miércoles, 31 de agosto de 2011

DEMOCRACIAS A LA DERIVA





Lo peor de todo es que no hay capitanes para el barco, que el timón está roto y que se han perdido los mapas, las brújulas y cualquier instrumental que pudiera salvarnos del naufragio. Los dioses que empujan el temporal son tan fuertes, están tan convencidos de sus razones, carecen de piedad de forma tan radical, que frente a ellos parece imposible que podamos salvar las débiles balsas en que se han convertido nuestras democracias. Lo pensaba viendo en televisión una serie sobre un grupo de soldados norteamericanos e ingleses de la II Guerra Mundial, que se enfrentan en los campos de Francia y Bélgica a los últimos retales de los ejércitos hitlerianos. Qué pena el sacrificio, la muerte, el sufrimiento de aquellos millones de jóvenes que lucharon y murieron para que no fueran posibles nunca más los errores que hicieron posible el fascismo, qué pena las penurias de tantos millones de seres humanos que se vieron apresados por la miseria y la crisis económica y que se arrojaron a los brazos de los salvadores que prometían una redención eterna y el fin de todos los males, qué pena que hayamos olvidado todo eso y que hoy vuelvan a resurgir por toda Europa los mismos argumentos, los mismos miedos, las mismas proclamas que dieron lugar al infierno y el abismo.

Es cierto que esta nueva tiranía que fabrica cada día decenas de miles de parados sin protección, miles y miles de enfermos sin camas de hospital, millones de niños hacinados en una educación pública cada vez más precaria e inservible, es cierto que los guardianes de las nuevas esencias antidemocráticas que se esconden en el neoliberalismo no han tenido que recurrir, todavía, al cierre de los periódicos o la quema de libros o las escuadras de camisas pardas o azul mahón o al hacinamiento de quienes los denuncian en campos de concentración. Han sabido calcular, con precisión científica, la fuerza brutal del golpe asestado al Estado del Bienestar que surgió de la victoria de las democracias frente al fascismo y de su oposición a la tiranía comunista, para dejar noqueadas a las sociedades que, sedadas por la invisibilidad del enemigo, son incapaces de saber qué hacer: es muy difícil enfrentarse a un enemigo sin rostro ni forma que, como un tumor maligno, se apodera lentamente de todos los resortes sobre los que se sostenían el Estado democrático y la sociedad civil. Lo estamos viendo, por ejemplo, con el Tea Party de los Estados Unidos: lo que comienza como una anécdota folklórica, como un granito en el culo, rápidamente se convierte en un cáncer capaz de poner el país al borde del abismo. La complacencia con las formas antidemocráticas –como ahora los neoliberales, antes Lenin o Stalin o Franco también definieron a sus regímenes como democráticos– lo único que genera es el acrecentamiento de quienes las defienden: el sueño de la razón produce monstruos, lo advirtió Goya.

Puede que el monstruo esté comenzando a ser demasiado grande. Están tan crecidos que ya no se conforman con agitar la banderita patriótica de turno: como se creen dueños de una verdad absoluta someten a esa verdad la propia estabilidad del mundo mientras no dudan en imponer en las escuelas doctrinas tan peregrinas como la de que Dios creo el mundo en siete días. Ellos no tienen prisa porque saben que el tiempo y la crisis juegan a su favor, porque saben que sus filas engordarán en la misma medida en la que engorden el miedo, la desprotección y la ira de las personas. Sentimos su aliento en el cogote, pero como somos incapaces de verlos porque se han camuflado entre el paisaje y paisanaje de organismos aparentemente respetables, no encontramos una fórmula con la que frenarlos. Mucho me temo que llegará el día en que serán tan fuertes que no tendremos más remedio que adentrarnos, lenta y sumisamente, entre sus fauces.

(IDEAL, 18 de agosto de 2011)

martes, 30 de agosto de 2011

LA ERA DEL ABURRIMIENTO





Vale. Ya no tiene el Partido Popular que preocuparse por el adelanto de las elecciones, ya están adelantadas, ya puede dedicarse a cargar contra la protesta cívica de los indignados, ya puede rendir todos sus esfuerzos a recibir a Benedicto XVI. Ya tiene candidato el Partido Socialista, ya puede continuar con su cantinela de que no hay programa de la derecha, como si a estas alturas de la crisis todos los programas no fuesen el mismo, el que han diseñado los banqueros y las agencias de calificación, y como si los ciudadanos no nos supiésemos ya por adelantado y de memoria la promesas que van a comenzar a llover sobre nosotros. Vale, pues. Ya todo está listo para que en cuanto llegue septiembre los políticos se lancen voraces los unos contra los otros y todos contra nosotros, a cara de perro, con esa palabrería gorda que conforma la nauseabunda artillería electoral sobre todo en elecciones como éstas en las que los hunos y los otros saben que es mucho lo que se juegan, ellos, porque lo nuestro está ya todo jugado.

Es difícil cifrar esperanza alguna en lo que suceda después de las elecciones generalísimas del 20-N. La economía, los grandes números, las grandes firmas, los bancos, esos tal vez si lo hayan apostado todo a según quién gane, pero a los ciudadanos, sinceramente, nos da igual, porque lo que nos espera es una tiniebla profunda, densa, tan espesa como un chuletón de carne putrefacta. El brutal recorte de derechos básicos, fundamentales, que se está aplicando en Cataluña por parte de personas que se llaman democratacristianas es sólo un aviso: muchos de los derechos de los que todavía gozamos, muchos de los servicios que todavía se nos prestan, van a desaparecer después del 20 de noviembre, independientemente de quien gane porque las directrices de gobierno no se impondrán en Moncloa sino desde más lejos, desde más alto. Tal vez por esa negra perspectiva que la historia ha puesto delante de nosotros y delante de nuestros hijos los candidatos de los dos principales partidos políticos resultan tan aburridos y causan tanto sopor.

Cuando el país necesita un revulsivo moral que le diga que es posible superar el drama en el que día tras día viven millones de compatriotas, cuando lo que se necesita es un calambre cívico y político que estimule las ganas y las conciencias, cuando España necesita alguien capaz de unir todo lo desunido y alguien capaz de ilusionar todo lo desilusionado, cuando se necesita alguien capaz de ponernos en pie y decir que podemos, lo que nos ofrecen son dos momias travestidas de candidatos que en realidad parecen los gerentes casposos de un negocio de pompas fúnebres a punto de cerrar por falta de clientes, que es el colmo de la desgracia. Grises, oscuros, con cierto toque de perversión y de estupidez, Rajoy y Rubalcaba, las dos R con las que noviembre condenará nuestro futuro, lo único en lo que se diferencian es en el tipo de ataúdes que nos venden; Rajoy, chico de familia bien, formal, el típico bobo que quiere ser gracioso y que aburre hasta a las flores de plástico de los cementerios, registrador de la propiedad para más INRI, ha puesto en el escaparate sus ataúdes clásicos y elegantes, negros y con ribetes dorados y con un crucifijo gigantesco sobre la tapa; mientras Rubalcaba, el vendedor locuaz que se envenena si se muerde la lengua y que si escupe parte una baldosa, quiere mandarnos a la vida eterna de la miseria neoliberal, que es la vida que sigue al Estado del Bienestar, embalsamados dentro de ataúdes de colores, como si fuera así posible disfrazar el drama en el que nos han metido.

Tendremos que aprender a vivir en unas condiciones que cada día, cada año, se irán pareciendo más a las de las novelas de Dickens y Zola. Y, además, tendremos que aprender a vivir aburridos porque, como sentenció Lampedusa, también hay que saber aburrirse.

(IDEAL, 11 de agosto de 2011)

lunes, 29 de agosto de 2011

DE VUELTA Y SIN HOGAR





Vuelta de las vacaciones: la mesa llena de sobres sin abrir, de oficios por leer, de cartas que escribir, el correo electrónico saturado con cientos de mensajes que habrá que ir atendiendo en los próximos días. ¿Todo igual? En realidad no: estas semanas frente al mar he seguido con cierto distanciamiento el aluvión de noticias que traían los periódicos, y al final no he conseguido quitarme de encima un desasosiego, como si lo que hubiera cambiado fuese algo dentro de mi. Me fui convencido de que tenía un territorio en el que todavía podía habitar con mis ideas y mis creencias, pero vuelvo de la costa de Almería con la sensación de un exiliado, como si en muy pocos días se hubiera agrandado el abismo de la estupidez y el radicalismo y como si una barahúnda de imágenes de otros tiempos rondara el mañana para dejarnos sin hogar a quienes renunciamos a la etiqueta, al rebaño, a la horda y aspiramos a vivir en medio del error, renunciando voluntariamente a la pereza, instalados en el universo de las preguntas sin respuesta, en constante discusión con nuestra conciencia. Cuando, a comienzos de agosto, me fui a la playa, no me gustaba el país en el que vivía: ahora, simplemente, comienzo a tener miedo; temo que quienes seguimos creyendo en cosas básicas, muy concretas y que han mejorado a la humanidad mucho más que todas las grandes doctrinas juntas, vamos a ser señalados por las nuevas hordas de fanáticos que se agrupan a un lado y al otro de los mapas desgarrados.

Repaso con rapidez foros, mensajes, blogs y páginas webs no sé si para hacerme una idea de qué se ha cocido en mi mundo más cercano mientras yo estaba lejos o para encontrar un lugar habitable en los gestos y las palabras de personas a las que sigo teniendo por sensatas, y entre tantas y tantas palabras que destilan soberbia, orgullo, odio al que piensa de otro modo, estupidez o complacencia con la posesión de una verdad absoluta, sólo soy capaz de sentirme cómodo, sólo reconozco mi hogar ético e intelectual, sólo puedo calmar esta sensación de desterrado en el artículo que para un periódico alemán ha escrito Antonio Muñoz Molina, que en otra entrada de su blog ha señalado el miedo que le da “la gente que es algo muy visiblemente, con mucha unanimidad y en multitud”. Tal vez sea eso lo que me pasa: que me niego con todas mis fuerzas a ser creyente o socialdemócrata o indignado “muy visiblemente, con mucha unanimidad y en multitud”, porque me parece más hondo, más humano y más fecundo ser todo lo que soy con cierto pudor, manteniendo mis pluralidades interiores y sus contradicciones y en soledad.

viernes, 5 de agosto de 2011

ME LO HE PASADO BIEN





De todas las fotografías que llegan de Somalia y Kenia me quedo con una encontrada en ABC, en la que un niño de dos o tres años mira fijamente hacia nosotros. Tumbado sobre un revoltijo de telas naranjas y azules sus costillas resaltan escandalosamente bajo la debilísima piel que el hambre ha dejado en su cuerpo, tres manchas blanquecinas resaltan como una conjunción de lunas fatales en su frente ancha, su boca quiere esbozar una sonrisa imposible, como si intuyese que en algún lugar puede conmover una conciencia, porque él no sabe que nuestras conciencias están ya podridas y que somos capaces de tolerar que las bandas criminales de los islamistas o los ejércitos sin alma de los generales bloqueen el reparto de alimentos e impidan que él tenga agua y pan. Pero son sus ojos, sus gigantescos ojos negros, los que se clavan sin misericordia dentro de nosotros y nos envían un mensaje desde no sabemos qué profundidades del dolor, los que brillan sin que sepamos si el brillo es por falta de lágrimas, por hambre o por una tozuda esperanza de ocupar un lugar en el mundo de los vivos. Son ojos que quieren vivir, con una rabia animal de vivir por vivir una vida condenada al sufrimiento, una vida sin felicidades.

Qué diferente la vida de este niño somalí a la vida de mi hijo Manuel.

Cuando volvemos de la piscina, cuando juega con sus amigas o con su moto o cuando jugamos juntos a las procesiones, cuando caza hormigas a manotazos, cuando ve las palomas de Pepe Navarrete o canta una tras otra todas las canciones que se sabe mientras nosotros lo miramos derretidos, él se acerca a nosotros y nos dice «papá, mamá, me lo he pasado bien». «Me lo he pasado bien»: esas cinco palabras te reconcilian contigo mismo, con el mundo, justifican los madrugones y un trabajo ingrato, le dan sentido a una vida. Hacer que los hijos se lo pasen bien en la vida, que sean felices es, posiblemente, la gran tarea vital que nos imponemos los padres, con nuestro afán de evitar que sufran y les hagan daño, que estén enfermos, que tengan hambre, que lloren.

Pero ese niño de la fotografía que ha volado hasta los periódicos desde los resecos campos del Cuerno de África que han creado la ceguera y la sordera de Dios, desde los campamentos donde los matones de Alá imponen una violencia que no entiende las lágrimas ni los gemidos de los niños hambrientos, ese niño, digo, nunca podrá decir «me lo he pasado bien». No tiene ropa ni comida ni agua, no conoce el sabor de la leche caliente con cacao, puede que nunca haya jugado porque no se juega mientras se huye de los soldados y de la sequía, no hay paños de agua fría para calmar su fiebre, no tiene juguetes, tal vez ha presenciado como violaban o golpeaban a su madre y hasta puede que haya sobrevivido porque algún hermano suyo se ha quedado abandonado y muerto en los caminos que conducen de una miseria a otra, a merced de los buitres y las hienas: tan pequeño y ya ha padecido sufrimientos que superan los de todos nosotros. No, este niño no podrá decir nunca «me lo he pasado bien» porque su vida no le importa a nadie, o no le importa a nadie de los que podemos salvarlo, de los que podemos decir rebelarnos contra un mundo capaz de alimentar a todos los seres humanos y que sin embargo deja morir de hambre a cientos de miles de niños. Los adultos me importan ya una mierda, al diablo con todos nosotros que seguimos adorando al Dios de las hambrunas y las sequías y seguimos comerciando con armas y miserias; pero los niños sí me importan: esos ojos negrísimos, abismales, son la mayor acusación que puede lanzarse contra nuestra cobardía y contra nuestras componendas. Los niños son lo único sagrado, más importantes que los dioses y las constituciones, que las instituciones y las fronteras, lo único por lo que sigue siendo necesario un puñetazo encima de los mapas y de la historia, porque no hay crimen mayor que privar a los niños de su derecho a decir «me lo he pasado bien».

(IDEAL, 4 de agosto de 2011)

lunes, 1 de agosto de 2011

LECCIONES DE PALOMARES





Supongo que el verano reúne todas las condiciones para que se desaten los miedos o las pasiones, para que los crímenes copen las portadas de los periódicos. Hace unos días, nos llegaba la noticia de que José Antonio Zamora había matado a tres personas en Cuevas de Almanzora, en Almería. Hoy, me topo en EL PAÍS con un reportaje brutal sobre el calvario que esta persona tuvo que pasar antes de cometer ese crimen: “Solo quería quedar en paz y acabar con los protagonistas de su larga pesadilla.”

“Su larga pesadilla”: José Antonio Zamora era un currante que trataba de sobrevivir a la crisis, estaba casado y tenía una niña; en 2008, los asesinados y su familia le robaron material de obra y cuando los denunció ante la Guardia Civil no dejaron de amenazarlo, de robarle en su casa y propiciar encontronazos con él para amedrentarlo; cuatro días antes del crimen le dieron una paliza en una gasolinera y unas horas antes, volvieron a apalearlo brutalmente y le dijeron que si no retiraba las denuncias previas irían a por su mujer y a por su hija. Esas son las circunstancias en las que se produce el crimen, ya cada cual puede dictar su veredicto.

Lo que ocurre es que antes hay que saber quiénes son los que realmente tienen que ser juzgados. Si algún día, por uno de esos lamentables espectáculos a que nos tiene acostumbrados la “justicia” española, José Antonio Zamora es declarado culpable y encarcelado por estas muertes, está claro que previamente tendrán que haberse sentado en el banquillo desde luego toda esa escoria que hace del matonismo su forma de vida y que cuenta con la complicidad de la ley y de las autoridades, desde luego las fuerzas de orden público y los jueces que no supieron garantizar la seguridad y los derechos básicos de este ciudadano y de su familia y que ahora han dado lugar a que esos familiares hayan tenido que abandonar el pueblo para no ser víctimas de las iras y las amenazas que abiertamente, impunemente una vez más, han proferido los matones mientras enterraban a sus cómplices.

Lo sé, sé que es fácil recurrir al adjetivo de “racista” cuando se leen estas cosas, pero en realidad quienes lo hacen se ponen una venda en los ojos y lo que hacen es brindar excusas y oportunidades a quienes lo que quieren es imponer una ley de la selva que machaque la ley democrática. No creo que José Antonio Zamora fuera racista, ni creo que el miedo que ha tenido que soportar durante años y la certeza de que su mujer y su hija podrían ser víctimas de los criminales que le hicieron la vida imposible no nos hubiera empujado a cualquiera de nosotros a cometer una barbaridad. No justifico su acto, que es injustificable, pero entiendo las razones de su alma aterrorizada. No soy racista, pero tengo claro que por cobardía a ser tachado como tal no se pueden seguir escondiendo los problemas que para la convivencia pacífica, cívica, plantean determinados colectivos, determinadas minorías étnicas que se han aprendido muy bien la manera de calificar como racistas a quienes cuestionan su modo de vida basado en sangrar los servicios sociales, imponer una política del miedo e implantar la ley del embudo.

Desde luego el caso de Cuevas de Almanzora tiene que hacernos reflexionar a todos, pero sobre todo a quienes tienen responsabilidades políticas, policiales y judiciales a cualquier nivel: cuando la democracia, acogotada por lo políticamente correcto, consiente la violación continuada de los derechos de los ciudadanos y da por bueno por el hacer de los matones, la democracia falla como sistema. Cuando la ley no protege a los decentes, es la ley la que los adentra en la norma de la selva. Cuando la ley le exige a los ciudadanos decentes un plus de heroísmo y un tener que soportar amenazas incluso contra sus hijos o sus esposas, la ley es un cadáver que no sostiene valores de ningún tipo. En Úbeda también hemos visto como un clan de matones impone sus ley e impunemente, a los ojos de todos, le roba sus pagas a los niños, ocupa casas, amenaza negocios y familias y lo hace sabiendo que la ley y la autoridad existen pero poco y que quienes alcen la voz contra sus desmanes serán acusados de racistas.

Lo decía con otras palabras en mi última entrada: los responsables directos del auge de la extrema derecha son las autoridades públicas que empujan a los ciudadanos al remolino del miedo: el miedo a perder el trabajo o la casa, el miedo a no poder pagar la luz, el miedo a los emigrantes, el miedo a que alguien pueda golpearte y amenazar a tu familia durante años sin que le ocurra nada. Si la democracia deja a miles de ciudadanos a la intemperie, y José Antonio Zamora lo estaba en mitad de la tormenta, no podemos extrañarnos luego de que cada vez más personas se refugien bajo el paraguas de los nuevos fascismos.

Más allá de tanta palabra, lo único que quería era ponerme en la piel de una persona normal que de pronto ve como toda su vida y la vida de las personas que más quiere se rompe y se desgarra, salta a las páginas de los periódicos y es puesta en venta por los matones que rompieron su tranquilidad, sus sueños, sus esperanzas, sus temores. Pienso en mi hijo y en mi mujer y sé que en el fondo de cada uno de nosotros anida un atisbo de piedad y de compasión para con el calvario de José Antonio Zamora. Ojalá que el Defensor del Pueblo, tan raudo en solidarizarse con las familias de los muertos por Zamora, hubiera pedido antes protección para quienes tienen que soportar y padecer los efectos del matonismo, porque tal vez así se hubieran podido evitar estas muertes y el exilio forzado, el terror de la familia de Zamora.