendo el terreno ganado, el atractivo conseguido en muchas décadas de impulso común de corporaciones, colectivos y entidades de todo tipo, pues en ningún otro ámbito se ha manifestado de manera tan precisa y tan valiosa el tejido cívico y social ubetense como en el espacio de la cultura.

La apuesta por la cultura tiene que evitar el despilfarro, ciertamente. Esto obliga a evaluar y valorar la oferta cultural, delimitando con claridad lo que no es cultura y apoyando decididamente lo que lo es, impidiendo que nunca más se pierdan proyectos como el fallido Club de Lectura impulsado por Antonio Muñoz Molina, diversificando la actual oferta, acrecentándola, integrándola en una visión general y un proyecto común, unitario, que impida la disgregación de esfuerzos. El gran reto de los ubetenses es apostar su futuro a la carta de la cultura multiplicadora desde el punto de vista social y económico y del empleo, pero también desde el punto de vista ético y cívico. La riqueza mejor de Úbeda es la de las escuelas municipales, la Escuela de Artes, la Biblioteca, el Conservatorio, la UNED, el Auditorio, el Teatro, las salas de Exposiciones, la Feria del Libro, la de la música y la palabra en las plazas y los parques.

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 7, junio de 2012)

lunes, 4 de junio de 2012

EN MEDIO DE LA CONFUSIÓN





Es imposible saber si cuando el Partido Popular decía que el problema económico de España era Rodríguez Zapatero lo decía en broma o de veras. Pero han bastado seis meses para que el gobierno de Rajoy se vea atrapado en una red endemoniada. Sí, es cierto: la gestión socialista de la crisis entre 2008 y 2010 fue nefasta. Pero también es cierto que el problema no era tanto de gestión como del propio modelo económico español: ya cuando se desbocó la crisis el mal era tan grande, que en realidad lo que el gobierno de Zapatero hizo fue provocar fiebre y vómitos en un cuerpo económico y social enfermo de cáncer. Por eso cuando Rajoy administra las medicinas que le recetan desde fuera descubre que el enfermo no mejora y no porque el anterior médico fuera malo, que lo fue, sino porque se está muriendo a chorros. En medio de esta confusión general, a la economía española se le ordena tomar antibióticos o se le amputan órganos cuando lo que necesita es quimioterapia que ataque de raíz los cánceres que padece: el paro y la depresión económica. En medio del torbellino Rajoy es el mayor confundido del reino: sus próximos dicen que no entiende las razones por las que no mejora la situación pese a las brutales medidas adoptadas. Sus anteojos ideológicos le impiden ver que el plan de ajuste no conduce a la curación sino a la tumba.

La suficiencia con la que gestionaron su labor de oposición con respecto a la crisis, diciendo que bastaría un cambio de gobierno para que lloviese confianza sobre nuestro país, acrecienta la sensación de perplejidad en la que se han instalado los populares: “somos serios y no nos creen”, dicen. Pero no ven que lo que carece de seriedad no es el gobierno, que también, sino la propia marca España. ¿Cómo se supera este bache terrible? ¿Recurriendo una y otra vez al mantra de “la herencia recibida”, como si en el despilfarro y la improvisación no fueran juntamente resultado de las gestiones del gobierno de Zapatero y de las comunidades autónomas y los ayuntamientos, también de los gobernados por el Partido Popular? ¿Cómo se sale de esta situación que sólo cambia para empeorar?

Vivimos instalados en una monumental ceremonia de la confusión y el disparate: no es posible entender nada de lo que padecemos. No ayuda a aclarar la situación el que todas las instituciones del país hayan sido arrastradas al pozo del descrédito: la Corona, el Parlamento, el gobierno, los partidos políticos, las organizaciones empresariales, los sindicatos, la Iglesia, el Banco de España, los bancos y cajas de ahorro, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Supremo, las comunidades autónomas y los ayuntamientos, los medios de comunicación. Puede que salvo Cáritas y la Guardia Civil todas las demás instituciones se hayan convertido en motivo de vergüenza, indignación y escarnio. Y eso no es bueno, porque la sociedad se desmembra y a los gravísimos problemas económicos se le suman las tensiones territoriales, la división social y la ausencia de instituciones que canalicen las angustias de la ciudadanía. Y todo ello mientras una dolorosa sensación de abandono y burla se instala, justificadamente, en la sociedad española que ve como se rescata a los bancos con el dinero que se quita a la sanidad o la educación mientras los gestores que los han arruinado no sólo no pagan por sus tropelías sino que además son recompensados con pensiones millonarias. ¿No es legítimo pensar que somos víctimas de una estafa sin precedentes?

Lo malo no es que nadie entienda nada. Lo dramático no es que ya nadie tenga credibilidad para darle a los ciudadanos una explicación. Lo verdaderamente terrible es que los ciudadanos tenemos miles de argumentos para no creernos nada de lo que nos digan.

(IDEAL, 31 de mayo 2012)