martes, 30 de noviembre de 2010

ALIVIO




Alivio. Eso es lo que nos ha llegado desde Cataluña en los últimos días al resto de los españoles.

Alivio político, en primer lugar. Porque supongo que habremos sido muchos los progresistas, socialdemócratas y socialistas españoles que hemos recibido con verdadero alivio y con conciencia de justicia en el castigo, la histórica derrota del PSC en las elecciones del domingo. Esa debacle electoral es, sin duda, un aviso para ZP, pues pocos proyectos se han identificado mejor con el zapaterismo que el de los socialistas catalanes: una política evanescente, vaporosa, de lemas e imágenes, centrada en lo accesorio y olvidadiza de lo principal. De los de Montilla se pueden decir que realmente murieron con las botas del zapaterismo puestas: en plena campaña electoral, mientras la crisis atizaba sus carbones ardientes sobre la economía de miles y miles de catalanes y españoles de todos sitios, el gobierno nacionalista del Tripartito aprobaba una norma por la que los hoteles catalanes quedan obligados a servir desayunos típicamente catalanes: pan con tomate, butifarra… Genio y figura… Y luego se preguntan porqué han perdido así, tan sin misericordia.

Y alivio social, personal, general, en segundo lugar. Para quienes aborrecemos el fútbol, y no tenemos más aspiración en este sentido que la sistemática derrota de todos los equipos españoles, hasta su desaparición, lo peor que puede ocurrir es que el Real Madrid gane algo, lo qué sea. Entonces, las furias del infierno se baten sobre nosotros en forma de miles y miles de toneladas de “información” que nos exalta los valores madridistas. Si a esto sumamos lo insoportable que resulta la chulería “madridista” y el anuncio de corte de digestión que se produce cada vez que se visiona el rostro del tal Mourinho (creo que se escribe así, pero tampoco me voy a molestar ahora en buscar el nombre correcto) y del tal Ronaldo, paradigmas de lo realmente insoportable, entenderán todos el alivio que hemos sentido esta mañana cuando la radio nos ha anunciado la derrota del Madrid, anoche en Barcelona. ¡Qué correctivo para la chulería salida de club de carretera de los chulos del Madrid! ¡Qué alegría se siente al imaginar la cara del rehablado Valdano, del entrenador y el jugador guaperas del Madrid! Pero sobre todo… ¡qué alivio, qué inmenso alivio…!

viernes, 26 de noviembre de 2010

EL FUTURO DEL OLIVAR




Imaginen ustedes que en lugar de haber subvencionado el olivar, la Unión Europea hubiera destinado los impuestos de los alemanes a subvencionar las tiendas de marisco. ¿Cuál habría sido el resultado? Pues que a estas horas, todo el mundo tendría una tienda de ese tipo y andaríamos quejándonos de lo baratos que hay que vender los langostinos y las cigalas, que ni para vivir darían. Algo así ha ocurrido con el tema del olivar, sólo que en este asunto la ambición los grandes olivareros y la torpeza y ceguera de nuestros políticos han abocado al «sector del olivar» a una crisis monumental.

En su momento las subvenciones del olivar debieron perseguir dos grandes objetivos: mantener la tupida red de pequeños y medianos propietarios olivareros, que resultan determinantes para la riqueza de Jaén, y potenciar plataformas empresariales que, a través de una gestión moderna y eficaz, comercializaran el aceite de oliva y crearan un círculo virtuoso de riqueza en la provincia. Supongo que esto era lo que debían pensar los esforzados alemanes cuando veían que sus impuestos venían para Jaén. Pero como era de esperar, al pasar la barrera de los Pirineos la subvención se convirtió en una parodia de sí misma. Y ocurrió que la subvención no discriminó a favor de los pequeños sino que a todos se les dio por igual, lo que hizo que quienes pudieron hacerlo se dedicaran a acabar con otros cultivos o con amplias extensiones de monte para, teniendo más olivos y produciendo más aceite, allegar más subvención a sus cuentas bancarias. Eso, por un lado. Por otro, la subvención se destinó a fines distintos a la creación de una malla de comercialización, por ejemplo o a esos proyectos ligados a la innovación, la mejora y a la investigación que podrían haber ayudado a sacar a Jaén el vagón de cola del tren español.

El mal uso de las subvenciones –¿qué repercusión social o económica tenía que la duquesa de Alba o afamados toreros recibieran subvenciones millonarias?– ha llevado al olivar a la actual situación. Ahora hay tantos olivos, se produce tanto aceite, que necesariamente el precio tiene que ser ridículamente bajo. Es una ley básica del mercado: cuando se ofrece mucha cantidad, el precio baja. Y el aceite se pudre en los molinos porque sigue primando un egoísmo de cortas miras que impide la unión de cooperativas y la venta y distribución conjunta del producto, la búsqueda de mercados nuevos. Y esta situación a quien lleva a la ruina es, sobre todo, a los pequeños olivareros y, en menor medida, a los medianos. Si el aceite no es rentable, llegará el momento en que los pequeños y medianos propietarios abandonen sus fincas. Entonces, al haber producirse menos aceite, el precio volverá a subir y los grandes, los poderosos, los que han expandido sus extensiones de olivar con cargo a la subvención, verán como crece su riqueza.

Y así, las subvenciones que con tanto esfuerzo pagaron y pagan los obreros de Munich o de Frankfurt, se habrán traducido, por obra y gracia de los políticos españoles y por su incapacidad y cobardía en la gestión económica –¿por qué no limitaron las ayudas a los grandes olivareros?, ¿qué les debían?–, en la desaparición del olivar familiar, tan necesario para complementar los ingresos de miles de familias de Jaén, y en un incremento final de la renta de los que más tienen. Hemos sido tan listos que al final hemos transferido renta de los que menos tienen a los que más tienen. Los pequeños y los medianos propietarios de olivar, los que tienen doscientas, quinientas, dos mil olivas, se quejan del precio del aceite y dicen que el agua les llega al cuello. Pero los grandes se frotan las manos pensando en el negocio que harán cuando desaparezcan las subvenciones que los han enriquecido y que a la postre han supuesto la puntilla del olivar tradicional.

Pues eso, que somos unos listos.

(IDEAL, 25 de noviembre de 2010)

miércoles, 24 de noviembre de 2010

IMPOSTURA




Tiene la cara descompuesta. El médico. Entra a su despacho y mira el título colgado en la pared, en una precaria alcayata. Se arrepiente de haberlo comprado en una tómbola. Sabe, sólo sabe, administrar aspirinas. Pero en el pasillo tiene un papeletón. El enfermo trae algo parecido a un infarto. Boquea, echa espuma por la boca, le falta el aire. Él le ha dado una aspirina, pero la enfermera le dice que hay que operar. A corazón abierto. A él, en realidad, lo que le gustaría sería salir a la puerta, tomar aire fresco y decirle a los de la funeraria que pasen, que el fiambre está listo para ser recogido, que no se ha podido hacer nada para salvarlo, que el resfriado se ha complicado y que estas cosas pasan. Pero tiene miedo de salir siquiera al pasillo: los hijos del enfermo espera una respuesta, una decisión. Quieren que viva, cómo sea. ¿Están dispuestos a que opere sin anestesia? Uy, eso debe doler mucho, piensa mientras se distrae por un momento escuchando los gorriones que chillan detrás de la cortina de niebla. Pero los familiares quieren que viva. Cómo sea.

Él no sabe que hacer. Está perdido. Odia al enfermo: ¿por qué ha tenido que venir al hospital precisamente cuándo él estaba de guardia?

Arrecian los golpes en la puerta.

Los gritos suben de tono.

Los familiares exigen una operación. Ya. Ahora.

El enfermo se muere. Alguien dice, en el pasillo, que se está poniendo azul.

Descuelga el teléfono y llama a un colega. Atropelladamente le confiesa la mentira, reconoce su incapacidad. Le ruega que venga pronto, porque la aspirina no ha hecho efecto. Se desploma cuando el colega le dice que él también compró el título en una rifa, en una tómbola desbaratada. Cuando le confiesa que todos los médicos del hospital tienen títulos falsos.

Salta por la ventana. Justo a tiempo: ya están ardiendo los rincones del despacho. Los familiares, revolucionados, rabiosos, van a por todas: a por él, a por el director del hospital, a por las enfermeras. ¿Cómo juzgar su ira, cómo arremeter contra su violencia?

Pisa el acelerador del coche. Tiene que huir. Por el espejo retrovisor ve que el hospital es ya una llaga de fuego. Alguien ha levantado sobre las llamas al enfermo muerto, como una bandera.

martes, 23 de noviembre de 2010

GILIPOLLAS




Han convertido la política en una mezcla de basurero y cabaret cutre, en una parodia de los programas de Tele 5, y todavía tienen arrestos para parecer indignados porque uno de ellos –un candidato de los socialistas catalanes de Lérida– llama gilipollas a los otros nacionalistas, a los CiU, porque en su cartel aparece una sonrisa, que es la que ilustra esta entrada. El socialista –es un decir–, llamado Joaquim Llena, se preguntaba dirigiéndose a los de CiU que de qué se reían con la que está cayendo.

Yo me pregunto si se puede caer más bajo, a nivel político, de lo que ya se ha caído en la campaña catalana. Estas cosas las sigo desde hace tiempo con cierta distancia: por una pura cuestión de salud moral y mental creo que es conveniente mantenerse apartado de la plaga de los políticos. Pero es cierto que no acabo de perder ese morbo que me provocaban, cuando joven, las cuestiones políticas y la deformación académica me sigue espoleando ocasionalmente a tomar ciertas dosis de noticias políticas. Desde luego, las conclusiones a las que uno llega después de las pocas cosas de la campaña catalana que he visto, leído u oído, no pueden ser más desoladoras: el uno que reniega de sí mismo y de su nacionalismo étnico para ver si los catalanes que se sienten socialistas y españoles acuden a su socorro, como si no hubieran sido maltratados y vejados durante estos años; los otros con chascarrillos y bromas, que es lo más elevado a lo que ya trepa la política española; aquellos que en Cataluña son nacionalistas catalanes, en el País Vasco nacionalistas vascos, en Albacete nacionalistas albaceteños y en Algeciras nacionalistas gibraltareños con tal de fastidiar la idea de España –que como todos sabemos es algo que inventaron Franco y la Falange–, allegando a sus ideas a los intelectuales de la ceja, que son como veletas, vamos; y todos retratados como caganer, con el culo al aire –así nos están dejando a los españoles, y también hay que tener tripas para poner una figurita de estos tipos, aunque sea cagando, en el belén–, o fingiendo orgasmos, o en pelotas... Solo "Sálvame" o cualquier otro programa de esa calaña es comparable a la degeneración cívica que hemos visto en la Cataluña electoral.

Por eso se equivoca el señor Llena. La pregunta no puede dirigirse a los nacionalistas de CiU, porque es una pregunta dirigida a toda la casta política española. ¿De qué os reís, o de qué os sonreís, con la que está cayendo? ¿A cuento de que viene esa risa de medio lado, entre falsamente amable y claramente ladina que ponéis en los carteles, esa sonrisa medida y premeditada, falsa como un judas de plástico, peligrosa como un banquero? ¿De qué os reís si todos nos habéis empujado a este borde del precipicio? ¿Cómo tenéis la poca vergüenza de poner vuestras caraduras en los cartelones electorales, ensuciando las calles? ¿Cómo tenéis todavía valor de acudir a pedirnos el voto? ¿Cómo os atrevéis a violar la intimidad de nuestras casas con vuestras voces hueras, a través de los televisores? Pues eso, gilipollas, que de qué os reís, que de qué presumís, que de qué os quejáis, que de qué alardeáis, que de qué no os arrepentís, que de qué os extrañáis porque la gente se vaya a quedar en su casa y no acuda a votar si habéis machacado la ilusión y la paciencia de todos los decentes, que por qué no dimitís todos, panda de ineptos y mentirosos.

domingo, 21 de noviembre de 2010

COMIENZO A TENER MIEDO




Qué difícil resulta encontrar argumentos para no tener miedo del futuro inmediato. Miro a mi hijo, a mi mujer, las pocas cosas que tengo y que tanto me ha costado conseguir, y me produce vértigo pensar que todo eso puede estar puesto en almoneda por la crisis económica. Entran ganas de ir al banco y retirar el poco dinero que se tiene, por lo que pueda pasar, y de llenar la despensa, como hizo mucha gente la tarde del golpe de Estado de Tejero, por puro pánico ante lo que el futuro podía ser. Y me da miedo pensar en tantas familias, en tantos críos –sobre todo en tantos niños– que ya lo están pasando mal y para las que parece hay pocas esperanzas, y en el desastre humano y personal que supondría que ese número de personas que sufren se acrecentase cada vez más.

No tranquiliza que el gran negador de la crisis, que el optimista antropológico, acuda al Congreso de los Diputados a decir que las cosas son tan frágiles que pueden ir a peor. Si el mismísimo ZP reconoce esto, ¿es que hay algo que no sabemos, hay algo terrible que se nos oculta? ¿Estamos ya contagiados por el cáncer que corroe Grecia, Irlanda, que pronto atacará a Portugal? No sé, pero comienzo a tener miedo, comienzo a ser presa de esta sensación generalizada de que nos vamos a la mierda, de que esto, este chiringuito, este país, se hunden. Que se hunda un país no es nada, no significa nada: lo que se hunden son las familias, las ilusiones de las parejas jóvenes, las risas de los niños, el futuro de nuestros hijos. ¿Es eso lo que se hunde?, ¿es eso lo que nos ocultan?

Yo no sé quién abrió la panza de los cisnes, pero parece que los augures –da terror asomarse a las páginas que el “Financial Times” le dedica a España– aventuran, para los primeros meses de 2011, el colapso de la economía y de las financias de España. Así dicho, así escrito, parece algo lejano y que no nos afecta, pero traducido al lenguaje que todos hablamos, eso significa nuestro empobrecimiento, nuestra ruina, el tener que comenzar a renunciar a muchas cosas, el tener que comenzar a escalar una tremenda cuesta de sufrimientos personales.

Comienzo a tener miedo. Comienzo a sentirme como los pasajeros de tercera del Titanic, esos para los que no hubo botes salvavidas, esos que vieron como se ahogaban sus hijos mientras las marquesas y los banqueros y los navieros se montaban en los botes salvavidas, insensibles a la agonía de los niños pobres, de los obreros de Londres que emigraban a Nueva York y encontraron la muerte en el centro del Atlántico. Me temo que nadie ha pensado en los botes salvavidas y que estamos solos enmedio del mar helado. Todos somos hoy como aquellos pasajeros abandonados a su desgracia.

Ojalá esto sea sólo una pesadilla de noche de domingo, de noche de otoño. Ojalá que 2011 demuestre que los augures se equivocaron y que todavía podemos seguir tirando, que no es poco.

sábado, 20 de noviembre de 2010

TARDE DE OTOÑO




El otoño parece hecho para esta paz de los libros y de la música, en una tarde gris y fría que invita al brasero y la renuncia. A dejar que vague la mente sin nada mejor que hacer que imaginar otros mundos o asustarse ante el que tenemos. Una tarde que invita a perderse en los laberintos del libro, intuyendo lo de fuera, las calles mojadas, los árboles que se desprenden de sus hojas con una lentitud imparable, la gente que camina apretada debajo de los abrigos y las bufandas, los charcos en los que se reflejan las luces de los escaparates.

Me he acordado del poema de Rilke:

Ya hacía rato que leía. Desde que la tarde,
con rumor de lluvia, reposaba junto a las ventanas.
Del viento de fuera ya no oía nada:
tanto pesaba el libro.
Estos días de noviembre, que son una reflexión de la naturaleza sobre la caducidad de lo existente, hacen que pesen los libros, pero sobre todo hacen que pese la vida. No que la vida sea pesada, sino que la vida coja peso, cuerpo, músculo. Estos días, el otoño, hacen que la vida se enriquezca y se acreciente, que, por ser más interior, sea más rica. Más vida.

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL DESHONOR Y LA GUERRA




En la soledad de los salones y despachos de La Moncloa, Rodríguez Zapatero debe haber comprendido lo fácil que es la oposición. En las noches de lluvia, mientras el viento de Somosierra golpea contra los cristales del palacio, el Presidente añorará la oportunidad que un día tuvo para realizar alegatos éticos. Ahora, sin embargo, aplastado por la responsabilidad del poder (y por la irresponsabilidad con la que él lo ha ejercido) se ve situado ante un dilema clásico de la modernidad, que no deja, en el fondo, de ser una falsedad: elegir entre la ética y la política, elegir entre lo decente y lo necesario, elegir entre el deber ser y el ser. Pero ya digo, el dilema es falso. Lo demostró Winston Churchill en la Cámara de los Comunes, cuando Chaberlain regresó de Munich; venía de pactar con Hitler, de entregarle sufrimiento humano inmediato para calmar su violencia. «Habéis aceptado el deshonor para evitar la guerra; ya tenéis el deshonor, después tendréis también la guerra». No sabemos si Chamberlein recordaría esa profecía el día que los alemanes rebasaron con sus divisiones acorazadas la frontera polaca, pero debe consolarnos pensar que en esas horas amargas debió comprender que cuando se separan la política y la ética, el deber ser moral del ser político, al final sólo queda el recurso de la fuerza, más violento cuanto más se ha aplazado la respuesta ética a las demandas de la realidad.

No hay, pues, separación entre los intereses de España y los intereses del Sahara: el interés mayor de una sociedad es ser leal a sus principios, y cuando los traiciona tiene luego que comprarlos al precio de la sangre. Lo aprendieron los británicos en la II Guerra Mundial, y qué dura fue la lección.

Los españoles tenemos una deuda moral con el pueblo saharaui. Si no bastase que con el derecho internacional en la mano el Sahara es todavía un territorio bajo administración española, tendríamos que recordar que durante las últimas semanas de 1975 y las primeras de 1976, los saharauis huían de los ocupantes marroquíes apretando sus DNI españoles, sus libros de familia expedidos por el Estado Español. Los abandonamos a su suerte, los dejamos en las garras de la tiranía marroquí –¿qué diferencia hay entre Marruecos y Cuba?, ¿cuál entre Marruecos y China, entre Marruecos y Libia?–. Preferimos, frente a Marruecos, el deshonor. Desde entonces lo hemos preferido siempre: cada vez que apresaban un barco de pescadores, cuando evitábamos que los reyes viajaran a Ceuta o Melilla, cuando nuestros políticos dan ruedas de prensa bajo un mapa que considera marroquíes esas ciudades o las Canarias... Frente a Marruecos, el deshonor, siempre el deshonor: porque es una pieza fundamental en la estrategia contra el islamismo, porque esta protegido por el amigo americano, porque hay muchos intereses españoles en Marruecos. Los mismos argumentos que en 1938, pero con distintas palabras y diferentes actores. El mismo miedo de una democracia apocada frente a un tirano crecido cada vez que se aceptan sus trampas en el juego.

El Aaiún. Los invasores incendiando comercios, escuelas, casas. Los padres de familia sacados de noche de sus hogares. Torturados en las comisarías. Encarcelados sin causa ni razón. Los muertos agolpados en las esquinas, enterrados en fosas comunes. Las lágrimas de los niños. La desesperanza.

Madrid. El deshonor. Otra vez más. La enésima. Hasta que llegue un día en que frente a Marruecos sólo quede la guerra. Pero entonces, será muy tarde para los saharauis. El deshonor siempre tiene sus víctimas y aquí ya han sido sacrificadas.

(IDEAL, 18 de noviembre de 2010)

jueves, 18 de noviembre de 2010

SOLUCIÓN Y DISOLUCIÓN




Esta mañana, nada más llegar al trabajo, mi amigo Pepe Arias me leía un chiste relacionado con los políticos. Es cierto que en días como hoy hay muchas cosas sobre las que se podría escribir (la patética campaña electoral de Cataluña, la persecución de los cristianos en los países musulmanes y el intento criminal de la liga islámica de que la blasfemia sea un delito internacionalmente amparado, la dramática situación de nuestra economía...), pero después del debate de estos últimos días a cuenta de asuntos realmente interesantes y trascendentes, mejor nos quedamos con un chiste que refleja bien el cansancio de la sociedad española.

Yo no he sido nunca especialmente bueno contando chistes, así que échenle imaginación a este que, más o menos, decía así:

Un maestro le hace a un alumno la siguiente pregunta: ¿cuál es la diferencia entre una disolución y una solución? Y el alumno responde que si se coloca a dos de nuestros políticos en un tanque de ácido eso sería una disolución, pero que si se coloca dentro del tanque de ácido a todos los políticos, eso sería una solución.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL CINISMO DE LOS POPULARES


«Este tío es un inmoral, no tiene moral ninguna». Lo gritaba uno de mis tíos sobre el Presidente del Gobierno. Hablaba sobre la posibilidad de que los homosexuales puedan casarse y adoptar hijos, formar sus propias familias. Para él, esto es una inmoralidad, una perversión de los niños y seguro que, como fiel votante del más acérrimo Partido Popular, estará deseando que Rajoy gane las elecciones y derogue la ley que permite los matrimonios homosexuales y les concede plenitud de derechos, uno de los logros incontestables de, por lo demás, un nefasto gobierno.

Tal vez en la figura de ese tío mío se refleja la hipocresía del votante medio de la derecha española. A él, atizado por los roucos, le parece una inmoralidad el gobierno Zapatero, pero a buen seguro no tiene nada que alegar por el dinero público que Tele Madrid se gasta en determinados tertulianos. A él, arrebatado por la santa inquisición –quiero decir por la santa indignación– le parece un crimen moral el que un niño pueda criarse en un hogar formado por dos hombres o dos mujeres que se quieren o se respetan, pero no tendrá nada que alegar contra este tertuliano que alaba las virtudes de la trémula carne de las adolescentes, y que lo hace delante de un grupo de niños, pero no pasa nada, claro, porque algunos venían de Rabat y ahí, decía el tipo, las niñas "ya van sueltas". El tertuliano sostenido con el dinero público se llama Salvador Sostres, engendro nacido, según parece, de la mano del progre "Crónicas Marcianas". Sus palabras fueron pronunciadas delante de Alfonso Ussía, nacionalcatolicísimo y nietísimo de un asesinado por los «rojos» en Paracuellos, que no paraba de reírse, como también se reía ese martillo de herejes que es Isabel San Sebastián, que entre risita y risita, y en lugar de expulsarlo inmediatamente del plató, lo llama enfermo, pobrecito él. ¿Se imagina alguien que habría pasado si esto se hubiera dicho en una televisión autonómica (una cualquiera de esas todas que deberían ser cerradas ya) gobernada por el PSOE? ¿Se imaginan a los políticos del PP saliendo en tromba a decir que el inmoral gobierno socialista pretende acabar con la familia y con la dignidad de los niños? ¿Se imaginan las misas-mitín que habría organizado Rouco y las oraciones contra el demonio ZP que se habrían repartido en las catequesis?

Ya sabemos, por el PSOE, que una cosa es predicar en la oposición y otra dar trigo en el gobierno, que una cosa es defender la independencia del Sahara cuando no se gobierna y otra darle en la espalda al amigo marroquí cuando se está en La Moncloa, que una cosa es dar mítines defendiendo a los currantes y otra aprobar necesariamente leyes que recortan sus derechos. Pero lo de la derecha es que es para dejar pasmado a cualquiera que conserve un mínimo de decencia: incluso en el gobierno, lo que está mal es lo que hacen los otros, siempre; lo inmoral, lo criminal, para el PP, es que un homosexual pueda adoptar a un niños, pero está más que justificado que uno de los suyos cante las excelencias del sexo con adolescentes, con menores y que lo haga delante de niños. He aquí la derecha que proclama el fin de los matrimonios homosexuales mientras se firma el talón de los contertulios de este programa vomitivo.

Ahí tienen el vídeo. Si pueden, sopórtenlo hasta el final y luego pregúntense que va a ser de nosotros en las próximas elecciones: es difícil elegir entre la incompetencia manifiesta de los socialistas o el cinismo sin límites de los populares.


Los gustos sexuales de Salvador Sostres
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martes, 16 de noviembre de 2010

DUDAS PARA LA FE (Y II)




En esta segunda entrada relacionada con el mismo debate, transcribo uno de los pasajes más desgarradores de Los Hermanos Karamazov, de Dostoyevsky, en el que Iván se subleva contra la idea de tener que aceptar el sufrimiento de los niños como precio a pagar para una futura armonía futura. Es larga, pero merece la pena, sin duda.

«¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frío y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio.
Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...!»

(...)

«Me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver.
Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer...
No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: « ¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo.
Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la supresión del dolor.
Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.»

(...)

«¿Rebelarse? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir en rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.
—No, no me prestaría.
—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.»

DUDAS PARA LA FE (I)




A raíz del debate suscitado con la entrada de ayer, me he acordado de dos libros fascinantes y terribles que han marcado muy mucho mi condición de hombre y de lector. En ellos hay párrafos estremecedores para pensar sobre Dios, el dolor, la condición del ser humano. Me vais a permitir la licencia de transcribir aquí algunos de esos párrafos, en dos entradas distintas, dedicada cada una de ellas a uno de esos libros.

El primero se corresponde al pasaje más estremecedor de La Peste, de Albert Camus. Se trata de un diálogo entre el cura y el médico, después de asistir a la agonía terrible y a la muerte de un niño enfermo, en cuyo rostro se han quedado resecas las lágrimas del sufrimiento. Le sigue un breve párrafo en el que se retoma la lucha dialéctica entre sacerdote y doctor. Y termina esta primera parte con un reflexión que hace Carlos Alberto Vargas sobre las conclusiones de Camus en relación a las contradicciones de Dios.

(Espero, claro, que nadie se sienta ofendido con estas entradas, que son sólo un aldabonazo que compromete la fe de los que creen en las dudas y la invitan a levantarse, a crecerse, a fortalecerse, a interrogarse en su fondo.)

«–Lo comprendo –murmuró Paneloux–, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender.
Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza.
–No, padre –dijo–. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.»
(...)
«Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.»
(...)
«Dios no puede amar a su creación y ser feliz. La única salida viable para el Creador es volverse sordo ante los gritos desesperados de sus criaturas, quienes claman su ayuda y piden un porqué a las adversidades del mundo. Si Dios existe, carece de sentimientos amorosos frente a sus hijos o su modo de amar difiere muchísimo de la concepción que tiene el ser humano del amor...»

lunes, 15 de noviembre de 2010

UNA SIMPLE LÍNEA



Acabo de llegar de Peal de Becerro, de cumplir con una de esas obligaciones que a uno le gustaría no tener que cumplir nunca. Obligación sobre todo de amigo, aunque en cierta medida también lo era profesional: acabo de llegar de abrazar a mi amigo Andrés Vico y de llorar con él. Conozco a Andrés desde hace más de diez años, cuando comencé a trabajar como Jefe del Negociado de Cultura y Fiestas en el Ayuntamiento de Úbeda; él era, y sigue siendo, Presidente de la Asociación Provincial de Feriantes. Durante este tiempo nos hemos visto muchas veces, hemos discutido unas cuantas –Andrés tiene un corpachón inmenso y un genio desmadrado que esconden, debajo de su coraza de hombre duro, un corazón tan grande como una noria–, pero siempre hemos sabido ser amigos. Hoy, al abrazarlo, sin poder aguantar las lágrimas, he sentido una infinita compasión, una ternura sin límites por ese hombre. Ayer por la mañana perdió, de golpe, a su hijo, a su nuera y al nieto que iba a nacerle dentro de una semana. Venían de la boda de unos amigos en Torredelcampo, y cuando a penas quedaban unos kilómetros para llegar a su casa, la mala suerte se les cruzó en forma de coche conducido por jóvenes que venían de fiesta, según comentaban. ¡Cuánto hubiese dado por no haber tenido que ver nunca así a Andrés Vico!

El caos, el azar, la sucesión fortuita de acontecimientos: ¿cómo pensar en un orden que rija el universo, cómo pensar en una forma trascendente de amor, cuando comprobamos que la línea que separa la vida de la muerte es tan delgada, tan frágil, tan volátil, tan caprichosa, tan injusta, tan arbitraria, tan incomprensible? ¿Cómo no pensar, en estos momentos, que somos resultado –nosotros, el universo entero– de una mera agregación desordenada de acontecimientos, no de una causalidad sino de la casualidad, de la pura y trágica casualidad? ¿Cómo invocar a un orden anterior a lo existente cuando todo lo existente es un desorden, un gran chapuz sin raíles ni sentido ni dirección? Lo ha dicho mi amigo Alberto escribiendo sobre este mismo accidente: la línea que nos separa de la nada es tan fugaz, tan inesperada como un frenazo en la carretera, nada más. Y al otro lado del frenazo sólo quedan esa tristeza infinita que yo acabo de ver en las personas deshechas por el dolor que abrazaban los cuerpos sin vida de sus hijos (y de su nieto) antes de que la muerte los desapareciera definitivamente por los caminos del tiempo que se marcha.

Creo que nunca he escrito en este Camino una entrada tan triste, tan desolada. Lo noto porque me tiemblan los dedos mientras escribo, pero es que ahora mismo no tengo otra manera de intentar deshacer el nudo que me aprieta la garganta que escribir esta rabia y esta desolación.

viernes, 12 de noviembre de 2010

HOJA DE CARIDAD



«La protección social pública es necesaria e insustituible.» Estas palabras no han sido pronunciadas por intelectuales o políticos de la poca izquierda que va quedando. Son palabras de Sebastián Mora, secretario general de Cáritas, y ponen el dedo en la llaga abierta por la revolución conservadora y neoliberal: el retroceso de lo público ha dejado sin amparo a miles de ciudadanos. Se atacan sin empacho los sistemas públicos de salud, de educación, de pensiones, de protección frente al desempleo, y se dice que no son actos de solidaridad sino lujos de los que se aprovechan los improductivos (he ahí el hombre reducido a bestia de carga). Se estigmatiza a los beneficiarios de las prestaciones públicas, tachándolos de parásitos o de vagos. Se clama por un Estado dedicado exclusivamente a las labores de policía. Se dice que la protección de los que lo pasan mal es cosa de su familia, muy cristianamente entendida, eso sí. Y sin embargo, la maquinaria resultante de la economía neoliberal y de la política y la apuesta social conservadoras comienzan a chirriar y el retroceso de lo público amplía los sembrados de la miseria y la exclusión.

Por malo que fuera, el modelo socialdemócrata sirvió para reducir el sufrimiento y las desigualdades, y de resultas obtuvo sociedades más integradas y, posiblemente, más libres y felices. Ahí están Suecia, Noruega o Dinamarca, paradigmas de la socialdemocracia y de buen liberalismo, ahí están sus conquistas históricas en materia de derechos sociales, humanos, económicos. Pese a sus evidentes logros (ninguna otra idea puede presentar ese palmarés a lo largo de la historia) la socialdemocracia se ha desintegrado y los modelos postulados por la derecha lo ocupan y lo destruyen todo. De resultas, nos encontramos con sociedades cada vez más fragmentadas y en las que la pobreza no para de crecer. En España, afecta ya al 20% de la población, que comienza a vivir en los bordes mismos de la miseria: ¡oh, conservadores, dónde está vuestra victoria!

Pero no podemos quedarnos en las estadísticas. Hay que señalar a los culpables ideológicos de la situación –los de la moral alcanforada e infalible, los de la economía científica– y mostrarles los rostros de los que padecen sus políticas. Ya no es suficiente con decir que un tanto por ciento creciente no puede llegar a fin de mes y que necesita de la caridad (de Cáritas, de Cruz Roja, del Banco de Alimentos, instituciones ejemplares desbordadas porque el Estado se encuentra en franca retirada cuando más falta hacía) para subsistir. Hay que decir que decir que una persona no es un número y que su dolor no es una ecuación. Hay que ilustrar el sufrimiento con las situaciones de los que lo padecen.

El otro día veía en el periódico uno de esos documentos que causan infinita tristeza: la Hoja de Caridad de Cáritas. Familias con hijos pequeños que carecen de lo suficiente para poder pagar el alquiler o la luz o el agua, que no tienen para comprar los cuadernos o los pañales de sus hijos, ancianos que se ven obligados a echarse sobre los hombros de su congelada pensión el mantenimiento de los hijos en paro y de los nietos abocados a la desolación, jóvenes desahuciados que se encuentran en las verjas de los parques con su recién nacido, comedores a los que comienzan a acudir masivamente personas que hasta ayer eran como nosotros, con un trabajo y un sueldo. Para saber a dónde nos llevan las privatizaciones y las soflamas que defienden la necesidad (el concepto de necesidad es esencialmente antidemocrático) de los ajustes basta con leer las Hojas de Caridad. Con ellas en la mano, habrá que urdir una rebelión, si quiera sea la rebelión de conservar el Estado del Bienestar y defenderlo frente a los bárbaros que lo asedian con teas en las manos.

(IDEAL, 11 de noviembre de 2010)

jueves, 11 de noviembre de 2010

...CONSUELO DE TONTOS




Ya sé que el mal de muchos es consuelo de tontos. Pero cuando se nos acusa a los funcionarios de ser unos incompetentes y cuando desde determinadas visiones políticas (compartidas por los grandes partidos, no se crean) se acusa de ineficaz a la administración pública, les doy mi palabra de honor de que consuela encontrar algo que sistemáticamente funciona peor que la administración. Ese algo son los bancos y las cajas de ahorro, y eso que yo no puedo quejarme del trato que recibo en la mía. Cosa distinta fue aquello del BBVA, que nos trató a mi mujer y a mí como a delincuentes, bloqueándonos la cuenta por un error suyo y que luego ni siquiera nos pidió disculpas... Pero eso es otro tema.

A lo que íbamos, a la ineficacia de los bancos y a la paciencia de que hay que armarse cuando se entra por sus puertas. Levántense una mañana. Hagan el firme propósito de no olvidar cuánto les cuesta ganar los malditos euros. Vayan luego a una sucursal bancaria y se encontraran con colas infinitas para cualquier operación. Sistemáticamente encontrarán mesas llenas de empleados que aparentemente no hacen nada mientras en la ventanilla frente a la cual se desborda la cola sólo hay una persona. Si ese lugar en el que tienen que ingresar o sacar dinero es la sucursal de UNICAJA en el Rastro, en Úbeda, necesitarán antes pedir un préstamo de paciencia a los casi siete mil millones de habitantes del planeta, porque cosa igual no habrán visto, ni padecido, en todos los días de su vida. Seguro que no hay ninguna administración (y mira que los funcionarios ponemos fácil la cosa) que funcione de esa manera. Al entrar allí uno se siente tonto, pero si es funcionario al menos sale consolado. Y eso que el empleado de la ventanilla se ve sobradamente amable y eficaz... pero parece que la entidad, pobrecita, carece de dinero para contratar a otra persona, porque ya sabemos que a los bancos, pese a tener protegidos por ley sus latrocinios y atracos contra los ciudadanos, padecen mucho la crisis que ellos han provocado...

miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL HORROR Y LA TERNURA



Me parece que esta fotografía resume a la humanidad entera. El amor y el deseo de conseguir lo mejor para sus hijos, que los lleva a montarse en una barca precaria y a merced del océano, prefiriendo la posibilidad de la muerte en el mar a la certeza de una vida deshecha entre hambres y humillaciones. La ternura de acoger al hijo entre los brazos, con los ojos todavía llenos de lágrimas pensando que han llegado a alguna especie de paraíso donde sus hijos no serán despreciados por el color de la piel, donde podrán estudiar y poder vivir con dignidad. El gesto del bebé bebiendo leche del biberón, con el ansia del que está lleno de vida, con esa capacidad de los niños recién nacidos para reconvertir el mundo en un lugar en el que todavía es posible la esperanza, en un espacio en el que hay que sobreponerse a tantas derrotas, con su risa y sus ojos embargados de luz. Todo parece hermoso en esta fotografía, y sin embargo esconde un pasado oscuro: el íntimo drama personal de los que tienen que huir de sus países, el sufrimiento acumulado en estas dos personas desesperadas (el padre desesperado de mañanas, el hijo desesperado de hambre) y condenadas. El determinismo social, el enclaustramiento histórico que los sentencia a padecer los desvaríos políticos y económicos de un mundo enfermo de egoísmo, el frío cálculo económico que los reduce a meros números, a estadísticas sin alma que hablan del hambre o del desarraigo, del miedo y la violación de sus derechos como si detrás de las cifras no hubiese un niño que tiene sed de leche y de futuro.

Es hermoso el gesto de ternura de la fotografía, el acto de valentía del padre: ¿quién de nosotros no sería capaz de buscar lo mejor para sus hijos, al precio que fuese? Es hermoso el deseo que transmite de un mundo en el que los niños no tengan que irse del sol que los vió nacer para ser felices. Pero espanta comprobar todo el horror que tras ella se esconde. El horror y la ternura: ojalá hubiésemos apostado por la segunda.

martes, 9 de noviembre de 2010

ESPAÑA, EL SAHARA Y EL VECINO MARROQUÍ




Marruecos es ese vecino incómodo al que un día se le consiente un capricho y desde entonces se convierte en el rey de la escalera. Y ya, cada vez que el vecino tenga una ocurrencia, pues hay que tragar para no enfadarlo: y le dejamos un mensajito amable en el buzón –«nada, nada, no pasa nada porque te cagues en la escalera, eso lo puede hacer cualquiera, y además, tu mierda huele tan bien...»–, o le mandamos un ramo de rosas por su cumpleaños... Pero ocurre que al final, es necesario plantarse frente a estos vecinos, porque los matones tienen eso: cuando se crecen, son imparables, sobre todo si enfrente encuentran una partida de acomplejados y acobardados.

El problema de España con Marruecos es que nunca ha dejado claro cuáles son los términos en los que tiene que establecerse la relación de vecindad entre ambos, lo que ha hecho que hasta ahora nuestro país se haya guiado por la buena voluntad mientras que Marruecos ha apostado abiertamente por la farruquería.

El gesto mayor de chulería marroquí tuvo lugar unos meses antes de que yo naciese, cuando el tiranuelo padre del actual, mandó a las masas fanatizadas a ocupar el Sahara Español y se encontró enfrente un país incapaz de defender a los que en ese momento eran tan españoles como los que habitaban en el centro de Madrid. De aquel gesto de cobardía, viene el actual sufrimiento del pueblo saharaui. Pero han pasado mucho tiempo desde entonces: y si en 1975 el gobierno del agonizante dictador temía ser acusado de criminal en caso de que los ocupantes volaran por los aires al pisar los campos minados que protegían el territorio español y al pueblo saharaui, hoy la democracia española tiene madurez suficiente como para sacudirse complejos y temores. Tenemos, como pueblo, una deuda histórica con nuestros (ex)compatriotas del Sahara. Y la única respuesta decente es plantarnos de una vez ante el vecino y decirle que la escalera es de todos. Eso, traducido al caso saharaui, sólo se puede traducir en el apoyo firme y decidido a la elaboración de un censo no manipulado por la ocupación marroquí y a la celebración del referéndum de autodeterminación que no pudo tener lugar hace treinta y cinco años.

El problema de España es que sigue consintiendo la chulería del vecino de abajo. Pero lo peor es que el vecino de abajo ya no tiene escrúpulos en cargar con la ira y los fusiles contra la población indefensa que acampaba junto a El Aaiún. Los muertos de ayer son un reproche directo contra el cobarde papel jugado por España desde que sus tropas abandonaron la cincuenta y una provincia española.

lunes, 8 de noviembre de 2010

AÑOS 30




Una anécdota. Una ilustración.

Mi abuelo Juan odiaba las gambas y los langostinos. Le daban asco. Me contó una vez que su repulsión por esos dos manjares le venía de niño. No porque se diese un atracón de marisco que le llevase a aborrecerlo: él era hijo de jornaleros y la primera vez que se fue a la aceituna –con sus dedos tiernos tenía que excavar en la tierra congelada de diciembre para sacar las aceitunas clavadas en el hielo, hasta llenar una espuerta si quería que le diesen el trozo de pan que era su jornal– tenía cinco años, así que difícilmente podía su padre comprarles gambas o langostinos. Pero contaba que ocasionalmente los señoritos ubetenses se reunían en el inmenso jardín que el convento de las descalzas tiene sobre la muralla: allí organizaban sus banquetes, más o menos por los últimos años de la Dictadura de Primo de Rivera. Cuando terminaban, las monjas abrían la puerta y dejaban que todos los chiquillos pobres que se amontonaban en la puerta del convento entrasen al patio y se comiesen las sobras que se habían quedado por el suelo, como si fuesen perros. Una de esas sobras eran las cabezas de las gambas y los langostinos: mi abuelo se las comió allí y supongo que aquél asco y aquella rabia de niño pobre que veía salir del convento a los hijos de los ricos, con sus trajes de marinero y sus juguetes relucientes, hizo que le tomase asco a las gambas, a sus cabezas que ya habían chupado otras bocas.

Esa era la Iglesia de los años veinte, de los años treinta, de los años cuarenta, de los años cincuenta. La Iglesia que tomó partido por los poderosos, que los acogía en su opulencia y que entrega a los niños pobres sólo las sobras. La Iglesia que, por ejemplo, separaba en el colegio de las Carmelitas a las niñas bien y a las niñas pobres: aquéllas entraba por una puerta, con sus brillantes uniformes azules, éstas lo hacían con sus humildes batones grises por la puerta de servicio. Las honrosas excepciones que salgan a relucir no ocultan el gran pecado de la Iglesia española durante décadas: pecar contra la caridad, pecar contra los pobres.

El anticlericalismo de los años treinta fue, en gran medida, el grito desesperado de una población hambrienta y humillada –¿se nos ha olvidado el «comed zarzas y República»?– y de unos intelectuales hartos del papel jugado por la Iglesia en el control del pensamiento y la creación. Comparar la actual situación política española en materia religiosa con lo que pasó entonces (en una sociedad desgarrada que caminaba hacia la guerra civil, de la que la Iglesia también fue culpable y responsable) puede hacer que algunos comparen con similar injusticia el papel de la Iglesia y que digan que la de hoy es como la Iglesia de aquel festín en el que mi abuelo se comía las sobras, ante la mirada divertida de las monjas. Pero esa comparación sólo puede responder o a la «chochez» de quien las pronuncia, o a su mala fe o falta de visión política. Sinceramente no concibo la segunda en un jefe de Estado y máximo responsable de una de las más numerosas religiones del mundo, que además pasa por ser uno de los intelectuales más reputados de nuestra época. Prefiero, pues, quedarme con la primera, aunque me engañe, porque me parece más piadosa: son las palabras de un anciano de 83 años, antaño martillo de heterodoxos, y hoy en manos de los sectores más integristas del obispado.

No me gusta una política religiosa que, por miedo, le da un trato de favor –siquiera de favor moral–, al Islam. Me gusta una sociedad en la que la religión es vivida por quienes la practican como un acto de crecimiento interior, y no como un arma arrojadiza que rellena manifestaciones donde se ofenden los sentimientos de quienes no creen o de quienes creen de otra manera. Me gusta una sociedad que tiene claro que, a efectos de convivencia, la Constitución es más importante que la Biblia o que los Evangelios o que el Corán, y que sabe que el diálogo cívico sólo es posible en ese foro sin religión que son los ayuntamientos o los parlamentos o las urnas y no en las mezquitas, las catedrales o las sinagogas, un foro donde lo que cuenta es la opinión razonada y no el dogma o el sentimiento abrigado en el fondo de la conciencia o del corazón. Como creyente, no me gustan las palabras de Ratzinger, que hieren, ofenden y, sobre todo, no dicen la verdad. No ha sido ningún laicismo violento o agresivo el que ha hecho que la visita del Papa no haya sido masivamente seguida por fieles en las calles de Santiago o Barcelona: que la Iglesia se ponga de una vez la mano en el corazón, para ver cuáles son las causas que realmente explican el abismo que cada día se abre más entre ella y la gran masa de la sociedad española. Todo puede ser que la culpa no sea del laicismo –ni siquiera del torpe laicismo de ZP– sino de los papados que, embargados por la revolución conservadora, se han empeñado en desandar a pasos agigantados el camino abierto por el Vaticano II. Todo sea que Ratzinger esté viendo la paja en el ojo de otros y no la viga en el suyo.

domingo, 7 de noviembre de 2010

TEA PARTY



Más religión, entendida como un arma política y moral al servicio una represión de la conciencia, como un martillo de la sexualidad. Más nación, entendida como un magma excluyente y cerrado al que sólo pertenece el que abrace los principios instituidos por los iluminados. Más guerra, concebida como el cumplimiento de un mandato divino de purificación por el fuego y la sangre. Más blancura, que se traduce sin más en el desprecio absoluto hacia todos los que no se ajustan al patrón del perfecto patriota, hacia los diferentes, los extranjeros, los homosexuales, las madres solteras, los negros. Yo no sé si un partido o un movimiento popular que, punto arriba punto abajo, se sustenta en esos principios es algo de extrema derecha, ultraconservador o abiertamente pseudofascista. Pero me imagino el sufrimiento que algo así puede generar.

El Tea Party no surge como respuesta a la gestión de Obama, aunque algunas de sus decisiones hayan servido para soldar los dispares discursos de un movimiento ligado a la cara más oscura de los Estados Unidos. El aliento del Tea Party flotaba en el ambiente desde que por medio del engaño se justificó la invasión de Irak y el tremendo horror allí causado. El Tea Party se fraguó en cada colegio en el que a los niños se les enseñaba lo de la creación del mundo en siete días y lo de Adán y Eva no como una historieta bíblica sino como algo más verdadero y creíble que la teoría de la evolución. El Tea Party estaba ya en la despiadada visión de lo real de Condoleezza Rice o Dick Cheney o Donald Rumsfeld, el Tea Party alentaba en el desprecio por el dolor humano. Eran esos los puntos de partida y les ha bastado con aplicar la máxima de la propaganda nazi: repitiendo mil veces y en mil medios mentiras evidentes –¿alguien medianamente inteligente puede pensar que Obama es un socialista o un musulmán?– el Tea Party se ha convertido en el centro de la vida política norteamericana.

Al leer, ayer, las noticias que hablaban de la victoria de los republicanos y del papel que en ella ha jugado el Tea Party, pensaba en las nuevas víctimas que esa jugada política va a generar. Al oír a los republicanos clamar contra la reforma sanitaria de Obama, pensaba en las miles de familias estadounidenses excluidas del sueño americano y que no pueden costearse un seguro sanitario decente, pensaba en los niños que esperan en los pasillos de un hospital para ser atendidos mientras sus padres desesperan y maldicen. A los halcones del Tea Party no les importa la dignidad con la que estas personas sean tratadas: a ellos, tan cristianos, tan pagados del Evangelio, el sufrimiento y la amargura de sus semejantes les resultan indiferentes. Arrebatados por su visión mesánica y militarista, convertidos en una especie de sanmigueles de la postmodernidad destinados a descabezar a los diablos de la Ilustración, son partidarios de una política sin entrañas en la que no hay cabida para la piedad y la compasión. Tienen el ideal de la libertad absoluta, como si la libertad sin las trabas que imponen la solidaridad y la convivencia no deviniese también en tiranía. Están dispuestos a imponer ese ideal aunque para ello dejen sembrados de excluidos los campos de la historia: no podrá nunca contabilizarse la amargura que generen, porque es imposible traducir en números la angustia de una madre que no puede comprar la leche de sus hijos. Parecen nuevos, pero son viejos conocidos de la revolución conservadora porque ya gobernaron otras veces: Reagan, Thatcher, el siniestro Trío de las Azores. Llevan en los genes la visión del mundo de McCarthy y de Karol Woitjla, su odio por los intelectuales, su desprecio por los heterodoxos. Basan su política económica en el puro egoísmo, pero ese capitalismo salvaje y sin trabas que proponen y que veneran con fe de inquisidores, ha sido el causante de la crisis que padecemos. Proponen curar al enfermo inoculándole más virus de la enfermedad que padece: están convencidos de que es necesario un caos de dimensiones apocalípticas –la Gran Depresión, la guerra, los totalitarismos... otra vez– para que ellos puedan hacerse con el poder sin limitaciones. Saben que sólo pueden imponer su cruda visión de la realidad si sitúan al mundo al borde del espanto.

Sabemos que Esperanza Aguirre comulga con las ideas del Tea Party. La ambiciosa presidenta madrileña se denomina liberal, pero yo pienso que algo tan hermoso como el liberalismo no puede tener cabida en esta edad de hierro inaugurada con el auge del Tea Party.

(IDEAL, 4 de noviembre de 2010)

viernes, 5 de noviembre de 2010

LO IMPORTANTE Y LA OCURRENCIA



Un joven estudiante decide someterse a una operación de nariz y del quirófano sale en coma irreversible. Entra lleno de vida y de ilusiones y sale convertido en un vegetal. Sus padres inician uno de esos interminables e injustos pleitos contra la clínica y las aseguradoras y, como era de prever con la ley española en la mano, acaban perdiendo el juicio por el que reclamaban una indemnización para poder cuidar a su hijo y son condenados a pagar las costas del proceso, que como ascienden a 400.000 euros, los deja con el piso embargado y en la calle.

Los padres y su hijo se plantan, hace quinientos días, en la puerta del Ministerio de Justicia. Viven, con su hijo en coma, dentro de una precaria tienda de campaña. Ya es milagro que las autoridades de Madrid, tan piadosas, no les hayan obligado a levantar su campamento de la decencia. Sobre la puerta de su hogar (esto es un hogar, porque se funda en el amor sin límites, pese al frío, pese a la lluvia, pese a la indignidad de los médicos y de los jueces) un simple cartel reclamando justicia. Ilusos: no saben que en España no existe, que es un espejismo, una mezcla de sátira y de burla, una parodia en la que los de abajo siempre pierden. Han sufrido en sus carnes eso que se administra en los juzgados y todavía confían en que se haga justicia, en que se indemnice a su hijo, en que se les devuelva el piso que les han robado los carroñeros que se alimentan del sufrimiento de los otros. Esa confianza sólo puede nacer del amor por su hijo.

El heroísmo de los padres. La agonía lentísima del hijo. Es eso lo importante, lo más importante que ayer traían las páginas del periódico. Frente a ese dolor, frente a ese amor, todo lo otro resultaba accesorio.

Luego, para que veamos como la casta política no se preocupa por lo importante sino por las tonterías y las pamplinas, nos encontramos con la enésima ocurrencia del gobierno Zapatero. A los hijos se les pondrán los apellidos de los padres según el orden alfabético de los mismos, salvo que los padres (el padre y la madre, se entiende) pacten lo contrario. Las mujeres españolas no pierden su apellido al casarse. Los hijos españoles llevan los apellidos de su padre y de su madre. ¿A qué viene ahora esta ocurrencia destinada a sembrar un caos de nombres y apellidos y a acabar con una larga tradición española? ¿También esto les parece machismo impenitente? ¿Qué opinan pues de la costumbre mayoritaria en Europa de que la mujer pierda su apellido al casarse y de que los hijos sólo lleven el del padre? Se me ocurren mil preguntas con respecto a la maniobra de distracción de ZP y sus secuaces, y no entiendo, si de verdad creen en la igualdad entre hombres y mujeres (que no creen) porque se no se ocupan de los sustancial: de las mujeres despedidas cuando se quedan embarazadas, de las mujeres que no pueden ejercer su derecho a darle de mamar a sus hijos, las mujeres que cobran menos que sus compañeros, las mujeres acosadas en los centros de trabajo... Nueva igualdad de la pandereta. Pero no quiero seguir por aquí, porque esto no es importante, porque esto no deja de ser otra burla más. Lo peor es que al paso que lleva este gobierno va a conseguir que desalojarlo con las urnas sea una cuestión de salud pública, y que tengamos que acudir a votar con las pinzas puestas.

Qué pena de país, de verdad, qué pena de país.

jueves, 4 de noviembre de 2010

SAD EYES NEVER LIE






Me manda Nahir Gutiérrez, la magnífica jefa de comunicación de Seix Barral, el libro La luz es más antigua que el amor, de Ricardo Menéndez Salmón. Nahir y yo coincidimos en un correo electrónico en que Menéndez Salmón está llamado a ser uno de los grandes, y con esta coincidencia me acerco a las páginas del libro. Me encanta acercarme a un libro que no he leído, mirarlo con emoción, casi con timidez, y abrirlo al azar, buscando una frase, unas palabras que puedan describirlo y que me sirvan de enganche para poder leerlo con pasión, sin desmayo, algo que es ya imposible porque así sólo se puede leer cuando se es joven.

En La luz es más antigua que el amor no me ha resultado difícil: de pronto, casi en la segunda ojeada, aparece la frase mágica, la frase deslumbrante que justifica este placer del libro nuevo, estas ganas de comenzar a leerlo. «Un hombre es lo que ha visto», dice Ricardo Menéndez Salmón en la página 53 y a mi me embarga una tristeza extraña, esa que siempre siento por el otoño, en las tardes de noviembre, y me acuerdo de una canción de Bruce Springteen que me gusta mucho. «Sad eyes never lie», dice uno de los versos de esa canción. Los ojos tristes nunca mienten. El hombre es un animal triste, salvo que viva traicionándose: los leales consigo mismos miran el mundo con ojos tristes. Creo que este libro de Menéndez Salmón, del que hasta el título es triste, va a estar habitado por esa impagable desolación de quien ha querido ver mucho antes de escribir. Los libros tristes nunca mienten. Y a veces son tan hermosos que duelen.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

LO QUE VALE EN LA VIDA




Cada vez estoy más convencido de que son las pequeñas cosas las que convierten la vida en algo valioso que merece la pena ser vivido. Irse, durante un fin de semana de tres días, a una casa apartada de todo ruido, cerca de Chilluévar, rodeada de olivares y montes y chopos amarillos, con dos parejas de amigos y sus hijos, es una de esas cosas que le dan valor a la vida. Y le dan valor porque en esos momentos que hemos disfrutado queda la vida desnuda: no hacer nada, ese lujo de derrochar el tiempo perezosamente, sin prisa, desayunando tranquilamente, charlando sin más, comiendo sin prisa, bebiendo cerveza o vino blanco, acostándose ya no tan tarde porque los hijos nos dejan molidos, viendo como el fuego parpadea misteriosamente, riéndose a carcajadas una madrugada en la que, con las criaturas ya dormidas, hay que remover todos los muebles de los dormitorios para matar una lagartija que se ha colado en ellos y que según las madres amenaza con devorar a sus retoños, y todo mientras mi hijo, más espabilado que el rabo de las pobres lagartijas, llamaba a voces a sus amigas, felizmente dormidas...

Unos días como estos enseñan también que es posible sobrevivir. Sobrevivir a dos días de lluvia incesante que te obligan a recluirte en un salón tomado por cuatro criaturas de entre diecinueve meses y cinco años a las que hay que sumar Dora la Exploradora y el dichoso Mono Botas, y cuajado de juguetes de todo tipo. Amistad y supervivencia, la vida en estado puro. Pero la mejor vida.

martes, 2 de noviembre de 2010

MARCELINO CAMACHO




Estando en la sierra, me enteré de la muerte de Marcelino Camacho. Supongo que los periódicos de estos días en los que hemos estado enclaustrados en un lugar del que se apropiaron cuatro niños, con sus juegos y sus cansinos dibujos animados, habrán dicho miles de cosas de este hombre, del que si en verdad se puede decir algo es que fue coherente y honesto consigo mismo hasta el final. Creo que es difícil predicar eso de alguien, pero Marcelino Camacho fue un hombre recto, convencido de sus ideas, que no quiso engañarse para vivir mejor y que se ha muerto habitando un pequeño piso de trabajador en un barrio obrero de Madrid. Todo un símbolo. Todo un ejemplo de austeridad personal y de altura moral.

Más allá de esa paz de morir sin haberse traicionado, reservada a muy pocos hombres, de Marcelino Camacho sí que se puede decir que le debemos, en gran medida, las libertades y los derechos sociales de los que hoy disfrutamos. Porque él sí entregó su vida y los años de su juventud para que los hijos de los trabajadores españoles pudiéramos ir a la universidad, para que hubiese escuelas públicas dignas, hospitales públicos decentes, para que los trabajadores tuvieran derechos y nadie les negara su dignidad. Sin la lucha que Marcelino Camacho y las Comisiones Obreras mantuvieron durante el franquismo, sin que hombres como Camacho renunciaran a parte de sus ideales para conseguir las mejoras sociales propias de un país que quería ser desarrollado, sin tantos sacrificios personales de los humildes ejemplificados en Marcelino Camacho, hoy España sería de otra manera, posiblemente peor. A Marcelino le deben mucho todos los trabajadores españoles, hay que decirlo sin temor. También le deben mucho todos aquellos que desprecian esos derechos de los trabajadores, los que quieren recortarlos, suprimirlos, desterrarlos, suponiendo que estos estimen en algo la democracia de derechos sociales que tanto ha costado conseguir. ¿Cómo se salda una deuda de este tipo? No lo sé, supongo que no con palabras como éstas, supongo que intentando imitar el ejemplo de esos pocos hombres cuerdos, sensatos, prácticos, que en un momento crucial de nuestra historia entendieron que la invocación de los grandes ideales podía llevarse por delante, como una riada sin freno, la posibilidad de construir un espacio de encuentro entre todos los españoles. De esos hombres –Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Carrillo, Fernández Miranda, Gutiérrez Mellado... Marcelino Camacho– cada vez van quedando menos vivos; y su obra, la obra política de la Transición, es cada vez más denostada, porque ha vuelto a darnos el sarampión de las utopías, que nos paraliza frente al ataque de la crisis y hace que nos olvidemos de que la única manera de transformar el mundo es cambiando poco a poco las situaciones que lo conducen al abismo. No deja de ser un síntoma que este hombre haya muerto justo cuando la actual crisis económica se está llevando por delante el Estado del Bienestar, que él contribuyó de manera decisiva a construir en España, aún con el raquitismo con el que aquí lo hemos disfrutado.

Yo lo vi un día, cuando era estudiante en Granada: había acudido a una conferencia o algo así, y a la hora de comer, en compañía de su mujer, se fue a los comedores universitarios de Fuentenueva, con su jersey de lana. Sacó los boletos de la comida, guardó la cola pacientemente y comió sentado entre los hijos de aquellos por los que él había entregado los mejores años de su vida. Eso se llama coherencia y contrasta mucho con la rimbombante vida que hoy llevan tantos a los que se les llenan las bocazas con palabras solidarias, igualitarias, evangélicas.

¡Qué pena que sólo haya habido un Marcelino Camacho! Pero... ¿cuántos se necesitarían para que el mundo fuese un poco más decente y luminoso?