En Guillena se buscan los restos de diecisiete mujeres —la mayoría jóvenes, algunas embarazadas— que no habían cometido más delito que ser esposas de militantes de organizaciones de izquierdas, y que por ello fueron ultrajadas, humilladas, asesinadas de manera especialmente cruel un día de octubre de 1936 y, algunas, violadas después de muertas. (Sus hijos y sus nietos, como la mayoría de los hijos y nietos de los miles de españoles que siguen amontonados en las fosas sin nombres y en las cunetas de las carreteras, no quieren más que rescatar los huesos de los suyos para poder darles un descanso decente, digno, para tener un lugar cierto al que llevarles flores y hablar bajo el sol de enero. Ese es su crimen. A Albino Calvo los falangistas le mataron a un hermano de cuatro meses en la cárcel y le asesinaron a su padre, en 1939: él tenía tres años. El martes decía que tiene guardadas las cenizas de su madre para poder enterrarla con su padre, si alguna vez lo encuentra. Ese es su crimen.) Mientras, el Tribunal Supremo sienta al juez Baltasar Garzón en el banquillo de los acusados por investigar los crímenes de la dictadura. La fiscalía no ve indicios de delito, pero los jueces siguen adelante con una denuncia presentada por distintas organizaciones de la ultraderecha, por los herederos ideológicos de los que cometieron los crímenes que por pura decencia cívica este país debería cerrar históricamente entregando los muertos a sus familiares. Esa restauración de la dignidad última de las víctimas de las dictaduras es algo que en mayor o menor grado han hecho todos los países que padecieron esos sistemas: Alemania, Argentina, Chile, incluso la Francia avergonzada de Vicky que no ha dudado en borrar todas las calles dedicadas a Petain y en ofrecer la condición moral de héroes a quienes murieron víctimas de la persecución fascista... Pero en España se da el caso de que el juez que hace años, con el intento de procesar al criminal Pinochet, inició una causa general en defensa de los derechos vulnerados por las tiranías, va a ser juzgado de unas acusaciones realizadas por los apologistas de los criminales. Como si viviésemos en una república bananera o un país donde el Estado de Derecho es una pura ficción, en el juicio de Garzón no faltan ni los observadores internacionales de asociaciones de defensa de los derechos humanos: estos observadores indican que una parte de la comunidad internacional no se fía del Tribunal Supremo español y considera que el juicio es un juicio político, sin garantías y con intencionalidad ideológica. Ante esto, es difícil sentirse español y no sentirse abochornado.
Historia y memoria son dos cosas distintas. La memoria es algo íntimo en lo que brilla el rescoldo del recuerdo, algo de lo que no se puede desclavar un dolor. La memoria no olvida. La historia, sin embargo, es vulnerable al paso de los años: pese a los bronces y los mármoles con que se adorna, la historia está hecha de levedades que siempre acaba borrando la muerte. Con esa certeza viven los “grandes hombres”, los “hombres históricos”: saben que cuando mueren todo su pasado es redimido, reescrito, inventado. Tatcher moribundea y nadie se acuerda del sufrimiento que causó a los niños y las familias más humildes de su país: se rescribe su biografía para que pase a la historia como una heroína de no sabemos qué. Al muerto Fraga se lo ha elevado a los altares de la democracia, pero nadie se acuerda de que no votó la Constitución ni de los obreros asesinados en Vitoria el Miércoles de Ceniza de 1976. La muerte borra la historia de quienes la llenaron de lágrimas, aunque la historia siga doliendo. Visto esto, supongo que Santiago Carrillo tiene que estar frito por morirse, para pasar a la historia como otro paladín de la libertad y para que la muerte borre la historia de la carnicería de Paracuellos.
(IDEAL, 27 de enero de 2012)