martes, 31 de mayo de 2011

LAS LÁGRIMAS DE LOS INOCENTES





25 de diciembre de 1939. Dos hermanos (uno de aproximadamente 11 ó 12 años, el otro de 6 ó 7), hijos de una familia pobre, recluidos por su padre, que no puede alimentarlos, en el orfanato y reformatorio de San Judas, en Irlanda, regentado por sacerdotes católicos, rompen una de las normas del centro. Salen al patio y se abrazan por encima de un muro de hormigón. Mañana del día de Navidad de 1939: esos dos niños, que han roto la norma, la absurda norma, son azotados como esclavos, casi desnudos, sobre el frío y mojado piso de cemento del reformatorio, por el hermano John. Con una correa, en las espaldas, hasta desollarlos. Sin conmoverse por sus lágrimas y sus gritos y por la sangre. Delante de todos los otros niños. Delante de otros sacerdotes que guardan silencio y asisten a la tortura impasibles. Sólo William Franklin (laico, profesor de literatura, antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, en la guerra española, que moriría el 6 de junio de 1944 en el Desembarco de Normandía) es capaz de frenar la infamia de la paliza que se está propinando a dos niños absolutamente humillados e indefensos.

Y la anterior no es ni siquiera la más dura, la más desoladora de las imágenes que anoche pude ver en Los niños de San Judas, una durísima película de Aisling Walsh que denuncia los abusos generalizados a los que miles de niños irlandeses fueron sometidos en centros (orfanatos, reformatorios, colegios, internados, parroquias) de la Iglesia Católica desde la década de 1930 y hasta su cierre por el gobierno en la década de 1990. En los últimos años, el informe del juez Sean Ryan, de la Corte Suprema irlandesa, ha puesto de manifiesto la magnitud del crimen, su institucionalización y su consentimiento tanto por las autoridades civiles (recordemos que Irlanda es un estado confesional, en el que la Iglesia goza de extraordinario poder sobre la vida colectiva) como, por supuesto, por las eclesiásticas. Por desgracia, y como era de esperar, ninguno de los criminales, de sus cómplices y de sus encubridores, ha acabado en la cárcel, y el asunto ha sido despachado por la Iglesia irlandesa con una petición de perdón, como si fuera posible el perdón, como si fuera suficiente con pedirlo, cuando el crimen es de tal magnitud.

Esta película está inspirada en una novela autobiográfica (Canción para un niño pobre) del poeta irlandés Patrick Galvin, fallecido hace unos días, y que pasó parte de su infancia en uno de esos centros católicos de internamiento y tortura; es imposible verla sin sentir como dentro de nosotros crece una marea de indignación, de repugnancia. ¿Qué alma tenían quienes sabían lo que estaba pasando y no lo evitaban? ¿Qué alma tenían los que sabían que se violaba a los niños y no ponían freno a los abusos? ¿Cómo podían comulgar los que presenciaban, y amparaban con su actitud, las palizas brutales, el trato inhumano, al que se sometía a los niños y no hacían nada para evitarlo y no lo denunciaban? Lo que más repugna es precisamente la complicidad y la comprensión hacia los criminales: los sacerdotes que nunca frenan las humillaciones y la violencia desatada contra los niños por el hermano John, son los mismos que al final de la película (cuando el criminal ha asesinado de una paliza a un niño llamado Liam Mercier) paran y sujetan a Franklin cuando éste, tras llevar en sus brazos el cadáver ensangrentado del niño, da rienda suelta a su rabia y quiere matar a puñetazos y patadas al asesino padre John, que además era encubridor de un cura que violaba a los niños. Viendo anoche esta película en La 2 de TVE era eso lo que más me repugnaba, esa compasión con el torturador y asesino que no habían tenido nunca con sus víctimas completamente indefensas, ese ocultar el crimen que practica el obispo cuando en lugar de denunciar y perseguir a los criminales simplemente los traslada para que vivan plácidamente hasta el fin de sus días, no sabemos si torturando a otros niños, porque esa parte de la historia real no nos es contada.

Cuando se trata del dolor, del sufrimiento de los niños, no hay, no puede haber medias tintas, ni componendas. Justificar, comprender, “reinsertar”, esconder, perdonar, a quienes violan el recinto sagrado que es el cuerpo y la felicidad y la dignidad de un niño lo convierte a uno en cómplice de un crimen para el que hasta el mismo Cristo pidió la pena más alta. Los crímenes contra los niños son crímenes que no prescriben, que perduran por toda la eternidad, que exigen una reforma penal en la dirección de la justicia sin segundas intenciones. Porque quien mata a un niño mata a la humanidad entera, porque quien viola a un niño viola a la humanidad entera, porque quien tortura a un niño tortura a la humanidad entera. Y porque quien justifica y perdona a estos criminales justifica y perdona todos los crímenes de la historia. Porque el más alto gesto de la humanidad es el de vengar las lágrimas de los inocentes.

lunes, 30 de mayo de 2011

DEMOCRACIA DE MAYO





Me gusta la incertidumbre de mayo, en el que un sábado de sol y calor viene seguido por un lunes de nubes barrigonas y negras y un aire fresco que obliga a la camisa de manga larga: mayo, sabio, advierte contra cualquier seguridad que hubiéramos preconcebido con demasiado adelanto. Hasta el cuarenta de mayo..., que decían nuestros abuelos.

Me gusta el mes de mayo. Porque agrupa todas las contradicciones del año, porque es capaz de darle una voz a cada estación y cada mes para que, sin armonía ni concierto, despidan juntamente al invierno y reciban la explosión de vida que será junio: todavía quedan fresas y naranjas en el mercado, pero ya se nos ofrecen las primeras sandías y los primeros albaricoques y las primeras cerezas, porque la naturaleza de mayo es generosa y exuberante y nos regala juntamente los últimos platos del invierno y los anticipos del verano; ya los cielos se han llenado de vencejos, pero todavía algún guácharo puede caerse del alero empujado por el agua fría de una tormenta imprevista; desnudos, los hombros y las piernas de las mujeres —debajo de los vestidos ligeros de tela de colores— anuncian una alegría, entregan una promesa, pero alguna tarde todavía serán necesarios los paraguas.

Frente a las férreas dictaduras que imponen agosto o enero, con sus calores o sus fríos incontestables, tajantes, las estaciones traen también esta anárquica democracia de mayo, o luego, ya en el otoño, la de octubre, cuando todo es posible, cuando nada es previsible, cuando todo puede discutirse y cambiarse. Cuando todo se nos entrega con prodigalidad y una lujuria vital que sólo pide a cambio la pleitesía de nuestros sentidos.

viernes, 27 de mayo de 2011

REVOLUCIÓN





Cohn-Bendit y sus compañeros de universidad exigen un derecho que acabaría desencadenando, y marcando, el “mayo del 68”: el derecho a poder pasar la noche con sus compañeras en las residencias femeninas del campus de Nanterre. Es la rebelión de un grupo de niños bien (seguidos, con tan buena intención como mala fortuna, por los obreros y desheredados de Francia) que con su protesta finiquitan las reclamaciones tradicionales de la izquierda occidental, minusvaloran las conquistas de la socialdemocracia y abren las puertas a la revolución de la derecha que se desencadenaría a partir de 1973. Pasolini describió a los revolucionarios del 68 como “rebeldes enfermos de esnobismo burgués”, constatando que la revuelta supuso el fin de la lucha colectiva por la mejora de las condiciones sociales y económicas de las clases medias y obreras, y justificó como tarea de la izquierda la lucha atomizada por derechos particulares. Obviando la consideración esencial de la igualdad como un removimiento de las condiciones económicas que la hacen imposible, acabaría desarmando los argumentos que hubieran podido defender al Estado del Bienestar del feroz ataque que padecería desde la llegada de Tatcher al poder. Para aquellos revolucionarios que lo único que querían, en realidad, era echar un polvo sin problemas ni sanciones académicas, el Estado del Bienestar –que sus padres y sus abuelos habían construido tras una lucha muy dura– era una antigualla, un corsé para sus aspiraciones libertarias basadas en dogmas de ceniza que acabaría barriendo el viento de la historia.

Cuarenta y tres mayos después la crisis económica ha dejado a la intemperie a millones de personas en todo el mundo y una nueva forma de protesta ha prendido en las plazas de España. Llena de vaguedades e imprecisiones, perdida en unas cuantas utopías de catecismo que a nada conducen, atenazada por muchas contradicciones que sólo pueden resolverse reduciendo el clamor a lo básico y la petición a lo común, y con la amenaza de morir asfixiada por no saber medir sus propios tiempos –medir el tiempo es básico para que una revolución esencialmente moral acumule fuerzas y salvaguarde esfuerzos– la nueva revolución es, sin embargo y pese a todo, una última esperanza. Por primera vez desde mayo del 68 lo colectivo –la tarea colectiva de construir espacios para una mejor democracia, la exigencia de restaurar los derechos colectivos que abolió por antiguos la revolución del 68– ha sido puesto en el centro del escenario. Y se hace renunciando a la violencia de las barricadas.

La izquierda post-68 construyó una justicia que mezclaba los derechos de la mujer –así, en abstracto– y de los animales y del medio ambiente, la liberación sexual, la exaltación de las minorías, mientras obviaba el papel que la escuela pública, las becas o la sanidad pública habían tenido en la mejora de las condiciones de vida de millones de europeos y en el perfeccionamiento de la democracia... Atomizada, esta izquierda de diseño y eslogan fue barrida por una derecha que convirtió su ideología en una ciencia económica y social de necesaria e inexorable aplicación. Mayo de 2011 alumbra, tal vez, algo más importante y necesario que otra izquierda que se oponga a las políticas de neoliberales y neoconservadores: puede que estemos asistiendo al nacimiento de una ideología de los ciudadanos libres, que exigen como tarea fundamental de la democracia la restauración de los derechos económicos y sociales de la ciudadanía para poder (re)construir la genuina justicia.

¿Quiere triunfar la revolución del mayo español? Debiera exigir sólo el respeto por esos derechos que nos unen a todos, que a todos pueden liberarnos y que construyen una justicia para todos. Las luchas particulares, son una añadidura. Debiera pensar, también, en hibernar, como un oso que guarda fuerzas. Porque puede estar agostándose, y mañana seguirá siendo necesaria.

miércoles, 25 de mayo de 2011

EN EL FORO




Hubo una vez un país en el que los ciudadanos tomaron las plazas. Pacíficamente, para hablar de política, para resucitar el sentido fundador de la democracia: todos los libres, todos los que no son «idiotas», todos reunidos en el foro para hablar de las cosas de la «polis», de la «res pública». Eran ciudadanos cansados de los poderosos, de los autócratas. Eran ciudadanos indignados.

Y de las plazas indignadas se elevó un clamor moral. Una revolución ética. Una fuerza espiritual poderosa e imbatible.

Una mañana, la mayoría de los indignados se retiraron a sus casas, a sus quehaceres, a las miserias de cada día: se sabían poderosos, libres, pensaban que el espíritu de la revolución política volaba tan alto que nada ni nadie podría destruirlo. Creían que alimentándolo en el silencio de lo cotidiano, mañana podría volver a tomar las plazas, más fuerte, con más argumentos. Más temido.

Pero en las plazas se quedaron los que aspiraban a más, a concretar más, a abarcar más, algunos también a sacar partido. Querían sacarle punta al espíritu, pulirlo, abrillantarlo. Y el espíritu acabó fosilizándose.

Cuando llegaron los barrenderos, los huesos de la revolución estaban amontonados en un rincón, bajo el sol de junio. Al oír las escobas y el crujir del esqueleto, la mayoría de los indignados supo que otra vez estaba derrotada.

En un muro del foro alguien había escrito, con tinta de lágrimas, una frase de Yugnakiy: «Eh, soñador, quieres dolor y alivio: pero ¿cuándo se hacen realidad las esperanzas?».

lunes, 23 de mayo de 2011

GENEROSA INFELICIDAD





Leo el Elogio de la infelicidad de Emilió Lledó. Habla de cómo para los griegos la felicidad se alimentaba de bienes materiales, que servían «para asegurar la siempre inestable y frágil existencia». Para los griegos, el bienestar se fundaba en la ausencia de angustia y preocupación por el “bientener”. Pero a medida que se avanzaba en el proceso de construcción del pensamiento (y por ende, del lenguaje filosófico) los griegos comenzaron a descubrir una felicidad no sustentada sobre la seguridad de las cosas: dice Lledó que el bienestar comenzó a ser también un “bienser”:

«Una serie de palabras empezaron a describir, en la literatura griega, ese equilibrio, esa sensatez, esa alegría, que provenía de los inescrutados territorios de la mismidad. Un sentimiento de paz interior que se conformaba con poco, con poder acallar la voz de la carne que exige el alimento, la luz y el aire para seguir latiendo
Desde esa concepción del bienestar como “bientener” y “bienser” los griegos dan el salto a la democracia política:

«La verdadera democratización del cuerpo y de la vida exigía, pues, el respeto a esa corporeidad que necesitaba alimentarse, poder sentir, poder entender y poder percibir la vida como “energía y alegría”. Este era un derecho esencial para todos los seres humanos, y la tensión hacia una política de la igualdad no era sino el reconocimiento de ese derecho, del que arrancaba la amistad, la justicia y la posibilidad de convivir
Ese equilibrio entre lo personal y lo colectivo que es la democracia griega se rompe, se desarticula, es constantemente amenazado «por la consciencia de la miseria, la violencia, la crueldad creciente que, desde los griegos, ha experimentado la humanidad. Porque, efectivamente, es imposible la felicidad si la mirada descubre, alrededor de la vida individual, la enfermedad social y la corrupción que destroza la vida colectiva.» ¿Es imposible la felicidad en un mundo como el nuestro? Para los griegos sin duda no sería posible, pero para nosotros señala Emilio Lledó que sí lo es, porque esa mirada que podría descubrir alrededor elementos suficientes para hacer inviable la felicidad ha sido cegada en nuestras sociedades, porque estamos corrompidos en la mente y el ansia de tener ha acabado consumiendo nuestra propia existencia y ha insensibilizado nuestras miradas.

«Una felicidad amenazada no permite el sosiego y la paz que necesita la consciencia para “ser” feliz. El sueño del equilibrio y amistad con nosotros mismos está siempre lleno de pesadillas, de insatisfacciones. Sólo el “señorito satisfecho” es capaz de regodearse en la propia y ciega felicidad del tener, e inventarse ideologías para aposentarse en su particular regodeo
Leo, releo todo esto, en esta mañana de sentimientos encontrados. Y pienso que aunque no tengo perro ni sé tocar la flauta, me sigo identificando con ese país que desde hace una semana ha estado en las calles dándole voz a los jóvenes que han terminado su carrera y no encuentran trabajo, a los padres y madres de familia que han perdido el empleo, a los trabajadores que cobran sueldos de miseria por jornadas agotadoras, a los jubilados que han tenido que acoger en sus casas y mantener con sus pensiones a los hijos y nietos desahuciados por los bancos. Dentro de nosotros tenemos que buscar «la lucidez, la libertad para entender». Termino con Lledó, con una esperanza que nos propone:

«(...) jamás podremos quedar plenamente satisfechos de nuestra singular existencia, si está embotada en el acuciante círculo de la entontecida prosperidad. La infelicidad que viene de fuera: las tensiones, la violencia y la estupidez que, tantas veces, destrozan la vida colectiva, se compaginan mal con la deseada buenaventura. Pero ese inevitable punto de inseguridad es, por otra parte, estímulo y acicate hacia esas otras metas que llenan el horizonte ideal en el que se conforta y orienta la vida. Un descontento que nos enseña el sentido más apasionante de cada empresa humana, y que nos empuja constantemente en la dirección de una personal felicidad, imposible si no tiende, de alguna forma, ala compañía y felicidad de los demás. Una utopía paradójicamente a mano, y que sólo puede alcanzarse en el reconocimiento y aceptación de la insalvable finitud de nuestra generosa infelicidad
¿Habrá, entre los vencedores de anoche, quienes entiendan estas palabras de Lledó y trabajen por todos, como han prometido, desde su generosa infelicidad?

viernes, 20 de mayo de 2011

INDIGNACIÓN





No dejemos que Rubalcaba, con sus antidisturbios y amparado por las divisiones mediáticas, nos haga creer que son una panda de vagos y maleantes. La mayoría son gente corriente y decente, gente cansada. Gente indignada. Quienes acampan en las plazas de España son jóvenes parados, estudiantes condenados, parados que no pueden pagar la luz, amas de casa que piden en Cáritas la leche de sus hijos, familias desahuciadas, trabajadores avasallados. Son personas como yo que escribo, como tú que lees.

Son personas que saben que en España la situación social está al límite, porque son millones los ciudadanos a los que se les ha robado el futuro y asisten, atónitos, al reparto de beneficios escandalosos en los bancos y las grandes empresas, mientras se despide a padres y madres de familia y se recortan derechos sociales. Son personas que saben que en España no ha estallado una revuelta porque son muchos los pensionistas que son sus pagas congeladas están sosteniendo a sus hijos en paro, a sus nietos sin sonrisa.

Son personas que piden una reforma profunda del sistema. Piden que la economía se someta a la democracia, porque no hay más interés económico que el interés de los ciudadanos. Piden que se cambien las leyes para que, como en Islandia, los banqueros puedan ser juzgados y encarcelados, como culpables de nuevos delitos que deben ser incluidos inmediatamente en el Código Penal: los delitos de «lesa economía» y «lesa sociedad», como responsables del sufrimiento de millones de españoles, como responsables de un crimen de «lesa esperanza». Piden que la sociedad no pague la codicia de los poderosos. (Me gusta el reformismo radical inspirado en el espíritu de la postguerra mundial, cuando se mejoró la vida de las personas ampliando la cobertura social, universalizando los derechos sociales, nacionalizando los servicios esenciales, metiendo en cintura a quienes con su avaricia habían hecho posible la miseria, el crimen y la guerra. Los conservadores y los neoliberales han laminado ese espíritu reformista que fue el que derrotó al fascismo en 1945: pero hay que dar la batalla ideológica, porque sigue habiendo alternativas, porque nos va el futuro de nuestros hijos en la derrota de quienes, como ya hicieron en los años 20 y 30, nos empujan hacia el abismo.)

Son personas hartas de las listas cerradas que amparan a corruptos e inútiles, asqueadas de las prebendas y componendas de los políticos, de los bonos de los banqueros, de la impunidad de los que han hundido las cajas de ahorros, personas cansadas de los recortes en sanidad y en educación y en la protección del desempleo y en las pensiones, estomagadas por las reformas laborales, personas que piden una reforma empresarial y una reforma bancaria, hastiadas de que los partidos tengan secuestrado el poder político y no lo transfieran a la sociedad, personas hartas de que las familias puedan ser expulsadas de sus casas por los bancos, personas hartas de que las empresas puedan despedir trabajadores mientras reparten beneficios entre los buitres que las dirigen. Son personas indignadas, no son delincuentes.

Era inevitable y deseable: esta rabia que muerde en el costado de España tenía que aparecer, estallar, clamar, pedir, exigir. Estamos indignados porque nos sentimos vulnerables, porque tenemos conciencia de que estamos a la intemperie, de que nos están expropiando derechos en beneficio de los poderosos, de los responsables de la crisis amparados por la impunidad que les brindan unas leyes que ya no queremos que sean nuestras leyes.

Esta indignación es el ejemplo mejor de la decencia cívica y ciudadana de España. Que se traslade a las urnas: que el domingo lluevan, como piedras de rabia ciudadana, votos indignados.

(IDEAL, 19 de mayo de 2011)

NO ENTIENDO NADA

Ya no lo puedo entender: que ETA esté, de alguna manera, en las elecciones del domingo, y que la Junta Electoral Central haya prohibido que ciudadanos decentes, pacíficos, democráticos, puedan expresar su opinión política en las plazas de España. La Junta Electoral ha consumado el secuestro de los derechos fundamentales amparados por la Constitución en beneficio exclusivo de los partidos: los esbirros de la magistratura y de las cátedras han sabido pagar bien los favores de sus amos.

Desalojar la Puerta del Sol y otras concentraciones masivas, según ordenan los iluminados de la JEC, exigirá un ejercicio de violencia que hasta ahora ha estado ausente de la protesta española: entre El Cairo y Trípoli (y perdóneseme la exageración, porque es que estoy muy muy muy cabreado como ciudadano, y preocupado como persona, pues tengo hermanos en esas concentraciones), la Junta Electoral electoral ha optado por el modelo de Gadafi: responder con la fuerza al clamor pacífico y libre de la parte mejor de la nación, que se ha echado a la calle. De todo lo que sucede a partir de ahora, la responsable es la Junta Electoral y ahora más que nunca todos los que tenemos el corazón acampado en la Puerta del Sol de Madrid o en la Plaza San Jaime de Barcelona o en la Plaza de la Encarnación de Sevilla o en la del Carmen de Granada, tenemos que mandarles a esos españoles que nos representan nuestro apoyo, nuestra solidaridad, nuestro ánimo. 

jueves, 19 de mayo de 2011

22 M: NO ESTÁN ENTENDIENDO NADA


 



Estaban acostumbrados a que nos comportásemos como auténticos borregos, a que votásemos lo que ellos decían, a quienes ellos decían, y a que luego guardásemos un silencio cómplice durante cuatro años hicieran lo que hicieran. Por eso, en cuanto un grupo de jóvenes han alzado la voz, y van siendo día tras día secundados por jubilados y parados y amas de casa y un largo etcétera de españoles decentes, a los políticos de todos los colores se les encienden las alarmas. Y las juntas electorales al servicio de los partidos (la Junta Electoral de Madrid al servicio del PP, las de Sevilla y Granada al servicio del PSOE) prohíben las concentraciones amparadas por el artículo 21 de la Constitución Española porque dicen que no hay razones extraordinarias que las amparen. Y porque temen que en la jornada de reflexión, que es una solemne estupidez, se lancen mensajes políticos..

Sólo me surgen preguntas: ¿cinco millones de parados no es una razón extraordinaria y urgentísima para que los ciudadanos tomen conciencia política?, ¿los recortes sociales y la desprotección de los más desfavorecidos no es una razón extraordinaria y urgentísima para que los ciudadanos ejerzan su derecho a expresarse libremente?, ¿los artículos de afamados periodistas que el sábado hablaran de temas políticos no violentan la ley, y no la violentan los políticos cuando hablan mientras las urnas están abiertas?, ¿la ley sólo se violentan si los que hablan de política son los ciudadanos?, ¿es compatible con la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos esta interpretación sectaria y restrictiva de la ley electoral, que lo que impide es que los políticos pidan el voto durante la jornada de reflexión, pero no que los ciudadanos reflexionen sobre lo que van a votar aunque la reflexión sea multitudinaria y en las plazas? Lo mejor que podían hacer los políticos y sus servidores (los que los sirven en las juntas electorales, los que los sirven en los medios de comunicación que están lanzando la sospecha sobre los indignados) es permanecer quietos y callados de aquí al domingo, porque cada palabra que pronuncian, cada gesto que hacen y cada resolución que adoptan sólo sirven para acrecentar las razones de la protesta y los argumentos de la indignación. En vísperas de elecciones, consideran un delito que se hable de política: ¿hay alguna manera más rotunda de dejar de manifiesto los déficit de esta democracia?, ¿no es eso suficiente para demostrar que los concentrados tienen razón y que es urgente un cambio? En víspera de las elecciones, las juntas electorales consideran legítimo no solo que con sus listas cerradas y demás los partidos mantengan secuestrada la voluntad popular, sino que postulan el derecho exclusivo de los partidos y los políticos para expresarse libremente en términos políticos. Las juntas electorales han encadenado una sarta de despropósitos antidemocráticos de tal calibre, un atentado tal contra los derechos fundamentales amparados por la Constitución, que de oficio, algún tribunal debería restablecer la cordura, de manera inmediata.

Mientras llega ese juez que en Sevilla, Madrid o Granada imponga la cordura democrática, alguien tendría que descolgar el teléfono y decirles a los políticos que hay una parte de la nación, la parte mejor y más viva, que ya no se resigna a ser manipulada. Lo triste es que si la Puerta del Sol estuviera llena de jóvenes haciendo botellón, los políticos no estarían preocupados... y la Junta Electoral, tampoco.

22 M: QUIMIOTERAPIA ELECTORAL


 


Esta entrada no es más que el desarrollo de una magnífica idea que en su momento me comentó un amigo, que entiende que el voto más justo (como pago a tanta desvergüenza) y necesario (para poder pensar en la regeneración democrática) es el voto nulo. Es un tipo inteligente que ha construido un paralelismo entre el tratamiento de quimioterapia contra el cáncer y el cáncer que para la democracia supone la actual casta política, y el tratamiento que merece. Intento explicarme.

La abstención no es un tratamiento útil contra el cáncer de la casta política: el que no vota puede o estar cabreado o estar en la comunión de su sobrino o dorando la bartola en la playa. ¿Cómo diferenciar entre el ciudadano que no vota porque está "indignado" y el que no vota porque está durmiendo, también físicamente? De todas las formas de protesta cívica, a mí la abstención me parece la menos productiva y la más injusta, pues olvida el sacrificio de nuestros abuelos para que pudiéramos votar.

El voto blanco tampoco es un voto que luche contra el cáncer de la casta política. Los votos blancos, al computar como votos útiles, se convierten en votos que facilitan las cosas de los partidos grandes, pues dificultan a los pequeños el obtener representación.

Luego la única manera de votar dejando un mensaje y de que de ese mensaje no sea aprovechedo por ningún político es el voto nulo. El voto nulo sería la quimioterapia aplicada al cáncer político que padece la democracia española.

Mi amigo me explica el funcionamiento de la quimioterapia. Me pide que me imagine a las células cancerígenas como células golosas a las que le gusta mucho el dulce: la solución para acabar con ellas, pues, es darle dulces envenenados. Ese dulce, ese caramelo envenenado, sería la píldora química. Esta píldora con veneno tendría una cantidad adicional de azúcar, de tal modo que las células cancerígenas, tremendamente voraces, las devorarían más rápido que las células sanas; y así, aunque todas las células del cuerpo enferman, las que más y antes lo hacen son las tocadas por el cáncer, que acaban muriendo, mientras que las otras acaban recuperando el vigor y la fuerza.

Los políticos serían como esas células cancerígenas: solo les importa el voto, quieren el voto por encima de todo, aunque para conseguirlo tengan que dejar maltrecha la democracia. ¿Quieren votos? Pues lo que necesitan son votos envenenados. Votos nulos, votos que sirven sólo para dejar constancia de la rabia, del cansancio, del hartazgo. Mi amigo me decía que el voto perfecto para la quimioterapia electoral es el voto a un partido en el que aparecen tachados todos los nombres de esa lista que no nos gustan. Ese mensaje es seguro que llega a las sedes de los partidos, la misma noche del recuento.

A mí se me ocurren otras muchas formas de voto nulo que demuestran el cansancio ciudadano y que sirven para pedir listas abiertas y cosas similares, tan detestadas por los políticos: elaborar nuestra propia lista con los políticos locales que querríamos que fuesen en ella; meter en el sobre una papeleta de cada partido dejando sin tachar sólo los nombres de las personas que nos gustan; meter un listado con los precios del pan, la luz, el agua o la zona azul, para que se enteren de lo que cuesta la vida cotidiana; meter en el sobre uno de los magníficos chistes que Forges está dedicando a la campaña electoral, o una de las demoledoras viñetas de El Roto, la fotocopia de la portada del libro Stephane Hessel o, si cabe, el pañal de nuestros hijos...

Voto quimioterapéutico: voto con mensaje. Indignación con sentido.

miércoles, 18 de mayo de 2011

22 M: ADIVINA ADIVINANZA





Imposible adivinar el resultado de las elecciones en Úbeda. Nadie puede gobernar las variables que esta vez están entrando en juego. Al número de partidos que se presentan (nueve, nada menos), única certeza que se tiene hasta ahora, hay que sumar muchas preguntas: ¿cuál va a ser la abstención?, ¿qué van a hacer el domingo todos los justamente cabreados contra ZP?, ¿qué van a votar el domingo los muchos funcionarios de todas las administraciones que hay en Úbeda, que han visto recortados sus sueldos y que en junio, nada más pasar las elecciones, padecerán un nuevo recorte?, ¿qué van a votar los muchos empleados del Ayuntamiento de Úbeda, que estos cuatro años han visto recortados sus derechos y han sido sometidos a constante desprecio?, ¿cuántos votos de descontentos van a ser capaces de arrastrar los nuevos partidos?, ¿cómo va a afectar a las elecciones la inesperada irrupción en escena de los indignados?, ¿habrá muchos ciudadanos que opten por el voto nulo y que depositen una papeleta con un mensaje/garrotazo para la casta política?...

Parece que en algunos bares están haciendo porras sobre el resultado del domingo: lo único seguro es que el que acierte, se va a llevar un bote sustancioso.

martes, 17 de mayo de 2011

STRAUSS-KAHN: PARADOJAS Y PERPLEJIDADES





El 17 de octubre de 1931 Al Capone fue condenado a once años de prisión federal por delitos de evasión de impuestos; de Alcatraz (donde pasó su cautiverio en una celda de lujo) saldría arruinado y hecho un despojo físico y mental. Una paradoja: uno de los mayores criminales de la historia de los Estados Unidos no fue condenado por sus asesinatos ni extorsiones, sino por delitos fiscales.

La noche del pasado sábado, la policía de Nueva York detenía a Dominique Strauss-Kahn, Director del Fondo Monetario Internacional y uno de los más preclaros representantes internacionales de la izquierda postmoderna, vacía de contenido y sin ideas, un hombre que se autoproclamaba socialista y progresista mientras con mano de hierro aplicaba las más feroces políticas económicas. Otra paradoja: uno de esos hombres de la banca y las finanzas que debiera haber sido encarcelado por haber sumido en la desesperación a miles de familias, por haber acabado con el subsidio mísero de miles de parados, por haber empujado a la esclavitud a miles de niños en todo el mundo, por haber impuesto recortes en la sanidad o la educación públicas de tantos países, no duerme ya en una de esas despiadadas prisiones americanas como pago por esos crímenes, como pago por tanto sufrimiento causado. Una perplejidad: Strauss-Kahn está encarcelado acusado de violar a una camarera de un hotel de lujo, pero su actuación como responsable de un crimen de “lesa economía” ha sido puesta a salvo por los guardianes de la ortodoxia económica.

Y una pregunta: ¿las finanzas que acabaron condenado a Al Capone salvarán a Strauss-Kahn, o en última instancia aparecerá el Eliot Ness por el que claman los humillados del mundo?

lunes, 16 de mayo de 2011

22-M: MIRANDO LO QUE IMPORTA





Si uno es capaz de mirar más allá de la palabrería de los políticos y de sus grandes promesas —muchas, son las mismas de hace cuatro, de hace doce años— descubre lo que de verdad se juega en las elecciones del domingo. O lo que de verdad le importa.

Más allá del profundo cabreo que siento, más allá de no olvidar que me han bajado el suelo y que ahora en junio me lo vuelven a bajar, he descubierto que no entiendo que pinta lo de Bildu en estas elecciones, o que a mi me importa poco, y que me cansan y me espantan por igual Zapatero y Rajoy. El domingo quisiera votar simple y llanamente como un ciudadano de Úbeda, que además es funcionario del Ayuntamiento, lo que no deja de complicar la votación porque acudo a elegir, también, a mis jefes.

Mezclando esas dos condiciones descubro que me importan unas cuantas cosas, pequeñas, muy concretas. Me importa no tener que justificar mi trabajo, otra vez de nuevo, delante de mis próximos jefes. Me importa que la Corporación que venga entienda que los empleados públicos no somos malas bestias y que juntos se pueden conseguir más y mejores cosas para los ciudadanos. Me importa que el próximo concejal de Tráfico busque una solución sensata para los residentes de la Calle Nueva y aledaños que, tal y como ahora andan las cosas, no vamos a poder llegar hasta nuestra casa con el coche para recoger a nuestro hijo un día que llueva o para dejar un paquete grande; la brillante “solución” que ahora se le ha dado a ese problema es que realicemos una maniobra prohibida y no exenta de peligro. Me importa que el Parque Vandelvira, donde mi hijo va a jugar, esté limpio y cuidado y no tengamos que estar preocupados por si Manuel coge una colilla, los restos de un porro, o se clava el cristal de una litrona o los tornillos de un columpio.

Me preocupan pocas cosas, cosas que tal vez resulten tonterías frente a la promesa de realizar no sé cuántas obras grandiosas, no sé cuántos proyectos faraónicos que nos harán a todos buenos y benéficos. Pero es que he dejado de creer en las promesas de lo imposible. Tengo que decidir mi voto del domingo (soy de los que pese a todo siguen creyendo que es necesario mojarse) pensando en las pequeñas cosas que harán mejor la vida de los que quiero. Para mí, ya no hay más.

viernes, 13 de mayo de 2011

CAMPAÑA




Se realizaron los sorteos para elegir los presidentes y vocales de las mesas electorales del próximo 22 de mayo, y las oficinas del Ayuntamiento de Úbeda (supongo que en otros lugares estará sucediendo lo mismo) son un hervidero de gente que protesta por haber sido elegido y qué pregunta por las causas que pueden alegar para excusarse: son legión los que ni por asomo quieren ocupar esos cargos. La política está tan desacreditada que entre la ciudadanía está calando la idea de que el simple hecho de sentarse en una mesa electoral, acompañado de apoderados e interventores de los partidos, lo convierte a uno en cómplice o algo así de los políticos, que se han convertido, por méritos propios, en una de las principales calamidades para los españoles.

Pero mientras la gente corriente y moliente procura huir de la política y de lo que tenga que ver con ella como si se tratase de la lepra, los políticos (ciegos y sordos pero no mudos) siguen a lo suyo. Ajenos, completamente ajenos, a la realidad: que Zapatero proclame sin empacho ni rubor que “miente como un bellaco el que diga que hemos hecho (se refiere a los socialistas) recortes”, es sólo un indicador más de que o los políticos nos consideran idiotas, o no tienen ni la más remota idea del sufrimiento instalado en miles de familias, o se ha olvidado ya de la congelación de las pensiones, el recorte del salario de los funcionarios o la reforma laboral. Y eso por no hablar de los casi cinco millones de parados que suma ya el país. Por desgracia, en la otra orilla no se atisban tampoco síntomas de sensatez o de realismo, y ahí tenemos a la derecha instalada en la bronca y buscando, sin escrúpulos, sacar rédito electoral de la lucha contra ETA. Pobre país.

Antes puede que las campañas aburriesen: ahora agotan. Agotan cívicamente, y hasta lo más hondo. Es imposible mantenerse firme en las convicciones cívicas si se hace un seguimiento de la campaña electoral. Uno sólo puede confiar en cierta regeneración del sistema político, en la recuperación de la cordura y la responsabilidad por parte de los políticos, en la devolución del poder político a la ciudadanía, uno sólo puede seguir considerándose ciudadano con convencimiento, si arranca las páginas de los periódicos que hablan de mítines, si cambia de cadena en cuanto la televisión nos muestra el rostro bobalicón de un político arrojando sandeces por la boca, si apaga la radio cuando entrevistan a cualquier candidato. Son tan previsibles, producen tanto cansancio, hablan tanto de cosas que no le importan a nadie más que a ellos, amparan con tanto convencimiento a sus corruptos, que es imposible votarlos. Realmente imposible.

Y sin embargo hay que votar. Porque a lo único que no podemos renunciar es a ese derecho que tanto costó conseguir en nuestro país. Hay que votar, sí, porque se lo debemos a nuestros abuelos y a todos los que durante tantos años no pudieron hacerlo. Entiendo que cada día que pasa de campaña invita más a alejarse de las urnas, pero hay que sobreponerse a la vacuidad de los programas y los mítines y de las banderitas de plástico movidas por los leales. Pese a la campaña y pese a los políticos, hay que acudir a votar. No, desde luego, a votar con convencimiento: creo que es imposible mantener cierta decencia cívica y confiar en unas siglas políticas. Hay que votar por cabreo, contra alguien, contra todos, contra el que va en una lista y no nos gusta, cómo sea. Pero la campaña electoral, pensada para acosar y humillar y derrotar nuestra condición de ciudadanos libres, no puede hacernos renunciar a nuestro derecho a votar. No se merecen el voto, nuestro voto, pero mucho menos se merecen nuestro silencio. El 22 de mayo, mientras los políticos repiten machacones lo de la “fiesta de la democracia” (en la que ellos no creen) somos los ciudadanos los que tenemos la palabra. Que la palabra se transforme en un garrote, porque es justo y necesario.

(IDEAL, 12 de mayo de 2011)

jueves, 12 de mayo de 2011

DÍA GRIS




En Lorca, el destino ha ahogado, si quiera por un día, la palabrería postiza de los políticos y ha vuelto a poner sobre el tapete de nuestras vidas lo que es realmente importante. Las manos que escarbaron los escombros para rescatar a los niños; los ancianos que cogieron una manta y un transistor y se fueron a dormir a los parques como si fueran adolescentes recién enamorados; las madres que abrazaban a los hijos queriendo protegerlos del ruido y la furia del mundo; la mezcla angustiada de hombres y mujeres de todas las razas que anoche no entendieron de diferencias y que durmieron todos juntos en las calles, compartiendo el miedo; los niños que pese a todo siguen jugando como si nada hubiera pasado y los niños que nacieron mientras rugía el suelo; las familias que hoy lloran a sus muertos, que son demasiados, y las que buscan entre las ruinas las viejas fotografías; y los médicos y los militares y los bomberos y los policías y los enfermeros y todos los que se incorporaron a sus puestos con el único afán de salvar vidas. El miedo y el espanto, el llanto, la muerte, el alivio, el abrazo, el beso, la sonrisa pese a todo: eso es la vida. La vida, que sigue arañando y mordiendo para vivir también en los días grises.

lunes, 9 de mayo de 2011

PRIMAVERA





Fue domingo y había sol. Pájaros que cantaban. Calles llenas de gente, que son calles llenas de vida, limpias después de la lluvia. Campanas. Niños atareados en sus inocentes procesiones de juguete. Ancianos que paseaban con sus añoranzas —quién sabe qué añoranzas— a cuestas. Parejas jóvenes cogidas de la mano. Cruces de mayo en las que se encontraban los amigos, a la luz de la tarde amarilla. Zumbido de insectos sobre las flores. Cerveza fría. Risas. Charla sin hilo y sin dirección, por el simple placer de charlar.

Fue ayer. Y era primavera.

(¿Qué importan y qué pintan, en un día así, los políticos y los obispos y los figurones, y sus discursos y sus campañas y sus iglesias inventadas y sus campanas mortecinas? La vida invitaba a ser bebida a chorro, y ni las composturas ni las componendas podían evitarlo. Ayer, la vida, estuvo levantada nuevamente sobre nuestros hombros, como quería Neruda.)

domingo, 8 de mayo de 2011

IGLESIAS





George Weigel, el gran biógrafo de Juan Pablo II, ha identificado su papado con el renacer de la Iglesia, tras lo que él denomina (en palabras que podrían haber sido perfectamente asumidas por el nuevo beato y por su sucesor) “años de confusión y de sufrimiento moral del posconcilio”. Sin duda, los papados del gran Juan XXIII (“el Papa bueno”, imborrable en el corazón de millones de católicos y no católicos) y de Pablo VI fueron años confusos: al fin y al cabo, el Concilio Vaticano II quiso abrir las ventanas y poner al día una institución muy alejada de la realidad y anclada en Trento. Años confusos, sí, pero muy ricos en diálogo, en búsquedas, en interrogaciones, en respuestas. Considerarlos como años de un “sufrimiento moral” que debía ser paliado, sanado, sólo puede responder a la concepción de que la apertura y sus consecuencias eran perversas en sí mismas. Para esta curación de una Iglesia enferma de “aggiornamiento” se necesitaba un Papa como Karol Wojtyla.

Wojtyla era hijo de un catolicismo perseguido, de una Iglesia de la resistencia y poco dada a considerar las virtudes del diálogo y la comprensión: para el Papa polaco el catolicismo es una lucha sin cuartel contra el mal, que es todo lo que se queda fuera de los márgenes del dogma. El mal era el comunismo, sin duda, pero también la socialdemocracia, el progresismo, el laicismo, la razón, el relativismo ético, el diálogo entre religiones de igual a igual. Por una de esas “casualidades” de la historia, la entronización de Juan Pablo II coincidió con la llegada al poder de Tatcher y Reagan (curiosamente, otro actor vocacional). Los tres basaban su concepción de lo real en la necesidad de pelear sin tregua contra el comunismo y, por extensión, contra todos aquellos valores e ideas propios del espacio moral progresista: es esto lo que se ha definido como “revolución conservadora”, cuya herencia fue el desmontaje del Estado del Bienestar. La caída del terror comunista se llevó por delante los valores de la solidaridad, el aprecio por lo público, la responsabilidad social. Frente a ese amparo moral prestado a los que desmontaban el edificio ético del Estado social y sus conquistas, frente a la cobertura ideológica de quienes mientras derrumbaban el Muro de Berlín arrasaban cosas tan concretas para una vida mejor como la sanidad o la escuela públicas o la protección contra el desempleo, de poco valían los discursos en los que, pomposamente y sin consecuencias prácticas, Juan Pablo II “denunciaba” los abusos crecientes de los poderosos económicamente.

Fue, sin duda, uno de los grandes políticos de la postmodernidad, el gran artífice del fin del comunismo. Fue también el Papa que, aliado con la Curia vaticana, hizo a la Iglesia desandar lo andado desde el Concilio. En el ámbito católico, su papado supone lo que la Restauración de 1815 al mundo postnapoleónico: Juan Pablo II quiso congelar la historia, domar a la Iglesia conforme a los valores puros de la tradición, encorsetarla en el dogma y la obediencia ciega. Convirtió a la Iglesia de Roma en un bastión del conservadurismo moral, y eso explica el poderío de colectivos integristas como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o los seguidores de Kiko Argüello. Quizá tan pocas imágenes definen tan bien a Juan Pablo II como la bronca dirigida contra Ernesto Cardenal, ministro sandinista, mientras que se careció del coraje suficiente para reprender, con igual rotundidad y claridad, los crímenes cometidos por un Pinochet al que no le negó la comunión.

Juan Pablo II fue un hombre contradictorio que supo manejar con maestría insuperable el espacio escénico en los baños de multitudes, que supo poner a su pies a las masas y a los medios de comunicación y que tras cerrar en un núcleo irreductible la esencia del catolicismo dio lugar una especie de “big bang” de la Iglesia. Y es Juan Pablo II llevó el catolicismo a todos los rincones del planeta mientras que —tal y como ocurre con la materia— aumentaba el vacío del catolicismo. Papado paradójico, como el propio personaje que Wojtyla se labró: su acelerada propagación de una Iglesia en lucha permanente y sin matices contra el mal de la modernidad, aumentó el vacío de ese misma Iglesia y se tradujo en la persecución de los disidentes o, simbólicamente, en la postergación de las causas de santificación de hombres realmente santos pero opuestos a la visión eclesial de Juan Pablo II, como Juan XXIII, Monseñor Oscar Romero (curiosamente San Romero de América es santo de la Iglesia Anglicana) o Ignacio Ellacuría.

Leonardo Boff, víctima del neointegrismo católico, ha definido el Vaticano II como una apuesta por la comprensión en lugar de por el anatema, por el diálogo en lugar de por la condena, una apuesta por la aceptación de las otras iglesias cristianas y por la reconciliación con “las esferas del trabajo, la ciencia, la técnica, las libertades y la tolerancia religiosa”. En contraposición a esto, Juan Pablo II “acalló el derecho de expresión, prohibió el diálogo y produjo una teología con fuertes tonos fundamentalistas.” El Vaticano II fue aldabonazo en la conciencia del conjunto de iglesias cristianas, pero mientras la Iglesia Católica ha desandado el camino esperanzador que se inició con el pontificado de Roncalli, las otras confesiones cristianas han abundado en esa línea de comprender el mundo y de ajustar sus mensajes a lo que sucede en las calles del mundo. Las consecuencias han sido demoledoras para el catolicismo: en Latinoamérica, por ejemplo, se cuentan por cientos de miles los fieles que abandonan la obediencia católica para engrosar las filas de las iglesias protestantes. Por su parte, Hans Küng, uno de los grandes teólogos católicos, ha calificado al Papa polaco como “intolerante y autoritario”.

La beatificación de Juan Pablo II, pues, no ha resultado tan pacífica en el seno de los católicos como nos quieren hacer: Juan Pablo II es un santo hecho por los medios de comunicación de masas. Pero hay una Iglesia atónita porque existan un San Josemaría Escrivá o un San Juan Pablo II. Hay una Iglesia que es tan Iglesia de Jesús como la que más y que sin embargo tiene sus modelos en Juan XXIII, en los cardenales Taracón y Romero, en los arzobispos Martini y Amigo, en los obispos Nicolás Castellanos y Pedro Casaldáliga y Kike Figaredo, y en el cura Rutilio Grande, y en los padres Arrupe y Ellacuría, y en el cura Llanos... Hay, sobre todo, una parte de la Iglesia que evalúa el mundo desde el prisma del sufrimiento de los niños: quien encubrió las violaciones de miles de niños a manos de depravados que ensuciaron el sacerdocio, no puede estar en los altares, porque los crímenes contra los niños lo son en grado sumo, de una categoría especial, imprescriptibles y, posiblemente, imperdonables. Quien mira hacia otro lado cuando se atenta contra un niño consiente que se atente contra Dios, quien atenta contra un niño atenta contra el mismo Dios. Honestamente, creo que es desde ahí desde donde hay que hacer un juicio completo y complejo de esta figura histórica. Mientras, me quedo con esa Iglesia que quiere hablar el lenguaje del mundo, que quiere escuchar la voz del mundo y que quiere ver con los ojos del mundo, esa Iglesia que tiene de la mano, que comprende y perdona, que no juzga, que no es de la Inquisición sino del Evangelio de Jesús el Nazareno, esa Iglesia que se abrió en el Concilio y que están queriendo cerrar. Me quedo con la Iglesia bonachona, maternal, comprensiva, dialogante, con afán de modernidad, de Juan XXIII, el «Papa Bueno».

viernes, 6 de mayo de 2011

SANTA MARÍA








«No dan ganas de rezar». Así resumía uno de los buenos jesuitas que viven en Úbeda lo que provoca en él la Santa María de los Reales Alcázares que ha resultado tras veintiocho largos años de destrucción y reinvención, de algo que solo piadosamente puede llamarse «restauración». No, no dan ganas de rezar en Santa María: es todo tan pulcro, tan igual, todo tan reluciente, tan brillante, todo tan postizo, tan claramente inventado, que de lo que dan ganas es de celebrar fiestas, con una orquesta en la Capilla Mayor y mesas en las naves.

La fecunda historia de Santa María —de la que se dijo que albergaba todos los estilos artísticos conocidos e incluso alguno más— ha sido resumida en una uniformidad estilística impostada, afectada. Hasta que Ruiz de Albusac la destruyera, allá por 1986, y Enrique Venegas se inventara una nueva iglesia, a partir de 1990, Santa María presentaba un aspecto abigarrado, caótico. Parecía una anciana de extraña belleza que a lo largo de sus muchos años ha amontonado —sin mucho orden y tal vez sin mucho sentido— recuerdos de viejas glorias, argumentos de otro tiempo, joyas sin lustre, cicatrices de heridas y operaciones, una anciana decrépita pero todavía interesante. Santa María no era una iglesia «bonita», pero tenía un «toque» especial: era un templo con «sabor» que hablaba despaciosamente de los muchos siglos, de las muchas obras, de las muchas modificaciones que se habían realizado dentro de sus muros. La Santa María que hemos perdido para siempre tenía personalidad, una personalidad definida por la acumulación de escudos, lápidas de los obispos y canónigos enterrados en su interior, capillas decrépitas, rejas y lamparones de forja, restos de obras, modificaciones, mutilaciones de elementos ornamentales... Ese modo de ser de Santa María, alocado y sin concierto, saludaba al visitante ya en el claustro gótico, aromado de cipreses, umbrío, lleno de cánticos de pájaros. Hoy, todo eso, todas esas huellas del pasado, una gran parte de las aportaciones que Santa María había recibido siglo tras siglo —aportaciones del viejo cabildo colegial, aportaciones de los priores Blanca y Monteagudo, aportaciones del cura don Diego—, se han sacrificado en aras de una uniformidad, de una unidad que el templo, si alguna vez la tuvo, había perdido ya en 1500. De resultas de este afán por borrar las huellas del tiempo y los rastros del pasado, de este afán por restaurar algo que nunca existió, obtenemos ese templo en el que «no dan ganas de rezar».

La Santa María que el domingo será abierta al culto con pompa episcopal y circunstancia electoral, es un templo sin alma. Le han extirpado la calidez espiritual que le daba su historia, porque hasta de historia la han privado: donde antes había losas y lápidas de piedra viva, hay ahora un catálogo de mármoles de todos los colores; donde antes había unas bóvedas barrocas del siglo XVIII, hay ahora unos artesonados de madera de escaso mérito, relucientes y sin justificación histórica; donde antes había un claustro y un patio recogidos, románticos, llenos de aspiraciones líricas y religiosas, encontramos un lugar inhóspito en el que no podrán anidar los gorriones; las lámparas y púlpitos de forja han dado paso a cientos de focos de aluminio, extintores y luces de emergencia, vidrieras «kitsch» de estilo marbellí y un minimalista púlpito posmoderno de piedra relamida... De las rejas de madera de las capillas del canónigo Magaña y de San Sebastián nada se sabe. Todo, en la nueva Santa María —adornada a prisa y corriendo con imágenes de Olot— parece de saldo, barato. En conjunto, todo resulta huero. Visto el resultado, los cientos de millones de pesetas que se dicen haberse gastado en la antigua Colegiata ubetense, resultan un derroche: para vaciar el espíritu de un templo se necesita bastante menos.

(IDEAL, 5 de mayo de 2011)

jueves, 5 de mayo de 2011

CONFLICTOS





Me cuesta poner en orden las ideas y los sentimientos que me provoca la muerte de Bin Laden. Hay demasiadas cosas que no entiendo, demasiadas cosas aparentemente distintas que se mezclan al intentar hilvanar una idea, una frase. Precariamente puedo encontrar un mínimo común que supera mis contradicciones: todo, en la vida, es conflicto. Conflicto de derechos, conflicto de intereses. La regulación del aborto en determinados supuestos es algo necesario para articular un modo de superar ese conflicto que puede surgir entre la vida por nacer y los derechos y la dignidad de la mujer. El asesinato de Bin Laden también responde a un conflicto, en este caso puede que incluso más profundo: en los grandes criminales de la historia colisionan de manera sísmica el derecho a la vida de los que aniquilaron la dignidad y la vida de sus víctimas, y la urgencia moral de una reparación ejemplar para quienes los padecieron.

La doctrina moral de los juicios de Nuremberg me parece que postula una vía razonable éticamente, sensata espiritualmente, para solucionar ese conflicto entre la dignidad de las víctimas y la vida de los criminales: hay ocasiones en que preservar a toda costa el derecho a la vida de los asesinos se convierte en una ofensa intolerable para con las víctimas y, por extensión, para con toda la humanidad. Lo siento, pero soy incapaz de cuestionar la altura moral que imprime en la historia contemporánea la ejecución de los criminales nazis: sería imperdonable no haberlo hecho. Pero al ver las fotografías de esos ajusticiamientos no siento ninguna alegría, porque soy consciente de que en el fondo son una derrota del patrimonio espiritual de la humanidad, un reconocimiento de nuestra propia responsabilidad en cualquier aberración que se comete alentada por utopías, religiones o ideologías. Por eso me escandaliza, humanamente, que alguien pueda salir a la calle, armado con una bandera o una botella de champán, a festejar la muerte del criminal islámico. Me escandaliza tanto como las palmas y las muestras de alegría con que fue festejada en el Congreso de los Diputados la aprobación de la «ley Aído». El mundo que ahorcó a Rosenberg o Streicher no fue mejor al día siguiente, pero era el único mundo posible. El mundo que con un nudo en la garganta legisla para que una mujer que ha sido violada y se ha quedado embarazada pueda abortar sin ser perseguida, no es un mundo mejor, pero es el único mundo posible. El mundo hoy, tras la muerte de Bin Laden, no es mejor, pero tal vez es el único mundo posible. ¡Qué tragedia es algunas veces la existencia!

Hay ocasiones en que el conflicto tiene que resolverse del lado de la muerte, pero eso es un fracaso para todos, de todos, y no hay motivos de alegría: lo humano, en esos casos trágicos, es apretar los dientes y respirar hondo, sabiendo que tal vez no se ha hecho lo correcto (lo que sería correcto si el mundo fuera ideal, si no existiese el mal, si no existieran los conflictos entre derechos e intereses) pero sí lo único posible.

En todo este remolino de ideas y de contradicciones, lo único que me repele moralmente, sin apelaciones, sin contemplaciones, es el uso de la tortura. Torturar a alguien, asistir a su sufrimiento sin que se conmuevan las entrañas, me ha parecido siempre el más terrible de los crímenes y el síntoma más profundo y desolador de ausencia de humanidad. Tal vez la tortura sea el único hecho humano frente al que no cabe la apelación al conflicto: nunca, bajo ninguna circunstancia, puede justificarse el sufrimiento gratuito, continuado, de ningún ser humano.

martes, 3 de mayo de 2011

ROMERÍA





Cada año que pasa, esa cita que supone la romería de la Virgen de Guadalupe me llena más. Más como persona, más como amigo de mis amigos. Todo, incluso en este año en que el abandono de los caminos y las lluvias lo pintaban todo negro para subir a la Virgen desde el santuario hasta Santa Eulalia, todo, digo, confluye para hacer de esa madrugada, de esa mañana, algo casi mágico. Despertarse mientras suenan los cohetes. Caminar de noche, en medio de la niebla, por entre los olivos que huelen a humedad. Llegar antes de que amanezca y saber que Cristóbal y su mujer ya tienen listas las migas y la cerveza fría y las ascuas para la panceta y el chorizo, que chorrean su grasa crujiente sobre el pan, y desayunar entre risas y bromas. Continuar, luego, el camino, por el barro, en un campo lleno de flores y descubrir un amanecer bellísimo: la niebla sobre el hoyo del Gavellar, como en nubes de algodón que caminan sobre los olivos y los trigales verdes, desperezando las lomas en esa hora en que la luz es todavía incierta, como si no se atreviera a alumbrar definitivamente el mundo y sus miserias pero sí quisiera delimitar la forma de tanta cosa hermosa como existe. Esperar luego a la Virgen a la orilla del camino, la emoción de la primera vez que un año más la vemos, iniciar el camino de regreso, cuesta arriba, con todos los recuerdos acuestas, con la melancolía de no sabemos qué memorias desmayadas llenando nuestra cabeza e incluso la punta de nuestros ojos, sabiendo que somos solo parte de una cadena que desde hace muchos siglos ha llenado esta mañana de romería de emociones parecidas a las nuestras, tal vez con el deseo de que nuestros hijos hereden de nosotros esta humilde pasión, esta sencilla manera de sentirnos ubetenses. Y así, hasta Santa Eulalia, donde ya sin impedimentos se repite el ritual de cada año, la cerveza reconfortante tras la caminata en la caseta de la Oración del Huerto, y luego la caseta de Los Costaleros, punto obligado ya para nuestra particular romería: los porrones de vino, los ochíos con habas, las gachasmigas de Pepe Robles... Que este año, el primer día de romería, hayan estado allí nuestros hijos, y que Marién y María del Mar y María Luisa llegaran a tiempo de las gachasmigas, lo ha cambiado todo un poco, pero también lo ha hecho mejor, más enriquecedor, porque estoy convencido de que a todos nosotros nos gusta compartir esto que tanto queremos ya con quienes más queremos.

Unos años más amigos, otros, por distintas circunstancias felices, algunos que faltan. En el fondo todo siempre igual, incluso el concejal que se nos engancha (?) y que nunca paga nada aunque bebe cada vez que pedimos nosotros. Todo igual.

Estoy convencido (lo pensaba el lunes, cuando ya estábamos sólo las parejas, en un día fantástico, inolvidable de romería, con las locas de nuestras mujeres corriendo detrás de Javier Arenas para echarse unas fotos que no sé yo dónde van a colgar, antes de emprender el regreso a Úbeda trayendo al a Virgen de Guadalupe) de que días como estos sirven realmente para hacernos más amigos. Cada uno, en el camino y en la risa, con sus pensamientos, con sus recuerdos, pero todos unidos en este sentimiento de querernos y tener cosas que nos unen.

La romería. Nosotros. Un grupo que va creciendo cada año: los de “siempre” (¡cinco años ya!): Alfonso, Pepe Rus, “el Parri”, Pepe Navarrete, Paco, Juan, Jero, Mari Carmen, Cristóbal, Jose, “el Lalos”, Juan Antonio...; los que acrecientan el grupo y van convirtiéndose en habituales en la cita de las migas y de los porrones y de la risa: Tomás, Luis Carlos, Pedro Ángel, Rojas, Luis María, Quique, Pepi...; la romera chiquitilla que ya suma dos años: Rocío; las que llegan a la hora cómoda cargadas de chiquillos: María Luisa, María del Mar, Marién; los chiquillos: Manuel, Carmen, María del Mar, María... Cuántos sumados ya a la cadena tan larga de las romerías de la Virgen de Guadalupe.

He tardado en escribir esto (a veces es difícil ordenar las vivencias y las emociones) y al final he descubierto que sólo quería decir una cosa: otro años más, a todos, gracias.