viernes, 29 de abril de 2011

VIVO SIN VIVIR EN MI





No nos importa que Gadafi esté distribuyendo Viagra entre sus esbirros para incitarlos a la violación masiva de mujeres. No nos importa el sufrimiento de miles de familias estadounidenses que lo han perdido todo bajo la furia de los huracanes y las tormentas. No nos importa el hambre de los niños africanos, la esclavitud minera de los niños peruanos o que trabajen los niños asiáticos que tienen tan sólo cuatro o cinco años. No nos importa que ahora mismo el banco se haya presentado en la casa de una familia española y la haya puesto en la puta calle, con sus hijos que lloran y su álbum de fotos. No nos importa el vocerío demagógico de la derechona ahora que se cree que nadie puede robarle las próximas elecciones. No nos importa la permanente pose huera de una izquierda que no tiene nada que decir. No nos importa la degradación de la democracia, el auge del populismo, la popularidad de los corruptos, la entronización de los mentirosos, la degradación acelerada de lo público. Volviendo a lo de ayer, no nos importa la vida.

Nos importa lo inventado. Admiramos lo inventado, lo reverenciamos sin interrogarlo: la pompa y la fanfarria de la beatificación del Papa polaco que bendijo la revolución conservadora que ha devastado nuestro mundo, el jefe del Real Madrid que escupe bilis cada vez que abre la boca, la Esteban que ha convertido la zafiedad y la ordinariez en bandera de las clases populares. En eso andamos ocupados. Pero sobre todo, nos importa, nos ocupa, nos preocupa, la boda del nieto de la reina de Inglaterra. Si hoy los extraterrestres llegasen a nuestro planeta pensarían que vivimos en un mundo feliz, perfecto, que tiene tiempo de sobra para dedicarse de lleno al pan y al circo, a lo vacío y lo puramente estúpido e inútil.

Yo, por mi parte, vivo sin vivir en mí pensando en que no voy a ver en directo la boda del año, del siglo, la boda del milenio, de la era cristiana, el mayor espectáculo que vieron los siglos, esa estupidez con la que hoy periódicos, radios y televisiones (¿quién pensaba que había unos medios de comunicación que son basura y otros que no lo son?) nos bombardearan hasta dejarnos deshechos, hasta dejar trituradas nuestras conciencias y adormecida nuestra rabia.

jueves, 28 de abril de 2011

CUANDO INVENTAR NO ES VIVIR





Dijo ayer Ana María Matute que el que inventar es vivir. Extraordinario lema para quien escribe: la invención es la vida. Pero llevado a otros ámbitos de la vida, la invención como núcleo de la vida es demoledora, porque puede confundir la vida con la invención, con la fabulación, o porque más peligrosamente (ese es el programa de todo totalitarismo) puede aspirar a construir la vida conforme a lo inventado.

Solo si consideramos que viven instalados en esa confusión (en este caso interesada) entre lo real y lo inventado, entendemos que los políticos inventen una España de las maravillas que desmienten Amnistía Internacional cuando dice que en nuestro país no se garantizan derechos básicos como el de la vivienda, o Cáritas cuando dice que aquí hay nueve millones de pobres, decenas de miles de niños que viven en la pobreza. Solo desde esa confusión entre la vida y lo inventado se entiende que todos los medios de comunicación (hasta ahora había algunos a los que yo tenía por medio serios) se estén volcando en la dichosa boda del principito inglés, mientras los dramas de la realidad pasan a un segundo plano o son, literalmente, olvidados.

En los libros la invención es la vida. En la vida, la invención es esta impostura en la que nos han instalado: urge derrocar el mundo inventado para que sea posible reparar el mundo que vive.

miércoles, 27 de abril de 2011

CUESTIÓN DE ESTILO





No me gusta el fútbol y en realidad debería darme exactamente igual quién ganara o perdiera esta noche. Uno de los elementos de lo que sería un mundo perfecto para mí sería un mundo sin fútbol, o al menos un mundo en el que los equipos españoles perdieran siempre. Pero como esta noche se enfrentan dos equipos españoles y al fin y al cabo, y mal que nos pese, uno de ellos tiene que ganar, prefiero de corazón que gane el Barça de Guardiola. Cuestión de estilos, simplemente. Cuestión de identificaciones. Porque entre esa zafiedad barriobajera de Mourinho, ese gesto agrio de quien se cree superior a los demás, esa arrogancia petulante del soberbio mayor del reino, entre el gesto pikikero de Ronaldo y pinta de chulo de burdel barato, entre todo eso que ejemplifican los dos rostros más visibles del Real Madrid y el gesto moderado de Guardiola, su aparente sensatez, o la humanidad que regalan Messi o Iniesta, me quedo con lo que el Barcelona vende, aunque en el fondo no sea más que escaparate. Puestos a elegir un estilo, yo me quedo, sin pensarlo, con el del Barça: España es mejor cuando triunfa ese modo de comportarse y de aparecer.

martes, 26 de abril de 2011

EL ESPANTO Y LOS NIÑOS





He visto las fotos de las víctimas de Chernobil. Veinticinco años después, todavía hay cientos de niños que padecen cáncer o que son víctimas de enfermedades verdaderamente horripilantes, que los convierten en una especie de monstruos, comidos por tumores que los deforman o desfigurados como muñecos de plastilina. Al final, los niños acaban siendo siempre los pagadores de todos los engendros de la humanidad. Que paguemos los adultos puede resultar hasta justo, como respuesta a nuestra estupidez, a nuestra soberbia. Que paguen los niños es un acto esencialmente inmoral: no pueden ser los niños los que paguen la crisis que desató la ambición de unos banqueros que en un mundo decente deberían estar ya encarcelados, no pueden ser los niños los que paguen las ansias de sangre de los tiranos de Libia o de Siria, no pueden ser los niños los que paguen el engreimiento de una especie que se cree puede controlar y dominar la naturaleza. Los niños son el límite y la respuesta para todas las preguntas, porque los niños son lo único realmente sagrado, lo único realmente intocable que existe. Por eso, a la pregunta de si tiene sentido mantener la energía nuclear sólo se puede responder con una pregunta ética: ¿pueden los niños ser víctimas de un error nuclear? La respuesta está dada, dada desde hace veinticinco años.

Porque la respuesta está en los ojos de los niños: quien quiera conocer la verdad, que los mire, y que piense si es capaz de defender que frente a esos ojos limpios no declinan todos los derechos, todos los avances, si no hay que rechazar y oponerse a todo lo que pueda llenarlos de lágrimas. Nada hay más repugnante, nada causa más espanto, que el sufrimiento de un niño. Por eso, urge reinventar un mundo que ponga en la protección de los niños su norte moral: no es bueno lo que puede causar daño a los niños, no son dignos de compasión quienes causan daño a los niños.

viernes, 22 de abril de 2011

SEMANA SANTA





Hay algo irresistible, irreprimible, que nos atrae de la Semana Santa, algo que habita dentro de nosotros y a lo que nosotros no podemos darle un nombre exacto y definitivo que nos levanta y nos empuja con la fuerza de un mar en calma hacia esa playa sosegada que estos días nos ofrecen. La Semana Santa tensa dentro de nosotros un arco hecho de melancolías y de esperanzas, un arco de emociones y estremecimientos; pero sin embargo, la Semana Santa es algo más que una melancolía y una esperanza y una emoción y un estremecimiento, porque en realidad sí somos todo eso durante estos días, pero aderezado por un soplo de lo sobrenatural, por un viento antiguo hecho de muertes y de memorias. Es inútil querer determinar el nombre y el contenido exacto de la Semana Santa, intentar aprehender su esencia definitiva: estos días se elevan por sobre nosotros, nos apresan como una niebla fina y quieren reconvertirnos, rehacernos. Es suficiente con que tengamos dispuestos los sentidos y los oídos, con que tengamos esponjada el alma, para que ese aire transformador de la Semana Santa se nos cuele dentro. Y, ay, una vez que se nos coló el aire de la Semana Santa en el fondo de la carne herida de mortalidades, una vez que su sombra se hizo dueña de nuestra alma cansada, entonces es ya imposible no sentirse presa de todo lo aquí convocado.

La Semana Santa nos enclaustra en un espacio luminoso en el que nuestra infancia se hace presente a cada hora: cuando vemos los penitentes por las calles dirigirse a las casas de hermandad, cuando el incienso levanta una nube densa debajo de los naranjos florecidos, cuando se abren las puertas de las iglesias para enmarcar las imágenes dolientes de Jesús y de la Virgen. ¿Es, pues, la Semana Santa un conjuro para devolvernos al niño que siempre habita dentro de nosotros y que nos resistimos a dejar morir porque sabemos que si lo hacemos toda esperanza es vana? La Semana Santa es eso, sin duda, pero también es algo más. Es siempre algo más. Algo más intenso que los recuerdos. Algo más adentro que la carne conmovida.

Hay ciertas músicas, ciertos olores, un sabor que se pegó en el fondo del paladar, que abren dentro de nosotros una abismo al fondo del cual vislumbramos la claridad sin nombre de lo que somos. En ese momento, es fácil que nos creamos, otra vez, niños cogidos de la mano de su padre caminando por las calles de la primavera para ver salir la procesión, para atajarla por las calles empedradas. De adultos, la mano se siente apresada, agarrada, por otra fuerza misteriosa y a la par tan protectora, por una fuerza que es también como una perturbación y un interrogante: la Semana Santa nos abisma al fondo donde Dios se complace en esperar nuestra mirada. Y eso, en última instancia, es lo que realmente da sentido a la Semana Santa: que en cada uno de los elementos que la componen –y no deberíamos aderezarla con más elementos que distraigan la atención de esa almendra íntima del silencio divinal que es la Semana Santa– Dios quiere hablarnos de algún modo. Los modos de hablar de Dios son siempre extraños, muchas veces incomprensibles: unas veces pretende hablarnos con el dolor y el sufrimiento, en Semana Santa quiere hablarnos con el recuerdo, con las lágrimas que recuerdan a quienes no están, con el sabor del hornazo recién cocido.

¿Qué es la Semana Santa? Es esa palabra que lo divino nos lanza al fondo del corazón, delgada como la música de los violines, trémula como el niño que se asoma a nuestros ojos al paso de la procesión, absolutamente sincera y por ello tantas veces desapercibida, porque nos hemos hecho a imagen y semejanza de la impostura y lo que está limpio nos duele y lo rechazamos. ¿Oímos lo divino hablando en el fondo de nuestros corazones o estamos atronados de ruidos que sólo son necesarios si sirven para conducir la palabra de lo que habla sin palabras?

(IDEAL, 21 de abril de 2011)

sábado, 16 de abril de 2011

SÁBADO DE RAMOS





A veces, la vida es una suma de tópicos. Supongo que un día como éste, Sábado de Ramos, no deja de ser un día hecho sobre tópicos. Pero yo no lo puedo remediar: me gusta el Sábado de Ramos, me gusta el olor de este día, la luz que parece recién estrenada, me gusta contemplar como llegan los primeros vencejos y como florecen los naranjos, como las calles bullen de vida. Hoy, además, ha sido bastante especial: todos los amigos juntos, con nuestros hijos, en el sol de la tarde, hablando de las cosas que nos gusten mientras bebíamos cerveza. La dicha absoluta debe ser algo muy parecido a lo que hoy hemos vivido.

A mí, aunque sea tópico, el Sábado de Ramos me hace feliz, me devuelve al niño que quiero conservar en mi interior, me levanta el ánimo. Creo que este día siempre me hace querer ser mejor. Y perdonadme, al menos por hoy, el recurso al tópico.

viernes, 15 de abril de 2011

REPÚBLICAS





Dentro de poco no quedará vivo nadie que pueda recordar lo sucedido en el periodo de entreguerras. Dentro de unos cuantos años –ocho, diez– nadie será ya un niño que paseando de la mano de su padre reconocía a los escritores sentados en los cafés de París, nadie será un niño de los que caminaban con sus madres llevando bolsas llenas de billetes para poder comprar un kilo de azúcar o un cuaderno escolar en el desolado Munich en el que acechaban ya los nazis; ni quedarán niños de los que oían en sus casas de Viena hablar del derrumbe del viejo imperio de los Habsburgos. Dentro de poco no quedará ninguna memoria viva de la esperanza y el temor de aquellos años en los que Europa se llenó de repúblicas democráticas, de fervores reformistas o revolucionarios, de iluminaciones voraces y poseedores de verdades absolutas y purezas criminales, que acabarían engullendo el trabajo y la voluntad de grupos de hombres bienintencionados y cada vez más despreciados, más abandonados, más solitarios.

Sólo descubrimos la velocidad con la que pasa la vida cuando el tiempo ha borrado los rastros del pasado que pueden hablar, que pueden emocionarse y contar. La historia sólo es historia cuando una fecha del almanaque se ha quedado sin un testigo que nos diga el azul del sol de aquel día, la brisa de primavera que agitaba los chopos, los vencejos que volaban ajenos al revuelo, al desconcierto y a la felicidad de las plazas rebosantes de gentes enardecidas y civiles, convencidas de que un día de eclosiones líricas es suficiente para transformar la realidad. Fue eso lo que ocurrió un 14 de abril de hace ochenta años. Todavía viven algunos de nuestros abuelos que fueron niños aquel día y que recuerdan las portadas de los periódicos anunciando la marcha de Alfonso XIII, que recuerdan el bullicio festivo de un país que se paralizó para recibir a la República con traje de gala, todavía viven algunos de los niños que aquellos días jugaban en la calle a ser Hernández y Galán o que recitaban versos de Machado, o que, hijos de familias pudientes, veían a sus padres preparar las maletas y el coche por si había que cruzar la frontera huyendo de la revolución. Pero dentro de muy poco esos niños serán simplemente polvo, otro puñado de cadáveres que agolpar en los desvanes de la vida. Y entonces, el 14 de abril, dejando de ser memoria, será definitivamente historia.

En ese momento podremos abordar lo que significó aquella República española, y lo que significaron todas las otras repúblicas democráticas de Europa. Sólo cuando desaparezca las memorias y sus visiones parciales, podremos comprender que era prácticamente imposible que algo tan frágil como la democracia pudiese resistir el empuje de los fascismos y del comunismo, tan atrayentes para las masas sedientas de venganzas y rencores. Tal vez entonces, cuando nadie pueda contarnos que vio a Machado o a Unamuno izando la nueva bandera nacional, cuando nadie recuerde el olor de los conventos quemados en mayo o cuando nadie nos diga que sus hermanos pasaron hambre durante la gran inflación alemana, tal vez entonces podamos comprender los errores de los hombres de Weimar o de la II República española, sus decisiones equivocadas, los sectarismos que hoy juzgamos con tanta facilidad pero que entonces respondían a presiones enormes, insoportables, de quienes sólo aspiraban a hacer desaparecer las libertades y los derechos. Será necesario despojar a los años y los acontecimientos de su pátina heroica, de la lírica y la épica con que los revisten quienes los vivieron, para que podamos comprender la historia, para que podamos explicarla y para que entonces, cada 14 de abril, gritar «Viva la República, viva España» sea un gesto de homenaje sin adhesiones inquebrantables, crítico, leal y, sobre todo, justo.

(IDEAL, 15 de abril de 2011)

viernes, 8 de abril de 2011

EL HOMBRE DERROTADO





Es, tal vez, el Presidente más herido, el más derrotado de la democracia española. Posiblemente también el más abandonado: será difícil que el paso del tiempo lo rescate, porque si otros como Suárez fueron también víctimas de las ambiciones y malas artes de los otros, él ha sido víctima de su propia ceguera, quizá de su soberbia. Él, más que ninguno, debe movernos al sentido de compasión no para con el político sino para con la persona.

Lo conocí en 2003: me pareció una persona con ideas, con sentimientos. Tal vez por eso, ahora, cuando la historia lo ha humillado sin contemplaciones, no puedo dejar de sentir lástima por él; y cualquier consideración política cede a la aproximación al hombre que creyó que bastaba con dar un nombre bueno y nuevo a las situaciones para que la realidad cambiase. Presa de lo políticamente correcto, agarrotado por el formalismo del discurso y convencido de que la pura letra transforma el fondo de las personas, es la principal víctima del buenismo con el que ha ejercido el poder, cuando el poder es en esencia un diálogo con el mal.

En su haber quedarán las conquistas civiles de los homosexuales y la independencia de Radio Televisión Española, desconocida en treinta años de democracia. Poco más: todos sus otros sueños van camino de convertirse en pesadillas para una gran mayoría de los españoles. Porque las conquistas sociales de las que alardeó en tiempos de bonanza, han sido ya devoradas y digeridas por el tren implacable de una crisis económica que él pensó podía ser vencida simplemente con eludir su nombre. Ahora queda un batiburrillo estatutario alentado por la idea —indefinida, indeterminada, torpe— de una España plural que ha terminado traducida en una mayor dispersión de las competencias del Estado y en una mayor desigualdad entre los españoles de los distintos territorios. Quedan, también, las facturas de la luz o del gas más altas de nuestra historia, los mayores abusos de bancos y eléctricas que jamás se hayan consentido con la ley en la mano, los salarios más bajos y la mayor precariedad, un futuro incierto para las pensiones, un presente durísimo para miles de parados sin prestaciones. Es el legado de una derrota, la herencia de un hombre derrotado. Pero lo peor es que con él hemos sido derrotados todos los que sinceramente pensábamos en 2004 —todos los que aquel día de marzo votamos no por rencor ni con rabia sino por convencimiento y conciencia civil— que sería posible avanzar en el modelo socialdemócrata, los que entonces pensábamos que sigue siendo urgente un pensamiento progresista en un mundo sometido a la codicia que la revolución conservadora y neoliberal ha impuesto como único dogma de fe social.

El «amejoramiento social de los humildes» que prometió en su primera investidura, ha quedado en nada. La realidad ha sido más tozuda —la realidad ha sido más real— que las ilusiones voluntariosas del Presidente. Se perdió en el laberinto de sus propias vacuidades, de su insustancialidad, fue atacado sin piedad por una derecha que tolera mal perder elecciones y ha terminado estrellándose contra el muro del desprecio social. Pasará a la historia como el peor Presidente de la democracia, porque deja menos que cualquier otro, porque de él el imaginario colectivo conservará solo el recuerdo de los millones de parados, de los negocios cerrados, de los recortes sociales, de las gracietas cosméticas con las que pretendió cambiar nuestra vida.

Yo me lo imagino, dentro de su frialdad, con un nudo de desconsuelo atenazándole la garganta, deseando un regreso imposible a ese momento en el que todavía podría escribirlo todo de nuevo. En el fondo, me conmueve su soledad, su terrible soledad: nunca, ningún Presidente, se parecerá tanto a un cuento de Borges.

(IDEAL, 7 de abril de 2011)

martes, 5 de abril de 2011

PISOS





Más allá del cálculo económico y más allá del argumentario jurídico y legal, tenemos que rescatar un espacio para la indignación. No podemos consentir que la ética, que el concepto de lo justo, quede enterrado debajo de los códigos legales y de las tablas de beneficio de los bancos. Por eso, urge que nos indignemos ante la situación que están atravesando miles de familias españolas que después de atravesar por el drama de perder su vivienda, siguen manteniendo sometidos a la usura bancaria. Más allá de los cálculos y de las leyes, lo justo, lo realmente justo, es que quien le entrega al banco su vivienda (y se ve con sus pocas cosas y sus hijos en la calle) tenga saldada su hipoteca. Rosa Montero lo ha dicho hoy mucho mejor que yo en El País, en un artículo que sencillamente se llama PISOS. Os recomiendo que leáis, porque no podemos seguir de brazos cruzados, impasible el ademán, mientras impunemente algunos acrecientan el sufrimiento de los más desprotegidos de manera proporcional al volumen de sus cuentas corrientes.

Y no vale alegar que muchos pecaron de incautos al hipotecarse en más de lo que podían asumir económicamente: han pagado su culpa perdiendo una parte sustancial de sus vidas y sus ilusiones. También los bancos pecaron de incautos dando hipotecas sin ton ni son y por ahora no han pagado nada de la responsabilidad mayúscula que tienen en esta situación de caos en que nos metieron. En Islandia, una sociedad indignada, que a estas alturas es la única manera de ser una sociedad civil, civilizada y cívica, se está echando a la calle para pedir en el mayor acto de justicia que hoy cabe en las sociedades occidentales: el encarcelamiento de los banqueros que nos están hundiendo en la miseria.

¿Cuánto tardaremos en asumir que nuestra ciudadanía sólo puede alimentarse en estos momentos históricos con las uvas de la ira?

viernes, 1 de abril de 2011

LOS CONVENCIDOS





En el país de las ideas monolíticas y del diálogo de sordos, la proximidad de otra campaña electoral pone en estado de celo a los acérrimos de las causas partidistas. Para ellos, las semanas que quedan hasta el 22 de mayo y luego las que haya que padecer hasta las elecciones generales, son una especie de fiesta mayor: «fiesta de la democracia», la llaman, cuando en realidad es una especie de banquete pantagruélico de los partidos, una decadente orgía para masturbar políticamente a los que han puesto su fe inquebrantable en unas siglas. Sobre sus conciencias resbalan sin dejar huella las evidencias: a los unos les importa poco la desfachatez de los eres, a los otros se la suda el desatino de los gurtel. Ni por asomo podrán pensar estos ciegos fieles, estos paladines del fanatismo de nuevo cuño, que hay situaciones que justifican una rebelión cívica, democrática, que tiene que traducirse en mandar a sus casas a los que cometieron las fechorías. En cualquiera de las corruptelas que afecten a los suyos o cuando los actos desmienten las ideas que se dice defender, ellos ven siempre la larga mano del enemigo maniobrando contra la buena fe y las convicciones más puras, que creen poseer en exclusiva y con exclusividad.

Seguramente nada hay más peligroso para la salud de una democracia que los convenidos de antemano, que los que poseen una idea y sólo una: en sus cabezas y sus corazones no puede albergarse una pluralidad de sentimientos o de creencias, no puede haber contradicciones. Rígidos, pétreos, se creen a pies juntillas las palabras de sus líderes y consideran que mienten o hablan de mala fe los líderes de los contrarios. Todo es blanco o negro: «o nosotros, o el caos». Ese es el lema de los grandes partidos españoles.

España era un terreno abonado por siglos de intolerancia: era lógico que en el país de la Contrarreforma acabara triunfando este especie de democracia gibarizada. En el fondo de cada uno de nosotros vive triunfante el torquemada nuestro de cada día, todos somos presos de nuestros molas y nuestros largoscaballeros, de nuestros francos y nuestras pasionarias. Por eso me extraña que en la última gran encuesta sobre las creencias de la sociedad española, una abrumadora mayoría eche de menos el espíritu y las formas de la Transición, que es una de esas escasas épocas de nuestra vida colectiva en que se han tendido puentes, se han abierto puertas y se han aireado los espacios íntimos de los ciudadanos. ¿Será que estamos tan cansados de nosotros mismos, de nuestra propia insensibilidad cívica hacia los demás, que queremos recuperar algo parecido a la sensatez? ¿No será que comienza a darnos miedo este permanente cacareo? O, tal vez, ¿no será que nos causan tanto desprecio los convencidos que deseamos que se reconozca el derecho de los descreídos y los desencantados, a trabar otra frágil ilusión?

La democracia es un sistema que se hace preguntas: «¿y si el otro tuviera razón?». La democracia es un sistema que carece de certezas. La democracia es una gran plaza donde se habla, se trasiega, se acuerda, no este mercado de verduleras donde se grita, se patalea y se babea, donde se agita el espantajo de las verdades verdaderas y donde cada uno proclama alegremente la excomunión política de los otros. En la democracia las ideas no pueden cambiarse por consignas ni los discursos por lemas de campaña. Pero los convencidos creen que la democracia es una fortaleza, una muralla que divide y separa, y quieren encerrarnos en alguna mazmorra del castillo, en sus cloacas, para que no podamos escapar a la cantinela de sus mítines, sus carteles, de sus eslóganes... Por suerte, todas las encuestas dicen que los españoles han acampado fuera del alcázar de los partidos y se resisten a entrar. Lo que no sabemos es si estamos fraguando una rendición o un asalto.

(IDEAL, 31 de marzo de 2011)