viernes, 27 de abril de 2012

CIEN MIL





Pedro Alonso es un médico asturiano que ha dedicado gran parte de su vida a la lucha contra la malaria. Gracias a sus investigaciones, sostenidas con fondos públicos, se ha conseguido la primera vacuna contra esta enfermedad que cada minuto mata a dos personas en el mundo, la mayoría niños africanos. Después de conocer los brutales recortes que se van a realizar en el campo de la investigación científica, y que provocarán un éxodo de investigadores y profesionales de gran reputación, Pedro Alonso ha destacado la importancia de la inversión en I+D que se hace en España, porque es una inversión que sirve para salvar vidas. Alonso ha señalado que en los últimos siete años, el dinero que nuestro país ha destinado a estas investigaciones contra la malaria y otras enfermedades infecciosas (en este ámbito parece que nuestro país es una verdadera potencia) ha servido para salvar la vida de cien mil personas, de cien mil niños niños, principales víctimas de la enfermedad.

Cien mil, 100.000. En letra y en número, la cantidad se escribe con facilidad, pero en este caso, detrás de los caracteres se esconden cien mil vidas destinadas a truncarse por la malaria y que gracias a nosotros —a nuestro esfuerzo como país, a nuestra generosidad como sociedad— han podido salvarse. Pero, como todas, esa realidad —cien mil niños vivos gracias al trabajo silencioso, monótono, oculto, que se realiza en los laboratorios españoles— puede abordarse desde muchas perspectivas. Habrá quien piense que cien mil niños del África tropical salvados de morir por la malaria son cien mil problemas potenciales para nuestro país, cien mil posibles vagos y maleantes que un día se montarán en una patera y se vendrán a España para abusar de nuestro sistema sanitario. Para otros —me temo que una minoría cada vez más minoritaria— cien mil niños salvados son un dato que nos ayuda a sentirnos cómodos con una determinada idea de patria, de España.

Las palabras de Pedro Alonso nos entregan un optimismo en medio del precipicio. España no es sólo la campeona del fútbol, el tenis, el paro, la prima de riesgo, la caída de las bolsas o el fracaso escolar. España es también un país en el que se investiga y se crea esperanza, aunque esta realidad nos sea desconocida porque es silenciosa, porque no toma al asalto las portadas de los periódicos sino que se desarrolla pacientemente en los espacios neutros de los laboratorios, de las aulas. La simple existencia de estos investigadores —sumémosles los médicos y los maestros de la sanidad y la escuela pública y tantos servidores de la cosa común— nos convierten en un país que todavía es decente. Uno puede sentirse patriota de muchas maneras, pero mi única manera de sentirme español es saberme ciudadano de un país en el que se protege a los débiles, se ampara a los desvalidos y se ayuda a los que no nacieron tocados por la fortuna del apellido o de la estirpe. Los recortes que acrecientan el sufrimiento de tantos españoles recortan también el frágil patriotismo en el que muchos vivíamos a la manera de los “okupas”, precarios y de prestado, según nos recuerdan los dueños de la España eterna.

Me gusta que mi país haya contribuido decisivamente a salvar tantas vidas de niños. Me gusta que en mi país haya personas como Pedro Alonso. Me fío de un país así, que es un país habitable. Las palabras de Alonso y los datos incontestables de su trabajo nos cargan de razones contra aquellos que, en palabras del filósofo Manuel Cruz, jamás tienen presente a “los que padecen en sus propias carnes el sufrimiento, el dolor o la explotación”. Esta falta de piedad para con el dolor y la angustia de los demás es una opción firme y decidida: obedece a criterios ideológicos y se traduce en decretos y leyes. Para evitar naufragar en la España terrible que cada mañana nos asalta desde el BOE tenemos que amarrarnos al ejemplo de españoles como Pedro Alonso.

(IDEAL, 26 de abril de 2012)

jueves, 26 de abril de 2012

CORTAR DEDOS Y OREJAS





El Código Penal es como un boletín de avisos contra los abusos: en sus artículos se le dice al que tenga la tentación de delinquir lo que puede ocurrirle (y le ocurrirá en función de su riqueza o su pobreza, de si es ciudadano de a pie o hijo o yerno de...) si finalmente se decide a no cumplir con la ley. Pero si se trasladase la filosofía de los recortes de derechos al Código Penal, lo que se haría de un día para otro sería cortarnos a todos un dedo o una oreja con la justificación de que así se pone fin a los abusos. Lo estamos viendo: como hay abusos en el sistema público de sanidad, pues se recortan derechos de los ciudadanos, y en el tema de la educación, pues lo mismo. No se trata de luchar contra quienes abusan y contra quienes toleran y permiten los abusos: se trata de imponer una supuesta virtud pública considerando, de entrada, a todos los ciudadanos como abusones que merecen un castigo previo y preventivo, por si... Desde la atalaya de la limpieza moral, se exige a la mayoría pecadora sumisión al castigo que tiene que lavarlos y purificarlos.

(Hubo un tiempo glorioso para los cortes y los recortes, en el que un incorruptible amante de la virtud social llenó las plazas de guillotinas y cortó cabezas para lavar con sangre, como hoy se quiere lavar con lágrimas, el pecado colectivo que comete la sociedad por estar compuesta por seres humanos. También entonces hubo multitudes que jaleaban, aplaudían, justificaban y comprendían los cortes y recortes, o que simplemente se encogían de hombros.)

miércoles, 25 de abril de 2012

DOCE AÑOS Y UN DÍA






Puede sonar a condena: doce años y un día. Pero tal y como andan las cosas, tener un trabajo en el que además se tienen derechos (todavía) y en el que se cobra a final de mes, no puede ser una condena sino una especie de bendición.

Doce años y un día es exactamente el tiempo que hace entre a formar parte de la plantilla del Ayuntamiento, como funcionario interino, de lo que sigo. Hace 4.383 días yo comenzaba a trabajar cargado de ilusiones y también de ideas y proyectos, que se han ido desvaneciendo como los azucarillos en el café amargo de las corporaciones. Tanto tiempo después, lo único que me queda es el sentido del deber para con los ciudadanos ubetenses, que es lo que me obliga a cumplir con mi obligación. Es fácil desencantarse en una administración así: por lo mismo, tan bien es fácil sentirse derrotado, íntimamente derrotado.

En este tiempo, día tras día, he aprendido que hay lugares en los que no se recompensa la iniciativa o el esfuerzo y mucho menos el trabajo medianamente bien hecho. Como el incentivo es nulo, también he aprendido la lección de que lo importante no es dar más de lo que se pide sino dar lo que se pide, guardando fuerzas y esfuerzos para otros ámbitos de la vida. Y sin embargo, no puedo dejar de envidiar a esos amigos que viven su trabajo con verdadera vocación, con pasión, que se sienten correspondidos y que por eso dan el ciento y el uno: doce años y un día después de aquel 24 de abril de 2000, tengo la desolada certeza de que a mí me habría gustado trabajar así, con esa entrega y con esa generosidad. Toparse con un muro cada vez que se intenta esto, al final quita las ganas y el ánimo y uno se conforma con lo que hay y con lo que se le pide y por lo que se le paga, aún al precio de sentir profundamente desaprovechadas sus aptitudes y sus capacidades.

Doce años y un día después mi trabajo no me ha servido para cobrar mucho más que entonces (a fecha de hoy, con un hijo, cobro menos cien euros netos más que hace doce años), ni para pasar a la historia de la humanidad como un brillante gestor cultural. Pero si no me ha dado satisfacciones profesionales por ese lado, que es el que no depende estrictamente de mí, sí me ha dado mi trabajo otras satisfacciones personales y también profesionales. Las personales las tengo claras: en estos doce años he hecho amigos grandes en el Ayuntamiento, y puedo contar a muchas personas que han trabajado y trabajan conmigo o en otros departamentos municipales, y a las que quiero profundamente. En lo profesional también tengo claras las satisfacciones.

Mi trabajo, a diferencia del de otros compañeros funcionarios, permite algunas satisfacciones personales: no es lo mismo trabajar permanentemente detrás de un montón de papelotes que salir a la calle para llevar la música y la celebración. Y por eso, uno siente que está haciendo algo importante para sus ciudadanos cuando en la tarde del 28 de septiembre se encienden las luces del Ferial y la gente tiene un espacio en el que puede olvidarse de las penas del día a día, uno siente que está haciendo algo importante para sus ciudadanos cuando los ve disfrazados por cientos en la cabalgata de Carnaval, uno siente que está haciendo algo importante por sus ciudadanos cuando en el teatro la gente se ríe o se emociona con lo que pasa sobre las tablas, uno siente que está haciendo algo importante por sus ciudadanos cuando en alguna plazoleta se monta una barra de chapa en la que tomarse unas cervezas con los amigos. Pero sobre todo, uno siente que su trabajo es importante y hace felices a muchas personas cuando contempla las caras de los niños al paso de los Gigantes y los Cabezudos y, sobre todo, durante la Cabalgata de Reyes Magos. Esos dos días, el 28 de septiembre y el 5 de enero de cada año, cuando el trabajo parece que va a romper los diques de la paciencia y la resistencia personal y cuando todo parece conjugarse para que las cosas no salgan bien, cuando las cabalgatas echan a andar con su pregón de felicidad destinado a los niños, esos dos días, tengo la certeza de que estos doce años y este día no han sido en vano y de que gracias a mi trabajo muchos niños han sido felices. Trabajar con esa certeza también me ha ayudado en estos doce años y este día a soportar las miserias, las trampas, las zancadillas de la administración y a tener la conciencia clara del deber.

lunes, 23 de abril de 2012

SAN LIBRO





Lo siento, no lo puedo evitar: me gusta este Día del Libro. Me gusta la cívica costumbre de los catalanes de regalarse libros y rosas, y he asumido como propio ese ritual, ese generoso intercambio de cosas tan valiosas y en realidad tan baratas. Y un año más (también lo siento: tampoco lo puedo evitar) me causa pena que en un país tan necesitado de valores y de elementos que nos unan, no hayamos extendido por todo el viejo mapa de la piel de toro los puestos llenos de libros y de flores en las mañanas y las tardes de cada 23 de abril. El libro es el invento más revolucionario de la historia de la humanidad, el más versátil, el que más libertades ha construido y más tiranías ha derrumbado: me gusta mucho esta fiesta civil y laica del San Libro, que es valioso y sagrado como la inocencia de los niños, como la rebeldía de los soñadores, como el camino de los amantes. Me gusta mucho el pequeño gesto con el que los masones jiennenses han celebrado este día grande de los lectores y la cultura: han firmado con rosas los edificios más relevantes de ese genio que fue Andrés de Vandelvira. Me gusta mucho esta fiesta sin políticos ni tambores, sin solemnidades ni banderas, esta fiesta renovada cada primavera, nueva y limpia cada año, me gusta mucho esta fiesta íntima, personal, familiar, que une a los seres libres en las páginas de un libro que cambia de manos y en la belleza condenada de las flores.

Posdata. Ayer, Rosa Liaño, me celebró por lo grande las vísperas de este Día del Libro, regalándome uno de los rarísimos ejemplares que ha editado, por su cuenta y a su cargo, de la biografía de Juan Pasquau escrita por Adela Tarifa. Lástima que para obras culturales de esta envergadura las administraciones públicas, tan pródigas en aeropuertos inservibles y palacios faraónicos, no hayan encontrado una pequeña partida económica que hubiera posibilitado la publicación del libro, ganador del Premio Cazabán de la Diputación Provincial. Desde el punto de vista puramente egoísta, tengo que reconocer que como lector y coleccionista de libros me alegra ser uno de los privilegiados que lo tienen. Anoche me sentía poseedor de un tesoro valioso, supongo que igual que un coleccionista de escarabajos que caza uno realmente raro y escaso, y lo mira durante horas antes de pincharlo con un alfiler especial en su cajita de cartón; cuando Manuel se durmió, tuve que apagar el Kindle y suspender la lectura más monumental que nunca he acometido, la de los Episodios Nacionales de Galdós, para adentrarme en la vida y el corazón de Juan Pasquau. Y resulta que ese hombre que escribía como los ángeles, suponiendo que los ángeles escriban, es más grande, aún, de lo que yo pensaba.

sábado, 21 de abril de 2012

EL REY ESTÁ DESNUDO





Demos por bueno que el rey realizó un alarde de generosidad en la Transición —¿tenía otra alternativa si quería conservar el trono?—, y que tuvo un gesto de coraje democrático durante el tejerazo; demos por bueno que el rey es uno de los grandes activos exteriores del país, aunque no sepamos por qué agradecerle que desempeñe bien un papel generosamente pagado. Aún dando todo eso por bueno y aceptándolo sin hacernos preguntas ni pretender respuestas, no podemos menos que concluir que en Juan Carlos I anida un Borbón que lo traiciona: el viaje a Botsuana a cazar elefantes demuestra que en el fondo del Borbón hay... un Borbón. Y eso se nota para lo malo y también para lo bueno: es un Borbón para cazar elefantes con una princesa alemana mientras el país se hunde cada día un poquito más, pero también es un Borbón para salir ante las cámaras a pedir disculpas. Como en sus antepasados, en el rey se mezclan a partes iguales los caprichos del Borbón que sigue sin entender el papel simbólico y ejemplar de la Corona, y que sólo a regañadientes acepta las limitaciones personales y privadas que se derivan de esa obligación de ejemplaridad moral, y la campechanía de quien como un abuelo más pillado in fraganti tiene que salir de su habitación a pedir disculpas.

Que el rey haya reconocido que se ha equivocado —aunque sin especificar en qué se equivocó— es un gesto que lo honra, sobre todo en un país en el que nadie —ningún político, ningún banquero, nadie de semejante ralea— reconoce sus errores. El rey ha pedido disculpas. Y está bien, aunque lo haya hecho obligado por las circunstancias: debajo de su cadera rota se abría un abismo que amenazaba con engullir a la propia monarquía. El desconcierto de la sociedad española, cada día más consciente de que no existen soluciones para la situación que padece, comienza a desbocarse y también la estabilidad del sistema político puede ya ser devorada por los vórtices de algo más profundo, más sistémico, más devastador que una simple crisis económica. En medio de una situación que puede estallar en cualquier momento en variables desconocidas, el rey ha tenido el desparpajo de irse a cazar elefantes a África: el irresponsable gesto lo ha dejado desnudo delante de la sociedad española. El velo de respeto con el que los españoles cubrían al monarca, se ha roto con la fechoría real, que ningún conspirador republicano podría haber diseñado mejor.

Nada volverá a ser igual con respecto a la corona. Los españoles ya saben que una cosa son las palabras de los discursos reales —“el paro juvenil me quita el sueño”— y otra las verdaderas preocupaciones de los Borbones. A partir de ahora, los ciudadanos tienen derecho a saber dónde están los miembros de la familia real y a qué se dedican: cuando se recorta brutalmente en sanidad, en educación, en asistencia de los más débiles, tienen que acabarse las cacerías y los viajes secretos junto a una sospechosa corte de los milagros. Y tienen que cortarse, de tajo, los deslices: el que no sepa estar a la altura de la responsabilidad que le viene dada por su sangre (si aceptamos la sangre como un principio válido de gobierno, tendrán que aceptar las limitaciones que impone la sangre), que se vaya. La monarquía no se justifica por parámetros democráticos sino por parámetros meramente morales, y por eso no puede olvidar que está especialmente atada al concepto de ejemplaridad. Y ya, también, al de transparencia.

Botsuana ha abierto, un poco más, el camino hacia la República, pero no hay que tener prisa en recorrerlo. Nos guste o no la monarquía ha aportado estabilidad a un país tan complejo como España. Y lo último que necesita una sociedad al borde del colapso es una crisis institucional y política. Y, además, la República no se merece venir como resultado de la descomposición y rabia del país: tiene que ser el fruto redondo y fresco de la voluntad cívica, madura y democrática de una sociedad mayor de edad.

(IDEAL, 20 de abril de 2012)

miércoles, 18 de abril de 2012

RESURRECCIÓN





En el siglo II antes de Cristo, Antíoco Epifanes, rey de Siria, conquista Judea y sienta sus reales en Jerusalén. Desde allí se propone acabar con la religión de los judíos y decreta la obligación de estos de ofrecer sacrificios a dioses distintos a Yahvé. Son muchos los judíos que se niegan a obedecer el mandato del rey sirio, entregando su vida en el altar del martirio. De entre tantas víctimas causadas por la soberbia de los ocupantes, los historiadores hebreos resaltaron los martirios de los siete hermanos Macabeos. Apresados junto con su madre por los esbirros de Antíoco, el monarca les fue ofreciendo uno a uno, por orden de edad, la posibilidad de salvar la vida renegando de la fe de sus ancestros y postrándose ante los dioses paganos. El mayor es el primero en mostrar su negativa, y delante de sus hermanos y de su madre Judas Macabeo se dirige al tormento: le cortan la lengua, le arrancan la piel de la cabeza y el pelo, le cortan las manos y los pies, y los despojos gimientes que de él quedan, son arrojados a una caldera de aceite hirviendo, para que se fría. Uno tras otro, los seis hermanos restantes se niegan a seguir la invitación del rey sirio y todos van sufriendo la tortura terrible del hermano mayor. Antíoco, cada vez más enfadado, cada vez más irritado, es, en el momento en el que el pequeño de los Macabeos es arrojado al aceite, un puro manojo de odio y resentimiento porque ninguno de los hermanos se ha doblegado a sus deseos: sabe que ese gesto moral de resistencia lo ha vencido, se sabe un derrotado delante de los siete cadáveres mutilados e irreconocibles de los Macabeos.

La sed de venganza, el desbordamiento del sadismo, se acrecienta ante la mansedumbre de las víctimas, que vacía más aún a los seres ya vacíos de alma y de sentimientos. Lo estamos viendo ahora: los mercados son como Antíoco Epifanes, no se calman ni aplacan su necesidad de generar sufrimiento con unos presupuestos de nada, y presionan para que haya nuevos recortes que generen más malestares, más dolor, más desánimo. Como ven que las víctimas aguardan mansamente su turno, se crecen y retuercen el tormento. No hay nada nuevo bajo el sol de la historia: la jodida historia es siempre la misma, la de los antíocos y los macabeos, eso es la historia. Y la tierra prometida –la Europa de la acogida y del bienestar, de los derechos sociales y de las libertades, del laicismo y de la democracia– cada vez se nos figura más una ficción, el espejismo que se atraviesa en nuestra caminata por el duro desierto y nos llena de ilusiones fugaces.

La historia está ahí con su carga de dolor. Hasta que de pronto, en ella, la primavera se instala con sus tardes azules y sus mañanas cuajadas de vencejos haciendo posible una esperanza. ¿Qué es la resurrección? Ese renacer de la vida ajeno a los tejemanejes de los hombres, ese triunfo de lo esencial por encima de la costra vil de nuestros intereses y nuestros cálculos. La resurrección es la necesaria metáfora para intentar el rescate de un mundo enfermo gobernado por seres sin alma: ¿resucitaron los macabeos? Es imposible imaginar la resurrección de los cuerpos desfigurados y retorcidos, pero es fácil pensar que la resurrección es una continuación de la vida por otros cauces, y en este sentido la muerte de los macabeos, como la del propio Jesús de Nazaret, es ejemplar. Porque la muerte del inocente, su holocausto en pos de un alto ideal que lo supera y que pone en las manos del corazón del mundo, es un modo de trascendencia, una no rendición a los ejércitos de lo necesario. ¿Resucitaron los macabeos? ¿Resucitó el Nazareno? Más nos urge sabe si podremos resucitar nosotros, nuestras sociedades, nuestros valores, después de la pasión y muerte a que nos somete el neoliberalismo. ¿Será posible la resurrección? Pudiera ser si no nos rendimos, si nos abaten con la boca llena de palabras puestas en la dirección del viento.

(IDEAL, 12 de abril de 2012)

martes, 17 de abril de 2012

OBSCENIDAD





En esta fotografía (tomada en una cacería anterior de Juan Carlos de Borbón, en la que no se rompió ninguna cadera) hay algo que la convierte en obscena. No la cara de satisfacción y felicidad de los cazadores: es la postura del elefante abatido lo que convierte la foto en pornográfica. Porque el elefante no está tendido sobre el suelo, completamente vencido: al morir con la cabeza apoyada sobre el árbol, con la trompa sorprendida por la muerte en esa postura imposible, atrapada entre el tronco y el cráneo, el elefante transmite la imagen de la lucha, de la resistencia a la muerte, de la huída de quienes lo acosaban con los rifles y los gritos, la imagen del pavor y el miedo. Hay que imaginarse al elefante huyendo de sus cazadores, ya con el plomo dentro del cuerpo, y tropezando al llegar a las proximidades del árbol quizá como consecuencia de un nuevo disparo, dejándose caer contra el árbol por la pura inercia de la vida, para no doblar completamente las rodillas, para no entregarse del todo y definitivamente a la muerte. Hay que imaginarse los minutos de agonía en esa postura incómoda, sin poder mover la trompa, hay que imaginarse el postrero intento de levantarse que indican las patas delanteras y los ojos todavía abiertos. No, esta fotografía no muestra un cara a cara entre el cazador y la presa, al verla no podemos imaginarnos al rey delante del elefante que corre a su encuentro, levantando el rifle y apuntando certero al entrecejo para conseguir que el elefante caiga de una vez, a plomo. No, esta fotografía muestra el enfrentamiento desigual: sólo el cobarde puede sonreír delante de un animal que ha muerto así, sólo el obsceno puede creer que un cadáver congelado en esa postura es un trofeo.

sábado, 14 de abril de 2012

CATORCE DE ABRIL





Hace muchos años, no sé cuántos, a estas horas había miles, millones de españoles, que se iban a la cama sintiendo algo muy parecido a la felicidad. Como en un cuento de hadas, habían tomado las calles y las plazas y se habían adueñado de la primavera: habían desafiado al poder sin armas ni violencia, con su sola presencia en las calles, formando una masa compacta y alegre, bulliciosa, portadora de una esperanza. Creían que habían ganado la partida y se sentían invencibles. Pensaban, seguro, en sus hijos, en la España mejor que iban a construir para ellos desde las escuelas y los talleres y en los campos redimidos, como si España fuese un verso de Antonio Machado o algo parecido. Hace muchos años, no sé cuántos, de aquello. Y aunque hoy aquel discurso no sirve para el presente, sirve el mensaje, el ejemplo, sirve la invitación a coger las riendas de la historia, de nuestra historia. Hace muchos años, no sé cuántos, porque no tengo ganas de contar, hubo un rey que tuvo que salir de España. Hoy, su nieto, se ha roto una cadera cazando elefantes en un rincón miserable de África, como un millonario más, sin preocupaciones: parece que matando elefantes recupera el sueño que le quita el paro juvenil. Supongo. O tal vez compensa el tener que bajarse el sueldo un dos por ciento. Supongo. O, simplemente, contribuye así al esfuerzo compartido para salir de la crisis. Supongo.

Pero hoy ha sido catorce de abril, en todos los almanaques. Como hace muchos años. No sé cuántos. ¿Qué importa hoy el hueso de un rey cuando uno recuerda que entonces, cuando estaban tiernos los chopos, nuestros abuelos soñaron un amanecer?

sábado, 7 de abril de 2012

LOS SONIDOS DE LA ETERNIDAD


 

—Para una teoría de los sentimientos de Semana Santa—

«DESCONSUELO» (José Cristino Franco Ribate, 1917).— La tarde, que estaba azul y amarilla y que se había cobijado debajo del naranjo en flor, se ha puesto de pronto cárdena como un coágulo de sangre y los oboes y las flautas han elevado sobre las nubes de incienso —lenta, mansamente— la dulce súplica de lo que fue entregado al murmullo y a la congoja, la fragancia íntima de lo que anuda una súplica en los vértices de la sangre. Furtivamente, el sol todavía poderoso de la media tarde se ha cobijado entre los muros silenciosos del Claro de San Isidoro, bajo la sombra de la espadaña: en la dirección del atardecer la memoria ha cosido en el almanaque de nuestras vidas la melodía inconclusa del tiempo fugaz y sin consuelo.

«EL PRESIDENTE HA MUERTO» (Victoriano García Alonso, 1924).— ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la muerte? ¿Quién, siendo adolescentes, introdujo estas preguntas en el fondo denso de nuestras seguridades, agitándolas con un violento torbellino de dudas? ¿Dónde buscar la respuesta a tanta pregunta que no la tiene?... He ahí el paso marcial, poderoso de las legiones romanas, relucientes las corazas bajo la atardecida resonante de melodías fúnebres: ¿fue una tarde de Jueves Santo —perdidos entre las multitudes— cuando la melancolía se atravesó en nuestro camino?, ¿fue el temblor de los platillos emocionados, el alarde supremo de las trombas y los saxofones, lo que nos clavó esta saeta en el corazón? ¿Fue en el trío final —cadencia poética de la tarde moribunda— cuando sentimos por vez primera que la música que tiembla entre el aire y los vencejos se escribió para nuestro último día?

«MISERERE» (Victoriano García Hernández de Lesundi, 1873).— Nacimos y quedamos convocados por todas las edades en este amanecer, en esta plaza y a esta hora, cuando el sol aún es tímido y violeta como un enamorado. ¿Para qué nos convocó la primavera? ¿Por qué a esta hora incierta que despereza vencejos y ausencias? Porque entre el susurro de los cipreses y la prisa de los rezagados, entre los suspiros y las súplicas, porque entre la mirada escarchada de sollozos y la garganta sofocada por nódulos de memoria, porque allí, en el tremor de tantos ubetenses vivos se han hecho presentes los otros, los ubetenses que fueron ayer y a los que quisimos y ya no están: los que —éramos niños sorprendidos por el madrugón— nos trajeron de la mano hasta la Puerta de la Consolada para enseñarnos a decir «Jesús». ¿Para qué nos convoca aquí la primavera? Para que busquemos, en el fondo ancestral de nuestra carne herida, la huella de todo lo que quisieron truncar la muerte y el olvido. Para que rehagamos una memoria de lo que somos. Para que en la amanecida del Viernes Santo nuestro cuerpo se humedezca con el abrazo misericordioso que desde la eternidad nos mandan aquellos que tienen sus ojos llenos de gloria fijos en los nuestros, llenos de lágrimas.

«LA EXPIRACIÓN» (Victoriano García Alonso, 1897).— No hay una poética de la muerte, como no hay una poética del amor: toda poética lo es a la par de la muerte y el amor, o no es. Por eso, en la hora culminante del mediodía, cuando nada puede ser ocultado porque la luz se ha enseñoreado ya de todos los rincones y todos los tejados y sobre las cruces y las veletas de las torres, era necesario el perfil delgado de esta música —el vuelo último de la flauta y del oboe, delicado como la piel de un niño— para que entendiésemos la dimensión del drama: la Muerte abrazando al Amor sobre la madera, por encima de las galaxias y las constelaciones, haciendo que en nuestro fondo tiemblen no sabemos qué siglos desconocidos, entregándonos unos mañanas que no acertamos a nombrar, dejándonos atrapados en la marejada del tiempo y los recuerdos, un poco ajenos a la masa festiva que inunda las calles.

«LAS ANGUSTIAS» (Victoriano García Alonso, 1906).— Al final todo se condensa en este instante de la media tarde: todo era el sudario blanco agitado por el viento del ocaso, acariciado por el silencio y por la angustia, contemplado por las golondrinas, sorprendidas de tan extraña compañía en la brisa sin rumbo. Al final todo era esto: esta desolación de la plaza recoleta donde los naranjos se vistieron de blanco para negar a las lágrimas. Al final todo era esto: la música como puñal y como flecha, la música como cristal que atraviesa las venas cortando, provocando un escalofrío. Al final todo era la íntima certeza de sabernos seres abocados a una tristeza y a la despedida. Al final todo era esto: la belleza suprema de lo inabarcable, de lo ininteligible, la belleza definitiva de lo inconsolable. Al final, al final todo era esto: la flauta perfilando las notas de su aflicción en el pentagrama de la desolación del Universo.

«STABAT MATER» (Anónimo, de origen mozárabe).— Todos los siglos, las hojas de todos los almanaques de todos los siglos, han acudido en tromba al arrabal de San Millán. Nuestra cartografía sentimental no puede conducirnos a otro lugar cuando el día de Viernes Santo declina más allá de Mágina: «tilín, tilín, tilín, tilín…», dice a cada segundo la campana de plata del monasterio de la Merced, insertada como una herida refrescada por la memoria en el interior de esta marcha sin edades ni partituras… «tilín, tilín, tilín, tilín...», y se nos ha adentrado el repique quebradizo, tierno, en la sangre, en el espesor del alma, se nos han crecido el misterio y la tristeza y la nostalgia en el hondón del espíritu sin que nos diéramos cuenta… El triángulo de plata simulando la campana vieja de los siglos muertos, y el requiebro sin dirección —o lanzado en la dirección de nuestros corazones— de la música sin partituras, proclaman su pregón en el viento del Viernes Santo, que ya rompió los diques de las emociones para que la tonada antigua de los albañiles y los alfareros eleve esa oración en la que hablan los ubetenses del ayer, nuestros muertos atrapados en el bolo de sangre que ha surgido del pozo azul de nuestras gargantas… «tilín... tilín... tilín... tilín...»

«SANTO ENTIERRO» (Emilio Sánchez Plaza, 1929).— Todo se ha consumado. La prisa y la fiesta, los globos y la cerveza y el hornazo, el bisbiseo de los Oficios y el bullicio de las calles, la cera de los pasos, el olor de los lirios, el hálito del incienso y el suspiro de las emociones, los tambores de los niños, los lamentos de las trompetas, la música y la pena, la alegría, el cansancio, el paseo, el atajo, los pies doloridos. Se consumaron las alas leves de las mariposas. Se consumó el esplendor añil de la primavera: todo se ha consumado. Todo se ha consumado en el punto algente, en la tiniebla espesa de la madrugada, en ese cerco de abandono y soledad que ni el fuego de las antorchas puede penetrar. Todo se ha consumado en un crisol de silencios, en una sorpresa: «¿cómo pudo terminar todo tan pronto?». Todo está consumado: entre los sones solemnes, entre los ecos patéticos de la comitiva fúnebre que ha enterrado al Amor Muerto y que se pierde, pausadamente, en el corazón de la vieja ciudad amurallada.

(ÚBEDA IDE@L, Núm. 5, Abril de 2012)

viernes, 6 de abril de 2012

VIERNES SANTO








Hay algo oculto en el fondo del Viernes Santo que nos ata, de manera tal vez irremediable, a los ubetenses que ya se fueron y a los que un día nos sucederán en esta larga cadena de las generaciones. Cuando todavía no se ha roto el velo de la oscuridad con que la noche ha querido cercar a la luna de Nisán, las trompetas de la cofradía de Jesús Nazareno rompen la madrugada con sus tristísimos lamentos —que traen, como en un viento antiguo, las congojas todas de este día henchido de adentros—, y es como si en ese momento se estuviese lanzando al aire de las eternidades un pregón, una citación dirigida a los corazones de todos los ubetenses. «Es Viernes Santo, es Viernes Santo», va diciendo la campanilla de Jesús con su tilín tilín sin edades, mientras una multitud con los ojos de sueño y con la piel erizada, se dirige al Llano de Santa María para «ver salir a Jesús». Y allí, delante de la puerta de la Consolada de la vieja colegiata, cuando el horizonte rompa sus tonalidades violetas y naranjas por encima de los cerros de la Alameda, los ubetenses se sabrán ligados a una lista interminable que comenzaron, hace muchos siglos, sus más lejanos abuelos y que luego se ha ido acrecentando con las lágrimas, con las súplicas, con las manos enlazadas en una oración sin dirección ni palabras, una lista incontable que cada amanecer del Viernes Santo ha sumado a la historia del corazón sentimental de Úbeda a miles y miles de ubetenses. «Es Viernes Santo, es Viernes Santo… abrid las ventanas y los balcones, va a pasar Jesús… abrid los corazones de par en par que viene, como una larga flecha morada de melancolías, el Nazareno abrazando su cruz», canta la salmodia de la campanilla de bronce ciudad arriba, camino de la Plaza de Toledo, mientras las gentes aprietan en sus hijos en las aceras de las siete de la mañana para protegerlos del frío del amanecer.

El amanecer concitó en la conciencia de los ubetenses un encuentro ineludible, una especie de alegato colectivo para que Úbeda muestre la fibrosa musculatura que une a las generaciones de los idos, a las generaciones de los presentes y a las generaciones de los por venir en ese lugar íntimo que la Tradición ha construido, año a año, primavera tras primavera, zozobra tras zozobra, en lo más recóndito de las almas despertadas por los vencejos en el albor de la mañana. Y luego, como una masa que se siente unida por el fermento de las emociones buenas, como una masa humedecida por el agua bendita de las tristezas y las emociones compartidas, los ubetenses, en número incontable, han tomado las calles y las plazas, con sus pies cansados y sus chiquillos con tambores de plástico, con los globos retando al sol del mediodía y con los recuerdos de otros Viernes Santos de la infancia y la juventud a cuestas, o con el presentimiento y el interrogante de los Viernes Santos de la vejez o de más allá de la muerte: «¿Cómo serán los Viernes Santos de dentro de cincuenta, de cien años, cuando nosotros ya no estemos?». ¿Puede haber respuesta para tan desgarradora pregunta?

Tal vez, cuando la atardecida declina sus tristezas en arreboles de nubes cárdenas, la Virgen de la Soledad ofrezca una respuesta: la respuesta. Es allí, en el hondón de San Millán, junto al muro ruinoso del monasterio de la Merced, mientras la música de perfil confuso que es el “Stabat Mater” hiere los corazones con la precisión del bisturí, donde la sed del tiempo se sacia. Los otros Viernes Santos, los Viernes Santos de nuestros hijos, y de nuestros nietos, y de nuestros bisnietos, serán así: lánguidos y dulces, hechos con esta emoción que nosotros ponemos a los pies de la Virgen de la Soledad cumpliendo el mandato que viene desde el fondo de la tierra herida de recuerdos en la que descansan los que fueron antes que nosotros. Los otros Viernes Santos serán este temblor de la carne, como este nudo en el balcón de la garganta…

(IDEAL, 6 de abril de 2012)