miércoles, 29 de febrero de 2012

UN DÍA ÚNICO





Todos los días son únicos: cada uno viene y se va con su afán y sus alegrías, con sus tristezas y sus recuerdos, con su sol y sus nubes, cada uno tiene el canto de sus pájaros y unas páginas de libro, cada día se abre con los titulares de periódico y se cierra con las noticias de la radio. Todos los días son únicos y nada de lo que ocurre un día se repite nunca más. Pero los 29 de febrero esa sensación de unicidad de la vida se acrecienta: si las aguas del río de la vida cambian de un día para otro, si ni nosotros ni el agua somos los mismos, cuánto no habremos cambiado nosotros y el río de nuestra vida cuando tengamos que vivir otro 29 de febrero, dentro de cuatro años, que se resbalarán lentos, lentos, lentos, como gotas de rocío y como ellos tan bellos, tan brillantes y añorantes, tan únicos, tan frágiles.

viernes, 24 de febrero de 2012

EL "ENEMIGO"





El “enemigo” estaba fuertemente armado con cartabones, libretas de cuadros, lápices y bolígrafos. El “enemigo” había construido balas con la borra de las gomas de borrar. El “enemigo” acumulaba en sus mochilas un arsenal de libros y mapamundis. El “enemigo” tenía la cabeza llena con una idea subversiva, revolucionaria, peligrosísima: la idea de que el recorte en la escuela pública es un atentado contra derechos básicos, elementales. El “enemigo” tuvo la osadía de expresar esa desesperación, ese malestar que late en un número cada vez mayor de españoles. El “enemigo”, golpeado sin piedad por las porras de la policía, decía que no sin decirlo, que no, que no quieren irse de su país cuando terminan sus estudios, que no quieren saber nada de Laponia, que quieren vivir en una España decente y digna que respeta los derechos de los ciudadanos. El “enemigo” salió a la calle, que aunque ahora nadie se lo crea es el sitio en el que siempre se han conquistado los derechos y el reconocimiento de la dignidad de la persona. El “enemigo” puede que todavía no lo sepa, pero es peligroso porque abre una puerta e invita a pasar por ella a quienes asisten atónitos a una reforma laboral que aboca a los trabajadores españoles a un régimen similar al de la “esclavitud contratada”, un régimen en el que un trabajador que tenga la desgracia de pedirse la baja para curarse de un infarto o de un cáncer podrá ser despedido, así sin más. El “enemigo” es también peligroso porque ha terminado de quitarle la careta al gobierno, al que sólo le faltaba mandar a la pura fuerza brutísima contra los adolescentes indefensos para demostrar que no está dispuesto a detenerse ante nada ni ante nadie en su contrarreforma general del país.

Paradoja de un tiempo en descomposición: el gobierno del partido cristiano ha esperado religiosamente al final del carnaval para quitarse el disfraz, para adentrarse desnudo y purísimo en la Cuaresma, preparando la penitencia, la pasión, la disciplina y el azote que habrán de sufrir en sus carnes no ellos —no la gentuza de la política, de la banca, de la patronal, de la judicatura, de la borbonada— sino millones y millones de españoles, los más débiles, los que a pasos agigantados engrosan las listas de la nueva clase social, el “precariado”. Las tasas judiciales de Gallardón, la privatización de hospitales, el abandono de la escuela pública, los derechos civiles puestos en la picota, los derechos laborales ya fusilados y enterrados en una fosa común: a esto el gobierno lo llama “reformas”, pero en realidad son lo contrario, son “contrarreformas”, vueltas atrás, caminos que conducen a un tiempo que este país abandonó hace muchos años. Nada de lo que se avecina es nuevo: nuestros abuelos lo conocieron y lo padecieron. Y aunque ni la dictadura dejó tan a la intemperie los derechos de los trabajadores (la retórica falangista de la “revolución pendiente” se tradujo en un puñado de derechos y garantías laborales para los trabajadores españoles: pero los nietos de los falangistas ahora le llaman a eso “paternalismo”), los abuelos de los “enemigos” lucharon para ponerle fin a esa situación, a esa humillación, para superar los odios viejos, para dibujar un mapa de España en el que todos tuviesen cabida y en el que decencia y la dignidad de todos los españoles estuviesen amparadas y protegidas por los poderes públicos. ¿Qué otra cosa fue la Transición sino un pacto entre muchas sensibilidades y muchos intereses? Ahora, sin embargo, tenemos derecho a pensar que aquel pacto nacional tácito que firmaron nuestros padres y nuestros abuelos está roto, o se está rompiendo.

El ministro de Economía llevaba razón: las reformas son muy agresivas. Tanto, que después de arrasar la decencia política y la dignidad social, pueden acabar arrasando la convivencia cívica. ¿Con qué cara se le puede pedir a los “enemigos” lealtad a un país que los condena a la indigencia y los aporrea si tienen el atrevimiento de protestar cuando les arrancan las uñas?

(IDEAL, 23 de febrero de 2012)

martes, 21 de febrero de 2012

COMO LA VIDA MISMA





Vaya por Dios, este año, así como el que no quiere la cosa, he dedicado unas cuantas horas a seguir, por la televisión autonómica, el concurso de agrupaciones del Carnaval de Cádiz. Y resulta que me quedo sorprendido, para sorpresa mía, con muchas cosas que llegan desde las tablas del Teatro Falla. La primera, esa portentosa capacidad del pueblo gaditano —el único pueblo con sentido del humor de toda España, que es un país sin sentido del humor— para crear músicas y letras, en las que sí, puede haber mucha morralla, pero entre las cuales descuellan acordes prodigiosos y letras de pasmosa calidad literaria, capaces de emocionarnos o de provocarnos una sonrisa o una carcajada con temas tan serios que, de entrada, no pensábamos que pudieran servir para la ironía o el sarcasmo.

Pero si hay algo verdaderamente sorprendente en ese océano de pasodobles y tangos y cuplés y popurrís con el que chirigotas, cuartetos, coros y comparsas inundan cada febrero el aire de su ciudad, es comprobar como en el lecho de todo ese revoltijo agitado de disfraces y voces discurre lenta, parsimoniosamente, la vida, la pura vida de todos y cada uno de nosotros y la vida de este país derrotado. La vida con sus amores y sus enamoramientos, con sus hijos y sus desesperanzas, con sus ilusiones y sus cuestas arriba, la vida colectiva con sus millones de parados y sus jóvenes emigrando al extranjero, con sus cunetas llenas de muertos de la guerra civil y con sus abuelos cuidando con sus pensiones de los hijos desahuciados, con sus borbones corruptos y sus políticos justamente aborrecidos y despreciados.

Y claro, el Carnaval de Cádiz hace desfilar la vida con emoción, con una desnudez casi hiriente, pero también con un grito de rebeldía. ¿Acaso el Carnaval no fue siempre ese espacio en el que las clases populares podían dar forma a su rabia sin temor a ser represaliados? ¿No había sido siempre el Carnaval una contestación del discurso del poder y de sus mentiras, una anotación de libertad esencialmente popular hecha en los márgenes de los tochos escritos por los servidores del poder? ¿No eran eso los carnavales durante la Edad Media? ¿No fue por eso por lo que la dictadura de Franco quiso acabar, sin realmente conseguirlo, con carnavales como los de Cádiz o Torreperogil o La Carolina?

La vida. La rebeldía. Y todo aderezado con un sentido del humor único. Es eso lo que nos atrae del Carnaval de Cádiz y lo que lo convierte en algo imprescindible, porque señala que no todo está tocado y podrido por la crisis y porque nos dice que no todas las voces han podido ser calladas. Es sano ese humor en un tiempo en el que la risa puede ser lo único que nos dejen, pero es sano porque los gaditanos han sabido convertirlo en una herramienta precisa para destripar las miserias del poder. ¿No ese el mensaje más necesario en este tiempo en el que todos los otros mensajes, sin guitarras ni pitos de Carnaval, suenan tan iguales, tan repetitivos, tan reiterados?

(IDEAL, 16 de febrero de 2012)

lunes, 13 de febrero de 2012

LO REPETIRÉ MIL VECES MIL





La reforma laboral de Rajoy no vulnera ni machaca derechos que hasta ahora eran fundamentales y que sintetizaban decenas de años de lucha de los trabajadores por conquistar una vida mejor para ellos y sus hijos..

La reforma laboral no va a servir para que los empresarios se den tortas para despedir a miles de trabajadores con indemnizaciones ridículas, contratando a otros trabajadores con menos derechos y menos sueldo.

La reforma laboral no consagra la arbitrariedad de los empresarios y su poder absoluto en las relaciones laborales.

La reforma laboral no deja abierta una puerta como una catedral de grande para una rebaja generalizada de sueldos o una modificación unilateral de las condiciones de trabajo, y al que no le guste que le bajen el sueldo o que le impongan una disparatada jornada de trabajo, pues ya sabe...

La reforma laboral no liquida los derechos que los trabajadores españoles habían adquirido con la Ley de Contratos de Trabajo de 1944*, ni tiene la osadía de saltarse los ya conseguidos en el Código del Trabajo de 1926, la reforma laboral es democrática y aquellas dos normas anteriores eran de unas dictaduras.

La reforma laboral no aboca a los trabajadores españoles y a sus familias a unas condiciones cada vez más parecidas a las del siglo XIX.

Tengo que repetirlo mil veces cada día para aprendérmelo y poder creérmelo. Lo repetiré mil veces mil.

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* Es curioso: ayer, en El País, el presidente de la patronal decía que la reforma va en buen camino pero que, todavía, tiene que eliminar los restos de legislación franquista que quedan en el mundo del trabajo. O sea: que los mismos que claman cuando se habla de sacar al tirano de su tumba, lo que quieren es desterrar completamente la protección laboral que la dictadura le concedió a los trabajadores. Esto es el mundo al revés: la legislación falangista protegiendo a los más débiles y la legislación democrática amparando a los poderosos. Que alguien me lo explique, por favor, porque yo ya no entiendo nada.

sábado, 11 de febrero de 2012

CLEMENT ATTLEE





La película de Phyllida Lloy sobre Margaret Tatcher no pretende humanizar al personaje sino exaltar los valores del egoísmo y un modo de hacer política sustentado por la falta de compasión con el sufrimiento de las personas: cámbiese el personaje de Tatcher por el de Merkel, y el guión de la película no sufrirá alteraciones, porque lo que cuenta no es la persona sino la justificación de sus acciones y del dolor que generan. Tatcher ejemplifica como nadie esa política privada de resortes sentimentales, ese fanatismo de nuevo cuño tan parecido a todos los fanatismos que en la historia han sido: unos fanáticos utilizaron los potros y las hogueras, otros las escuadras pardas y los hornos crematorios; a los fanáticos de hoy les basta con la difusión masiva de la idea de que “no hay más remedio, es necesario el sufrimiento” para hacerse con el control de la ley democrática. Y desde la perversión de la ley sumergen a la sociedad en los océanos de la devastación social y ética y de la desesperanza.

Es muy difícil no pensar que todos los políticos son iguales y que a ninguno les importan los problemas de la gente normal y corriente. Pero la historia inglesa nos dice que eso no es así y nos lanza un mensaje de esperanza: si una vez hubo políticos honestos y comprometidos, que temblaban de indignación ante el sufrimiento de las personas y que buscaron remedios para las injusticias, eso quiere decir que esos políticos son posibles y que otra vez pueden surgir hombres y mujeres dignos cívicamente, decentes políticamente, que digan que sí hay alternativa y que la democracia no es compatible con la voraz necesidad de los poderosos. Clement Attlee es uno de esos políticos ingleses que, con su ejemplo, nos ofrecen una esperanza.

Attlee fue un político consecuente que garantizó a los más pobres “una vida que mereciera la pena vivirse y un gobierno a su servicio”, un socialista que luchó contra los totalitarismos de derecha y de izquierda. Siendo líder del Partido Laborista, fue viceprimer ministro del gobierno de concentración que presidió Churchill durante la II Guerra Mundial. Terminada la guerra, y contra todo pronóstico, ganó por mayoría absoluta las elecciones y durante seis años desplegó una política audaz destinada a mitigar el sufrimiento de sus compatriotas. Desarrolló el mítico “Informe Bedverige”, sustentado por la revolucionaria idea de que los servicios sociales no son un parche económico o una beneficencia pública sino un derecho de los ciudadanos y una obligación de los poderes públicos. Conjugó las grandes decisiones políticas —la nacionalización del Banco de Inglaterra y de las industrias del carbón o la electricidad, la instauración de la sanidad universal y las ayudas a parados, enfermos y jubilados— con la política de los pequeños gestos: Attlee garantizó que todos los niños ingleses, independientemente de su posición social, disfrutaran diariamente y gratis de leche y zumo de naranja. (Curiosamente, fue Margaret Thatcher la que pondría fin a la distribución gratuita de leche en las escuelas.) Tony Judt ha señalado que fueron el racionamiento y los subsidios impuestos por el gobierno laborista lo que permitieron que “las necesidades básicas de la vida estuvieran cubiertas para todos”. Attlee distribuyó la riqueza para que nadie se quedara descolgado de ese “nosotros” que era Inglaterra: fue eso lo que permitió que el país permaneciera moralmente unido en tiempos muy difíciles. Judt también ha dicho de Clement Attlee que “vivió y murió austeramente, cosechando una escasa ganancia material de una vida enteramente dedicada al servicio público”, y lo define como un hombre preciso, sobrio, moralmente serio, una especie de Vermeer de la política capaz de escribir con su ejemplo una ética de la responsabilidad pública. Porque una vez hubo hombres como Clement Attlee tenemos derecho a conservar la esperanza de que la enfermedad tatcheriana no podrá destruir nuestras sociedades.

(IDEAL, 9 de febrero de 2012)

viernes, 10 de febrero de 2012

MIRÉ LOS MUROS DE LA PATRIA MÍA





Miré los muros de la patria mía”...

No, no es nada. Es simplemente que a veces cuesta mucho. Cuesta mucho mantener las convicciones, las serenidades. Cuesta mucho decirse “esto es así, dura lex sed lex, los jueces son imparciales, en España ya no hay juicios políticos, la Inquisición o el franquismo quedaron atrás”. Cuesta mucho no pensar que las sentencias del Tribunal Supremo ya están escritas. Cuesta mucho no pensar que la justicia está al dictado de sus amos y que los poderosos se van siempre de rositas, aquí, en el país en el que se libera a los Camps y a los asesinos de Marta del Castillo y en el que se condena al juez que guste o no, y con todas sus contradicciones y egocentrismos a cuestas, encarnó para millones de españoles el sentido de la justicia cuando luchaba contra los terroristas y los narcos y los corruptos y los tiranos. Cuesta mucho poder pensar sin ira y reconstruir argumentos y razones. Y cuesta mucho no pensar que al final todos hacemos demagogia guerracivilista, que es lo nuestro, lo típicamente nuestro, lo que llevamos escrito en los genes, la vieja cantinela unamuniana de los hunos contra los otros, siempre con la quijada del asno en la mano.

Si un tiempo fuertes, ya desmoronados”...

Pero no, no es nada. Es sólo que a veces cuesta mucho. Cuesta mucho mantener la lealtad a un país que prepara con convencimiento de fanáticos una norma muy agresiva contra los trabajadores, a un país que va embalado hacia los seis millones de parados, a un país sin futuro para los jóvenes. Cuesta mucho no pensar que todas las instituciones están quebradas, la Corona corrupta, el parlamento secuestrado por los partidos, los tribunales que huelen a cadáver ya corrompido. Cuesta mucho superar la sensación de que el régimen de 1978 está podrido, de que sus cimientos se desmoronan. Cuesta mucho no pensar que tanto despropósito llega en el peor momento, cuando la sociedad española no puede tener esperanza, cuando el miedo y la desmoralización paralizan todos los ánimos de un país que no se encuentra, cuando la crisis económica puede transformarse en una crisis general de todo el sistema. Cuesta mucho no pensar que la única salida que le estamos dejando a nuestros hijos es marcharse, otra vez, como sus bisabuelos, por hambre o por miedo. Cuesta mucho. Sí. Cuesta mucho no pensar que todo esto es una mierda.

De la carrera de la edad cansados”...

Nada, no es nada. Y sí, tal vez tengamos que juntar las brasas de nuestras convicciones cívicas, para ver si es posible que prenda la antorcha del Presidente Azaña. Pero cuesta tanto, está tan empinada la mañana, y es tan dura la certeza de saber que lo peor llegará después, a la hora de comer, cuando salgan los ministros de su cubil, de su guarida de hienas.

Por quien caduca ya su valentía”...

Y no, no es nada. Es sólo que ocurre que me canso de ser español y no hallo cosa en que poner mis ojos que no sea recuerdo de... Pero... ¡silencio!

miércoles, 8 de febrero de 2012

ÁRBOLES





MANOS ABIERTAS.

¿Qué es una ciudad? Una ciudad son sus árboles. Lo que una ciudad es, cómo es una ciudad, es algo que se puede leer mejor que en ninguna otra cosa —mejor que en las iglesias y los palacios, mejor que en los rascacielos y las tradiciones, mejor que en las calles y las farolas— en sus árboles. Las ciudades abiertas, acogedoras, realmente hospitalarias, esas ciudades en las que nada más poner el pie sobre el asfalto uno se siente en casa, son ciudades cuajadas de árboles y llenas de parques; sin embargo, esas ciudades donde los árboles son una rareza o donde las calles se delimitan con arboluchos escuálidos y esmirriados, son ciudades que denotan un punto de hostilidad, un afán de autodestrucción: ¿qué puede esperarse de esas ciudades que no han sabido cuidar sus arboledas, que no las han mimado sabiendo que en ellas se guardan las sombras bajo las que tienen que jugar mañana los niños y descansar los ancianos? Ah, una ciudad sin árboles grandes, de ramas gigantescas y frondosas cuajadas de pájaros, es una ciudad que desconsuela al alma y la deja tan vacía y cruel como esas avenidas en las que se mezclan el sol de agosto, el ruido de los coches y el calor del alquitrán y en las que no se aventura la sombra de ningún árbol. Una ciudad sin árboles, es una ciudad que invita a huir, del mismo modo que una ciudad que en sus entradas te recibe regalándote la sombra de los viejos chopos, de los grandes álamos, es una ciudad que te está abriendo las manos, que te tira para adentro, que te arrastra hasta las plazas recoletas en las que aún musitan los cipreses o en las que los olmos piensan o en la que las avenidas se sombrean para que los niños paseen y los viejos jueguen, o al revés.

SUPERVIVIENTES.

Úbeda es una de esas ciudades que se han dedicado con saña a combatir los árboles y sus significados. Chopos, olmos, álamos... los grandes árboles que antaño enseñoreaban su imperio de sombra y pájaros sobre las plazas o en las calles principales, en los escasos parques, han ido cayendo lentamente, año tras año, progreso tras progreso —¿qué progreso es ese que para ser tiene que hacerse en contra de los árboles?—, derrumbados por el hacha y la estupidez de los vecinos y sus gobernantes. Por eso, encontrar hoy en Úbeda árboles de los que de verdad pueda predicarse tal condición no obedece a una virtud del espíritu ubetense sino a un descuido del mismo, a un olvido: que todavía sobreviva un viejo olmo en la calle Santo Domingo —sus compañeros fueron talados hace no muchos años, como manda la costumbre ubetense—, a espaldas del antiguo cuartel de la guardia civil, o que se levanten poderosos los cipreses del palacio del Deán Ortega compitiendo con la torre de El Salvador, o que en la Explanada la primavera sea recibida por las hojas plateadas del chopo grande, es, simplemente, un milagro y no dice nada a favor de los ubetenses. Con esos árboles ha ocurrido que ningún vecino decidió iniciar una cruzada contra sus ramas y sus sombras, contra el canto de los pájaros que anidan en ellos, por esos árboles no ha pasado la mirada del concejal de turno, y por eso todavía sobreviven. Lo que no podemos saber es por cuántos años ni para cuántas generaciones: porque en cualquier momento ese arraigado odio a los árboles que arrebata a la sociedad ubetense puede decretar su tala justificada por no sabemos qué motivos técnicos, que deben ser motivos desconocidos en esas ciudades civilizadas en las que se levantan árboles infinitamente más grandes, más antiguos, más poderosos y también más queridos y admirados por sus ciudadanos.

LOS PLÁTANOS DEL ARROYO.

Antonio Muñoz Molina ha calificado en reiteradas ocasiones a Úbeda como una ciudad “arboricida”. Creo que es el calificativo que mejor la retrata: más allá del “ciudad comercial”, el “ciudad monumental”, el “patrimonio de la Humanidad”, el “Ciudad de Semana Santa”, creo que Úbeda es una ciudad que aborrece los árboles. Una ciudad a la que los árboles le molestan y que apuesta, decidida y convencida, por árboles pequeños, que no estorben, que al final no digan nada. Úbeda, en lo que se refiere a los árboles, es como ese matrimonio cateto al que invitamos a cenar y que se presenta en nuestra puerta con un cartón de vino blanco de la marca de la patata: en cuestión de árboles, Úbeda apuesta por los de cartón de vino blanco, o sea, por árboles de baja personalidad, que crezcan poco, se sequen pronto y no den sombra ni cobijo a la pajarería.

Nuestros antepasados, que tenían entre sus virtudes la de la sinceridad, mostraban esta aversión a los árboles, al menos hasta el reinado de Felipe II, cortando los más grandes del término y arrastrándolos por los caminos con recuas de mulas hasta dejarlos en la Plaza del Mercado, a los pies de la iglesia de San Pablo, donde en medio de la algarabía general ardían por San Juan. Ese regocijo que provocaba en nuestros transabuelos el árbol gimiente bajo la hoguera, no ha desaparecido: si acaso se ha dulcificado, y ahora nos conformamos con talarlos, sin más, ahorrándoles el martirio de la hoguera. ¿Tratamos a nuestros árboles mejor que los ubetenses de hace tres, cuatro siglos? Nosotros nos pensamos que sí, pero no es cierto. Los dos grandes plátanos de sombra del Arroyo de Santa María —las dos grandes joyas arbóreas de la ciudad, que deberían gozar de un nivel de protección similar al de cualquier monumento de piedra, lo que en realidad, cierto es, tampoco garantiza nada— pueden hacernos creer que nos hemos vuelto civilizados y respetuosos: ¿cómo no vamos a serlo —se preguntará esa cohorte de ubetenses provincianos para los que lo de Úbeda es lo mejor del mundo siempre y en todo lugar— si tenemos dos árboles que ni en el Retiro de Madrid? Ay, pues no porque ya se ha dicho antes: sí, es cierto que esos dos plátanos de troncos inabarcables y ramas gigantescas serían, en cualquier otra ciudad, síntoma de un refinamiento moral, pero en Úbeda son dos supervivientes, dos milagros. Viendo el pie de esos árboles lleno de hojas rojas en el otoño, o sintiendo los cientos de pájaros que anidan en sus ramas en primavera, y escuchando el susurro de sus copas inmensas mecidas por la brisa cálida de agosto, no es posible dudar de la existencia de los milagros: tiene que haber un ser todopoderoso en algún lugar para que en Úbeda esos dos árboles no hayan sido ya talados.

(IDE@L ÚBEDA, Núm. 2, enero de 2012)

martes, 7 de febrero de 2012

ACTUALIDAD DE DICKENS





Un viernes de 1812, 7 de febrero como hoy, nacía en Portsmouth un niño que con durante un tiempo viviría con su familia en la cárcel en la que su padre cumplía condena; que con 12 años comenzó a trabajar en una fábrica de betún, en una inhumana jornada de 10 horas diarias; que siendo ya un escritor famoso vería como de su trabajo se beneficiaban lectores y editores sin que él percibiese lo que le correspondía. Hoy hace doscientos años que nació Charles Dickens, uno de los escritores más grandes de todos los tiempos, uno de esos novelistas magníficos del siglo XIX que suelen criticar los escritores que convierten sus novelas en fuego de artificio de imposible lectura y nulo contenido, pero a los que se vuelve siempre porque late en sus obras un universo inabarcable. A Dickens, además, urge volver nuevamente porque sus novelas recobran actualidad: en nuestro mundo vuelven a estar enseñoreadas la hipocresía y la crueldad, el sufrimiento de los niños y el olvido de la justicia, como si la miseria de la era victoriana que Dickens apresó en sus novelas se hubiera escapado de sus páginas y se hubiera adueñado de todo lo que nos rodea.

Imposible no pensar hoy en Dickens, cuando desde Grecia nos llegan fotografías de los niños de sus novelas, resucitados en niños de carne y hueso, malnutridos. No sabemos si alguno de esos niños a los que la Unión Europea ha condenado a hacer cola en los comedores sociales será, dentro de treinta, cuarenta años, un escritor tan poderoso como Dickens, tan dotado para penetrar en el dolor del mundo, en la raíz de la injusticia.

viernes, 3 de febrero de 2012

SOCIALISTAS





Andan a la gresca los socialistas por la cosa del reparto de los pocos cargos que le van quedando para repartirse. Después de los batacazos electorales a los que los condujo el estado de ficción social y política en que Rodríguez Zapatero sumió al Partido Socialista, puede que hubiese quienes pensaron que el desastre era de tal magnitud, la pérdida de poder local, autonómico y nacional de tal calibre, y tan elevado el número de allegados al poder que se quedaban sin el maná regalado por la poltrona, que los socialistas españoles se operarían a corazón abierto, refundándose, repensándose, para superar esa política de estado gaseoso y evanescente que diseñó y llevó a cabo, entre ocurrencias, la marca ZP. Era legítimo que en ciertos sectores políticos y sociales de la izquierda se pensara que el PSOE iba a superar la etapa en que se había regido por los eslóganes, los clichés y el diseño vanguardista que ocultaban una pavorosa carencia de contenido político, para dar paso a una necesaria etapa en la que el discurso y las ideas pesaran y sirvieran para iniciar el proceso de (re)construcción de la izquierda a nivel europeo. Porque en última instancia se trata de eso: de que la socialdemocracia europea se ha quedado sin discurso ni ideas que oponer a la devastación propugnada por neoliberales y conservadores, y que frente al dogma fanático de Merkel solo es posible vislumbrar un profundo, un desolado páramo ideológico.

Y eso: que en lugar de abrirse en canal y darse la vuelta para que se quedara a la vista la carne socialdemócrata, ocultando la piel vacua y evanescente del zapaterismo, que en lugar de pensar en clave europea e internacional —porque la socialdemocracia, o sus ruinas, tienen que saber que contra la horda neoliberal y el sufrimiento que está causando no se puede luchar con las políticas de un solo país—, los socialistas españoles andan a la pelea sin ideas entre ellos. Los unos con Alfredo y los otros con Carmen. Menuda renovación, menuda transformación se vislumbra en el horizonte de los socialistas españoles...

A mi no me tiene sorprendido que el “debate” interno en el PSOE se haya resumido, otra vez, a esto: a un combate de esgrima entre cuatro ideas cosificadas y dos eslóganes de diseño. A mí, lo que me tiene sorprendido es que los socialistas, o al menos una parte considerable de ellos, parecen dispuestos a elegir como líder de una marca en declive, a una persona que no es militante de su partido. Pero lo más sorprendente no es ya que Carmen Chacón pueda ser secretaria general del PSOE sin ser militante del PSOE: lo que lo deja a uno patidifuso es que Carmen Chacón puede ser la secretaria general del PSOE siendo militante del PSC, que es un partido que primó (ahí están el Tripartito o el nuevo Estatuto de Cataluña) su delirio nacionalista sobre los intereses generales de los socialistas españoles. O que día sí día también postula la creación de un grupo parlamentario propio. O que si se lo pide el cuerpo, amagan con pedir en el Parlamento Europeo su segregación de los socialistas españoles, o algo así, que este tema me daba tanta risa que no pude terminar de leerlo. (Cierto es que ahora mismo, los chicos y las chicas del PSC, viendo que una de las suyas puede hacerse con el control del “partido hermano”, andan más templados y moderados.)

Carmen Chacón es la imagen viva del zapaterismo: una política de fuego de artificio, que se eleva sin peso pero con un bello diseño, que dentro del resplandeciente envoltorio no esconde más que aire. Un “proyecto” político para el que todo vale y para el que nada vale, según toque; para el que todo es cambiable y negociable y justificable, según caiga el dado. A mí me da igual quién gane el sábado en el congreso de Sevilla, pero si fuera socialista, estoy convencido de que votaría por Rubalcaba: por lo menos tiene carnet del partido que quiere dirigir.

(IDEAL, 2 de febrero de 2012)

jueves, 2 de febrero de 2012

¡¡¡SOCORRO, HA LLEGADO LA OLA!!!





Nuestras madres nos ponían el jersey de cuello vuelto, el pasamontañas y la bufanda, las manoplas, y camino de los jesuitas nos parábamos a patinar en las placas de hielo que se formaban en la puerta del molino de Lara. De los tejados colgaban como murciélagos transparentes los carámbanos picudos. A la vuelta del colegio, nos bajábamos a los corrales a tirar piedras a la alberca para romper los tres dedos de hielo que la noche había dejado, junto con la escarcha en los árboles. Llovía. Incluso si había sol, hacía frío. A veces, incluso, ¡oh milagro!, nevaba. Era, simplemente, enero. Era, sencillamente, febrero. Era, si más, el invierno.

Sin embargo, al oír ayer las noticias en la radio y la televisión daba la impresión de que lo que se avecina es el Apocalipsis, algo sólo un poco menor que una catástrofe nuclear: la ola de frío siberiano, la ola de frío polar, vientos gélidos, hielos y nieves, temperaturas tan aterradoramente frías que en algunos lugares podrían ser de hasta diez grados bajo cero o más, que esto viene de Siberia, nada menos que de Siberia. ¡¡¡Madre mía!!! ¡¡¡Diez grados bajo cero en Teruel o Huesca o Guadalajara!!! ¡¡¡Nieve en San Sebastián!!! ¡¡¡Lo nunca visto!!!

Luego, cuando en verano llegue la caloraza de casi cuarenta grados, nos hablaran de la ola de calor sahariano, de los vientos del desierto y de un sol directamente salido de las calderas del infierno. Y así, lo que antes eran inviernos y veranos de clima continental, que es un clima de extremos (eso me lo enseñó a mí en la EGB don Jenaro Sáez, y todavía no se me ha olvidado), ahora se ha convertido en una sucesión de olas catastróficas: la ola de Siberia, la ola del Sáhara. Pero yo cada vez estoy más convencido de que la única ola que tenemos encima del mapa es la de que somos más tontos que Abundio, que vendió el coche para comprar gasolina. Y de esa ola parece que no nos libra ni Dios.