viernes, 27 de enero de 2012

LO QUE BORRA LA MUERTE





En Guillena se buscan los restos de diecisiete mujeres —la mayoría jóvenes, algunas embarazadas— que no habían cometido más delito que ser esposas de militantes de organizaciones de izquierdas, y que por ello fueron ultrajadas, humilladas, asesinadas de manera especialmente cruel un día de octubre de 1936 y, algunas, violadas después de muertas. (Sus hijos y sus nietos, como la mayoría de los hijos y nietos de los miles de españoles que siguen amontonados en las fosas sin nombres y en las cunetas de las carreteras, no quieren más que rescatar los huesos de los suyos para poder darles un descanso decente, digno, para tener un lugar cierto al que llevarles flores y hablar bajo el sol de enero. Ese es su crimen. A Albino Calvo los falangistas le mataron a un hermano de cuatro meses en la cárcel y le asesinaron a su padre, en 1939: él tenía tres años. El martes decía que tiene guardadas las cenizas de su madre para poder enterrarla con su padre, si alguna vez lo encuentra. Ese es su crimen.) Mientras, el Tribunal Supremo sienta al juez Baltasar Garzón en el banquillo de los acusados por investigar los crímenes de la dictadura. La fiscalía no ve indicios de delito, pero los jueces siguen adelante con una denuncia presentada por distintas organizaciones de la ultraderecha, por los herederos ideológicos de los que cometieron los crímenes que por pura decencia cívica este país debería cerrar históricamente entregando los muertos a sus familiares. Esa restauración de la dignidad última de las víctimas de las dictaduras es algo que en mayor o menor grado han hecho todos los países que padecieron esos sistemas: Alemania, Argentina, Chile, incluso la Francia avergonzada de Vicky que no ha dudado en borrar todas las calles dedicadas a Petain y en ofrecer la condición moral de héroes a quienes murieron víctimas de la persecución fascista... Pero en España se da el caso de que el juez que hace años, con el intento de procesar al criminal Pinochet, inició una causa general en defensa de los derechos vulnerados por las tiranías, va a ser juzgado de unas acusaciones realizadas por los apologistas de los criminales. Como si viviésemos en una república bananera o un país donde el Estado de Derecho es una pura ficción, en el juicio de Garzón no faltan ni los observadores internacionales de asociaciones de defensa de los derechos humanos: estos observadores indican que una parte de la comunidad internacional no se fía del Tribunal Supremo español y considera que el juicio es un juicio político, sin garantías y con intencionalidad ideológica. Ante esto, es difícil sentirse español y no sentirse abochornado.

Historia y memoria son dos cosas distintas. La memoria es algo íntimo en lo que brilla el rescoldo del recuerdo, algo de lo que no se puede desclavar un dolor. La memoria no olvida. La historia, sin embargo, es vulnerable al paso de los años: pese a los bronces y los mármoles con que se adorna, la historia está hecha de levedades que siempre acaba borrando la muerte. Con esa certeza viven los “grandes hombres”, los “hombres históricos”: saben que cuando mueren todo su pasado es redimido, reescrito, inventado. Tatcher moribundea y nadie se acuerda del sufrimiento que causó a los niños y las familias más humildes de su país: se rescribe su biografía para que pase a la historia como una heroína de no sabemos qué. Al muerto Fraga se lo ha elevado a los altares de la democracia, pero nadie se acuerda de que no votó la Constitución ni de los obreros asesinados en Vitoria el Miércoles de Ceniza de 1976. La muerte borra la historia de quienes la llenaron de lágrimas, aunque la historia siga doliendo. Visto esto, supongo que Santiago Carrillo tiene que estar frito por morirse, para pasar a la historia como otro paladín de la libertad y para que la muerte borre la historia de la carnicería de Paracuellos.

(IDEAL, 27 de enero de 2012)

jueves, 26 de enero de 2012

UNA QUEJA





Ea, todo el año soñando con diciembre y con enero, con febrero, con las nieves y los hielos, con las tardes de lluvia y las mañanas de niebla, con las horas de brasero, y llega este invierno que ni es invierno ni es na con sol, calorcico y ni una triste gota. Quiero mi invierno, exigo mi invierno. A ver, la hoja de reclamaciones de la naturaleza. Que tengo una queja.

viernes, 20 de enero de 2012

LECCIONES DEL BARCO HUNDIDO





Casi cien años después del hundimiento del mítico “Titanic”, otro barco vuelve a convertirse en la perfecta metáfora del mundo en que vivimos. El hundimiento del crucero “Costa Concordia” frente a la costa italiana ejemplifica la realidad nuestra de cada día: los poderosos, codiciosamente embargados por un prurito de invencibilidad y también de imbecibilidad, nos acercaron a las rocas de la catástrofe, y cuando el navío de nuestras vidas chocó contra ellas, los dueños del poder y del dinero abandonaron el barco dejándonos abandonados a nuestra suerte, tal y como ha hecho Francesco Schettino, el capitán que salió por patas del barco sin preocuparse por el rescate de los pasajeros e importándole una mierda que dentro quedasen atrapados incluso niños.

En realidad no sé de que nos escandalizamos con estas conductas. El próximo 15 de abril se cumplirán cien años del hundimiento del “Titanic”, que más allá del inmenso sufrimiento humano que generó, sigue siendo la narración más perfecta, más demoledora, de la falta de entrañas de los empresarios y los banqueros, de los políticos y de sus esbirros. Mientras en las dependencias de tercera clase del trasatlántico, cerradas a cal y canto mientras no se salvasen los de primera, se agolpaban decenas de personas humildes, desesperadas, con sus hijos en brazos, los poderosos intentaban en cubierta ponerse a salvo por todos los medios. El caso más sangrante es el Joseph Bruce Ismay, dueño del “Titanic” y presidente de la Marina Mercante Internacional y responsable directo de la magnitud de una catástrofe mucho menor si se hubieran dispuesto los botes salvavidas necesarios, un hombre que suponemos devotísimo y piadoso pero que no dudó en montarse en un bote salvavidas sin conmoverse ante los gritos de los niños pobres y las súplicas de las mujeres a los que su ineptitud había condenado a muerte. Pero la falta de sentimientos de los poderosos tuvo también otras manifestaciones patéticas, indignantes. Ahí esta el caso de Wallace H. Hartley, director de la banda del “Titanic”, que, evidentemente, murió con su uniforme puesto: a su familia, en lugar de indemnizarla por la pérdida, la naviera “White Star Line”, propietaria del barco, le cobró el coste del uniforme que sin él quererlo le sirvió de mortaja. Y los multimillonarios John B. Thayler y William Carter, de Filadelfia, insensibles al dolor de tantas y tantas familias rotas por el naufragio, no dudaron en exigir una indemnización de 5.000 dolares por el Renault 19 de 25 caballos de su propiedad que se había hundido en la bodega del “Titanic”.

Ya digo que el “Titanic” es la metáfora perfecta de nuestro mundo. Hundido el sistema, cuanto más abajo se esté en la escala social menores son las posibilidades de sobrevivir y de capear el temporal. ¿Quiénes se salvaron mayoritariamente aquella noche helada del 15 de abril de 1912? El 60% de los supervivientes pertenecían a la primera clase: de 322 pasajeros de esta clase, se salvaron 193. Ya en segunda clase, sólo se salvaron 118 pasajeros de los 283 que pertenecían a ella. Y de la tercera clase, murieron 531 personas de las 705 que viajaban encuadradas en ese sector. De primera clase se salvó el 60%, de la tercera clase murió el 75%: las damas arrebujadas de joyas y pieles no tuvieron empacho en dejar que perecieran en los fondos del barco decenas de niños humildes que viajaban con sus padres a las Américas en busca del mundo mejor que se les negaba en Europa. Casi el 65% de las víctimas del “Titanic” se contabilizaron entre aquellas pobres gentes que no pisaron los salones y camarotes de lujo, que no habían decidido la ruta ni habían recortado en equipamiento salvavidas. Quienes mayoritariamente viajaron el fondo del océano fueron los sin voz y los sin nombre. Más o menos como sigue pasando hoy, no nos creamos la milonga que nos cuentan los políticos.

En la cubierta del barco estamos solos. Los capitanes nos observan desde la orilla lamentándose no por nuestras vidas sino por lo que vale el acero desgarrado por la roca. La única esperanza que nos queda es que en medio de la tormenta se escape un rayo y los parta.

(IDEAL, 19 de enero de 2012)

jueves, 19 de enero de 2012

PRIORIDADES





Hace cuatro o cinco años, antes de que la crisis estallase en España con la fuerza devastadora con que lo ha hecho, el gobierno de Rodríguez Zapatero se permitía el lujo de darle lecciones nada menos que al gobierno alemán: mientras las cuentas públicas españolas presentaban superávit, el presupuesto alemán se encontraba en números rojos. Ninguna voz se alzó entonces en Berlín para postular la estabilidad presupuestaria como el mantra ineludible de la zona euro, y parecía sensato que Alemania tuviera cuentas deficitarias para hacer frente a los problemas que su economía presentaba.

Hoy, sin embargo, se nos dice que cueste lo cueste y al precio que sea, caiga quién caiga, España tiene que afrontar una política económica brutal que reduzca la deuda pública y busque la consecución del déficit cero. Pero esta política no afronta el problema real, el problema último de la economía y la sociedad española: el paro. ¿Es descabellada la deuda pública española? No, no lo es, y de hecho, el Estado español es uno de los menos endeudados de la zona euro en relación con el PIB nacional. Luego resultan incomprensibles las presiones que la deuda pública española está sufriendo en los últimos meses: sólo es posible justificarlas por el interés (interés ideológico) de los mercados de presionar a la casta política para que acometa un plan de recortes de derechos. Por lo que respecta al déficit público, la conclusión puede ser parecida. Es cierto que el déficit actual de las cuentas públicas es elevado, pero nuestro país ha demostrado que en situaciones económicas favorables sabe controlarlo, por lo que el estado actual del déficit sólo puede obedecer a la coyuntura. ¿Cómo no va a tener déficit un país que ha perdido millones de trabajadores, con lo que ello conlleva de rebaja sustancial de la recaudación tributaria, y que tiene que sostener, porque es decente y justo, a millones de parados y a sus familias, aunque sea de manera precaria? Entonces, ¿cuál es el problema central de la economía y de la sociedad española? El problema central son los más de cinco millones de personas que se encuentran en paro, los millones y millones de personas que padecen cotidianamente esa situación vital destructiva. Y siendo ese el gran problema del país, toda la política económica, desde mayo de 2010, se centra en reducir la deuda y el déficit.

Los planes económicos del Gobierno Rajoy, netamente inspirados por la ideología neoliberal, pueden reducir el déficit y adelgazar la deuda del Estado. Pero no van a acabar con el paro, y comienzan a crecer las voces que avisan de que el ajuste perverso que se practicará después de las elecciones andaluzas puede acrecentar la recesión que se barrunta en el horizonte. El ajuste no es una necesidad: es una opción. Y el ajuste, haciendo que cierren negocios y que se destruya empleo y recortando derechos de los ciudadanos, va a acrecentar el sufrimiento del conjunto de nuestra sociedad. Un país no puede vivir ni funcionar inmerso en esta ola de pesimismo casi absoluto que provocan las decisiones intencionadas de quienes optan por solucionar problemas secundarios, dando de lado al problema básico. Ni siquiera saber que España vuelve a encabezar el ranking mundial de trasplantes de órganos, ni pensar en tantos y tantos científicos como investigan en los precarios laboratorios españoles o en los profesionales que magistralmente desempeñan su trabajo, luchando contra el desánimo, en hospitales o colegios o tantas oficinas públicas, ni siquiera eso puede reducir el pesimismo que respiramos y que nos alimenta. Porque sabemos que todo eso, tan trabajosamente conseguido, todo ese ejemplo de superación cívica y de decencia social, va a ir deteriorándose a medida que se recorten las partidas que lo sostienen.

¿Qué es lo prioritario? Encontrar, para el conjunto de Europa, un argumentario que se oponga a la devastación practicada por los neoliberales.

(IDEAL, 12 de enero de 2012)

martes, 10 de enero de 2012

RETABLO DE NAVIDAD (y VI)





CAMINO DEL BUZÓN.

Lo mismo que el camino de vuelta a la escuela después de las vacaciones de Navidad, el 8 de enero, cuando nuestros flamantes juguetes se quedaban recogidos en el comedor, era el camino más triste que andábamos en todo el año, el camino que llevaba de nuestra casa a la cabeza de león del buzón de Correos era el camino más feliz que se podía recorrer. ¡Qué mañana aquella del cinco de enero! ¡Qué sensación tan plena de inminencia! ¡Qué presentimiento irresistible de felicidad!

Allí estábamos los cuatro hermanos en el portal de la casa, sobre las losas grandes piedra viva, esperando nuestro turno para que nuestra madre nos pusiera los abrigos y los gorros y las bufandas, apretando en la mano las cartas más importantes del año. Y luego, todos de la mano hasta la calle Trinidad, hasta el buzón, donde por orden, y con gesto serio y solemne, conscientes de todo lo que nos jugábamos, echábamos las cartas que por arte de absoluta magia, de una magia radical, le tenían que ser entregadas por los carteros a los Reyes Magos que esa misma tarde veríamos en la cabalgata.

IMAGINARIA.

Supongo que las primeras cabalgatas de Reyes Magos de Úbeda tuvieron que celebrarse siendo yo un niño de tres, cuatro o cinco años. El caso es que no guardo muchos recuerdos de aquellas cabalgatas, salvo de una en la que los Reyes Magos fueron acompañados por pajes vestidos con relucientes trajes rojos y montados en caballos —¿eran blancos aquellos caballos?— que yo no sé por qué siempre he pensado que eran de la Academia de la Guardia Civil. No tengo muchos más recuerdos de mis cabalgatas de la infancia remota, porque además, como era torpón de naturaleza, no gané nunca ningún premio por coger muchos caramelos, a diferencia de mis hermanos Juanito y José Miguel, que siempre llenaban una bolsa hasta los bordes...

Pero si recuerdo la imaginaria de esa noche, donde sin rechistar nos acostábamos bien temprano, porque «nadie sabe a qué hora van a venir los Reyes y si llegan y os ven despiertos, se van sin dejar los juguetes», nos decían nuestros padres. Juanito y yo dormíamos en la misma cama, y nada más acostarnos llegábamos a un acuerdo: dormir por turnos para, haciéndonos los disimulados cuando fuera necesario, poder ver a los Reyes Magos cuando se colasen por el balcón y dejasen los regalos en nuestros zapatos. El pacto era que uno dormía mientras el otro velaba, para luego cambiar las tornas, pero al final, los dos acabábamos fritos como chicharrones, completamente felices y confiados.

AMANECER DORADO.

El 6 de enero amanecía siempre antes que el sol, antes incluso que el canto de los gallos en los corrales: el 6 de enero amanecía cuando mi prima Maricarmen llamaba a la puerta, todavía de noche, y subía como un tropel por las escaleras mientras nosotros ya habíamos saltado de la cama y nos lanzábamos a ver qué habían traído los Reyes... ¡Ah, bendito amanecer del día de Reyes, que amontona papeles de regalo arrugados, lazos deshechos, chocolatinas, niños saltando sobre la cama de sus padres con camiones gigantescos llenos de animales de plástico, castillos de fantasmas, fuertes de vaqueros, circos de playmobil, barcos piratas, pelotas, baterías... y también alguna que otra lágrima y algún que otro berrinche cuando los Reyes se equivocaban y dejaban algo que no se correspondía a lo que habíamos pedido en la carta!

Estoy convencido de que los despertares más bellos que todos tenemos, grabados a fuego en el fondo de la memoria del corazón, son esos amaneceres del 6 de enero, precedidos por un runrún de pasos sospechosos en la oscuridad de la noche y por un duermevela desasosegado, interrumpido con alegre brusquedad por niños ansiosos de lanzarse a la búsqueda de su tesoro. El simple hecho de que hoy los falsos profetas de las nuevas (des)esperanzas postulen que el 6 de enero deje de ser fiesta, sacrificando así algo tan sumamente sagrado como es el derecho a soñar de los niños, indica cuán enfermo de codicia y estupidez está nuestro país.

SER COMO UN NIÑO.

Hay un día de mi trabajo que me gusta especialmente: porque me devuelve intacto al niño que fui, todas esas Navidades pasadas que conforman mi retablo personal de la Navidad, con su carga imprescindible de nostalgias y anhelos. Ese día es el 5 de enero, con su trajín de compañeros que preparan barbas y pelucas y coronas para los Santos Reyes, con el goteo de niños vestidos de pajes que acuden a la tarde a los patios renacentistas para esperar la llegada de los Reyes a los que acompañarán en la magna cabalgata, con las colas larguísimas y pacientes de niños que aprietan las manos de sus padres esperando que los Reyes los cojan en brazos para escuchar lo que quieren que dejen en sus zapatos, con el tránsito de carrozas y pasacalles y bandas de tambores y trompetas que conforman el séquito real... Este día, esta tarde de la Cabalgata de Reyes, reinventan las viejas Navidades de la infancia y devuelven a mi corazón una esperanza, una ilusión desvaída, que sólo es posible, en este trabajo, si se hace abstracción de todos los otros días del año, que son los días en los que no se trabaja para los niños, para la felicidad y la sonrisa de los niños, sino para los adultos y sus miserias.

HASTA SAN ANTÓN...

Y en lo alto del personal retablo de nuestras Navidades —con su carga de añoranzas infantiles y con esa satisfacción profesional del 5 de enero de cada año de la madurez—, el medallón dorado del viejo refrán popular: «hasta San Antón, Pascuas son». La memoria hilvana todos los viejos recuerdos y las vivencias nuevas, todas las piezas encajadas para dar forma a un espíritu de la Navidad y se descubre alargando, con plena legitimidad, hasta la noche del 16 de enero, víspera del día de San Antón, el sabor macizo de los mantecados y los mazapanes, los juegos y las lecturas con lo que trajeron los Reyes. Porque hasta San Antón, sigue siendo, de algún modo, Pascua de Navidad...

¿Cuándo acaba la Navidad, cuándo acaba nuestra Navidad? Cuando en las plazas arden las ramas de olivo y se cenan churros y chocolate. La Navidad no empieza cuando decretan las grandes superficies sino cuando cantan los Niños de San Ildefonso, y no termina cuando los comerciantes bombardean con las rebajas sino con los fuegos de San Antón.

(IDEAL, 8 de enero de 2012)

lunes, 9 de enero de 2012

RETABLO DE NAVIDAD (V)





VILLANCICOS.

Hago un repaso de los villancicos que don Jenaro nos enseñó en la escuela, con ese tesón de los buenos maestros que entonces eran jóvenes y todavía estaban cargados de ilusión, que se contraponían a aquellos vetustos maestros como don Florentín que todavía iban a clase con chaqueta y corbata. Don Jenaro era de aquellos maestros que se esforzaban no sólo para que aprendiésemos a leer y a contar sino también para que afinásemos un villancico que al final sólo cantaríamos en la intimidad del aula; y de mis meses de diciembre de 3º, 4º y 5º de EGB, me vienen a la memoria el «Campana sobre campana», el «Fun fun fun» y «El tamborilero». Y sin embargo, hay un lugar que no recuerdo y en el que tuve que aprender el villancico estrella para los niños de entonces, que no era otro que el que anunciaba la llegada de los Reyes Magos: «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé y Holanda, olé, Holanda ya se ve». Y luego, claro, venía el verso que nos volvía locos: «Cargaditos de juguetes, cargaditos de juguetes...».

Por lo general los villancicos, reconozcámoslo, suelen tener una letra abiertamente tonta y sin sentido: ¿qué invita a los peces del río a que beban y beban y vuelvan a beber por ver a Dios nacido? Pero de todas las letras surrealista, esa del olé y del Holanda bate todos los récord: no creo que exista nadie sobre la faz de la tierra que pueda dar una explicación plausible de lo que ese villancico significa. Y sin embargo, ya digo, era nuestro villancico favorito de cuando niños, el que a partir del día de Año Nuevo tarareábamos una y otra vez —solo el estribillo, es cierto, porque era lo único que nos sabíamos: «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos...»—, como si a fuerza de repetirlo pudiéramos recortarle horas a los días que restaban para la llegada de la madrugada mágica del 6 de enero... Y es que la Navidad va cumpliendo inexorable sus rituales: poner al Niño Jesús en el pesebre la noche de la Nochebuena, comerse las uvas entre risas y atragantamientos la noche de la Nochevieja... y esperar la noche de los Santos Reyes con un manojo de nervios, contando y descontando horas, repitiendo que «Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé y Holanda, olé, Holanda ya se ve. Cargaditos de juguetes, cargaditos de juguetes...».

LA ESTRELLA DE ORIENTE.

¡Qué inocentes éramos los niños de hace muchos años! Nos decían nuestros padres que en los días previos a la llegada de los Reyes Magos era posible ver en el cielo la Estrella de Oriente, y nosotros —como minúsculos astrónomos que corretean por el cosmos infinito— nos asomábamos cada noche a través de los cristales empañados por la escarcha para escudriñar el cielo oscuro y poderoso de enero, señalando con el dedo cualquier estrella que viésemos más luminosa que el resto y pensando que esa sí, que esa era la estrella que anunciaba que los Reyes Magos venían ya por los caminos de los olivares cargados con nuestros juguetes.

Donde sí teníamos una Estrella de Oriente era en el nacimiento. Hecha con cartón, recortada y cubierta con papel de plata, estaba puesta en el trozo de papel de seda azul que quedaba justo encima del portal de Belén, perpendicular a la cuna del Niño Dios. Nosotros, al montar el belén allá por las vísperas de la Lotería —esos días que de pronto se nos figuraban muy lejanos—, habíamos puesto mucho esmero en que ese fuese el sitio de la estrella, para que el camino que con serrín había trazado nuestro padre y que atravesaba todo el nacimiento como un río polvoriento, tuvieran un punto seguro de llegada, no fuera a ser que los Reyes Magos se perdieran y no llegarán a buen puerto la mañana del 6 de enero. Nuestros Reyes no iban montados en camellos sino en caballos —un caballo negro para el rey Melchor, uno pardo para el rey Gaspar, un caballo blanco para Baltasar—, y cada noche los movíamos un poquito por ese camino, acercándolos al lugar señalado por la estrella. No tenían pérdida: la estrella de papel de plata les decía donde pararían el 6 de enero, y nosotros buscábamos en el cielo otra estrella de luz y gases incandescentes que les dijese a los Reyes de verdad —a los de carne y hueso y espíritu volátil y misterioso, a los que venían cargados con nuestros juguetes y con los juguetes de todos los niños del mundo, pensábamos nosotros, sin saber que hay niños a los que toda la felicidad le está negada— donde estaba nuestra casa, dónde vivíamos nosotros, los que le habíamos escrito una carta contándoles lo que queríamos y que siempre llegaba, más o menos ajustado a nuestros deseos.

LA CARTA DE LOS REYES MAGOS.

¿De qué está hecha la carta de los Reyes Magos? ¿Es simple papel en el que se fija simple tinta? ¿Es un papel que viene de los árboles o nació en la fábrica de los sueños y llegaba a nuestras manos de niños de manera misteriosa e inesperada? Y esa tinta o ese carboncillo de lápiz con el que se escriben las cartas de los Magos de Oriente... ¿qué son? ¿Minerales cosificados o ilusiones vertidas en ríos diminutos de esperanza?

Las tardes de las vacaciones de Navidad, sobre todo a partir del Año Nuevo, no tenían más función —o no tenían función más importante— que pensar, repensar, escribir, rescribir, la carta que teníamos que dirigirle a los Reyes Magos y el sobre dentro del que iba metida.

(—Mamá... ¿dónde tenemos que mandar la carta?

—Pues al castillo de los Reyes, en Oriente...)

Escribir la carta de los Reyes Magos parece tarea fácil, pero debe serlo para los adultos, que somos como troncos sin esperanza, pero no para los niños. Porque los niños podíamos tener más o menos claro lo que queríamos pedirles y hasta pasadas unas horas de reflexión delante del papel blanco, podíamos entender que no se puede pedir todo lo que se desea sino sólo aquello que se anhela con una fuerza infinita. Pero luego venía la hora de la trampa, que era tan inevitable como los nervios de la espera y la responsabilidad de la escritura: ¿no nos habían dicho nuestros padres y nuestros abuelos que para que los Reyes te traigan algo tenías que portarte bueno?... ¿y quién no había cometido alguna trastada o se había enfadado durante la Navidad? ¿Y cómo solucionar ese problema en la carta, en la que teníamos que poner, invariablemente, que habíamos sido buenos para que los Reyes no pasaran de largo por nuestros zapatos? ¿Qué a ustedes, lectores, les parece fácil burlar a los Reyes? No, no lo es: costaba sangre, sudor y lágrimas eso de escribir «me he portado bueno» sabiendo que no era exactamente cierto. Así que había que transigir y cruzar los dedos mientras escribíamos, confiando en la infinita bondad de los Magos, «me he portado bueno... casi siempre».

(—Mamá... ¿qué tenemos que poner en el remite?

—Pues vuestro nombre y calle Don Juan número diecinueve de Úbeda, ¿qué vais a poner si no?...)

(IDEAL, 7 de enero de 2012)

viernes, 6 de enero de 2012

LA OFRENDA DE LOS REYES





De pronto, los tres Reyes Magos, que estaban alejados y como desterrados en un rincón de montañas de corteza y desiertos de serrín, comenzaron a andar y al amanecer del 6 de enero se han parado, conmovidos, delante del portal de Belén. Isaías lo había anunciado: «Caminarán las naciones hacia tu luz, y los reyes hacia el esplendor de tu amanecer». La estrella les indicaba el camino y al amanecer los Santos Reyes se han postrado ante la luz, ante la nueva luz que en una epifanía —resplandeciente como el oro fundido o como el hierro al rojo— se ha filtrado por los cortinajes de todas las oscuridades del mundo. Los Magos le ofrecen al Niño Dios una alegría, que es también un regalo para los zapatos vacíos de esperanza de cada uno de nosotros: los sabios de Oriente, en su estudio de las galaxias y los cometas, en su observación de las estrellas y los planetas, han descubierto que Chesterton llevaba razón cuando defendía que sólo podemos ser realmente alegres si creemos que hay cierta alegría eterna en la naturaleza de las cosas. Por eso, las ofrendas de los Reyes no son ofrendas pasajeras: nos regalan la revelación determinante de que hay un misterio de eternidades anidado en el corazón de la materia efímera.

El viaje de los Reyes Magos desde las esquinas de los nacimientos que hemos montado en nuestras casas y nuestros templos, es un viaje que colma las copas de la ilusión para que nunca —cuando los años avancen voraces sobre el calendario de nuestra vida— olvidemos que el sol del 6 de enero nos tocó con el dedo de la poesía, que es la magia verdadera, el rito de la felicidad. Si luego, en la edad adulta, no sabemos reconocernos como seres henchidos por el viento incandescente de la magia que los Santos Reyes pusieron en nuestros corazones niños, la culpa no puede ser de Melchor, Gaspar o Baltasar, sino de cada uno de nosotros. Según María Zambrano, «todo lo que es luz o acoge la luz puede caer en las tinieblas», y eso es lo que acaba sucediendo en nuestros corazones: que fueron adornados con el don de la luz, con la gracia de la esperanza feliz de un amanecer hecho a imagen y semejanza de la inocencia, pero que luego fueron cediendo trincheras y fortines a las divisiones acorazadas de la ambición, del egoísmo. ¿Cuál es nuestro pecado? Haber abrazado la tiniebla y haberle construido un campamento en nuestro corazón cuando estábamos llamados a ser testigos de una luminosidad que se nos regaló a cambio tan sólo de confiar en que era posible. Nuestro pecado es haber roto el sueño de nuestra niñez, pensar que no existen los Reyes Magos, renunciar a reconocer la inocencia allí donde habita. «¿Qué esperanza le queda a la inocencia cuando no se la reconoce», se preguntaba, desgarradoramente, Simone Weil. Se trata de eso: ¿qué esperanza le queda a un mundo, que ha sucumbido bajo el peso de la cantidad, si no reconoce la inocencia cuando la inocencia pasa cada día por delante de sus ojos?

Y sin embargo, los Reyes Magos son tozudos. No pueden ser de otra manera. Han venido de muy lejos, han atravesado desiertos y parajes agrestes donde sólo habitan las hienas y los buitres, han dormido al raso en los oasis, han navegado sobre sus camellos por mares hirvientes de arena: por eso, ellos, que han visto la inocencia, que han conocido la alegría y que han asumido sobre sus espaldas sin tiempo la obligación de repartirla cada año para que le de forma y sustento al espíritu, no pueden resignarse a que nos sintamos derrotados. Ellos saben que urge una restauración de la confianza en el futuro. Las palabras del cardenal Martini resumen ese cometido sobrenatural de los Reyes Magos: en un tiempo en el que crecen sin límite la frustración y la desesperación, tenemos que asumir, con los Santos Reyes, la misión de traer la esperanza y la alegría. Falta nos van a hacer.

(IDEAL, 5 de enero de 2012)

miércoles, 4 de enero de 2012

RETABLO DE NAVIDAD (IV)





ESPERANDO LA NEVADA.

Entre el Papa Noel de la Coca Cola y las historias victorianas, nos dibujaron una Navidad poblada de colores rojos y dorados, flores de Pascua y árboles de Navidad, bondades de cartón piedra y calles llenas de nieve. Y nosotros, que de niños nos creímos que la Navidad era así en todo el mundo, nos pasamos toda la infancia jugando el papel de Vladimir y Estragon: esperábamos ansiosamente el Godot de la nevada, pero la nieve —ahora sabemos que era de esperar: la nieve, en Jaén, es un milagro, porque si viene, la nieve lo hace por febrero— nunca llegó.

Se nublaba el cielo por la noche, y le preguntábamos mil veces a nuestros padres si hacía frío suficiente como para que nevara, y la respuesta invariable era que estaba lloviendo y que de nieve, nada de nada. Desde el 22 de diciembre hasta el 6 de enero, lo primero que hacíamos al levantarnos de la cama era pegar la cara a los cristales helados de las ventanas para comprobar, con decepción, que no había nevado y que el paisaje de nuestras Navidades no se parecería al de la «Canción de Navidad» de Dickens ni al de esos niños afortunados que vivían en los pueblecitos de Castilla o de Cantabria y que veíamos en los telediarios haciendo muñecos de nieve el 29 de diciembre o el 3 de enero.

Para mis hermanos y para mi, el hecho de que hubiera nevado nos habría convertido en millonarios de la nieve, en los grandes afortunados: otros niños habrían tenido que compartir la nieve de las calles y de los coches, pero nosotros, que vivíamos en una casa con patios y corrales inmensos, tendríamos a nuestra disposición carros y carros de nieve, sólo para nosotros, sin necesidad de disputar con nadie una bola. Y sin embargo, la nieve nunca llegó durante la Navidad, y cuando despertábamos el 8 de enero para volver al colegio, sentíamos la voz de ese muchacho burlón que como en la obra de Beckett nos decía: «pero mañana seguro que sí»... «Pero el año que viene seguro que sí». Y cuando llegaba «el año que viene» la historia de la Navidad sin nieve se volvía a repetir.

LOS ZANGALITRONES Y LOS PETARDOS.

Para quienes éramos niños tímidos y apocados, la tarde del día de los Inocentes se convertía en un suplicio: ahí estaban los niños y los adolescentes más aguerridos —las bandas de zangalitrones— con sus bolsillos llenos de petardos llenado las calles de ruido y haciéndonos pensar a los otros niños que nos podíamos quemar. (Mi hermano Juanito era de esos que se gastaban en «los carrillos» unos cuantos duros en petardos, y que armado con un rollo de cinta adhesiva los pegaba a los porteros automáticos de los pisos, llamaba y encendía la mecha para que cuando el infeliz de turno contestaba «¿Quién es?» el petardo respondiera con su vozarrón de trueno «¡¡¡¡¡¡SOY YO!!!!!!», entre las carcajadas de los petardistas que, veloces como las balas, corrían ya en busca del siguiente objetivo.)

Qué ironía. Cuando era niño sentía verdadero pavor por los petardos, y creo que nunca he llegado a encender uno —«petardísticamente» hablando, sigo virgen—, y ahora hecho de menos el runrún en las calles de los tontos del petardo. Había petardos y molestaban y asustaban, es cierto: pero es porque había niños en las calles, los mismos niños que se habían comido los mantecados un rato antes como si fueran un manjar real. Difícilmente pueden explotar petardos los niños que aguantan una hora de frío y cola para montarse en un tren publicitario o que no salen de su casa porque los ojos se le han pegado a la videoconsola. Y además, «los carrillos» desaparecieron cuando las obras aquellas de devastación que convirtieron la Plaza Vieja en un parking y un erial.

DISFRACES.

Verdaderamente no lo sé porque nunca se lo he preguntado a mis padres o mis tíos o mis abuelos o mis primos mayores: ¿es que antes de que nos refinásemos y celebrásemos cotillones de corbata y lentejuela, la gente se disfrazaba para celebrar la Nochevieja? La verdad es que no lo sé.

Y sin embargo, yo recuerdo una madrugada de Año Nuevo cuajada de disfraces.

Habíamos cenado y nos habíamos comido las uvas en casa de mi abuela Juana, con mis tíos y mis primos, y mi hermano Juanito —una vez terminado su repertorio de tonterías que hacían que todos se partiesen de risa— y yo, decidimos, como cada año, quedarnos a dormir con mis tías y mi abuela, en aquel piso de suelo de madera y calefacción que todavía tenía portero. Debían ser las dos o las dos y pico de la madrugada del Año Nuevo cuando se fueron mis padres con mi hermano Jose Miguel y mis tíos, y cuando nos acostamos. Y debían ser las cinco o así de una mañana de frío grande cuando debajo de las ventanas de los dormitorios oímos el estruendo de un coro que cantaba pidiéndole a Juana, mi abuela, y Antonia, María y Guadalupe, mis tías, que echasen las llaves —no había portero automático porque había portero de carne y hueso, que a esas horas debería estar durmiendo, lógicamente— para poder abrir la puerta y subir. Mis tías, como era de esperar, se asustaron y no echaron las llaves hasta que no recocieron a los que se ocultaban bajos las máscaras y los trapos viejos: mis primos y mis primas mayores y sus novios y novias y amigos y amigas, que se habían juntado en la cochera de la casa de mi tío Pepe, se habían disfrazado y habían decidido echarse a las calles sin miedo al escarchazo que estaba cayendo a esas horas para personarse, como alguaciles mayores del 1 de enero, en casa de la abuela a comer borrachuelos y mantecados y a beber aguardiente.

Y allí estaban mis tías y mi abuela con sus batas y mi hermano y yo con nuestros ojos abiertos como platos, absolutamente felices, viendo a toda aquella tropa de disfrazados intentando bailar con mi abuela, aporreando panderetas y lustrando zambombas, cantando algo parecido a los villancicos, despanzurrados en sofás y sillones y comiendo borrachuelos como si no hubieran comido desde que los destetó su santa madre. De nada valía que mi prudente tía Antonia les pidiese un poco de silencio porque «hay qué ver los vecinos lo que van a decir»: era Nochevieja y tal vez porque entonces la inocencia de las fiestas no había sido violentada por la estupidez y el consumismo, la diversión estaba permitida. Aún al precio de despertar a una anciana de ochenta y tantos años, a dos mujeres solteras, a una monja y a dos niños que no cabían en si del gozo provocado por la sorpresa. Ese precio, ¿no era realmente poco si lo que se conseguía era llenar de magia las horas recién nacidas del Año Nuevo?

(IDEAL, 2 de enero de 2012)

martes, 3 de enero de 2012

RETABLO DE NAVIDAD (III)





LA CAJA DE MATA.

Ahora la Navidad se anuncia desde la festividad de Todos los Santos: para entonces, los supermercados encienden luces, lanzan ofertas de juguetes y de los más variopintos dulces navideños, sacan a pasear a los papanoeles de turno y nos bombardean con mil mensajes distintos que invitan a que gastemos mucho y pensemos poco. Cuando yo era niño, la Navidad no llegaba hasta bien mediado diciembre, un día en el que su trabajo como conductor de un camión lo llevaba a Alcaudete y regresaba, ya de madrugada, con una fantástica caja roja de cinco kilos de surtido Mata. Nosotros, en la cama, oíamos el trajín de mi madre para esconderlos mientras susurrábamos: «Ya han llegado los mantecados», deseando que llegase la hora de levantarse para ver si había suerte y caía alguno antes de la Nochebuena, lo que inevitablemente acababa sucediendo en un acto de supervivencia mental de mis padres: ¿qué criatura es capaz de soportar a cuatro chiquillos pidiendo mantecados?

La caja de Mata era todo un tesoro, de piezas contadas que teníamos que repartirnos «como buenos hermanos», nunca mejor dicho: peladillas, alfajores, hojaldrinas, almendras de turrón. Había mil dulces distintos —o la distancia del tiempo transcurrido hace que a mí me parezca que había tal variedad de cosas—, pero al final, todos queríamos los mismos mantecados: los de vainilla, limón y chocolate eran las joyas de la corona que había que pelear con verdadero tesón, aunque no le quedaban a la zaga unos mantecados que creo recordar se llamaban «angélicas», que yo no he probado desde hace más de veinte años y que todavía sigo recordando con un sabor a verdadera gloria. ¿Qué extraño, no? Un grupo de niños discutiendo y repartiéndose los mantecados, para que todos pudieran probar los que le gustaban: ahora que nos hemos acostumbrado al derroche y a que nuestros hijos lo tengan todo, lo necesiten o no, esa imagen de los mantecados de mis Navidades niñas —cuando la caja de Mata era un regalo maravilloso cuyo recuerdo me convierte la boca en agua—, levanta en mi interior la valoración de lo realmente importante, que es el pan nuestro de cada día, el mantecado nuestro de cada Navidad. No el pan de mañana, ni el de dentro de diez años, no la Navidad de noviembre ni la del año 2018: lo importante es lo de hoy, lo que llega en la fecha en que «toca», lo que se espera y se busca como ese tesoro que colma el corazón de felicidades y recuerdos. La caja de surtido Mata que mi madre escondía a penas por unas horas y que después de las comidas y las cenas, todos los días de Navidad, se convertía en un premio.

Hace muchos años de todo esto. Hace muchos años que no veo esas cajas espléndidas de surtido. ¿Siguen existiendo las cajas de surtido Mata? Y, más importante: ¿esas cajas siguen haciendo felices a los niños o los niños ya sólo se emocionan delante de un videojuego? (¿Qué sabor tendrán los mantecados de las videoconsolas?)

EL TIEMPO DE LA HOLGANZA.

Si tu padre tenía un olivarejo, cuando cumplías catorce o quince años, los días de Navidad se convertían en una tortura: había que darse un madrugón de aupa para ir a «la aceituna». Y las vacaciones se transformaban en un recuerdo de la escuela, que se figuraba como una especie de paraíso al lado de aquella escarcha de la mañana casi oscura y de las horas larguísimas adornadas de varas, mantones y espuertas. Pero antes de todo eso, en la pura niñez, la Navidad era un tiempo maravilloso para una holganza muy diferente a la del verano: si ésta se basaba en la alberca y los corrales empedrados y llenos de sol y la calle llena de niños, la holganza navideña se sustentaba en los juegos de mesa, en los programas especiales de la televisión —¿quién, de los que fue niño con «Barrio Sésamo», puede olvidar los capítulos en los que los Reyes Magos visitaban a Espinete?—, en los libros y los comics, en algún paseo por las calles para ir a visitar el «belén de Marta» o en los juguetes tirados en el suelo del comedor, cerca de la mesa camilla para aprovechar el calor. La de la Navidad era una holganza de brasero, cálida, maternal. La vagancia del verano es activa y nerviosa, llena de sol y calle; pero la vagancia de las vacaciones de Navidad era perezosa, lánguida, tranquila.

EL OLOR DE LA NAVIDAD.

La Navidad tiene su luz y su color, su sonido y sus sabores. Pero la Navidad, también tiene su olor. ¿A qué huele la Navidad? Sí, claro: nuestra Navidad —la Navidad de los niños de los años 80, la Navidad de los adolescentes de la década de 1990— olía a musgo y serrín, a frío azul en las mañanas llenas de sol, a escarcha. Y sin embargo, hay un olor sin forma ni perfil, difuso, un olor desorientado que se cuela aún por las rendijas de las puertas del corazón y que lo va inundando todo como una nube vaporosa de recuerdos: es el olor a comida de las mañanas de los días de Nochebuena y Nochevieja, de los días de Navidad y de Año Nuevo.

Era aquello que hemos dicho: la vagancia de estar recostados en la cama, paladeando la pereza de no tener que madrugar, posiblemente leyendo con la lamparita encendida, viendo como el sol se filtraba por las persianas de madera. Lejos, apagado por el silencio de la casa —las Navidades de entonces también tenían sus silencios—, se oía el trajín de nuestra madre en la cocina. Se había levantado antes que nadie, se había tomado furtivamente su café con leche y se había puesto a trabajar con sus perolas y sus cucharones, con sus sartenes y sus cazos, mezclando, como una hechicera de lo cotidiano, esos alimentos reservados para los días grandes con otros tan de andar por casa como la cebolla y el tomate o las almendras de las salsas, y poco a poco, su tarea iba tomando una forma concreta, que no era física sino más o menos espiritual: el olor. El olor de la comida, que navegaba por los pasillos y se colaba por las puertas cerradas y que llegaba hasta nuestros sentidos adormilados, acunándonos con no sé qué viento de eternidades: así debieron oler siempre las mañanas de los días grandes de la Navidad, ese olor a algo especial originado por el trajín amortiguado que llegaba de la cocina era el olor de la Navidad. Olor a horno y especias, a frito especial, a dulce recién cocido, olor a promesa de sabores íntimos y extraños, especiales por ocasionales.

¿Cómo huele la Navidad? La Navidad huele a las mañanas de fiesta de nuestros días niños.

(IDEAL, 31 de diciembre de 2011)

domingo, 1 de enero de 2012

PUERTA ABIERTA





Campanadas. Uvas. Cava. Sidra. Felicitaciones. Buenos deseos. Besos. Abrazos. Alguna lágrima. Muchas risas. Ya las galaxias imparables han abierto las puertas de 2012. El Año Nuevo se ha instalado ya entre nosotros. Y debajo de la escarcha del cielo alto y oscuro late una esperanza. Y se ha decretado una obligación: la de intentar ser felices. Merece la pena.