25 de diciembre de 1939. Dos hermanos (uno de aproximadamente 11 ó 12 años, el otro de 6 ó 7), hijos de una familia pobre, recluidos por su padre, que no puede alimentarlos, en el orfanato y reformatorio de San Judas, en Irlanda, regentado por sacerdotes católicos, rompen una de las normas del centro. Salen al patio y se abrazan por encima de un muro de hormigón. Mañana del día de Navidad de 1939: esos dos niños, que han roto la norma, la absurda norma, son azotados como esclavos, casi desnudos, sobre el frío y mojado piso de cemento del reformatorio, por el hermano John. Con una correa, en las espaldas, hasta desollarlos. Sin conmoverse por sus lágrimas y sus gritos y por la sangre. Delante de todos los otros niños. Delante de otros sacerdotes que guardan silencio y asisten a la tortura impasibles. Sólo William Franklin (laico, profesor de literatura, antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, en la guerra española, que moriría el 6 de junio de 1944 en el Desembarco de Normandía) es capaz de frenar la infamia de la paliza que se está propinando a dos niños absolutamente humillados e indefensos.
Y la anterior no es ni siquiera la más dura, la más desoladora de las imágenes que anoche pude ver en Los niños de San Judas, una durísima película de Aisling Walsh que denuncia los abusos generalizados a los que miles de niños irlandeses fueron sometidos en centros (orfanatos, reformatorios, colegios, internados, parroquias) de la Iglesia Católica desde la década de 1930 y hasta su cierre por el gobierno en la década de 1990. En los últimos años, el informe del juez Sean Ryan, de la Corte Suprema irlandesa, ha puesto de manifiesto la magnitud del crimen, su institucionalización y su consentimiento tanto por las autoridades civiles (recordemos que Irlanda es un estado confesional, en el que la Iglesia goza de extraordinario poder sobre la vida colectiva) como, por supuesto, por las eclesiásticas. Por desgracia, y como era de esperar, ninguno de los criminales, de sus cómplices y de sus encubridores, ha acabado en la cárcel, y el asunto ha sido despachado por la Iglesia irlandesa con una petición de perdón, como si fuera posible el perdón, como si fuera suficiente con pedirlo, cuando el crimen es de tal magnitud.
Esta película está inspirada en una novela autobiográfica (Canción para un niño pobre) del poeta irlandés Patrick Galvin, fallecido hace unos días, y que pasó parte de su infancia en uno de esos centros católicos de internamiento y tortura; es imposible verla sin sentir como dentro de nosotros crece una marea de indignación, de repugnancia. ¿Qué alma tenían quienes sabían lo que estaba pasando y no lo evitaban? ¿Qué alma tenían los que sabían que se violaba a los niños y no ponían freno a los abusos? ¿Cómo podían comulgar los que presenciaban, y amparaban con su actitud, las palizas brutales, el trato inhumano, al que se sometía a los niños y no hacían nada para evitarlo y no lo denunciaban? Lo que más repugna es precisamente la complicidad y la comprensión hacia los criminales: los sacerdotes que nunca frenan las humillaciones y la violencia desatada contra los niños por el hermano John, son los mismos que al final de la película (cuando el criminal ha asesinado de una paliza a un niño llamado Liam Mercier) paran y sujetan a Franklin cuando éste, tras llevar en sus brazos el cadáver ensangrentado del niño, da rienda suelta a su rabia y quiere matar a puñetazos y patadas al asesino padre John, que además era encubridor de un cura que violaba a los niños. Viendo anoche esta película en La 2 de TVE era eso lo que más me repugnaba, esa compasión con el torturador y asesino que no habían tenido nunca con sus víctimas completamente indefensas, ese ocultar el crimen que practica el obispo cuando en lugar de denunciar y perseguir a los criminales simplemente los traslada para que vivan plácidamente hasta el fin de sus días, no sabemos si torturando a otros niños, porque esa parte de la historia real no nos es contada.
Cuando se trata del dolor, del sufrimiento de los niños, no hay, no puede haber medias tintas, ni componendas. Justificar, comprender, “reinsertar”, esconder, perdonar, a quienes violan el recinto sagrado que es el cuerpo y la felicidad y la dignidad de un niño lo convierte a uno en cómplice de un crimen para el que hasta el mismo Cristo pidió la pena más alta. Los crímenes contra los niños son crímenes que no prescriben, que perduran por toda la eternidad, que exigen una reforma penal en la dirección de la justicia sin segundas intenciones. Porque quien mata a un niño mata a la humanidad entera, porque quien viola a un niño viola a la humanidad entera, porque quien tortura a un niño tortura a la humanidad entera. Y porque quien justifica y perdona a estos criminales justifica y perdona todos los crímenes de la historia. Porque el más alto gesto de la humanidad es el de vengar las lágrimas de los inocentes.