jueves, 30 de junio de 2011

EL ESCAÑO 110





En Guantánamo utilizaron la música de AC/DC, Britney Spears, Marilyn Manson, Metallica o Christina Aguilera como método de tortura de los presos allí secuestrados. Tanto podía haber utilizado esa moderna inquisición las grabaciones del debate del estado de la región andaluza. Tan tediosos resultan. Tan insoportables. Imposible seguir el que, parece, celebran ahora en Sevilla. Y sin embargo, por la radio me llega la noticia de que quieren crear en el Parlamento de Andalucía el «escaño 110». No debemos temer nada: no se trata de prebendar a un allegado más. Se trata, dicen, de crear un escaño que ocasionalmente puedan ocupar ciudadanos corrientes y molientes para que llegue a la pomposa institución la voz de la calle. Y yo me pregunto, ¿si para que la voz de la calle llegue al parlamento es necesario crear el «escaño 110», para que sirven los otros 109 escaños?

miércoles, 29 de junio de 2011

EL DEBATE





La siesta. Al despertarme, en la penumbra del dormitorio, confundí el runrún de la radio encendida a bajo volumen con el cantar lejano de las chicharras. Por un momento pensé que estaba dormitando en algún lugar del campo. Cuando me di cuenta de que el ruido era, en realidad, el grueso cruce de palabrería de dos políticos de cuyo nombre no quiero acordarme, pensé en las hormigas que en ese momento debían estar trabajando en tantas tiendas y tantos tajos de España, pese al calor infernal. Me di la vuelta y seguí durmiendo.

domingo, 26 de junio de 2011

DESAHUCIO





Cuántas pequeñas cosas componen una vida y qué fácilmente se apilan en cajas, silenciosas, poseedoras cada una de una confidencia, de un secreto íntimo, de un recuerdo que revive y quema en el cerebro cuando se pasa la mano por encima de ellas. No hay vida sin memoria ni memoria sin los objetos con los que la vida fue tejiendo su red de alegrías, de frustraciones o de esperanzas, la madeja de lo cotidiano que nos apresa y que sólo muestra y hace relucir su importancia definitiva, a la manera de una vajilla lujosa que se guarda en los sótanos de un palacio para las grandes cenas oficiales, cuando toda la tupida vegetación que conforma la vida ha sido arrasada, en una mañana inesperada, cuando los troncos sobre los que se levantaban las copas intrascendentes de los árboles del día a día son segados por lo inesperado, por la crueldad huera de la ley y por la dinámica sorda de la ambición o el egoísmo.

Lo pensaba todo esa última noche, mascando lágrimas en lo alto del paladar, a oscuras en lo que fue el salón de una casa que mañana ya no sería suya y por la que se amontonaban cajas con libros, discos, los álbumes de las fotos de su noviazgo y de su boda y de sus hijos, los cuadernos con las primeras letras y los primeros dibujos de los niños, sus ropas minúsculas, como de juguete, de cuando eran tan pequeños, lámparas y toallas, los adornos de los muebles que por tan vistos habían llegado a cansarlo y que al ir envolviendo en viejos periódicos sintió ganas de acariciar y besar, como viejos amigos que siempre habían estado a su lado y que ahora tenía que despedir. Sentía una especie de vergüenza muy profunda que lo desgarraba por dentro: no haber podido evitar que su mujer y sus hijos sufrieran el oprobio de verse en la calle, mirados por los vecinos que cuchichearían mientras bajaran las escaleras cargando cada uno un paquete, con sólo lo necesario, lo imprescindible para seguir viviendo no sabían cómo ni dónde y para no perder el sentido de que un día creyeron que tenían derechos, que eran ciudadanos de un mundo en el que era posible aspirar a tener una vivienda, en fin, no sabía cuanta rabia se acumulaba en su cabeza, era incapaz de contabilizarla, de pensarla, de calmarla. Le costaba tanto como levantarse y asomarse a la puerta de su dormitorio, y mirar al colchón echado en el suelo sobre el que descansaban, vestidos, su mujer y sus dos hijos, ella todavía joven y guapa y deseable, aunque hiciera tantos meses en que no se rozaban siquiera, zozobrado el deseo en la angustia del laberinto de bancos y juzgados, tan insensibles al sufrimiento, tan ajenos a la piedad, sintiendo sus vidas a la deriva y abandonadas, sin nadie a quien recurrir, ellos aún muy pequeños, con sus cuerpos todavía esponjosos y húmedos como el pan recién hecho y oliendo a mañana de abril, ajenos a la desgracia que se cernía sobre sus vidas, sin saber que a partir de mañana serían en el patio del colegio los niños que no tienen casa, los que han visto como sus juguetes eran metidos en un camión anónimo como si no significaran nada, los que duermen en un coche y se lavan los dientes en la fuente del parque donde las otras madres llevan a sus hijos a que aún ensayen la inconsistente felicidad de los columpios.

Ellos sí dormían, porque no entendían lo extraordinario de esa noche oscura, pero él sabía, al verla respirar así como con urgencia, que estaba despierta, tal vez llorando con los ojos cerrados, apretando los dos cuerpos que tanto querían y por los que no sabían, él tampoco, si mañana serían capaces de aguantar los puños y no dejarlos estampados en la cara del secretario judicial y del policía que venían, como heraldos del banco que sumaba su casa a la cuenta de beneficios, a dejarlos en la puerta de la calle, envueltos en una manta, con un biberón de leche tibia que ni siquiera el sol de junio podría evitar que estuviese fría, muerta, cuajada, a eso del mediodía.

(IDEAL, 23 de junio de 2011)

viernes, 24 de junio de 2011

SAN JUAN Y LA FELICIDAD




Cómo me lavan el alma los recuerdos de este día. Qué grande el 24 de junio en el fondo de mi corazón, cómo me ensancha, me estira, cómo me acrecienta y me descubre lo fácil que es ser feliz cuando se posee lo básico para la felicidad: el gallo del amanecer y los vencejos de la mañana, una alberca de piedra y de cal que se llena con agua del pozo, un corral regado cada tarde, un puñado de libros de la Biblioteca Pública, un árbol que te acoja y te cobije, la certeza de no tener prisa, la pereza, la risa, la sandía y el melón, las dos horas de la digestión antes de poder bañarte, la siesta, el silencio, los murciélagos del atardecer y los grillos de la noche, las vecinas sentadas en la puerta y los niños jugando en la calle, los domingos en El Sotillo buscando ranas en la acequia de esa fuente de tres caños de agua fría o jugando con la perra de caza que tenía Miguel Lope o imaginando historias de caballeros detrás de las almenas de ese palacio perdido entre olivares... San Juan, siempre, al fondo del pasillo de la felicidad.

martes, 21 de junio de 2011

21 DE JUNIO





Se equivocan todos aquellos que, sensatamente, odian el verano y piensan que un día como hoy, 21 de junio, cuando comienzan oficialmente los tan temidos días de calor, sudor e infinito cansancio y malaleche, es un día cualquiera. No, no es cierto: hoy queda un día menos para que llegue el 21 de septiembre, un día menos para que llegue el 21 de diciembre. Aunque hoy tengamos el ánimo encogido ante la perspectiva de lo que se nos viene encima, no podemos resignarnos: hoy empieza a terminar el verano. Un día como éste, es siempre un día menos.

Mientras tanto, a rezarle al bendito invierno, a ver si se obra algún milagro milagrosísimo y una ola de frío polar nos visita mediado julio: «Padre Invierno que estás en el frío, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu escarcha y háganse tus hielos así en la tierra como en el cielo; danos hoy la lluvia nuestra de cada día; perdona nuestros veranos así como nosotros perdonamos a los que los adoran; no nos dejes caer en el calor y líbranos de agosto, amén.»

domingo, 19 de junio de 2011

COSAS ADMIRABLES





Supongo haberme consumido en un trabajo mal valorado y mal pagado, que cualquiera podría desempeñar y cuya desaparición nadie notaría, me ha hecho valorar mucho a aquellos que hacen un trabajo “con contenido”. No sólo a los que trabajan con las manos, que me causan verdadera admiración: ser capaces de arreglar una televisión, de hacer un mueble, de poner una hilera de ladrillos o de realizar una instalación eléctrica, poder elaborar con los ingredientes más sencillos la comida más sabrosa, ser capaz de abrir un cuerpo humano y cortar y coser y sanarlo, cosas todas ellas para mí verdaderamente misteriosas y admirables. No sólo esos oficios me causan admiración, como digo: también los que navegan por los misterios de los ordenadores, los jueces que escriben sentencias que demuestran su amor por la ley y por el derecho, su conocimiento, sus muchos años de estudio, los maestros que enseñan a los niños a leer y escribir, el novelista que es capaz de ir dando forma a los personajes y el ambiente de un libro que nos transporta a otros mundos, el músico que transforma en música el apretado conjunto de garabatos que es una partitura.

viernes, 17 de junio de 2011

EL HOMBRE QUE VEÍA PASAR LOS TRENES





Cada tarde, después de tomarse el café con mucha espuma que tanto le gustaba, se marchaba a la estación de tren, y se sentaba allí, a la sombra de las marquesinas de hierro de los andenes, esperando no sabía qué, tal vez que se abriera una puerta que le permitiera escapar, acaso una bocanada de aire nuevo que le ventilase ese espíritu suyo que se había ido cosificando en las preocupaciones de cada día, en una sorda amargura que le corroía el interior y le mordía las entrañas con la misma falta de piedad con la que una manada de lobos despedazaría a un cordero herido. En medio del trajín de la estación descansaba un rato, dejaba que su cabeza volara, se olvidaba de los fantasmas que lo habitaban y soñaba con que de uno de esos trenes se bajara una mujer en blanco y negro, resuelta y de una belleza lánguida, como la Lauren Bacall o la Ingrid Bergman de las películas que tanto le gustaban, y que fuera a buscarlo para regalarle una mirada, tal vez un beso fugitivo, acaso una invitación a subir al vagón de cola, desde el que divisar paisajes nuevos, horizontes sucedidos en el recuadro de la ventanilla con la velocidad de lo que siempre es nunca. Llegaban puntuales los trenes por el este, como lentas orugas gigantes que arrastran un cargamento de polen robado en el último minuto de vida de una flor, pero nunca traían lo que él esperaba. Nunca llegaban con otros futuros que no fueran los futuros imposibles, su cargamento era siempre una suma de palabras negadas y de sobres vacíos.

Y lo que comenzó siendo una ocupación de cada tarde acabó convirtiéndose en una obsesión, y mes a mes fueron creciendo las horas que pasaba en la estación. Sentado, viendo pasar los trenes, observando los ancianos que llegaban a los andenes arrastrando sus maletas, contemplando a las adolescentes que al terminar el llegar del viaje se echan en brazos de sus amantes y los besan con la fuerza de todo lo que se reivindica puro y necesario, sintiendo la risa de los niños o la premura de las madres para no llegar tarde a la hora de salida fijada en el billete que apretaban en la otra mano. Allí, construía las vidas imaginarias de todas esas personas que para él eran personajes de una gran novela sin escribir: llegó a distinguir a los caminan por el andén con las manos engarrotadas de los que por apurar la despedida con alguien que se quiere y se necesita mucho tenían que correr y subirse al vagón cuando ya el tren había arrancado, pero también le daba contenido a las personas que sólo veía, fugazmente, a través de la ventanilla, las que no se bajaban en esa estación y continuaban su viaje, esas personas que cuando el tren llegaba levantaban furtivamente la cabeza del libro o la revista que venían leyendo y contemplaban la vida desbordada de los pasajeros y de los revisores, personas que alguna vez habían cruzado con él la mirada rápida que pronto, muy pronto, tal vez avergonzada o asustada por la ansiedad que habitaba en sus ojos sin fondo, había vuelto a posarse en las largas frases de Proust o a los versos de algún poeta sin lectores.

Ninguno de esos trenes era su tren, todos partían sin que él pudiera subirse al vagón arrastrando la maleta en la que tenía planchados y doblados los veranos de la infancia, alguna tarde de enero que había estado siempre arrugada en el fondo de un bolsillo de sus pantalones vaqueros, un puñado de libros y un rosario de discos de Bach. Soñaba siempre con que llegase un tren con su nombre que lo llevase hasta Venecia para simplemente asomarse a una ventana gótica desde la que ver pasar las góndolas, que a él, al pensarlas mecidas por las aguas densas, duras, de la laguna, se le figuraban algo tan frágil y quebradizo como una mariposa que vuela bordeando el círculo avariento de las hogueras.

(IDEAL, 16 de junio de 2011)

jueves, 16 de junio de 2011

INDIGNADOS, AIRADOS, ANÓNIMOS Y APROVECHADOS





PRIMERO. La conciencia creciente de que las peticiones nacidas de la indignación no van a ser escuchadas (los políticos están convencidos de que la tormenta acabará escampando), exaspera a los grupos más radicalizados. Y la indignación pacífica, cívica, se transforma en otra cosa, con rabia, con la ira de quienes reciben un portazo cuando llaman pidiendo libertad. Pero, ¿hasta qué punto no le conviene a la casta política mantener esta situación para que socialmente cale la idea de que todo el movimiento indignado era un movimiento violento y sectario, radical, y pierda así todo el crédito que se ganó en las jornadas previas a las elecciones municipales? Si quienes están obligados a escuchar no lo hacen, si quienes están obligados a escuchar alegan que los indignados son “cuatro gatos” y se olvidan de los datos demoledores de las encuestas, serán ellos los responsables de emponzoñar el ambiente social, de hacer que se pudra la paz ciudadana. Porque no podemos olvidar que un salario de 600 euros mensuales, que se despida a una mujer embarazada o que se ponga en la calle a una familia con niños, son también formas de violencia. Contra esa violencia se tomaron pacíficamente las plazas hace un mes, contra esa violencia hablan las encuestas. El que tenga oídos para oír, que oiga.

SEGUNDO. No se trata de ir contra los parlamentos o los ayuntamientos, de cercarlos, de tomarlos al asalto como en las viejas y sangrientas revoluciones del siglo XX, que sólo han dejado un legado de sufrimiento y dolor. Se trata de hacer que a ellos lleguen políticos que asuman la voz de la calle, la conciencia de las plazas, las palabras de la indignación. Se trata de empujar, amablemente, pero firmemente, a las instituciones desde la acera de los bancos y los consejos de administración de las grandes empresas hasta la acera de los ciudadanos. Lo de ayer va en contra de los valores mismos que surgieron en las plazas de España, y ya advertíamos que si a partir del 23 de mayo no se repensaba la estrategia del movimiento (una retirada a los cuarteles de invierno para evitar ser tomados por los ultras, que es lo que está ocurriendo) podría pasar algo así.

TERCERO. La protesta ciudadana en las calles alienta nuevas formas de expresión cívica, de compromiso social. Sacude las conciencias de colectivos que habían degenerado en sus funciones y actuaciones. Pienso, por ejemplo, en las asociaciones de vecinos, que han perdido todo su componente reivindicativo, que se someten al poder político de turno, vendidas por la subvención de una sede en la que los socios puedan jugar al dominó, y que sólo sirven para organizar lánguidas y cutres “fiestas de barrio”. ¿Esta ebullición indignada que se palpa en las calles no las convoca a una nueva forma de compromiso? En Madrid, hay asociaciones de vecinos que ya se manifiestan delante de las puertas de sus vecinos, cuando los jueces y los policías acuden a desahuciarlos, cuando los bancos no dudan en dejar en la calle a sus hijos y sus ancianos. Cientos de personas en las puertas de una casa pueden parar un desahucio: he ahí un reto para las asociaciones, ponerse del lado de sus vecinos cuando sepan que se van a quedar tirados.

CUARTO. Me resultan simpáticos los que se ocultan detrás de las máscaras de “anonymous”. Porque cuestionan y asaltan los lugares cibernéticos (web de partidos, de bancos, de instituciones puestas al servicio de los poderosos, de la SGAE, páginas de pedófilos...) desde donde se justifican las medidas que aumentan el sufrimiento de las personas o donde se acrecienta directamente ese dolor. Esas máscaras no pueden equipararse a las caretas de ETA, por ejemplo, sino al antifaz justiciero del Zorro. Lo que alguien debería preguntarse es qué está fallando en las modernísimas sociedades del siglo XXI para que los justicieros sigan siendo necesarios.

QUINTO. La postura de Izquierda Unida en el tema de los indignados es esquizofrénica. Sus dirigentes, después del fracaso cosechado en las elecciones municipales, necesitan captar votos dónde y cómo sea: por eso quieren hacerse pasar por los amigos de los indignados. Lo vimos en Úbeda durante la jornada de reflexión, lo hemos visto hace unas horas en Madrid, cuando Cayo Lara se ha presentado en una concentración destinada a impedir el desahucio de una familia. En los dos casos se les dijo que no eran bien recibidos, en los dos casos ha salido a relucir la suficiencia totalitaria de los comunistas, que no comprenden que pueda haber movimientos cívicos, democráticos, que se escapen de su control.

SEXTO. De todos modos, es sencillo formular una pregunta que desarma la presencia de Izquierda Unida en las concentraciones de los indignados y que, desde luego, hace imposible que uno se sienta indignado al modo de la revolución española y vote a la coalición tomada por el PCE: ¿Izquierda Unida, los comunistas españoles, apoyarían un movimiento cívico, ciudadano, que reclamase libertad y democracia en las plazas y las calles de Cuba, o ellos lo que postulan es una “democracia” a la cubana donde todos los indignados habrían sido ya encarcelados y torturados por cuestionar la verdad absoluta del paraíso comunista?

miércoles, 15 de junio de 2011

ULTRAS





Una de las cosas que más me llama la atención de la política moderna es que al utilizar la palabra “ultra” se le aplica siempre a los que son ultras de la derecha, los que por fundamentar sus bofetadas verbales en palabras como “patria”, “Dios” o “familia” nos recuerdan épocas oscuras. Pero hay cierta incapacidad para reconocer que también son “ultras”, solo que de la otra acera, los que se parapetan detrás de “libertad”, “justicia” o “igualdad” para arrogarse el derecho a juzgar a los demás. Y para condenarlos. Nos produce escalofríos, porque nos trae a la memoria montañas de cadáveres, que alguien pueda proclamarse “fascista”, pero damos por bueno que alguien se reclame “comunista” porque no lo asociamos al horror soviético, por ejemplo. ¿Cuál es el problema? Pues que el haber del fascismo está vacío, y en el haber del comunismo, pese a sus crímenes sin cuenta, todavía se pueden rastrear los ejemplos de algunos hombres que, aunque equivocados, se esforzaron por conseguir unos valores que luego en la traducción práctica fueron los contrarios de los que dijeron defender.

¿Es justo, en el caso de los comunistas, juzgar a la parte por el todo? ¿Es justo hacerlo en el caso de los cristianos, podría responder alguien? Otra vez sólo preguntas y una única certeza: conozco algunos ultras de la izquierda que otra vez, y con la misma alegría que los ultras de la derecha, apretarían los gatillos contra quienes piensan, sienten y sueñan con las “zonas templadas del espíritu”. Lo pensaba anoche al toparme otra vez con Chaves Nogales (tan imprescindible, tan fundamental, el único escritor español que verdaderamente debería leerse obligatoriamente en los colegios e institutos), que tuvo que huir de España y que ha contado desde entonces con el desprecio de todos los ultras, por lúcido y tibio, esto es: por moderado, por demócrata, por republicano. Por aborrecer y denunciar por igual las atrocidades de unos y otros, las sinrazones de todos los ultras, la apropiación de la verdad que realizan quienes en el fondo son muy parecidos por estar situados en extremos que se tocan.

viernes, 10 de junio de 2011

¿QUÉ EUROPA?



 
Qué lejos aquella Europa que en 1945 se conjuró para evitar que se repitieran los errores y los horrores de los treinta años anteriores, qué lejano y que viejo aquél deseo sincero de no repetir los errores, de sumar esfuerzos, de hacer posible una vida mejor para la gran mayoría. Cómo ha envejecido el ejemplo de políticos de la talla de Jean Monnet, Schuman, Adenauer, Willy Brand o Clement Attlee, empeñados en reconstruir el espacio europeo garantizando una vida digna a millones de ciudadanos, trabajando para que a nadie le faltara un puesto de trabajo decente y bien remunerado, una cama en un hospital público, un pupitre en una escuela pública, protección si se quedaba en paro o una pensión al jubilarse. Casi setenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la decisión del gobierno laborista de Attlee de entregar en las escuelas inglesas, diariamente, un litro de leche a cada niño nos puede resultar ingenua, pero entonces fue una medida revolucionaria que mejoró la vida de los ingleses: ¡cuánto más que los grandes ideales estos pequeños gestos han hecho posible la vida digna sobre cuyos restos todavía habitamos!; Tatcher puso fin a esa práctica y no la sustituyó por otra, porque en realidad lo único que le interesaba a esa nueva derecha no era la vida de la gente sino la satisfacción de la codicia de los poderosos. Qué lejana resulta aquella Europa entregada a la disminución de las desigualdades sociales, que estaban en el origen del ascenso de las ideas asesinas y totalitarias y de la propia guerra.

¿Qué queda de aquella Europa, qué parte de ese espíritu político e intelectual heredero de la Europa progresista, liberal y burguesa ha sobrevivido a la revolución de los años 70 y 80? Nada. Hoy, Europa no es una esperanza para nuestros hijos, sino un peligro para su futuro y su felicidad. Es una estructura en manos de una corte de funcionarios y políticos engolfados por un nivel de vida escandaloso y puestos al servicio de los intereses de los banqueros y las grandes corporaciones empresariales. Europa, que de ser algo sólo puede ser un constructo ético hecho con múltiples y contradictorias aportaciones, es algo que se desvanece a pasos agigantados, algo que se traiciona a sí mismo y que se transmuta en un feroz monstruo que no tiene empacho en engullir derechos sociales, conquistas históricas de las clases medias y trabajadoras. Hoy, Europa, asaltada por el populismo xenófobo y rendida al ideal desalmado de la nueva derecha, es una máquina sin alma ni compasión por el sufrimiento de los ciudadanos, puesta al servicio exclusivo del euro, un aparato que para salvar la moneda que nos arruina no duda en sacrificar la protección de los más débiles y que justifica todos los desmanes que se cometen contra lo público. Los viejos discursos de la libertad, la igualdad social, la protección de los humildes, la democracia política, los derechos humanos, han sido sustituidos por los decretos que cada vez que hablan de competencia, flexibilidad y crecimiento económico desmontan y trituran una parcela del Estado del Bienestar.

La Unión Europea produce escalofríos: sabemos que cada vez que se reúnen los líderes europeos, los parlamentarios europeos, los ministros europeos, uno de nuestros derechos va a ser sacrificado en el altar de la tiranía económica. La Europa generosa de las manos abiertas que perduró hasta los tiempos de Delors, no existe y ha sido sustituida por un sálvese quién pueda que impulsan Merkel o Sarkozy, por la peligrosa estupidez de Berlusconni y por la inanidad ideológica de la socialdemocracia o la democracia cristiana, que no existen y han cedido todo el espacio moral y político de la Unión a los neoconservadores y los neoliberales. Qué haya quien se escandalice de que en esta Europa adulterada y sin fondo sea posible la “crisis de los pepinos” sólo indica que ese alguien está ciego, porque la Europa de los mercaderes y sus esbirros le ha arrancado los ojos.

(IDEAL, 9 de junio de 2011)

miércoles, 8 de junio de 2011

EL ÚLTIMO EUROPEO





Era, en gran medida, el último europeo, el último vestigio de una civilización que se basó en el respeto hacia los demás, en la lucha por la libertad y la oposición a toda tiranía, en la construcción y la defensa de los derechos del bienestar y de las pequeñas transformaciones que operaron grandes cambios en el modo de vida de millones de ciudadanos europeos. Militante antifascista, disidente del totalitarismo inherente al comunismo, escritor profundísimo y original, español del exilio y exiliado de los campos de exterminio de los nazis, patriota de la lengua francesa, hombre de ideas, consecuente, era un europeo de cuerpo entero, de esos que todavía asumían en sus palabras y sus gestos y su comportamiento, en su modo de estar en el mundo e incluso en su propio modo de morir y de ser enterrado —en tierra francesa, pero en la línea del horizonte que mira ya hacia un país ingrato que lo vio nacer, envuelto en “la bandera del pueblo de España”—, una herencia prodigiosa, riquísima, de los viejos europeos, de la vieja Europa que ha desaparecido ya, que no existe, que ha muerto asfixiada por la burocracia de la Unión y por su cohorte de funcionarios y políticos, por la avaricia de los nuevos dirigentes de todas las ideas, por la imposición de los banqueros, por el avance del populismo, por el euro que empuja a la miseria a legiones enteras de ciudadanos. Qué distinta esta Europa que se ha convertido en un peligro para la felicidad de nuestros hijos a esa Europa de mayo de 1945, que era promesa de algo común y mejor. La muerte de Jorge Semprún certifica la inexistencia de un espacio moral europeo, que era la única realidad tangible y posible de hacer Europa. Al pensarlo, recuerdo el impacto que me causó, allá en mis años de universidad, la lectura de La escritura o la vida, donde toda la Europa de los valores alienta y palmotea y quiere existir sobre las cenizas del espanto. Me maravilló la historia de aquel joven recién salido del infierno Buchenwald que daba testimonio del afán de ser que había en una Europa en ruinas, tan diferente de esta impostura y esta falsedad, de esta Europa puesta al servicio de los intereses de los poderosos, que deja al morir. Emociona la clarividencia de sus últimas palabras: lo que más le dolía de morirse, era que con él se perdería el testimonio vivo de cómo olía la carne humana quemada en los hornos crematorios. Puede que en el fondo supiese que esa memoria viva del horror es, hoy, más necesaria que nunca para poner freno el camino europeo que repite los mismos errores de los años 20, que abunda en la misma diferencia entre clases sociales, porque él no olvidaba el abismo al que todo aquello condujo.

viernes, 3 de junio de 2011

EPPUR SI MUOVE...





Desde 1939 la sociedad española ha carecido de resortes civiles y de impulsos políticos. La dictadura de Franco potenció la desmovilización social: se vendió la política como algo perverso y se le dijo a los españoles que tenían que confiar en lo que hacían los vencedores de “la cruzada”. A finales del franquismo, sin embargo, los españoles comenzaron a bullir en movimientos que cuestionaban los pobres argumentos del régimen y aspiraban a construir una sociedad según los parámetros occidentales. El surgimiento de las asociaciones de vecinos, las Comisiones Obreras, las protestas juveniles o los movimientos cristianos de base, permitió crear una precaria red sobre la que se sustentó la sociedad civil que hizo posible la Transición democrática. Sin embargo, los partidos políticos no tardaron en apropiarse de aquellas aspiraciones de la sociedad civil, secuestrando y fosilizando el impulso cívico que había cuajado en las postrimerías del franquismo y aplicando a rajatabla la máxima sobre la que la dictadura se había sustentado: la política es algo que tiene que dejarse en manos de los políticos, porque ensucia.

Y claro, esa sociedad inmaculada políticamente se convirtió en una sociedad sin pulso, agonizante, capaz de soportar la corrupción, la dilapidación de los fondos públicos y la vulneración sistemática de las reglas básicas de la democracia. Los partidos políticos asaltaron todos espacios que debían haberse reservado a la sociedad civil: y acabaron sometiendo a sus intereses al poder judicial y al legislativo, a los sindicatos y a los empresarios, a la inmensa mayoría del tejido asociativo del país. La subvención y la prebenda corrompieron el tejido cívico español hasta dejarlo en completa postración, lo que facilitó que durante los gobiernos de Aznar se pudiera construir un sistema productivo basado exclusivamente en la construcción, que es lo que en última instancia nos ha llevado a la ruina y lo que ha provocado que millares de jóvenes se encuentren ahora sin formación y sin empleo, arrojados al no futuro de una crisis agravada por la incompetencia del gobierno Zapatero.

Desde aquel resurgir civil de una sociedad que aspiraba a superar el franquismo hasta la atonía del momento actual, nuestro pueblo ha recorrido un camino oscilante entre la esperanza inicial y la indignación de hoy. Pero cuando parecía que la estrategia del tirano, continuada con el debido barniz por los partidos que heredaron el poder político del Movimiento Nacional, había dado sus frutos y el pueblo español carecía de cualquier resorte moral que le permitiría oponerse a la permanente manipulación, hete aquí que un grupo de hombres y de mujeres de todas las clases, todas las edades, todas las creencias, juntan su rabia y su esperanza y alumbran una oportunidad nueva para (re)construir lo necesario. Lo urgente.

Se nos dice que es necesario asumir el dolor social generado por la crisis, porque no hay alternativa. Pero el movimiento de los indignados españoles postula una salida: cuando los ciudadanos ocupen la política y se ocupen de la política, que es el arte de lo posible, se podrá escribir la historia del modo de lo humano y lo democrático, porque la libertad es incompatible con la necesidad. Para Leszek Kolakowski la esperanza contiene la experiencia de la fragilidad y de la carencia, pero también la confianza en que serán remediadas. En realidad, todo lo que está sucediendo en España trata de eso: inesperadamente los españoles hemos descubierto la fragilidad de nuestra vida cotidiana, asaltada por los poderosos, y todo aquello de lo que carecemos. Pero hemos descubierto también la confianza de que podemos remediar tanto desmán. Ahora que una tímida esperanza ha vuelto a habitar entre nosotros, no podemos dejar que otra vez la maten los políticos. Porque pese a todo y pese a tantos, algo se mueve. Algo se ha movido ya.

(IDEAL, 2 de junio de 2011)